martes, 31 de agosto de 2010

PUEBLOS MORIBUNDOS Y PUEBLOS MUERTOS



En marzo de 1990 publiqué un largo artículo al que titulaba “Los pueblos muertos". Aunque hubo algún lector del periódico que se molestó por la cruda realidad de aquellas columnas dedicadas a los pueblos abandonados de esta nuestra tierra -quizás por un simple remordimiento de conciencia, del que uno no siempre se acaba de convencer-, no estaba la acción centrada, por lo menos en el referido escrito de marras, en pueblo alguno de manera específica, sino en varios al mismo tiempo. A mitad de aquel trabajo se daban los nombres de dieciséis pueblos de la provincia de Guadalajara en los que habitualmente y de manera continua no vive nadie. Es posible ver en cualquiera de ellos, sobre todo durante los fines de semana y en el buen tiempo, algún alma solitaria moverse por sus calles; pero es sólo entonces, ocasionalmente, de tarde en tarde y coinci­diendo con las temporadas que preludian el estío, que son ya propio verano, o que se alargan por inercia para los más avanzados en edad hasta el día de Difuntos o sus fechas inmediatas, cuando los vientos fríos comienzan a soplar por el llano de las eras. Las casas y las calles a partir de entonces se convierten en auténticos cementerios al aire libre, y en esos pueblos, guste o no a quienes un día se marcharon de él dejándolo solo, apenas se siente el silbido del viento en las esquinas o el estruendo de alguna cubierta que se viene abajo arrancada por el ímpetu del huracán, por el efecto demoledor de la carcoma, por la humedad de tantos inviernos en desamparo, y siempre por el abandono de quienes antes vivieron en él; pero jamás se oye el grito de un niño, el ladrido de un perro ni el canto madrugador del gallo desde lo alto de la barda en el lejano corral. Son los pueblos muertos con todo nuestro pesar, de los que Castilla sabe tanto y nosotros también.

Silencio y ruina
Aprovechando la bonanza de las tardes del verano, tuve a bien hace algunos meses dar un paseo por una de las zonas más olvidadas de la provincia, por donde las viviendas abandonadas de los pueblos se van desmoronando poco a poco, donde hay una fuente que corre sin que su manar constante sirva para nada ni para nadie. Alrededor, tierras de cultivo, tierras frías que de una o dos décadas a hoy trabajan con potente maquinaria agricultores que vienen de fuera. Querencia, Tobes, Torrecilla del Ducado, se llaman estos pueblos situados al norte de nuestra provincia; una lista que podría completarse con otros cuarenta o cincuenta nombres más. Son los pueblos muertos, los pueblos en los que durante todo el año no vive nadie, y las vientos, las lluvias, las fuertes heladas y otras inclemencias, por nombrar tan sólo algunos elementos puramente naturales, van acabando por convertirlos en ruina sin que nadie, ni siquiera sus propios dueños, mueva una mano por ponerle remedio.
No hace mucho he tenido ocasión de releer un hermoso artículo de Miguel Delibes, publicado en un periódico nacional de gran tirada hace más de cincuenta años, cuando la tormenta de la despoblación se comenzaba a cerner sobre los pueblos de Castilla. El ilustre escritor habla en aquel trabajo un pueblo burgalés, Cortiguera, en el que por entonces aún alentaba la vida, una vida lánguida, feble, apenas perceptible -decía él-, donde en sus abandonadas casas de piedra, muchas de ellas con blasón en sus fachadas y airosos arcos de dovelas en sus zaguanes, habitaban dos matrimonios de viejos y dos mujeres viudas, viejas también. Un pueblo moribundo, un pueblo en agonía. Titulaba a su interesante comentario "Los pueblos moribundos".
Ignoro, pero confieso que me gustaría saber, que ha sido de Cortiguera pasado medio siglo de la visita del notable periodista; qué fue de sus dos matrimonios de viejos y de sus dos viudas viejas también; qué fue de los recios muros amarillos de sus casas; qué de aquel aliento de vida lánguida, feble, apenas perceptible.
Justo por aquellos años visité en dos o en tres ocasiones uno de nuestros pueblos muertos, uno de aquellos que integraban la fatídica lista de dieciséis que en 1990 se me ocurrió tildar por muertos. Tenía el pueblo por entonces más de doscientas almas, y pasaban de veinte los niños que a diario acudían a su escuela mixta que regentaba, como Dios le daba a entender, una maestra anciana.
Volví algunos años después y lo encontré completamente vacío, sin una sola alma. Ocho o diez puerta cerradas a cal y canto, nada más, y por toda compañía el ruido del viento al chocar contra las cuatro paredes del campanario. Hice muchas fotografías, eso sí; fotos y más fotos de la bellísima portada románica de la iglesia. Hubiera querido arrancarla de allí, piedra a piedra, y lo hice foto a foto, que es una manera velada de robar para que sirva de alimento al estómago furtivo de los buenos deseos.

La fuerza de la razón
Como a Delibes, me hubiera gustado topar a la vuelta de cualquier esquina con la única viejita de la calle, y lamentarme en su presencia como él se lamentó delante de aquella superviviente de Cortiguera, y hablarle del despoblamiento, y de la desolación, y de la ruina que cunde irreversible.
- Qué pena -le dice a la buena mujer en su artículo el autor de El Camino.
Y la viejita del pelo estoposo y la punzante mirada azul, argumenta en seguida:
- A ellos no les dio pena marchar.
Una lección de profunda filosofía en la que ahora y en la distancia me detengo a recapacitar. Y sigo caminando con la imagina­ción calle arriba por el pueblo abandonado. A derecha e izquierda veo haces apretados de florecillas lila y de malvas en flor; flores silvestres bordeando el pequeño muro de piedras movedizas que entornan la callejuela y a las que nadie mira. Al final, una detrás de otra, las fuentes públicas junto al lavadero chorrean en los pilones de ovas, cantando a duo su rutinaria e inútil salmodia. Sobre mí la bandada de buitres al acecho de la carne muerta que ventean por encima de las nubes. Y advierto con agrado que, como al olmo viejo de Machado, algunas hojas verdes le han salido. Son las viviendas rehabilitadas de última hora, las que los que se fueron, o tal vez sus hijos, han vuelto a poner en orden pensando en el pueblo como terapéutica contra los males del siglo que cada día amenazan con mayor virulencia. Pero el pueblo, éste y otros más, se vuelven a quedar solos apenas el otoño comienza a imponer su ley avistando el invierno.
Los cantos de sirena de los nuevos tiempos dieron lugar, en cuestión de muy pocos años, al éxodo imparable del medio rural que dejó en cuadro a cientos de lugares por toda Castilla con un antiquísimo historial, con siglos y aun con decenas de siglos de existencia. Los duros a seis pesetas es posible que tuvieran su época, pero fue efímera y pienso que engañosa. Se saturó el mercado, por razones que no vienen al caso, y es tiempo de balances, hora de ponerse a echar cuentas con tantos años de historia, de ilusiones por parte de nuestros antepasados que rara vez se llegaron a cumplir, de reflexión ante triste realidad de los campos baldíos y las recias casonas de nuestros abuelos criando amapolas, y malvas, y jaramagos, y zarzas, en el mismísimo suelo del zaguán, o en el de la cocina donde se hacía la vida, recuerdo hoy perdido para tantos de nuestros años de niñez. Es el momento de ajustar cuentas con nosotros mismos, y no de exigir responsabilidades que sólo las podremos encontrar en el loco correr de los años y de las modas, creadores de circunstancias que, a la larga, apenas sirven como filón de experiencias para quienes tengan a bien emplearlas y aprender de ellas.
Ante el efecto cambiante en la vida del hombre, víctima al fin del caprichoso movimiento pendular de los tiempos que en tantas ocasiones sacude con fuerza irresistible, uno se pregunta si todo ha merecido la pena, si habremos acertado dejando morir el viejo escenario de tantos años de nuestro pasado, al que tan reacios somos a renunciar sólo de palabra. Ni las piedras de junto al camino, ni los campos que entornan el ejido, ni el aplomo de las viejas campanas sobre la torre, ni el halo de respeto y de piedad que inspira el solitario cementerio a la caída tarde, me han sabido dar respuesta.

(En la fotografía: Aspecto actual del pueblo de Tobes)

sábado, 21 de agosto de 2010

NUESTROS RÍOS: EL SORBE



¿Dónde, claro Sorbe,
agua limpia del costado
del Ocejón serrano,
espejo de los álamos más verdes,
del azul más despejado,
de los pies niños en los agrios cantos,
la madre lavandera y aquél prado
de la fuente del más dulce dictado?
(Ramón de Garciasol)

No es fácil precisar, como tantas veces ocurre, cuál es y dónde está el nacimiento de un río. Con el Sorbe, uno de los tres que bajan de la Sierra, se da esta circunstancia que, como cabe suponer, impide al escritor precisar sobre ese dato. De los ríos se sabe siempre dónde acaban, pero rara vez puede hablarse con precisión del sitio de su nacimiento. El Henares y el Cifuentes, por ejemplo, podrían ser dos de las más conocidas excepciones en esta provincia.
Es verdad que por las inmediaciones de Galve al río Sorbe ya se le puede considerar como tal. Atrás quedaron los infinitos regatos que brotan al pie de la Sierra de Pela y que unen sus aguas en un pequeño cauce común para formar el Sorbe. Cualquiera de esos regatos podría considerarse como su primera fuente, pero sin que sea posible afirmarlo de manera rotunda respecto a uno de ellos.
A su paso por la pradera que limita con el castillo de los Estúñiga el Sorbe toma categoría de señor. La villa serrana adoptó su apellido tomado del propio río, que a manera de pequeño arroyo parte por mitad a todo lo largo la explanada inmensa en donde hoy pastan las vacas albinas, y antes, cuando sus abuelas lo eran de pelo negro brillante, las gentes de la comarca sacaban a cientos las docenas de cangrejos autóctonos que se criaban en las bocas del río.
El Sorbe se cuela bajo el primero de los puentes marginado por piedras y por arbustos, y así emprende su caminar por parajes menos apacibles, pero infinitamente más espectaculares como compensación. Los pozos Mingón y de la Lucía, los molinos hoy en añoso edificio testimonial, las ruinas de otro castillo del que apenas quedan cuatro piedras, el de Diempures, término municipal de Cantalojas, y la nueva aportación de aguas que le llegan del poniente con olor y sabor a trucha, son la noticia en la que podríamos llamar segunda escala de su recorrido. Los ríos Lillas, de la Zarza, y Sonsaz poco más abajo, convierten al Sorbe una vez dejada atrás la Junta de los Ríos, en una corriente saludable de agua incontaminada, protagonista en varios momentos de su pasar de espectáculos paisajísticos irrepetibles, de soberbios saltos de agua que llegan abriendo pozas entre la peña oscura y laderas de pinar, una dicha para los ojos y para el corazón que tan sólo está permitido gozar -la Naturaleza tiene esas cosas, tal vez como arma de defensa- a los andarines con buenas piernas que gustan saborear, con sano placer, el néctar que en los parajes todavía no profanados por la presencia masiva del hombre, rezuma el campo.
La Huerce, Valdepinillos y Umbralejo -veinte habitantes en total, o quizás treinta-, el último de ellos rehabilitado para que jóvenes de toda España se formen durante ciertas temporadas a lo largo del año, son tres de los pequeños lugares que el sorbe por aquellas alturas va dejando a un lado y al otro de su cauce. Cubres cercanas a los 2000 metros de altura sobre el nivel del mar, y algunas más elevadas aún como el mítico Ocejón, se asoman a las claras corrientes del río todavía impoluto. Los corzos, los jabalíes y el zorro ladino bajan a beber a sus orillas, mientras que las aves rapaces merodean en el azul, ojo avizor, en busca de algo con qué alimentarse. Notas, entre algunas más, que dan carácter a las riberas de montaña, y estas lo son.
El arroyo Seco es otra de las aportaciones que por aquellos valles desaguan en el Sorbe ya cerca de Almiruete, y que al decir de su nombre el caudal más bien cuenta en temporadas de lluvia abundante o de deshielo en las umbrías de los montes. Siguiendo su curso por tramos de remanso, por barranqueras y por angostos según la superficie del terreno tan variada en aquellos lugares, el río va cambiando de paisaje paulatinamente, el terreno se suaviza y van apareciendo en el llano las sementeras de cereal y las solanas en vertiente plantadas de olivos. Las riberas del Sorbe cambian la estampa serrana que traía desde su nacimiento por la campiñesa, y las temperaturas se tornan más benignas. Muriel, uno de los pueblos menos conocidos y más interesantes de su recorrido, podría servirnos como principal referencia de la mocedad del Sorbe.
Y luego Beleña. Por Beleña de Sorbe el río se remansa ante la presa y reserva sus aguas para el servicio de la Capital y de las principales villas y ciudades del Corredor del Henares. Resulta pequeño como depósito de reserva el embalse de Beleña para servir a tantos miles de habitantes, a tantos centenares de industrias para cuyo correcto funcionamiento el agua es elemento fundamental. Se impone solucionar ese problema, para que un largo sesenta por ciento de la población de esta Provincia pueda vivir con arreglo a los tiempos. En tanto, quienes llegan a Beleña se encuentran con un pueblo que ha evolucionado en su favor durante los últimos quince años, con unos alrededores sorprendentes, y con una iglesia románica por añadidura que fue, y lo sigue siendo después de su restauración con mayor motivo, una importante estrella de nuestro patrimonio artístico, con un mensario medieval en relieve único en su especie.
Un poco al rescoldo histórico de Beleña, la que en tiempo pasado debió de ser la villa madre, subsisten en aquellos parajes campiñeses con vocación serrana los pueblos de Torrebeleña y Beleña de Sorbe con el río entre uno y otro. Campos de labor que aguas abajo nos llevan hasta la vega del Henares, donde el Sorbe deja de ser quien es una vez que haya entregado su caudal al Henares muy cerca de Humanes, la villa que por su importancia y mérito ejerce como capitalidad de la comarca campiñesa, teniendo por testigo al cerro de la Muela, el altiplano de Alarilla donde a veces el hombre sueña con ser pájaro.
Sorbe, Henares, Jarama, Tajo, toda una aventura viajera lamiendo paisajes, la que el agua de nuestras sierras ha de vivir hasta llegar al mar, al Mare Tenebrosum de los antiguos, con toda la saudade de un fado en la señorial Lisboa.
(En la fotografía: Puente sobre el río Sorbe bajo la presa del pantano de Beleña)

martes, 10 de agosto de 2010

DE PASO POR MIEDES DE ATIENZA



Otro día mañana pienssan de cavalgar;
es día a de plazo, sepades que non más.
A la sierra de Miedes ellos ivan posar,
de diestro Atiença, las torres que moros las han.
(Cantar de Mio Cid)

Aquello de quien tuvo retuvo y guardo para la vejez se cumple meticulosamente en esta villa de Miedes. Ajusta si miramos atrás en las páginas de la Historia y de la Literatura, que nos llevan, unidos a la villa de Miedes, hasta la entraña misma de la Edad Media; si bien considerando al pueblo en la actualidad, tanto en su urbanismo como en el estado de conservación de la mayor parte de las viviendas que vemos en sus calles y plazas, diríamos que se trata de un pueblo joven, impecable, con una nota característica además que no todos poseen, y es la de la elegancia y el señorío que se desprende de la piedra rojiza en algunos de los palacetes que se alinean en sus calles, subiendo hasta los límites de lo sublime la sorprendente estampa de la Plaza Mayor, con sus esquinas de piedra labrada, su farola capitalina en mitad y sus escudos en altorrelieve que dan fe de todo lo dicho. Los escudos son los de la familia Beladíez, una de las sagas más ilustres que pasaron por aquí y que participaron de manera eficiente en la buena imagen que, al cabo de los siglos, conserva este pueblo de la Alta Serranía.
Desde Atienza se llega hasta Miedes tomando un ramal de carretera que parte de Tordelloso y pasa por Alpedroches. También se puede ir tomando otro desvío que aparece poco más adelante y pasa por Ujados y por Hijes, en un estado infernal, por cierto, en el último tramo. Quienes opten por este camino pasarán justo al pie de la serrezuela árida por la que anduvo el Cid camino del destierro, en cuyos bajos se produce el cereal a pesar de las bajas temperaturas de aquella sierra en sus largos inviernos.

La mañana amaneció despejada. Estamos en verano. Hasta la plaza de Miedes llega una brisa fresquita que sube a lo largo del valle. Sobre los altos peñascosos de poniente merodea una bandada de buitres en busca de alimento. Los tiempos modernos se han convertido en la época más dura de su existir para las aves rapaces. En los estercoleros de los pueblos no se tiran despojos, ni hay restos de animales muertos en las barranqueras. Ocupan su lugar electrodomésticos de desecho y otros cachivaches que en ningún caso podrían servir de alimento a los animales de presa.
Me he encontrado con parejas de veraneantes y grupitos de personas paseando por el arcén de la carretera. En las calles del pueblo se ven señoras que cuelgan al sol la colada en los balcones, y miran y cometan al paso del recién llegado.
- Buenos días tengan ustedes.
- Y buenos que están; sí señor. Aquí da gusto vivir.
Tienen razón las señoras de Miedes; pero cuando pasa el verano todos huimos a la ciudad como alma que lleva el diablo, y los pueblos vuelven a quedarse solos.
La fuente del XVIII, redonda, inmensa, arroja por los cuatro caños sobre el pilón unos chorros que nadie aprovecha. Uno de los caños conserva el canalillo de madera que en tiempos no tan lejanos sirvió para alcanzar el agua hasta los cántaros. El agua ha sido elemento fundamental no sólo en la vida de Miedes, sino también en la de sus pueblos vecinos: Ujados, Hijes y Bañuelos, reconocidos en la comarca por la abundancia y la excelente calidad de las verduras y de las frutas de sus huertas, que los lugareños suelen cuidar como auténticos expertos.
En el reloj del Ayuntamiento acaban de sonar las campanadas de las once. Con los modernos sistemas por medios electrónicos, los relojes municipales de los pueblos dan las campanadas con acento inglés, con el mismo sonido del famoso carillón de la Torre de Londres. Oír para creer.
La Barliguera es la más larga de las calles de Miedes. Hace esquina en la Plaza Mayor con la casa de los Beladíez, al decir de los dos escudos que luce sobre la fachada, y sigue recta hasta llegar al campo. La Calle Real coincide con la carretera y cruza a todo lo largo por la plazuela en donde está la fuente. La Calle de la Iglesia hace ángulo en la esquina del Ayuntamiento y sube hasta la iglesia de Nuestra Señora de la Natividad. El pórtico de la iglesia, a modo de jardín, se adorna con árboles y flores, y en medio hay una columna de piedra que sirve de sostén a una placa-homenaje, donde se recuerda que en Miedes de Atienza nació en 1837 don Eladio Mozas Santamera, fundador del Instituto de Josefinas de la Santísima Trinidad, muerto en olor de santidad y cuyo proceso de beatificación se encuentra, al parecer, bastante adelantado.
Dentro de la iglesia pueden verse al pie del altar las lápidas mortuorias de los Beladíez y de los Somolinos con sus correspondientes escudos de armas, la primera de ellas fechada en 1774, y la segunda en 1601. En la capilla de la Concepción está enterrado un miembro de los Recacha, otra más de las familias distinguidas en el pasado de esta villa serrana.

La antigua villa ha sufrido de manera impía el azote de la despoblación durante los últimos cuarenta años. Su número de habitantes es exiguo. No obstante, intenta sobrevivir haciendo frente a las circunstancias. La agricultura, y en menor escala la ganadería, continúan siendo su principal fuente de riqueza. La población ha envejecido, como en todo el medio rural, pero la maquinaria de la labor y el buen orden procuran sustituir a la falta de manos jóvenes para el trabajo.
En Miedes veneran como patrón a San Antonio de Padua, y rezan como patrona a la Virgen del Puente. El primer domingo del mes de mayo tiene lugar la tradicional romería de Nuestra Señora del Puente, donde, aparte de la función religiosa, se come, se bebe, se baila, y la gente se divierte. El gasto en vino que se consume durante la romería -pienso que seguirá siendo válida la costumbre- corre por cuenta del Ayuntamiento; detalle bastante al uso no sólo en éste, sino en algunos pueblos más de aquellas sierras.
Desde la Plaza Mayor se contempla con diafanidad en la media mañana el morro que dicen del Castillo, donde se alza la cruz de bendecir los campos y los restos de un viejo palomar a manera de torre, otros signos más de esta hermosa villa que, cuando menos, merece una visita como complemento a las muchas que a lo largo del año se hacen a la realenga Atienza que tiene por vecina.


(En la fotgerafía: "Detalle de la plaza de Miedes")

domingo, 1 de agosto de 2010

LA ALCARRIA PARA VER Y GOZAR



Echar mano a la pluma o pulsar el teclado del ordenador para escribir acerca de la Alcarria, sin contar con el más sonoro de sus propagandistas y degustadores, el Nobel don Camilo, siempre me resulta difícil. Suena a tópico traer a Cela a colación parejo al nombre de la Alcarria, y tal vez lo sea, pero en esta ocasión como en otras muchas me siento en el deber de hacerlo, primero por justicia, pues a Cela, a quien alabaron con un fervor sin límites tantos amigos de aquí y elevaron en vida hasta lo más alto de todos los olimpos tantos de más allá, se le está pasando al olvido a un ritmo mucho más rápido de lo que para casos semejantes es costumbre entre las sociedades de bien con sus elegidos, y Cela para nosotros lo fue. Bien es cierto que su extraordinaria habilidad y el mucho talento que tuvo, le llevaron a mantenerse sobre el candelero hasta una semana después de su fallecimiento en la madrugada del día de San Antón del último año capicua -porque hasta para eso fue original-, lo que no justifica que sean hoy tan pocos los que se acuerden de él. No dudo que el tiempo se encargará de poner las cosas en su sitio, que su nombre y su obra vuelvan a ocupar el lugar que les corresponde, y que será, sin duda, uno de los primeros de la literatura universal del siglo XX. Así pasan las glorias del mundo, no le demos vueltas.
Ya van para sesenta y cinco años los que han transcurrido desde que el autor gallego, al dedicar su libro al doctor Marañón, puso sello a aquella frase, ahora tan manida, pero no mucho menos cierta que lo fue entonces, de que “La Alcarria es un hermoso país al que a la gente no le da la gana ir”. Luego seguía contándole que “anduvo por él unos días y le gustó, que es muy variado y menos miel, que la compran los acaparadores, tiene de todo: trigo, patatas, cabras, olivos, tomates y caza”. Tenía razón. Al autor le interesaba en aquel momento lo que veían sus ojos, eran unos tiempos como para no detenerse en mayores complicaciones. Quiso saber del paisaje geográfico y del paisaje humano, y lo hizo bien, sobre todo al volcar sobre el revoltillo de anotaciones que llevaba escritas en un cuaderno escolar de aquellos de posguerra, toda la carga de su ingenio, y el trabajo final -con frase suya- le salió redondo, y la Alcarria salió más que bien parada, pues sirvió para darla a conocer por los cinco continentes en cuestión de una década.
Pero si nos apartamos del terreno literario y nos situamos dentro del campo de la realidad, de la realidad actual, sacamos en conclusión que la Alcarria es todo eso y mucho más, que continúa siendo el mismo hermoso país capaz de complacer a quienes la visiten, pero que no acaba de ser descubierta por el viajero medio a pesar de que cuente con tantos motivos a su favor, tales como estar situada en el centro mismo de la Península, lo que significa encontrarse relativamente a mano para muchos, y muy cerca para otros, pensando en esos varios millones de personas que a lo largo del año salen de la capital de España en busca de algo que ver y que valga la pena ser visto. La Alcarria, amigo lector, está en condiciones hoy por hoy de satisfacer cualquier deseo, de no defraudar a nadie. Su paisaje, sus pueblos, sus costumbres, esas tres o cuatro villas señeras que alegan merecer el título de capitalidad de la comarca, la variedad de sus productos típicos, la estela de su pasado permanente en un sinfín de objetos y de monumentos, forman un abanico de intereses diversos digno de ser conocido y paladeado con meticulosidad.
Son tres las provincias que toman parte de la comarca alcarreña: Guadalajara, Cuenca y Madrid; pero es bien sabido que Guadalajara contaría sobre las otras dos con el título, si lo hubiera, de provincia alcarreña por antonomasia; en primer lugar por tener una porción mayor sobre el terreno de lo que es la Alcarria total, por estar la capital de provincia situada en los límites mismos de esa comarca, y porque las características particulares, tanto geográficas como climatológicas de la Alcarria tienen su representación más auténtica dentro de esta provincia. Sería bueno, y muy ilustrativo, un estudio completo sobre la Alcarria toda, seguro que no resultaría menos interesante que la Mancha, inmortalizada por Miguel de Cervantes, la estrella más brillante del universo literario, al que en su honor, los aires puros de la Alcarria vecina es posible que bajasen hasta las vegas del Henares a celebrar su nacimiento.
Hace bastante tiempo que presentamos en Pastrana un libro que invita a conocer la Alcarria, a predisponernos para salir al camino con un bagaje importante de conocimientos acerca de aquella comarca. La literatura orientada al turismo viene siendo desde los últimos años una de las principales fuentes de información, y por tanto de cultura, un auxiliar insustituible de lo que se ve con los ojos en los, cada vez más frecuentes, viajes de ocio que solemos programar a lo largo del año.
Guadalajara no puede quedarse atrás por cuanto a interés turístico se refiere dentro del panorama general de las tierras de España. Parece ser que el turismo de sol y playa va cediendo espacio al turismo cultural de tierra adentro, y así, unido a los muchos motivos que ofrece la capital para venir a verla, a la originalidad y el bucolismo de nuestras sierras del norte, a la sorpresa que siempre supone el darse una vuelta por la ciudad de Molina y por los pueblos del Señorío, hay que añadir con absoluto merecimiento los paseos por la Alcarria como potente aula de interés cultural: Pastrana, Brihuega, Cifuentes, Sacedón, Tendilla, Mondéjar y su entorno vinatero, palacios, castillos, monasterios, ferias y fiestas, iglesias y museos, son razón permanente para captar el entusiasmo de quienes nunca tuvieron ocasión de llegarse por allí, a no ser en viaje de paso por nuestras carreteras principales y vías del ferrocarril, que, como bien sabemos, fueron trazadas por sitios y parajes en los que nada hay que ver, ni sospechar siquiera.
Conviene detenerse, y dedicar algo de tiempo para gozar del buen paño que se ofrece gratuitamente (no se vende) en el arca repleta de sensaciones que es la Alcarria; y habría que hacerlo -¡cuántas veces lo he dicho!- comenzando por nosotros mismos, por los guadalajareños de toda la vida y por los que van viniendo de otras tierras para quedarse aquí. Conviene fomentar, a la par que el turismo nacional y el regional como más nuestro, el turismo interno, el provincial, hasta que consigamos que un molinés de Alustante no se sienta extraño en las calles de Uceda, pongamos por caso, o que un mondejano se sienta completamente identificado con Milmarcos o con la Sierra de Pela, y viceversa.
Nos encoentramos en una época del año que convida a viajar. Ahí queda la Alcarria en toda su extensión, con todos sus atractivos para gozar de ella. Es un buen consejo, créanme.


(En la fotografía, "Paseo con C.J.Cela en la Alarria". Mayo de 1989)