miércoles, 28 de enero de 2009

TAMAJÓN, BREVE RESEÑA


Cuando el tiempo de verano se empieza a sentir, las sierras del norte en la provincia de Guadalajara revienten en esplendor. La primavera en aquellos parajes llega hasta muy lejos, resulta demasiado prolongada, demasiado tardía. La hierba no crece en marzo o en abril como en otros sitios, sino en mayo y en junio que es cuando se corta el heno, y la hoja de los árboles no cierra hasta bien iniciado el verano. Es precisamente en esos días cuando gusta andar por allí a cualquier hora. Unas cuantas semanas después la fuerza del sol comienza a hacerse insoportable durante las horas centrales del día, y el canto de las chicharras invita al adormecimiento; de ahí que el viejo dicho de las buenas gentes de la sierra se confirme irremisiblemente en cada ciclo anual: “nueve meses de invierno y tres de infierno”.
Bien, pues entre un tiempo y otro de los dos únicos que recoge el dicho, hay una temporada intermedia, muy breve, un par de semanas de junio y otras dos, no más, del mes de septiembre, en las que andar por aquellas llanuras y por aquellos vallejuelos que avistan al Ocejón, resultan para el visitante una verdadera delicia.
El escritor, de tanto andar por allí en todo tiempo, conoce con precisión aquellas tierras, lo que quiere decir que no necesita tirarse al camino una vez más para cumplir su compromiso semanal con los lectores, posee datos más que suficientes para evitar la salida; pero no lo hace por simples razones de sentido común, porque ponerse en contacto con la naturaleza a campo abierto es un momento único que conviene aprovechar, y el viaje en sí es parte de esa dicha que supone el encontrarse por quinta o por décima vez no sólo con un entorno natural, que ya sería bastante, sino con una villa señera, cuya evolución durante los últimos veinte años ha venido siguiendo minuciosamente, siendo testigo de su progreso admirable en todo lo que supone bienestar y mejor imagen, aunque su número de habitantes de hecho y de derecho se haya reducido sensiblemente, mal endémico que de manera muy especial viene afectando a toda aquella comarca en el corto espacio de dos o tres décadas. La villa a la que me refiero es Tamajón, lugar emblemático de aquella serranía, un mito histórico al que sería conveniente despertar en el saber de las gentes y otorgarle -que es mucha- la consideración que merece.
Se llamó Tamalla en la antigüedad, después Tamaja (no Tamaya como he visto escrito en varias publicaciones). La “elle” latina es la que evolucionó en “jota”, de “fillo” se castellanizó “hijo”, y de “palla”, “paja”, palabras que todavía se emplean en ciertas lenguas románicas. Naturalmente que siempre salvo mejor opinión, que admitiría de buen grado; y su origen como lugar ocupado por el hombre nos llevaría a pensar en la Prehistoria. Su situación en aquel llano y con los montes para la caza alrededor convierten esa opinión en razonable, y más todavía si se cuenta con los hallazgos descubiertos en sus tierras próximas.
Pero no es su historia en esencia lo que en este último viaje nos ha llevado a Tamajón, aunque bien valdría la pena hurgar en su pasado, en lo que fue, en las familias nobles que lo habitaron como demuestran varios de los escudos que aparecen sellando la fachada de algunas de sus casas, en las celebridades de otro momento que vivieron allí y que a título, cuando menos anecdótico, cuentan en el libro de la Historia de España, como el célebre Cura de Tamajón, de nombre Matías Vinuesa, guerrillero a causa de la libertad, que después de torturado y muerto, su cadáver fue profanado y arrastrado cobardemente por las calles de Madrid un 4 de abril de 1821.
El influjo de la piedra multicentenaria me ha llevado a caer en la trampa. Es difícil escapar sin referirse a su pasado en un pueblo tan característico como éste, en donde pesa más lo que fue que lo que ahora es, aunque como ya se ha dicho, apunta a levantar cabeza pensando un poco en el turismo cultural de tierra adentro, donde no sólo Tamajón, sino toda Castilla, tiene una salida a la vista que se debe aprovechar pensando inteligentemente, y en esta villa serrana me consta que viene siendo así.
El urbanismo de Tamajón es, aunque antiguo, de lo más sencillo. Aun tratándose de un pueblo de montaña, la ancha caldera donde se diseño hizo posible un trazado casi geométricamente perfecto: tres calles paralelas a todo lo largo, y unas cuantas transversales que las cruzan cortando en perpendicular. En los puntos más convenientes, bien en mitad o bien en los extremos de las tres calles mayores, se abren sobre espacios reducidos algunas plazas y plazuelas, como la porticada o Plaza Mayor a mitad de la Calle de Enmedio, o la del Coso al final de la misma. Las tres rúas mayores son la Calle Nueva, que coincide con la carretera que sigue hacia la sierra, la Calle de en medio y la de la Picota, que sería la última de las tres. No hay duda de que la Calle de la Picota debe su nombre al rollo o picota que debió tener como enseña de villazgo que Tamajón viene ostentado desde hace seis siglos. En la Calle de en medio queda, muy cerca de la Plaza, la Casa Ayuntamiento, ocupando lo que en tiempos ya lejanos fuera palacio mendocino, cuyo escudo de familia sella la fachada.
Las mansiones de familias distinguidas, legado de otro tiempo, comparten espacio con las humildes viviendas de honrados campesinos y pastores que vivieron en ellas hasta épocas muy cercanas a la nuestra, y con los nuevos establecimientos de servicios que, pensando en el turismo y en la afluencia de veraneantes por toda aquella sierra, se han ido instalando durante las dos últimas décadas.
Por los alrededores de Tamajón se centra el interés del visitante en lo poco que todavía queda de una antigua fábrica de cristal; en las ruinas de un convento de Padres Franciscanos; en la iglesia porticada sobre un ligero altozano; y en la ermita de Nuestra Señora de los Enebrales, Patrona de la villa, situada como a un kilómetro de distancia desde las últimas casas, sobre un paraje rodeado de enebros, con vistas a la sierra y muy cerca del curioso juego de piedras desgastadas por la erosión, que, salvando las distancias con aquella otra magnífica de la Serranía Conquense, se le ha dado en llamar la Pequeña Ciudad Encantada.
Por lo demás, son la leyenda y la tradición lo que priva entre los rescoldos de esta importante villa serrana. Tamajón es lugar de leyendas, siendo quizá la más conocida de todas ellas la que da cuenta del porqué las puertas de la ermita han de permanecer siempre abiertas, como así siguen; si bien ha sido necesario echar mano a una fuerte verja de hierro a modo de cancela, para evitar profanaciones y estancia como dormitorio de personas y grupos de personas que a menudo la solían ocupar durante la noche, no con fines piadosos precisamente.
De la excelente calidad de la piedra caliza que se arrancó en su término, son buena muestra edificios de renombre, como el Palacio de los Duques del Infantado en Guadalajara o la famosa fachada renacentista de la Universidad de Alcalá. Tan importantes fueron en su día las canteras de caliza de Tamajón, que el rey Felipe II pensó construir allí esa maravilla del Real Monasterio de San Lorenzo para evitar gastos y otras complicaciones de acarreo, pero por razones la mar de pintorescas parece ser que se inclinó porque fuera la Sierra de Madrid su escenario definitivo.
Da para mucho más que esta breve reseña una visita a Tamajón. Cualquier momento es bueno para pasar por allí, incluso en pleno invierno; pues si los riesgos del frío y de la nieve son datos con los que habría que contar, la esencia más auténtica del pueblo de montaña se muestra en ese tiempo con mayor autenticidad. Otro buen momento sería durante esos días en los que el pueblo da pasos atrás en las páginas de la historia y celebra con fiestas y folclores adecuados, su Mercado medieval, un momento en el que los castellanos tenemos la oportunidad de sentirnos embebidos por unas horas en el mundo de nuestros ancestros.

miércoles, 21 de enero de 2009

EL CRIMEN DEL ERMITAÑO


Hace ya tiempo apareció en “Nueva Alcarria” un trabajo con motivo de mi última visita al paraje y caserío cifontino que conocemos por la Cueva del Beato. Un buen amigo del periódico, maestro de periodistas, al que admiramos y del que siempre procuramos aprender, don Luis Monje Ciruelo, me dijo días después que, a su modo de ver, había incurrido en una omisión importante a la hora de dar cuerpo al referido escrito, pues no tuve en cuenta, ni siquiera había hecho velada referencia al famoso "crimen del ermitaño", cometido por aquellos alrededores, y que tanto dio que hablar y que escribir en los periódicos españoles, ya va para cien años. Se lo agradecí infinitamente al veterano maestro, y me prometí tapar esa laguna por cuanto se refiere al conocimiento de la Provincia lo antes que me fuera posible. Creo que ya estoy en condiciones de hacerlo. Lo dejó escrito el doctor Layna Serrano en la generosa fuente de su producción, donde me he acercado a beber, precisa­mente por el caño que tituló "Historia de la villa de Cifuentes" y que no ha mucho reeditó magníficamente la editorial Aache, bajo la dirección y control del doctor Herrera, quien, a su vez, abordó el tema con amplitud en su libro de 1993 dedicado a la villa de Cifuentes.
Ocurrió por aquellos años (hablamos de 1904) que atendía como ermitaño los servicios del santuario un vecino del pueblo al que llamaban El Pastor. El sitio, bien por tratarse de un rincón apacible de viejas piedades, o por la excelencia del paraje en la solana, dando vista a las variopintas veguillas alcarreñas que desde allí se divisan, contaba con el pláceme de los comarcanos, que a menudo acudían hasta él en cualquier época del año.
Es razón de fe para los cifontinos que un buen día se presentó ante el párroco de la villa y arcipreste de la comarca un hombre de extraño porte, de mediana edad y estatura, ataviado con todos los cordones, hábito y capucha, propios de la Orden de San Francisco, y que iba provisto de un documento extendido por el obispo Minguella, en el que se autorizaba al extraño persona­je, de nombre Bibiano Gil, a residir en el santuario como ermitaño, a cuidar de las instalaciones y a recoger limosna destinada al sostenimiento del mismo. Ello significaba el cese del Pastor en su oficio de santero, usurpado por aquel desconoci­do; si bien, el nuevo inquilino le ofrecía la oportunidad de seguir ocupando la vivienda, y de poderlo sustituir como ermitaño siempre que decidiera marchar a lejanas tierras a pedir limosna, lo que, como luego se vio, solía poner en práctica con bastante frecuencia.
Dicen que a partir de entonces la limpieza y el orden en el santuario mejoraron de manera increíble; que la iglesia comenzó a verse limpia y las imágenes sin polvo como no lo habían estado nunca. Revistió los altares con sabanillas y llenó los cajones de la sacristía de modestos ornamentos. Todo, fruto de las limosnas que el bueno de Bibiano Gil iba recogiendo en pueblos y villas de provincias lejanas, a las que solía caminar a golpe de cayado apenas la bonanza del tiempo lo hacía aconsejable.
Luego serían los bancales abandonados de alrededor los que se favorecerían del trabajo personal del nuevo ermitaño: recogió el agua de los diferentes canalillos que brotaban en la ladera para formar un estanque, trazó pasadizos, allanó tablares para poder cultivar un huerto, incluso colocó algunos bancos, al sol o a la sombra de los árboles, para que la gente se pudiera sentar. Bibiano Gil salía a los pueblos próximos solamente para ayudar a quienes necesitaran de él, nunca a pedir limosna, a oír misa y ayudar al párroco tanto en la iglesia del Salvador como en el convento de monjas. Si algún día le sobraba tiempo, lo empleaba en visitar o acompañar junto al lecho a los ancianos y a los enfermos.
Nadie supo jamás quién era ni de dónde había venido aquel personaje tan singular, que en tan sólo unos meses se había ganado la amistad y el afecto de las gentes de la comarca. Su educación esmerada, y la más que supuesta buena relación con personas distinguidas en tantos lugares de España, dieron pie a pensar que su origen no andaría muy lejos de ser, como entonces se decía, de los de alta alcurnia. Se indagó mucho para saber algo de él, se le vigiló y hasta se le siguieron los pasos para conocer algo de su vida en tiempo anterior al de su llegada a Cifuentes; pero todo fue inútil, nadie pudo averiguar detalle alguno de su pasado, y cuando se le preguntaba de modo discreto cambiaba de conversación dejando madurar la incógnita y haciendo crecer el misterio entre la gente en torno a su persona, hasta dar lugar a suposiciones de lo más extrañas y pintorescas, tales como que era hijo de un acaudalado señor que no quiso reconocerlo hasta la hora de su muerte en que le dejó en herencia todos sus bienes, hecho inesperado que movilizó a los supuestos herederos y lo buscaban para darle muerte, razón por la cuál vino a refugiarse, disfrazado de monje, al tranquilo rincón de la Alcarria en donde transcurre nuestra historia.
Los cifontinos y las buenas gentes de aquellos pueblos se extrañaron cuando, después de haber regresado de una larga gira pidiendo limosna, dejaron de ver al ermitaño ayudar a misa cada mañana como en él era costumbre y no aparecer por el santuario cada tarde ni en el resto del día. Cundió la opinión de que había sido asesinado a causa de la herencia, si bien, eran más los que pensaban que, efectivamente, había sido asesinado, pero no por personaje desconocido alguno, sino por El Pastor, el ermitaño anterior a él, que como todos sabían nunca le perdonó que el quitara el puesto.
El pueblo denunció al Pastor como asesino ante la autoridad judicial. La acusación, sin otras pruebas mas que el simple decir, dio con él y con su mujer en la cárcel. Ambos se negaron de manera tajante a reconocer los hechos de los que se les inculpaba. Varios vecinos acudieron al juez manifestando que el cadáver pudo haber sido arrojado al fondo de un pozo profundo que queda a quince minutos de camino del santuario. Pasaron los días, y sin prueba alguna que siguiera manteniendo la acusación, el juez pensó poner en libertad a los detenidos. La noticia había tomado sitio en la prensa diaria de todo el país y era seguida por los lectores con interés. Las rondas de mozos cantaban coplas basadas en el suceso. El pueblo insistía un día y otro en que se explorase la sima donde suponían podría encontrarse el cadáver de Bibiano.
Por fin se dio orden de explorar el fondo de la sima valiéndose de un cabrestante que llevaron desde las minas de plata de Hiendelaencina, a cuyo extremo se ató por la cintura convenientemente al albañil Perfecto García. La expectación por parte de los vecinos de cifuentes, de los periodistas y de las autoridades que asistieron al comprometido espectáculo, fue grande. Durante varios minutos el silencio fue total entre la gente. Al rato, oyeron como salida de ultratumba, la voz trémula de Perfecto García pidiendo que lo volvieran a subir, porque había dado con el cadáver a más de cuarenta metros de profundi­dad.
El cuerpo destrozado de Bibiano Gil, envuelto en su hábito franciscano y con la cabeza aplastada a golpes de piedra, venía sujeto, casi podrido, en la punta del cabrestante. El suceso había concluido al fin. Cuando la multitud que presenció el hallazgo regresaba de nuevo a Cifuentes, se encontró con algunos hombres del pueblo que venían hasta ellos, para anunciar a las autoridades que El Pastor había dicho la verdad, acababa de confesar su crimen en la cárcel.
Desde entonces (año 1905, según consta), ante el altar mayor de la ermita en la Cueva del Beato, donde fue enterrado su cuerpo, se lució una lápida de piedra ofrecida como muestra de gratitud por "El pueblo de Cifuentes a su ermitaño". El origen, no obstante, de Bibiano Gil, sigue siendo un misterio.

martes, 13 de enero de 2009

LAS BODEGAS DE LA ALCARRIA



«En las cuevas no caben todos los que van pero, con buena voluntad y paciencia, acaban por acomodarse. El viajero y su tropa se ponen morados, esto es, se tupen de jamón, de embutido de la tierra y de chuletas asadas, y no se levantan hasta que el benevolente pasto les sale ya por las orejas, dicho sea sin ánimo alguno de exageración.» (C.J.C. "Nuevo viaje a la Alcarria")

Se ha escrito poco acerca de esta curiosidad tan extendida en el medio rural: las bodegas. Tampoco ha de ser mucho lo que uno, simple observador en este campo, pueda aportar con relación al tema. Sí una sencilla referencia a manera de memorial, sabida su profusión por las tierras de Guadalajara en general y en particular por la Alcarria.
Las bodegas subterráneas ocupan en esta provincia muchos kilómetros de galería en el interior de los oteros y desniveles más inmediatos a las viviendas de los pueblos. Importante diferencia con las cuevas manchegas, cuya oquedad coincide con los bajos mismos de las casas de labranza y tienen salida a alguna de las dependencias interiores, casi siempre al zaguán o al portalón de entrada.
Cuando por mera curiosidad uno se ha propuesto hurgar, buscando el origen de estas bodegas pueblerinas, tan importantes para el modo de vivir de nuestros antepasados, la respuesta es casi siempre la misma: «Las hicieron los moros»; una razón no del todo convincente, pues muchas de ellas no pasan de los dos o tres siglos de antigüedad, y todavía hoy, en algunas de las modernas casas de campo, es de buen gusto habilitar un trozo de subsuelo para cumplir con el mismo cometido de las viejas bodegas, consiguiendo una temperatura ambiente que oscila entre los trece y los quince grados durante todo el año, con las ventajas para la conservación de alimentos que ello supone.
Las bodegas de la Alcarria vienen cumpliendo desde antiguo su múltiple papel, principal, casi exclusivo, el de la fermenta­ción y conservación del vino, lo que en principio también hace poner en duda su origen árabe; también se usaron como fresquera, refrigerador, almacén de patatas para el gasto del año, de frutas que conviene guardar, y de refugio en caso de guerra.
-Sí, señor; y que lo diga. Buen papel que nos hicieron las dichosas cuevas cuando la aviación.
Por lo general, las bodegas de la Alcarria, y las de todas partes, se muestran abiertas a la umbría, con una profundidad que suele oscilar entre los diez y los cincuenta metros unas con otras. Tienen casi en todos los casos ramificaciones laterales, donde se sitúan los estantes húmedos en que están colocados los garrafones de vidrio que sustituyen a las clásicas tinajas de barro o a los toneles de madera. Existen bodegas centenarias que son verdadero palacetes por dentro, salas de fiesta o aposentos de leyenda más propios de "Las mil y una noches" que de lo que en realidad son, o uno piensa que deberían ser. Los juegos de luces artificiales, la música ambiental, los mostradores bien surtidos de otras bebidas de las que allí no se cuecen, las cocinas de guisar y las mesas confortables de comedor, todo bajo la tierra, son modernamente la nota característica en muchas bodegas de la Alcarria.
El jaraiz, próximo por lo general a la puerta de entrada, comunica con el exterior por un tunelillo a modo de chimenea taladrada en la roca, que permite a la uva caer por su propio peso desde los serones de los vendimiadores para ser pisada. Cuando ese conducto no existe, la uva se pasa a mano por la puerta alzando de las canastas o de los cuévanos que la contie­nen. El jaraiz es una especie de troje, cavado en la peña, con en leve canal en el fondo por el que discurre el mosto hacia una pilastra en la que se va recogiendo. El acto de pisar la uva en otoño, con la matanza y el esquileo en algunas comarcas de Guadalajara, es uno de los quehaceres con categoría de rito más destacados del medio rural. Lástima que todos ellos tiendan a desaparecer, o hayan desaparecido ya de hecho.
Hay lugares concretos de la Alcarria -Morillejo y Trillo, sobre todo- en donde todavía se llega más lejos. La transforma­ción de los racimos maduros en vino de la mejor clase, pasa allí de los límites de lo ordinario, incluso de lo artesanal, para convertirse en una especialidad auténtica, en verdadero arte. El aguardiente alcarreño, animador de tantas fiestas y tertulias a través de los tiempos, y el desconocido "churú", bebida mítica de reyes y de brujos en la Alcarria, son prueba más que justifi­cada de esa afirmación. Una riqueza autóctona injustamente olvidada, que podría desaparecer con más pena que gloria si antes no se le presta la atención que merece. Los viejos alambiques de destilar orujo fueron manejados sabiamente por los antepasados de aquellas tierras, sacando de los desperdicios de la vid un producto sin competencia, cuya pérdida nos limitaríamos a lamentar cuando su falta, sea por la razón que fuere, no tenga remedio.
Quien esto dice no es un aficionado en exceso al elixir bíblico que alegra el corazón del hombre, no obstante, reconoce que su estancia casual en algunas bodegas de Gárgoles, de Henche, de Cifuentes, de Budia, de Balconete, de Morillejo, de Oter, de Trillo, de Horche, de San Andrés del Rey, de Cendejas de Enmedio o de Torrebeleña, por referir tan solo las que en este momento uno recuerda de bote pronto, significan en cada uno de los casos instantes de grata evocación.
Aconsejaría a nuestros lectores, si es que tienen ocasión y todavía no lo han hecho, que visitasen una cualquiera de estas típicas cuevas alcarreñas. Si el guía es por añadidura hombre curtido en esa clase de menesteres, pisador y catador de vinos, ducho en chupar de la goma sin que llegue a la boca una sola gota, y capaz de cargar el vaso hasta los bordes, sin quedarse corto ni derramar lo que se dice nada, mejor que mejor. La humedad de la bodega, el grado del producto, un remoto sabor a clarete gasificado, nunca el mismo en los diferentes botello­nes ni en las distintas cuevas, les harán vivir minutos para el recuerdo con algún vallejo escabroso como fondo y las casas y las corralizas detrás, siempre a prudencial distancia, lo que por lo general hasta permite una cierta discreción.
El acompañamiento, que siempre debiera de haberlo, suelen ser taquitos de jamón, rodajas de embutido, pinchos de queso, aceitunas curadas y aderezadas en la misma cueva..., cuando no chuletas asadas junto a la puerta o tajadillas de fritanga, a las que el frescor natural del líquido da un encanto imposible de referir con este lenguaje humano que siempre tiene sus limitacio­nes.
Es la cara oculta de la vida diaria en el medio rural. Uno más de los puntos de apoyatura que, unidos al paisaje y a las costumbres, convierten en algo real aquello tan aparentemente imposible de comprender: el apego al terruño en medio de un mundo acostumbrado a no sonreír y a no hallar motivo de gozo en lo que, del pueblo hacia afuera, suele ofrecer la vida moderna.

jueves, 8 de enero de 2009

EL HÉROE DE CASCORRO


Su verdadero nombre fue el de Eloy Gonzalo García. Se le supone hijo natural de un ricachón incontrolable y calavera vecino de Malaguilla, más conocido en los pueblos de la Campiña Guadalajareña por “el Tío Gonzalillo”, quien jamás lo quiso reconocer como hijo, y de una mujer vende­dora de melones y otros artículos de huerta, natural y residente en el vecino lugar de Cabanillas del Campo. Al poco de nacer, el niño fue llevado a una inclusa de la capital de España.
El "Héroe de Cascorro" escribió en la Guerra de Cuba una página de alto riesgo siendo muy consciente de lo que le podría venir como consecuencia si no moría en el intento. No obstante, tuvo la suerte de salir salvo después de incendiar, valiéndose de una lata de petróleo, la guarnición de insurrectos cubanos que tenían cercado y a su merced al destacamento militar español.
Eloy Gonzalo murió poco después en Matanzos, en julio de 1897, tal vez a causa de las secuelas del acto de valor que le haría famoso. Su cuerpo fue repatriado, y enterrado junto al de otros combatientes de la Guerra de Cuba, en un mausoleo del cementerio madrileño de la Almudena.
La ciudad de Madrid le dedicó una calle y una de las plazas más conocidas y más castizas de su casco antiguo, así como en el año 1902 el popular monumento en bronce, obra del segoviano Aniceto Marinas, que en su memoria se alza en el Rastro, cuya imagen encabeza esta breve información

sábado, 3 de enero de 2009

RETUERTA EN EL OLVIDO


La documentación sobre el despoblado de Retuerta y sobre algunos más de los pueblos de Guadalajara que a lo largo de la historia han ido desapareciendo por motivos diferentes, ha llegado hasta nosotros bastante completa, y, sobre todo, bastante fiable. Las Relaciones de Felipe II, el Catastro del Marques de la Ensenada, las crónicas de don Pascual Madoz, los Aumentos de don Juan Catalina García a las Relaciones de Felipe II, y las cuatro piedras superpuestas que todavía quedan como testimonio en algunos sitios, nos lo han puesto demasiado fácil a la hora de investigar lo que fue de éste o de aquel otro lugar perdido de nuestra tierra. Retuerta, como podemos comprobar en la reseña de Madoz que encabeza este trabajo, escrita hacia el año 1850, aún contaba con algunos pobladores por aquellos tiempos. Sin duda que fueron los últimos, pues ya el pueblo como entidad había desaparecido años antes.
Si este trabajo aporta algo de luz a nuestros lectores -que lo mismo que yo habrán oído versiones curiosísimas acerca de la desaparición de algunas aldehuelas y caseríos de la Provincia-, habremos hecho una buena labor. Si no es así, y prefieren quedarse con la versión romántica que habla de envenenamientos colectivos, de hormigas termitas, y de no sé cuántos decires y alegatos más, producto de la imaginación popular en un tiempo muy concreto de la vida española, pueden hacerlo libremente, pero siempre sabiendo que la verdad de fe, la verdad documentada, quedó escrita y firmada por gentes de aquella época, incluso con detalles algunas veces al margen de toda fabulación, y por ese camino es por el que se debe andar sobre seguro.
Desde los altos de Balconete, más o menos desde la plazuela en donde está la picota, después de haber recorrido a todo lo largo, entera, la Calle Mayor, se abre en dirección noreste una hermosa vega por la que conduce su caudal el arroyo Peñón. Justo allí, como a un kilómetro o poco más de las últimas viviendas, quedan en la ladera, perdidas entre la maleza, las ruinas de la iglesia de Retuerta. Hay un camino bastante aceptable para llegar hasta allí ribera abajo. Las piedras todavía en pie de un muro, con un boquete inmenso en mitad a manera arco, que en otro tiempo debió de coincidir con la portada de la iglesia local dedicada a Santo Domingo, nos señalan el lugar. Después hay que subir a pie hasta lo que fue la iglesia por sendillas de hierba, cruzando el arroyo sobre un pequeño puente entre la fronda, con algún huertecillo a los lados. Al cabo de la primera vertiente, que por no conocer el terreno me aventuré a subir en línea recta con el suelo mojado, se alcanza el objetivo previsto.
La mañana que anduve por allí con la cámara en ristre, los valles de la Alcarria eran una provocación para la vista. Fue una de aquellas primeras mañanas de sol del mes de noviembre, cuando las copas de las choperas aparecían pintadas de verde pálido, de amarillo real, y las hojas muertas volaban de un lado para otro zigzagueando al menor soplo del viento. En el valle de Retuerta hay choperas que siguen el curso del arroyo, y nogales deshoja­dos, y bosque bajo, muy espeso, tapando toda la umbría, y cuartelillos de olivar, y carrasquillo, y plantas aromáticas en el otro cerro de enfrente, en el de la solana. Retuerta estuvo encajado en mitad, asentado en el humedal insano que forma la hondonada y ello fue la causa primera de su desaparición, como así consta en los documentos escritos de los que dispongo.
Retuerta fue siempre un pueblo pequeño. Las malas condicio­nes del campo para el cultivo y la escasa superficie de su término, no permitieron que el número de habitantes fuese similar al del resto de los pueblos situados en la misma vega; contrarie­dad a la que habría que añadir lo insano del lugar, escaso en sol y abundante en aguas, lo que acarreo en perjuicio del vecindario pestes y epidemias sin cuento.
Por los años en que fue escrita la “Relación”, vivían en Retuerta veinticuatro vecinos, aunque se hacía constar que nunca habían pasado de treinta y seis. Los motivos, son por supuesto los que se apuntan en líneas anterio­res, pues nada tuvieron que ver con su desaparición paulatina ni con las pésimas condiciones de vida del vecindario los posibles abusos en el pago de rentas por parte de sus señores, los príncipes de Eboli, ni tampoco los marqueses de Algecilla que lo fueron después. La situación del vecindario llegó a ser tan penosa, que dio lugar a que los gobernantes de turno tomasen por medida, y como mal menor, la despoblación del viejo caserío, pasando a la villa de Balconete en condición de vecinos los pocos habitantes que aún quedaban en Retuerta, y los bienes de propios a engrosar las propiedades del municipio que les dio acogida.
Nos llama la atención el hecho de que muchos años después, sin que ya el pueblo de Retuerta figurase como entidad en asuntos administrativos, aún quedaban viviendo en el caserío varias viudas y algún anciano que, como consta en el Madoz, se vestían y se alimentaban con las limosnas que lograban recoger por los pueblos vecinos. En el año 1787, tan sólo quedaban en el pueblo dos personas: un vecino de nombre Salvador Carralero, y la viuda del último alcalde del pueblo, muerto en la cárcel de Guadalajara donde se encontraba sin que se sepa por qué.
A partir de entonces, por indicación del fiscal del Consejo se intentó repoblar otra vez el caserío, poniendo a disposición de los posibles nuevos moradores las casas y las tierras, pero no fue posible. Las malas condiciones de habitabilidad, debido a la situación del pueblo y a la escasez de recursos en su término para sobrevivir, hicieron que el despoblamiento fuese no sólo total, sino también definitivo.
Puestos a hurgar en los anales de Castilla, uno se encuentra con que el caserío de Retuerta fue uno de los lugares de la Alcarria que el rey Juan II entregó a don Iñigo de Mendoza por razones de gratitud, allá en los años centrales del siglo XV. Toda una historia de miseria y de dolor, de olvido y abandono, se ciernen sobre aquellas ruinas que tuve delante de los ojos y sobre aquel suelo huraño, comido de zarzamoras y de jaramagos, de yerbas silvestres, mientras que la hiedra centenaria clava sus raíces en las rendijas que quedan entre las piedras. Abajo, como siempre, el rumor incesante y adormecedor del arroyo Peñón.

(En la imagen que encabeza este trabajo aparece una hornacina de las ruinas en la iglesia de Retuerta. Lo único reconocible que todavía queda del pueblo desaparecido)