Hoy, y no
ayer ni el pasado lunes, como he llegado a escuchar en algunos medios de
información recientemente, se cumplen cien años del nacimiento en Guadalajara
de don Antonio Buero Vallejo, el mejor dramaturgo en lengua castellana de todo
el siglo XX. De su importancia como autor lo dejo a la libre opinión de quien
leyere. “Historia de una escalera”, “Las Meninas”, “El Tragaluz”, “En la
ardiente oscuridad”, “El concierto de San Ovidio”, entre las que he visto representar
o he leído, me autorizan sobradamente a juzgar a nuestro personaje, y a
celebrar con él que dejase a un lado los pinceles -pues quiso ser pintor, y no
dudo que se hubiese abierto camino- y decidirse por la pluma definitivamente y
por los folios de papel blanco, para dar salida a su excepcional condición de
hombre de letras, como por fortuna para todos, así fue.
He sido un
admirador incondicional de la obra de Antonio Buero Vallejo, también de su
persona desde el día que tuve ocasión de conocerlo, de escucharlo y de hablar
con él; momento que volvió a repetirse algunas veces más, en dos de ellas con
motivos muy concretos a los que me voy a referir; momentos de esparcimiento,
que son los que nos permiten conocer más de cerca y con mayor profundidad a las
personas.
Me refiero
en primer lugar a una multitudinaria cena de “Populares de Nueva Alcarria”, en
la que me correspondió estar muy cerca de él y poder escucharle. Otra, años
después en la desaparecida Casa de Guadalajara, en la madrileña plaza de Santa
Ana, con motivo de la imposición a ambos de la insignia oficial de la Casa, el
“Melero de plata”, en el mismo acto. Un encuentro de carácter familiar, donde
en petit comité (cinco personas tan sólo) compartimos, tras el acto público,
mesa y mantel, con prolongada tertulia hasta muy altas horas de la noche.
Éramos el propio Sr. Buero, el poeta Ramón de Garciasol, el presidente de la
Casa, José Ramón Pérez Acevedo, otro directivo de la misma cuyo nombre no
recuerdo, y un servidor. Don Antonio Buero Vallejo y su coetáneo y amigo don
Miguel Alonso Calvo, que fue el verdadero nombre del ilustre poeta campiñés, se
lo pasaron en grande contando historias y viejos recuerdos de su niñez en
Guadalajara, que por tratarse de ellos son parte de la historia de la ciudad.
Ha pasado el
tiempo, y ahora, con motivo del primer centenario de su nacimiento, me he
recreado en sacar de la memoria aquellos momentos, revisar sus cartas
manuscritas, que un día me pidió su biógrafo Mariano de Paco y que, con permiso
de su autor, ofrecí algunas de ellas en fotocopia. Hoy me he puesto a escribir
este par de cuartillas en su memoria; jamás tendré mejor ocasión.
La
fotografía de Mariano Viejo que ilustra este trabajo es de la ya referida noche
de los “Populares”. Con don Antonio Buero
compartían mesa el general de división don Félix Alcalá Galiano y señora, una
mujer joven acompañante de uno de los políticos de altura que asistieron al
acto, el periodista, felizmente todavía
con nosotros, Luis Monje Ciruelo, y el que esto escribe llevando en la mano el
típico porroncillo de aguardiente alcarreño; todos con veinte años menos.
Cuando
nuestro hombre cumplió los ochenta le dediqué mi reportaje de “Nueva Alcarria”
de aquella semana que titulé “Felices ochenta, don Antonio”. Conservo su amable
carta de gratitud. Ahora, nuestro famoso autor no cuenta entre nosotros, sí
entre los grandes nombres de la Literatura Española para siempre; pero como en
aquella otra ocasión, con este escrito que ya termina, le envío mi más sincero
y sentido recuerdo. ¡Felicidades, don Antonio!