Cuando el tiempo de verano se empieza a sentir, las sierras del norte en la provincia de Guadalajara revienten en esplendor. La primavera en aquellos parajes llega hasta muy lejos, resulta demasiado prolongada, demasiado tardía. La hierba no crece en marzo o en abril como en otros sitios, sino en mayo y en junio que es cuando se corta el heno, y la hoja de los árboles no cierra hasta bien iniciado el verano. Es precisamente en esos días cuando gusta andar por allí a cualquier hora. Unas cuantas semanas después la fuerza del sol comienza a hacerse insoportable durante las horas centrales del día, y el canto de las chicharras invita al adormecimiento; de ahí que el viejo dicho de las buenas gentes de la sierra se confirme irremisiblemente en cada ciclo anual: “nueve meses de invierno y tres de infierno”.
Bien, pues entre un tiempo y otro de los dos únicos que recoge el dicho, hay una temporada intermedia, muy breve, un par de semanas de junio y otras dos, no más, del mes de septiembre, en las que andar por aquellas llanuras y por aquellos vallejuelos que avistan al Ocejón, resultan para el visitante una verdadera delicia.
El escritor, de tanto andar por allí en todo tiempo, conoce con precisión aquellas tierras, lo que quiere decir que no necesita tirarse al camino una vez más para cumplir su compromiso semanal con los lectores, posee datos más que suficientes para evitar la salida; pero no lo hace por simples razones de sentido común, porque ponerse en contacto con la naturaleza a campo abierto es un momento único que conviene aprovechar, y el viaje en sí es parte de esa dicha que supone el encontrarse por quinta o por décima vez no sólo con un entorno natural, que ya sería bastante, sino con una villa señera, cuya evolución durante los últimos veinte años ha venido siguiendo minuciosamente, siendo testigo de su progreso admirable en todo lo que supone bienestar y mejor imagen, aunque su número de habitantes de hecho y de derecho se haya reducido sensiblemente, mal endémico que de manera muy especial viene afectando a toda aquella comarca en el corto espacio de dos o tres décadas. La villa a la que me refiero es Tamajón, lugar emblemático de aquella serranía, un mito histórico al que sería conveniente despertar en el saber de las gentes y otorgarle -que es mucha- la consideración que merece.
Se llamó Tamalla en la antigüedad, después Tamaja (no Tamaya como he visto escrito en varias publicaciones). La “elle” latina es la que evolucionó en “jota”, de “fillo” se castellanizó “hijo”, y de “palla”, “paja”, palabras que todavía se emplean en ciertas lenguas románicas. Naturalmente que siempre salvo mejor opinión, que admitiría de buen grado; y su origen como lugar ocupado por el hombre nos llevaría a pensar en la Prehistoria. Su situación en aquel llano y con los montes para la caza alrededor convierten esa opinión en razonable, y más todavía si se cuenta con los hallazgos descubiertos en sus tierras próximas.
Pero no es su historia en esencia lo que en este último viaje nos ha llevado a Tamajón, aunque bien valdría la pena hurgar en su pasado, en lo que fue, en las familias nobles que lo habitaron como demuestran varios de los escudos que aparecen sellando la fachada de algunas de sus casas, en las celebridades de otro momento que vivieron allí y que a título, cuando menos anecdótico, cuentan en el libro de la Historia de España, como el célebre Cura de Tamajón, de nombre Matías Vinuesa, guerrillero a causa de la libertad, que después de torturado y muerto, su cadáver fue profanado y arrastrado cobardemente por las calles de Madrid un 4 de abril de 1821.
El influjo de la piedra multicentenaria me ha llevado a caer en la trampa. Es difícil escapar sin referirse a su pasado en un pueblo tan característico como éste, en donde pesa más lo que fue que lo que ahora es, aunque como ya se ha dicho, apunta a levantar cabeza pensando un poco en el turismo cultural de tierra adentro, donde no sólo Tamajón, sino toda Castilla, tiene una salida a la vista que se debe aprovechar pensando inteligentemente, y en esta villa serrana me consta que viene siendo así.
El urbanismo de Tamajón es, aunque antiguo, de lo más sencillo. Aun tratándose de un pueblo de montaña, la ancha caldera donde se diseño hizo posible un trazado casi geométricamente perfecto: tres calles paralelas a todo lo largo, y unas cuantas transversales que las cruzan cortando en perpendicular. En los puntos más convenientes, bien en mitad o bien en los extremos de las tres calles mayores, se abren sobre espacios reducidos algunas plazas y plazuelas, como la porticada o Plaza Mayor a mitad de la Calle de Enmedio, o la del Coso al final de la misma. Las tres rúas mayores son la Calle Nueva, que coincide con la carretera que sigue hacia la sierra, la Calle de en medio y la de la Picota, que sería la última de las tres. No hay duda de que la Calle de la Picota debe su nombre al rollo o picota que debió tener como enseña de villazgo que Tamajón viene ostentado desde hace seis siglos. En la Calle de en medio queda, muy cerca de la Plaza, la Casa Ayuntamiento, ocupando lo que en tiempos ya lejanos fuera palacio mendocino, cuyo escudo de familia sella la fachada.
Las mansiones de familias distinguidas, legado de otro tiempo, comparten espacio con las humildes viviendas de honrados campesinos y pastores que vivieron en ellas hasta épocas muy cercanas a la nuestra, y con los nuevos establecimientos de servicios que, pensando en el turismo y en la afluencia de veraneantes por toda aquella sierra, se han ido instalando durante las dos últimas décadas.
Por los alrededores de Tamajón se centra el interés del visitante en lo poco que todavía queda de una antigua fábrica de cristal; en las ruinas de un convento de Padres Franciscanos; en la iglesia porticada sobre un ligero altozano; y en la ermita de Nuestra Señora de los Enebrales, Patrona de la villa, situada como a un kilómetro de distancia desde las últimas casas, sobre un paraje rodeado de enebros, con vistas a la sierra y muy cerca del curioso juego de piedras desgastadas por la erosión, que, salvando las distancias con aquella otra magnífica de la Serranía Conquense, se le ha dado en llamar la Pequeña Ciudad Encantada.
Por lo demás, son la leyenda y la tradición lo que priva entre los rescoldos de esta importante villa serrana. Tamajón es lugar de leyendas, siendo quizá la más conocida de todas ellas la que da cuenta del porqué las puertas de la ermita han de permanecer siempre abiertas, como así siguen; si bien ha sido necesario echar mano a una fuerte verja de hierro a modo de cancela, para evitar profanaciones y estancia como dormitorio de personas y grupos de personas que a menudo la solían ocupar durante la noche, no con fines piadosos precisamente.
De la excelente calidad de la piedra caliza que se arrancó en su término, son buena muestra edificios de renombre, como el Palacio de los Duques del Infantado en Guadalajara o la famosa fachada renacentista de la Universidad de Alcalá. Tan importantes fueron en su día las canteras de caliza de Tamajón, que el rey Felipe II pensó construir allí esa maravilla del Real Monasterio de San Lorenzo para evitar gastos y otras complicaciones de acarreo, pero por razones la mar de pintorescas parece ser que se inclinó porque fuera la Sierra de Madrid su escenario definitivo.
Da para mucho más que esta breve reseña una visita a Tamajón. Cualquier momento es bueno para pasar por allí, incluso en pleno invierno; pues si los riesgos del frío y de la nieve son datos con los que habría que contar, la esencia más auténtica del pueblo de montaña se muestra en ese tiempo con mayor autenticidad. Otro buen momento sería durante esos días en los que el pueblo da pasos atrás en las páginas de la historia y celebra con fiestas y folclores adecuados, su Mercado medieval, un momento en el que los castellanos tenemos la oportunidad de sentirnos embebidos por unas horas en el mundo de nuestros ancestros.
Bien, pues entre un tiempo y otro de los dos únicos que recoge el dicho, hay una temporada intermedia, muy breve, un par de semanas de junio y otras dos, no más, del mes de septiembre, en las que andar por aquellas llanuras y por aquellos vallejuelos que avistan al Ocejón, resultan para el visitante una verdadera delicia.
El escritor, de tanto andar por allí en todo tiempo, conoce con precisión aquellas tierras, lo que quiere decir que no necesita tirarse al camino una vez más para cumplir su compromiso semanal con los lectores, posee datos más que suficientes para evitar la salida; pero no lo hace por simples razones de sentido común, porque ponerse en contacto con la naturaleza a campo abierto es un momento único que conviene aprovechar, y el viaje en sí es parte de esa dicha que supone el encontrarse por quinta o por décima vez no sólo con un entorno natural, que ya sería bastante, sino con una villa señera, cuya evolución durante los últimos veinte años ha venido siguiendo minuciosamente, siendo testigo de su progreso admirable en todo lo que supone bienestar y mejor imagen, aunque su número de habitantes de hecho y de derecho se haya reducido sensiblemente, mal endémico que de manera muy especial viene afectando a toda aquella comarca en el corto espacio de dos o tres décadas. La villa a la que me refiero es Tamajón, lugar emblemático de aquella serranía, un mito histórico al que sería conveniente despertar en el saber de las gentes y otorgarle -que es mucha- la consideración que merece.
Se llamó Tamalla en la antigüedad, después Tamaja (no Tamaya como he visto escrito en varias publicaciones). La “elle” latina es la que evolucionó en “jota”, de “fillo” se castellanizó “hijo”, y de “palla”, “paja”, palabras que todavía se emplean en ciertas lenguas románicas. Naturalmente que siempre salvo mejor opinión, que admitiría de buen grado; y su origen como lugar ocupado por el hombre nos llevaría a pensar en la Prehistoria. Su situación en aquel llano y con los montes para la caza alrededor convierten esa opinión en razonable, y más todavía si se cuenta con los hallazgos descubiertos en sus tierras próximas.
Pero no es su historia en esencia lo que en este último viaje nos ha llevado a Tamajón, aunque bien valdría la pena hurgar en su pasado, en lo que fue, en las familias nobles que lo habitaron como demuestran varios de los escudos que aparecen sellando la fachada de algunas de sus casas, en las celebridades de otro momento que vivieron allí y que a título, cuando menos anecdótico, cuentan en el libro de la Historia de España, como el célebre Cura de Tamajón, de nombre Matías Vinuesa, guerrillero a causa de la libertad, que después de torturado y muerto, su cadáver fue profanado y arrastrado cobardemente por las calles de Madrid un 4 de abril de 1821.
El influjo de la piedra multicentenaria me ha llevado a caer en la trampa. Es difícil escapar sin referirse a su pasado en un pueblo tan característico como éste, en donde pesa más lo que fue que lo que ahora es, aunque como ya se ha dicho, apunta a levantar cabeza pensando un poco en el turismo cultural de tierra adentro, donde no sólo Tamajón, sino toda Castilla, tiene una salida a la vista que se debe aprovechar pensando inteligentemente, y en esta villa serrana me consta que viene siendo así.
El urbanismo de Tamajón es, aunque antiguo, de lo más sencillo. Aun tratándose de un pueblo de montaña, la ancha caldera donde se diseño hizo posible un trazado casi geométricamente perfecto: tres calles paralelas a todo lo largo, y unas cuantas transversales que las cruzan cortando en perpendicular. En los puntos más convenientes, bien en mitad o bien en los extremos de las tres calles mayores, se abren sobre espacios reducidos algunas plazas y plazuelas, como la porticada o Plaza Mayor a mitad de la Calle de Enmedio, o la del Coso al final de la misma. Las tres rúas mayores son la Calle Nueva, que coincide con la carretera que sigue hacia la sierra, la Calle de en medio y la de la Picota, que sería la última de las tres. No hay duda de que la Calle de la Picota debe su nombre al rollo o picota que debió tener como enseña de villazgo que Tamajón viene ostentado desde hace seis siglos. En la Calle de en medio queda, muy cerca de la Plaza, la Casa Ayuntamiento, ocupando lo que en tiempos ya lejanos fuera palacio mendocino, cuyo escudo de familia sella la fachada.
Las mansiones de familias distinguidas, legado de otro tiempo, comparten espacio con las humildes viviendas de honrados campesinos y pastores que vivieron en ellas hasta épocas muy cercanas a la nuestra, y con los nuevos establecimientos de servicios que, pensando en el turismo y en la afluencia de veraneantes por toda aquella sierra, se han ido instalando durante las dos últimas décadas.
Por los alrededores de Tamajón se centra el interés del visitante en lo poco que todavía queda de una antigua fábrica de cristal; en las ruinas de un convento de Padres Franciscanos; en la iglesia porticada sobre un ligero altozano; y en la ermita de Nuestra Señora de los Enebrales, Patrona de la villa, situada como a un kilómetro de distancia desde las últimas casas, sobre un paraje rodeado de enebros, con vistas a la sierra y muy cerca del curioso juego de piedras desgastadas por la erosión, que, salvando las distancias con aquella otra magnífica de la Serranía Conquense, se le ha dado en llamar la Pequeña Ciudad Encantada.
Por lo demás, son la leyenda y la tradición lo que priva entre los rescoldos de esta importante villa serrana. Tamajón es lugar de leyendas, siendo quizá la más conocida de todas ellas la que da cuenta del porqué las puertas de la ermita han de permanecer siempre abiertas, como así siguen; si bien ha sido necesario echar mano a una fuerte verja de hierro a modo de cancela, para evitar profanaciones y estancia como dormitorio de personas y grupos de personas que a menudo la solían ocupar durante la noche, no con fines piadosos precisamente.
De la excelente calidad de la piedra caliza que se arrancó en su término, son buena muestra edificios de renombre, como el Palacio de los Duques del Infantado en Guadalajara o la famosa fachada renacentista de la Universidad de Alcalá. Tan importantes fueron en su día las canteras de caliza de Tamajón, que el rey Felipe II pensó construir allí esa maravilla del Real Monasterio de San Lorenzo para evitar gastos y otras complicaciones de acarreo, pero por razones la mar de pintorescas parece ser que se inclinó porque fuera la Sierra de Madrid su escenario definitivo.
Da para mucho más que esta breve reseña una visita a Tamajón. Cualquier momento es bueno para pasar por allí, incluso en pleno invierno; pues si los riesgos del frío y de la nieve son datos con los que habría que contar, la esencia más auténtica del pueblo de montaña se muestra en ese tiempo con mayor autenticidad. Otro buen momento sería durante esos días en los que el pueblo da pasos atrás en las páginas de la historia y celebra con fiestas y folclores adecuados, su Mercado medieval, un momento en el que los castellanos tenemos la oportunidad de sentirnos embebidos por unas horas en el mundo de nuestros ancestros.