martes, 28 de febrero de 2012

"EL TAPÓN DE ENCANTAMIENTO"


            Hay sucesos a centenares y acontecimientos en la viada de los pueblos que la tradición oral conserva casi de manera milagrosa por encina de los siglos, ya que ni las viejas crónicas de su tiempo ni la Historia se han querido responsabilizar de su presumible o dudosa veracidad. Son las leyendas, relatos pintorescos extendidos por toda Castilla, casi todos de origen medieval, donde la penumbra de la España mora convertida en lugar común, las envuelve en un valle inaccesible de misterios, que en cualquier caso supone siempre un verdadero gozo el simple hecho de pretender entrar en él. Guadalajara toda, y muy en especial la agreste serranía del Alto Tajo, aparece plagada de hermosos relatos a punto de desaparecer para siempre, como éste, que de una manera sucinta intentaré contar, empleando los mismos datos y distinto lenguaje a como a mí me la contaron hace algunos años, paseando plácidamente por los caminos en sombra una tarde gris por los alrededores de Ocentejo, junto al lugar donde dicen que ocurrieron los hechos.

            El rey Alfonso VIII de Castilla, veinteañero a la sazón por aquellas fechas, había organizado una gira por las sierras sureste de la actual provincia de Guadalajara, reclutando personal para la reconquista de la ciudad de Cuenca, que llevaría a efecto con éxito poco tiempo después, en la madrugada del día de San Mateo del año 1177. Como pago  la lealtad y al buen servicio prestado por sus gentes, solía otorgar a los pueblos amigos alguna que otra merced, consistente por lo general en ordenanzas o fueros, títulos de nobleza o territorios en propiedad, cundo no la construcción de alguna fortaleza, iglesia o monasterio, según el estilo arquitectónico al uso que era el románico. Toda Castilla aparece salpicada de pruebas de gratitud de este tipo, otorgadas como reconocimiento en nombre del rey, tantas de ellas desaparecidas, cuando no maltrechas o en estado de ruina. Ese fue el caso de la pequeña fortaleza, ya desaparecida, de Ocentejo, puesta sobre la pétrea prominencia que hay junto al pueblo, a la que todavía los vecinos del lugar conocen por “El Castillo”, y de la iglesia aneja, ambas voladas por los ejércitos franceses cuando la invasión napoleónica; fatalidad a la que habría que unir la quema de pergaminos y de archivos del ayuntamiento poco tiempo después, cuando las llamadas Guerras Carlistas.
            Parece ser que los Carrillo de Albornoz ocuparon durante más de un siglo el castillo de Ocentejo, y entronizaron en la primitiva iglesia una imagen de Nuestra Señora del Rosario, que muy pronto gozaría del fervor popular entre las buenas gentes de aquella comarca.
            Varios miembros de los Carrillo de Albornoz, noble familia conquense con una importante rama en la villa de Beteta, de la que fueron  señores, eran de un natural violento, hasta el punto de registrarse en su brillante historia algún lamentable caso de fratricidio, como bien se hace constar en los anales dela villa cuando hablan de don Pedro a manos de su hermano don Álvaro, cuyos restos mortales recibieron sepultura en su propia capilla de la fortaleza familiar. Pese a todo, el pueblo de Ocentejo y las aldeas de su contorno, solían beneficiarse de la generosa condición de algunas de las señoras de los Albornoz, a las que acudían ante cualquier aprieto con la seguridad de ser atendidas con prontitud y con largueza.
            La vida hasta aquí había transcurrido como una balsa de aceite en el pequeño castillo alzado sobre la roca; una estampa feliz de la vida social entre las familias distinguidas de la Baja Edad Media, de la que tanto sabemos como aportación a los siglos venideros por la literatura de la época.

            Sucedió que cuando las guerras de Granada, los señores del castillo fueron requeridos por la autoridad real con sus pequeñas mesnadas para tomar parte en la que habría de ser la última batalla de la Reconquista, que traería como consecuencia la expulsión definitiva de los moros y con  ella la unidad nacional. Al punto de partir, los señores desearon poner a salvo a su familia antes de abandonar el castillo por miedo al posible ataque imprevisto por parte de ciertos grupos de insurrectos musulmanes, escondidos según se sabía por las cuevas y ocultos vericuetos de aquella sierra. Decidieron pues trasladar a sus mujeres e hijos al castillo de Torralba, más seguro y protegido que la peña de Ocentejo, en tanto que ellos acudían a la apremiante llamada de los Reyes Católicos, dispuestos a librar la última y definitiva batalla después de casi ochocientos años de pelea contra los invasores de la media luna.
            No todo salió como los señores habían  previsto. Una adolescente llamada Beatriz, adorable pimpollo de la familia Albornoz, nacida en aquellas sierras y enamorada desde muy niña de su paz y del incomparable paisaje que había sido testigo de sus juegos de infancia, se negó a abandonar el solar de sus mayores acompañada de su aya, la fiel Aldonza, a la que amaba tanto como a su propia madre. Señora y aya quedaron pues como únicas residentes en el castillo, aparentemente inexpugnable, como desafío a cualquier peligro en el que en un principio no cabía pensar.
            Mas sucedió. Una tarde de otoño, tranquila y fría por aquellas sierras, el pueblo de Ocentejo sintió por las inmediaciones de sus huertas el relincho de los caballos y el cruzar vertiginoso de los hombres de la media luna, por entre el tupido juego de arbustos y de maleza que rodeaba al pueblo. Alguien se apresuró a subir entre dos luces y a llevar a las solitarias habitantes del castillo la alarmante noticia. No había por donde escapar. Beatriz, y su haya la fiel Aldonza, bajaron enseguida la escalinata de piedras sillar que separaba el mínimo patio de armas de la iglesia del Rosario. Rezaron un instante, se encomendaron a la Virgen, y salieron a punto de cerrar la noche con intención de esconderse en cualquiera de los recovecos abiertos en las peñas más próximas en un intento desesperado de salvar sus vidas. No les fue posible. La astucia mahometana y las referencias que algunos insurrectos tenían acerca de la belleza de Beatriz, les había motivado para tomar el castillo a toda costa y sin ningún tipo de impedimento. Cuando salieron de la iglesia, los moros habían alcanzado ya las almenas del castillo y algunos bajaban apresuradamente hacia donde ellas estaban, dejando brillar a la luz de la luna las hojas de sus alfanjes. Beatriz, delicada y tierna como flor silvestre nacida en las vegas del Tajo, se volvió de manera instintiva hacia la Señora y Patrona del castillo, cuya imagen todavía se podía distinguir por la puerta entreabierta, a la luz pobre de un velón de cera.
            -¡Madre! -gritó asustada la infeliz con sus escasas fuerzas- Concédenos la dicha de que la tierra nos haga desaparecer; de que las peñas nos traguen antes que nuestros cuerpos se vean profanados por los enemigos de nuestra fe.
            Dicen que se abrieron las rocas, y que encerraron en sus entrañas a la adolescente Beatriz y a la fiel Aldonza, de las que jamás nadie supo nada. Las buenas gentes de Ocentejo aseguran que en determinadas noches de otoño, cuando el viento de la sierra rompe el silencio y sube a chocar contra las duras esquinas de la peña, se pueden escuchar los lamentos de las dos desdichadas que todavía penan allí, nadie sabe con qué suerte de tormentos, en el lugar preciso en donde hace siglos sucedieron estas cosas, y que en el pueblo conocen por “El Tapón de Encantamiento”.

(La fotografía nos muestra la peña sobre la que estuvo el pequeño castillo de Ocentejo)

jueves, 16 de febrero de 2012

CRONISTAS PROVINCIALES


            Desde el año 1813 en que, terminada la guerra contra Napoleón y puestas a rodar las conclusiones de las Cortes de Cádiz, se empezaron a constituir las primeras diputaciones y con ellas el sentido de provincia como territorio delimitado y concreto comenzó a tomar en la conciencia de los españoles una importancia que hasta entonces no había tenido, una importan­cia que fue creciendo de manera paulatina y que se habría de consolidar definitivamente pasados los años. El concepto de territorio delimitado y concreto, con todo su bagaje de inte­reses huma­nos, económicos, paisajísticos y culturales de cada provin­cia, se fue consolidando como tal y calando en el espí­ritu de los ciudadanos como algo, no sólo aceptable, sino deseable y defendible.
            Como unidad real, aun dentro del todo común de las tie­rras de España, la provincia se ha sentido consciente de su identidad y ha creído preciso indagar, extraer conocimientos sujetos al estudio y a la investigación donde los hubiere, para hacerlos públicos después desde la responsabilidad de alguna persona preparada y competente según cada época. Así surgiría no mucho más tarde la figura del cronista provincial, como una consecuen­cia de ese sentimiento antedicho y como una necesidad que con el paso del tiempo ha ido aumentando en interés.

            No todas las provincias son capaces de reconocerse sobre el mismo soporte documental; no todas han hurgado con el mismo empeño y con el mismo acierto en su propio ser; no todas son capaces de aportar a la gran crónica nacional el mismo número de datos reconocidos y contrastados, entre otras cosas porque sus cronistas o no los tuvo o no fueron lo suficientemente efectivos. Por fortuna no es ese, ni mucho menos, el caso de Guadalajara, pues es mucho lo que de ella se sabe, lo que de ella se ha hecho público para el general conocimiento, y en gran parte como fruto del trabajo de sus cronistas oficia­les a lo largo y ancho del último siglo.
            A la hora de hacer un repaso brevísimo de la obra y de la personalidad de estos hombres ilustres, uno siente la tenta­ción de renunciar a ello por la falta de espacio según los merecimien­tos de cada uno, y del que al tratarlos en conjunto habrá que prescindir. Pese a todo, pienso a priori que el presentar a todos ellos en un texto común también tiene sus ventajas, sobre todo la de la brevedad, que muchos de nuestros lecto­res seguro que agradecen; así que, sin otra razón que imponga un orden y que no sea la de su antigüedad en el cargo, vamos allá con la reseña especial que en este momento nos sugiere cada uno de ellos.

            Don Juan Catalina García López nació en Salmeroncillos de Abajo (Cuenca) en el año 1845. Colaboró en los principales periódicos de su tiempo como hombre versado en Arte y en Arqueología. En 1894 fue nombrado académico de número de la Real de la Historia, leyendo en su toma de posesión el trabajo La Alcarria en los dos primeros siglos de su reconquista. De la nutrida producción de don Juan Catalina García, fruto del estudio incansable y de las muchas horas dedicadas a la inves­tigación, se puede hacer referencia a los trabajos titulados Biblioteca de escritores de la Provincia de Guadalajara, con un extenso contenido documental, Elogio del Padre Sigüenza, Aumentos a las Relaciones Topográficas de España, y El libro de la Provincia de Guadalajara, aparte de diversos artículos sobre Prehistoria y Mariología Alcarreña, que aparecieron en diferentes revistas. Murió en Madrid en 1911 y fue enterrado en la iglesia Sacramental de San Isidro.

            Don Antonio Pareja Serrada nació en Brihuega hacia el año 1842. Le caracterizó un profundo amor a su tierra. Fue profe­sor de Sociología y de Historia en Madrid, y colaborador asiduo en los principales periódicos de su tiempo. En 1880 llegó a ser redactor jefe de El Debate. Ejerció como cronista provincial desde 1911 hasta su muerte, acaecida en 1925. La razón de un centenario fue una obrita curiosa en la que don Antonio Pareja se refiere a los dos siglos transcurridos (1710-1910) desde la batalla de Villaviciosa hasta sus días. Más tarde emprendió la publicación por partidos judiciales de una extensa Guía de Guadalajara, que no llegó a publicarse completa. De gran interés es su Diplomática Arriacense.

            De don Manuel Serrano Sanz dice Azorín en uno de sus artículos más celebrados cosas estupendas. Nació en Ruguilla el 1 de junio de 1866. Doctor en Derecho y en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid. Académico correspondiente de la Real de la Lengua  numerario de la de Academia de la Historia. La muerte, el 6 de noviembre de 1931, le sorprendió cuando prepa­raba su discurso de ingreso. Don Manuel Serrano dominaba diez lenguas, entre actuales y lenguas muertas. Se distinguió por sus trabajos de investigación en torno a la América Hispana. Son buena muestra de ello sus Relaciones Históricas y Geográ­ficas de América Central, Historiadores de Indias y Compendio de Historia de América. Por cuanto a su aportación a la cultu­ra alcarreña, son de extraordinario interés algunos estudios monográficos acerca de personajes de esta tierra durante la dominación española en el Nuevo Continente: Vida y escritos de Fray Diego de Landa y Pedro Ruiz de Alcaraz, entre otros. A don Manuel Serrano Sanz se debe el reconocimiento, con pruebas y argumentos contundentes, de Fernando de Rojas como autor de La Celestina.

            Don Francisco Layna Serrano ha sido quizás el más profun­do, el más intenso y el más prolífico de nuestros cronistas provin­ciales. En 1993, con motivo de cumplirse el primer centenario de su nacimiento, la provincia de Guadalajara se alzó en homenajes de reconocimiento a su labor. Nació en el pueblo de Luzón el 27 de junio de 1893, y era sobrino por línea materna de don Manuel Serrano Sanz. Escribió algunas obras breves, ensayos y comunicaciones en congresos, acerca de su especialidad médica, la Otorrinolaringología; pero se distinguió, sobre todo, por su inmensa producción en cuanto a la Historia y al Arte en Guadalajara, en libros generalmente extensos cuya relación sería aquí imposible de detallar. Ahí quedan títulos tan sonoros y bien documentados como esa monumental Historia de Guadalajara y sus Mendozas en cuatro gruesos volúmenes, Castillos de Guadalajara, Historia de la villa de Atienza, La Arquitectura Románica en la Provin­cia de Guadalajara, Historia de Cifuentes, entre las más representativas y con una documentación cumplida y segura. Pocos lugares, monumentos, tradiciones y otras manifestaciones historicoartísticas escaparon de su pluma. Falleció en 1971.

           Don Antonio Herrera Casado es el cronista actual. A la muerte de su antecesor, el Dr.Layna, se temió que no hubiese otra persona capaz de sucederle en misión de tan alta respon­sabilidad y con el mismo acierto que él lo había hecho. No fue así. Con sólo 26 años tomó el testigo el Dr.Herrera, médico otorrinolarin­gólogo lo mismo que él, misión que desem­peña como muy digno sucesor de don Francisco al que suele considerar su maestro, hasta el punto de haber emprendi­do con éxito la reedición de las obras de su antecesor como importan­te aportación al saber autóctono. En 1987 fue nombrado acadé­mico correspondiente de la Real de la Historia.
            Es muy difícil informar acerca de un personaje como el Dr.Herrera, contemporáneo, amigo y vecino de página en la prensa provincial desde hace tantos años. Ahí está su obra grandiosa como testimonio, sólo el principio, pues a los amantes del saber de esta tierra nos produce cierto gozo pensar en su juventud y en los mucho que todavía esperamos de él. Quiero destacar su Crónica y Guía de la Provincia de Guadala­jara, Monasterios y conventos de la Provincia de Guada­lajara, Humanismo mendocino en la Guadalajara del siglo XVI, aparte de toda una serie de traba­jos monográficos sobre Herál­dica, lugares, monumentos y perso­najes que bien vale la pena se conozcan.

martes, 7 de febrero de 2012

ESTATUAS PUEBLERINAS


            No se trata sólo de bustos erigidos en piedra o bronce de los que solemos descubrir con frecuencia en algunos pueblos de la provincia, y sobre todo en la capital, ni de imágenes fabricadas en serie, de esas que adornan los parques y las fuentes con una función simplemente estética. Los bustos, aquí como en todas partes, se levantan sobre un pedestal como testimonio de reconocimiento o de gratitud, en honor de algún personaje que pasó por la vida haciéndose notar. Personajes del mundo de las letras, de las artes, de la política, de la milicia, o simples benefactores de un pueblo o de una ciudad, son los que con mayor frecuencia aparecen sus efigies “in memoria” por plazas y jardines, como público homenaje a personas que de alguna manera se han hecho merecedores, tras la estela de su vida en favor del prójimo, de ese recuerdo permanente. Desde la Roma Imperial hasta nuestros días, las ciudades se convierten en libro abierto mostrando por doquier la imagen de sus personalidades más notables, o de sus héroes si es que los tuvo, como exquisito fruto del árbol de su propio pasado.
            Pienso que no son pocos los pequeños monumentos de esta clase que se han ido levantando en nuestra provincia, como para dedicarles por ellos mismos, también desde aquí, nuestro homenaje sobre papel impreso.
            Dejamos a un lado el urbanismo capitalino, donde ya se cuentan por decenas los bustos en bronce dedicados en su mayor parte a individuos muy concretos, a hijos ilustres de la ciudad a través de los tiempos, o a personajes que, sin ser de aquí, hicieron algo importante para su honra o engrandecimiento. Preferimos salir a los pueblos de la provincia, por lo que ello tiene de novedad, donde de unos años a hoy nos vienen sorprendiendo hermosas estatuas como reconocimiento a personas de manera genérica, a esas buenas gentes de las que el medio rural ha dado tantas, y que a lo largo de los años y de los siglos han ido desapareciendo en el más estricto anonimato dejándonos aquí el producto de su trabajo. Un detalle de manifiesta gratitud que, por lo que tiene de significado en un momento en el que los grandes valores están de baja, bien vale la pena los expongamos a la atención de nuestros lectores, no sólo como mera información, que ya sería interesante, sino también como justa correspondencia.

Peñalver
            La primera de estas magníficas obras de arte de las que pretendemos hablar, tal vez sea la más antigua y la más popular de todas. Tiene una réplica en uno de los nuevos barrios de la capital. Hace ya años que la encontré sobre su pedestal de roca en la plaza de Peñalver. Se trata del monumento al “melero alcarreño”, durante mucho tiempo uno de los personajes más significativos de esta provincia, que con su alforja al hombre y sus recipientes con el divino elixir en ambas manos, recorrió durante largas temporadas del pasado las calles de Madrid al grito de ¡A la rica miel de la Alcarria! Eran honrados trabajadores de nuestros pueblos, expertos en el arte de la Apicultura, que con tesón y buen hacer consiguieron convertir en famoso el más representativo -y el más dulce también- de nuestro productos autóctonos. Peñalver ha sido quizás la meca, y la Alcarria en su conjunto el país de la miel. La Literatura del siglo XIX y aun de tiempos posteriores, se encargó de popularizarla, y los meleros alcarreños, en especial los de Peñalver, de hacerla saborear allá donde hizo falta.

Fuentes de la Alcarria
            Aquel porte elegante de nuestras abuelas, de la juventud de nuestras abuelas, que marcaron una época, digamos que cien años atrás, es el que ha preferido materializar en mármol bien pulido el pueblo de Fuentes de la Alcarria en homenaje a las mujeres de esta tierra. Una obra fina, exquisitamente real, digna como pocas, preside un pequeño jardín en este bello pueblo de nuestra provincia, famoso por su paisaje de alrededor, que abraza al poco de nacer el río Ungría y que tiene por Patrona, sólo él, a la Virgen de la Alcarria. “Homenaje a la mujer alcarreña. Fuentes de la Alcarria. 15-6-1996”, dice al pie de esta bella escultura, distinta a las demás y bella como pocas.


Anquela del Ducado
            Aunque hace más tiempo que las estatuas de Anquela del Ducado presiden los respectivos espacios en donde las instalaron, yo las he conocido hace sólo unos meses. Un pueblo pequeño éste de Anquela, que no se ha dado por conforme en homenajear como merecen al hombre y a la mujer del campo con una estatua, sino que lo ha hecho con dos: una dedicada al hombre, y otra a la mujer en lugar distinto. Al pie de la primera de ellas, colocada al fondo de un paseo que hay junto al río Mesa en las orillas del pueblo, se puede leer: “En el año 1998 se construyó este paseo. El pueblo de Anquela del Ducado erige esta escultura en homenaje al trabajador, siendo alcaldesa María Isabel Galán Villa”. Se trata de la figura de un hombre del campo en tamaño natural; está apoyado sobre el mástil del azadón de trabajo y mira fijamente al cielo; bajo sus piernas, con la mirada atenta hacia adonde lo hace su amo, un perrillo completa la ternura de la escena.
            El monumento a la mujer queda en lugar más visible. Fue levantado en el año 2002, y representa a una de aquellas admirables mujeres de los pueblos, vestida con el humilde atavío de diario, y portando sobre su cabeza erguida un balde de ropa. Una figura bellísima, expresiva, increíblemente natural, alzada sobre elegante pilastra inscrita en tres de sus cuatro caras, donde se dice que fue erigida siendo alcaldesa María Isabel Galán Villa, y se incluye un párrafo de la poetisa argentina Alejandra Pisarnik, una de las voces más inspiradas de la poesía castellana del siglo XX, y es éste: “Soy mujer y un entrañable calor me abriga cuando el mundo me golpea, es el calor de las otras mujeres, de aquellas que no conocí, pero que forjaron un suelo común”.
            Si alguna vez pasas por allí, amigo lector, no dudes detenerte a contemplar esta pareja de obras de arte que honran a tanta gente anónima, y en este caso también a una alcaldesa y a un pueblo con corazón sensible.

Bujalaro
            La última de estas esculturas que he descubierto al andar por la provincia, ha sido en Bujalaro hace tan sólo un para de meses. Pienso que al instalarla sobre el santo suelo se ha querido quitar esa impresión de lo solemne que siempre lleva consigo este tipo de monumentos colocados sobre un pedestal. Está dedicada al emigrante español de los años sesenta, así al menos me lleva a suponer el aspecto y el ligero preparativo del personaje representado en ella: un joven en tamaño natural, vestido de traje, y portando la clásica maleta de viaje en una de sus manos. Al pie de este bello monumento, está inscrito en placa de metal: “Al emigrante. El más entrañable recuerdo de todos los que quisieron ser. Bujalaro, octubre 07”.

            No es la primera estatua que veo colocada a pie de calle, como uno más de los ciudadanos que pasan por allí en aquel momento; pero, ¡qué decir!, las prefiero encima de su peana aunque sea humilde, ensalzar más su significado, que es de lo que se trata en asuntos como éste.  

            Es posible que en algún otro lugar de la provincia exista una escultura más, que cumpla con los requisitos de las que aquí aparecen y que, por tanto, debiera ocupar su espacio en este trabajo. Es un dato que desconozco. Si es así, asumo el compromiso de darla a conocer en otro momento

(En las fotografías: "Homenaje al trabajador", en Anquela del Ducado, y "Monumento al emigrante", en Bujalaro)

miércoles, 1 de febrero de 2012

EN RUTA DE CASTILLOS


            A nuestra tierra, también a la de más al norte y a la de más al sur, se le llama Castilla por eso precisamente, por la gran cantidad de fortificaciones que en ella se edificaron en tiempos del Medievo, y que en malo o en peor estado se mantie­nen todavía en pie a lo largo y a lo ancho de toda ella; en la mayor parte de los casos como recordatorio de un pasado que a buen seguro no sólo se limitó a dejar unos cuantos muros en pie sobre la colina, la muela o el pedestal de roca, sino que marcó honda huella en nuestras costumbres, en nuestra forma de ser, en el particular carácter que arrastramos los castellanos y que surge a flor de piel apenas se hurga en los entresijos de nuestra personalidad avalada por la misma Historia. No somos mejores ni peores que los demás, somos gente de tierra adentro acostumbrada a encontrar entre el polvo de los siglos que envuelve los legajos de una vieja sacristía, o entre las piedras de un castillo en ruinas, toda una serie de añosas virtudes, y de viejos defectos también, que no sólo asumimos, sino que hacemos nuestros como algo connatural.
            Por circunstancias que en este momento no vienen al caso, anduve durante dos o más años embutido en un periodo de nuestra historia bastante alejado del siglo en que vivimos. La Castilla del siglo XV -por la que volun­ta­riamente anduve enredado durante todo ese tiempo, con las tierras de Guadalajara colocadas siempre en lugar preferente, como así lo testifican nuestros castillos-, fue en aquellos tiempos el ombligo de toda la Historia de Occidente. Luego lo sería todavía más, una vez descubierto el Nuevo Mundo.
            Resulta un gozo volver la vista atrás y darse un paseo, a través de los libros y de la imaginación, por aquellos escogidos lugares de asiento donde se celebraron fastuosos festines, se derramó sangre, se encerraron prisioneros en las mazmorras, y se urdieron leyendas sobre las que de vez en cuando conviene volver.

            El Dr. Herrera Casado, don Antonio, vecino de página en el diario Nueva Alcarria desde hace más de seis lustros, coautor de algunas publicaciones, editor de mis libros, y amigo sobre todo lo demás, me envió hace ya tiempo el último de los volúmenes escritos por él, número 24 de la colección "Tierras de Guadalajara" al que titula Guía de Campo de los Castillos de Guadalajara, que hoy, años después, he vuelto a ojear. Dejando a un lado su magnífica presentación (que se da por supuesta) y el acierto y buen orden al mostrar los contenidos (que también se da), sería justo calificar la obra como de utilidad pública, aunque la manida frase  pueda sonar a visión subjetiva producto de la amistad. No, no es así.
            Uno reconoce haber sentido desde siempre cierto interés por este tipo de publicaciones, y no ha desaprovechado la ocasión de adquirir cuando le ha sido posible, y de conocer a fondo todo lo mejor que sobre el particular cayó en sus manos, y ahí incluye el "Castillos de España" de don Carlos Sarthou Carreres, al que por muy poco no llegó a conocer en su casa de Játiva, pero sí a su hija Lidia y al inmenso tesoro de su biblioteca; y el "Castillos de Guadalajara" de don Francisco Layna, padre y señor por excelencia de nuestra historia y de nuestro arte provincial; y algunos otros menos señeros, más de andar por casa, que durante los últimos años se han dejado ver en los escaparates de las librerías con mayor o menor fortuna.

            El libro del Dr. Herrera tiene poco que ver con los antes referidos; se trata de una guía útil, bien documentada, libro de bolsillo o de guantera de automóvil, para llegarse al sitio valiéndose de él y documentarse in situ a través de su lectu­ra. Su autor conoce el tema con profundidad, ha paseado las ruinas, ha fotografiado las piedras, ha buscado después en los libros de Historia y en otros documentos quiénes fueron los que ocuparon aquellas fortificaciones, quiénes las ocuparon, cuando y por qué, que acontecimientos más destacables ocurrie­ron allí; y si todo era poco, también nos indica en su libro el camino por donde ir y a veces hasta el lugar más próximo en que aparcar el coche. Ni qué decir que sobre tipos de casti­llos, estructura y partes de que constan, castillos desapare­cidos, castillos de los moros, castillos mendocinos, y tantas curiosidades más en torno al tema, figuran en el libro a manera de curso rápido sobre todo lo que se debe saber para estar al día.
            Hasta cincuenta y un castillos de la Provincia he podido contar en el índice a los que, con un estupendo servicio de fotografías, planos y dibujos, se hace referencia en esta publicación. Castillos famosos, restaurados, puestos hoy en servicio con funciones bastante diferentes a las que tuvieron en otro tiempo, como pudieran ser el de Sigüenza, ahora para­dor de turismos, o el de Torija, museo del "Viaje a la Alca­rria" de Cela, primero que sepamos dedicado a un libro y posteriormente, además, a muestrario de esta tierra a expensas de la Diputación Provincial. Casti­llos, por el contrario, de difícil localización y de muy escasa nombradía, pero que figuran en la historia particular de Guadalajara y de los cuales apenas queda algún muro en pie como testimonio, tales como el de Inesque en el término de Pálma­ces, el de Diempures en Cantalojas, el de Hita sobre su pulido cerro, o el de Alpetea en el Alto Tajo, que si lo fue o no lo fue, de él queda la fortísima peña con el nombre y la leyenda del caballero Montesinos, una de las más conocidas y con más profunda raíz en todos los puevblos de su entorno.

            El Castillo, el Castillejo, el Castellar... Las tierras de Guadalajara están plagadas de topónimos que se repiten una y otra vez por casi todos los pueblos y en todas las comarcas. Cualquier altillo en las afueras del lugar se reconoce por alguno de esos nombres, aunque no aparezca rastro alguno de lo que el nombre nos da a entender. Valga el caso del Castillo de Motos para explicar­lo. Aquel castillo, del que no queda una sola piedra, lo mandó construir junto al pueblo un personaje nefasto, para desde allí dirigir el pillaje contra las personas y los bienes de los campesinos de la comarca. Lo mandaron destruir los Reyes Católicos y no dejaron de él señal alguna. Otros fueron desa­pareciendo poco a poco, en tanto que los lugareños se llevaban sus piedras para construir corralizas, viviendas, tainas o parideras de ganado, quedando solamente el nombre como recuerdo para la posteridad.
            Soñamos con que el turismo cultural acabará por ponerse de moda. Los castillos, los pueblos, los lugares en fin donde la Historia tuvo a bien detenerse, comienzan a ser motivos de especial interés para los viajeros. Muy cerca de nosotros tenemos un apretado filón de estos motivos de interés, añosas piedras portadoras de mensaje que de alguna manera nos obligan a que las conozcamos y a que sepamos algo del porqué de su existen­cia. El libro que aquí se comenta pudiera ser el mejor compa­ñero de viaje.

(En la fotografía, aspecto actual del castillo de Pioz)