jueves, 26 de mayo de 2011

LAS DOCE ERMITAS DE PAREJA


Todos los oficios, desde los más elevados hasta los más humildes, suelen estar rodeados de inconvenientes, y, por tanto, el de escritor también tiene los suyos; inconvenientes que comienzan antes de iniciar el trabajo, siguen mientras que éste se realiza, y continúan después de acabado al pasar por el tamiz de la crítica. Uno de esos problemas, amigo lector, aunque por fortuita muy poco frecuente, puede surgir cuando al escritor se le señala un tema sobre el que ha de escribir en una materia concreta y que esa materia ni siquiera existe, o que sólo da de sí para no más que una docena de líneas. En este momento me encuentro ante la ingrata situación de tener que sacar abundancia de agua de un pozo prácticamente seco. Estoy seguro de que lo voy a conseguir, aunque, eso sí, utilizando, como en el caso del pozo, procedimientos extraordinarios, como pudiera ser el de hurgar en el pasado, en la noticia retrospectiva que nos dejaron otros rehusando el testimonio de lo actual sencillamente porque no existe.
El equipo directivo de la Central Nuclear de Trillo que patrocina estos trabajos, en ese deseo tan digno de agradecer por sacar a la luz los valores culturales, actuales y pasados, de los nueve municipios que forman la Mancomunidad, nos dejó el encargo de dedicar cumplido espacio dentro de nuestro periódico para las ermitas de cada uno de esos pueblos, como pequeñas reliquias que son en la particular historia de cualquiera de ellos. Trabajo grato, sin duda, pero que puede chocar con el inconveniente de que en el pueblo de turno no exista ninguna ermita, o que haya sólo una, como en el caso que hoy nos ocupa en el la alcarreña villa de Pareja, donde tan sólo queda la ermita patronal dedicada a Nuestra Señora del Remedio, en la entrada del pueblo, y sometida por estas fechas a trabajos de restauración en un intento de volverle a colocar el techadillo sobre dos columnas que antes tuvo.
He pasado días atrás por la ermita del Remedio, y la he encontrado con todos los andamiajes y demás útiles propios de una obra en periodo de realización. Por el pequeño ventanuco, colocada en su hornacina sobre el muro frontal que sirve de ábside, se alcanza a ver la formidable imagen de la Patrona perdida en las sombras y una docena de bancos a lo largo de la nave. Es de esperar que las obras concluyan enseguida, y que la ermita del Remedio vuelva a prestar sus servicios al pueblo, como auxiliar en ciertas fiestas y solemnidades de la iglesia de La Asunción, una de las más monumentales y valiosas de toda la provincia.

Pese a que en este momento la villa de Pareja tan solo cuenta con una sola ermita en pie, como así me lo manifestaron las personas con las que hablé sobre el asunto, es posible que en siglos pasados fuese éste el pueblo de la provincia que contó con un número mayor de esa clase de pequeños monumentos, nacidos y conservados después, por la piedad popular. Madoz (mediados del siglo XIX) ya nos da cuenta de una sola ermita, la del Remedio, aunque es muy probable que existiesen en su término algunas más y sólo se hiciera referencia a la principal, de las cuales todavía quedan en pie algunos muros desmoronados, según he podido saber. Es en las famosas “Relaciones Topográficas” que mandó hacer Felipe II por todos los pueblos de España, donde en respuesta a la pregunta numero cuarenta y uno aparecen con sus nombres correspondientes nada menos que once ermitas más, y un humilladero que se llamó de la Quinta Angustia.
En los documentos que han llegado hasta nosotros y que hacen relación a las ermitas de Pareja, la noticia es bastante escueta. Los cronistas de la antigüedad se ve que no tenían por costumbre pararse en detalles que años y siglos después pudieran ser útiles. Solo podemos saber, siguiendo las Relaciones de Felipe II, que la mayor parte de aquellos ínfimos santuarios repartidos por su término ya se consideraban antiguos en el siglo XVI: “Son las más de ellas muy antiguas -se dice- y de gran devoción, donde se arguíe y se colige la gran cristiandad y devoción que siempre ha habido en los Vecinos de esta Villa”, lo que nos lleva a pensar que algunas de ellas pudiesen datar en su origen del siglo XIII, o todavía más allá, cuando el arte románico, del que tantas y tan magníficas muestras tenemos en la provincia, se encontraba en pleno apogeo. Es mera suposición.
Al preguntar en Pareja por sus ermitas a la gente mayor, me dieron señal de tres o cuatro de ellas más o menos próximas al pueblo, pero todas en un completo estado de ruina, un montón de piedras en pleno campo como toda huella. Pero al decir de los documentos llegados hasta nosotros fueron muchas más, y cuya memoria entre la gente ha desaparecido tras varias generaciones, no sólo del decir, sino también del saber de la gente; y así, teniendo a mano copia literal del documento antes referido, paso a ofrecerlo tal cual ha llegado hasta nosotros y que dice así:
“Tiene estramuros una hermita que se dice Nuestra Señora del Remedio, de muy gran devoción, y bien reparada; tiene un humilladero que se llama de la Quinta antugustia; otra hermita del Sr. San Lázaro; otro humilladero con un Crucifixo en medio; otra hermita que llaman de los Bienaventurados San Sebastián y San Fabian, y otra de Santa Lucia, y otra de Santa Agueda, otra de Santa Quiteria, otra hermita que se llama de Santa ana, otra de San Miguel, otra del Sr. San Gil, y otra de Nuestra Señora de las nueves, otra del Sr. Santiago, y otra estramuros del Sr. San Juan Baptista, las cuales hermitas están muy bien reparadas, y algunas de ellas dotadas.” Aunque carente de datos particulares sobre cada una de ellas, la relación con la que tenemos la suerte de contar de las ermitas de Pareja se nos antoja, cuando menos, bastante completa.

En las Relaciones se nos da cuenta (creo que ya lo he comentado alguna vez) de que varios siglos atrás se tenía en el pueblo una gran devoción a los bienaventurados San Simón y San Judas Apóstoles, hasta el punto de haber sido acogidos como patrones y abogados, cuya elección como benefactores se debió a la necesidad que la villa tuvo de un santo protector en un momento muy particular de su historia, coincidiendo con una epidemia general de peste en toda la comarca. El pueblo “tomaría por devoción celebrar la fiesta del Santo que el Señor les inspirase, y para ello hicieron doce velas de cera , y en cada una pusieron el nombre de un Apóstol, e las pusieron encendidas delante del Santísimo Sacramento, proponiendo que la última vela que de ellas quedase viva, que todas eran de un peso y pábilo, fuese visto ser aquella la devoción que habían de tomar, para dar caridad en ella permanente, y ansí las dos ultimas velas que quedaron fueron las de San Simón y Judas, y estos Santos se celebran perpetuamente, y oy en dia se hace la dicha fiesta dando y repartiendo doce reses vacunas en caridad a los vecinos de dicha Villa y pobres forasteros; ansí mismo se celebran las fiestas del Sr. San Gil, y Santa Ana, y Santa Agueda, y tomada la dicha devoción, cesó la dicha peste.”
Leídas así, como a sangre fría después de más de cuatro siglos que fueron escritas, estas palabras producen hilaridad, nunca falta de respeto. Ignoro si de todo lo dicho queda algo aún en el costumbrismo del pueblo, supongo que muy poco, o quizás nada. En todo caso, estas son unas páginas bellísimas del imaginario volumen de nuestra cultura autóctona, tan olvidada siempre.

viernes, 20 de mayo de 2011

EN LA RUTA DE LOS GANCHEROS

La memorable novela de los gancheros, con la que el maestro José Luis Sampedro perpetuó la presencia de aquellos abnegados conductores de maderas río abajo, tomó como escenario en su primera parte las veguillas y los angostos de aquella sierra hacia la que ahora voy. Acabo de dejar a tras los límites de la Alcarria y muy pronto, apenas cruce Sacecorbo, entraré en los míticos parajes de la sierra del Alto Tajo, donde la Naturaleza se muestra todavía reina y señora de toda situación, mientras que el hombre se aplique en respetarla.
En “El río que nos lleva”, una de las mejores novelas del siglo XX, se habla con acierto de esta tierra, de sus escasas ventajas y de sus múltiples inconvenientes para el desarrollo normal de la vida del hombre. Todo es igual. La naturaleza, el campo, sigue siendo el mismo: el espesor de los bosques en las laderas, el rumor de la corriente en las orillas del río, el silencio y el orden natural en kilómetros y kilómetros a la redonda. Los pueblos son los que han cambiado mucho. De los pueblos hacia los que ahora voy se habla muy poco en la novela de Sampedro, pero estoy seguro de que cincuenta o sesenta años atrás, que es el tiempo en el que los gancheros se jugaban la vida a diario río abajo, serían muy diferentes a como ahora son.
Ya ha quedado atrás Sacecorbo. Desde allí la carretera se hace más estrecha, en buenas condiciones pero cada vez más complicada en curvas casi continuas y en costanillas a las que obliga la condición del terreno. A pesar de todo, compensa este pequeño inconveniente a cambio de lo que el paisaje pone delante de los ojos, y a la tranquilidad suprema del ambiente en contraste con lo que en la ciudad tenemos por costumbre. Creo recordar que no me he cruzado con vehículo alguno durante todo el trayecto. Conviene hacer una parada de vez en cuando para contemplar el fragor de los montes, las cimas inaccesibles de las peñas en las que anidan las aves de rapiña, el correr de las aguas jóvenes del Tajo por el fondo del barranco, a veces manso, a veces saltarín y rumoroso, que baja desde el Hundido creando su propio ecosistema que merece ser cuidado escrupulosamente, el del Alto Tajo que es Parque Natural.
Las sabinas, el roble, el quejigo, los pinos jóvenes a un lado y al otro de la carretera, todos con el capullo letal sobre las capotas de donde saldrán a cientos las procesionarias. ¡Pero es que no va a ser posible librar a nuestros bosques de esa plaga infernal! ¡Seguro que se hace lo posible por evitarlas! Sus consecuencias, a corto o a medio plazo, suelen ser las mismas que las del más voraz de los incendios.

Un cartel indicador anuncia por sorpresa que hemos llegado a Ocentejo. El pueblo queda a mano izquierda, en un claro que dejan los montes al pie del histórico peñasco de su castillo del que nada queda, apenas el nombre, un poco de historia como pertenencia que fue de los Carrillo de Albornoz y testigo de horribles crímenes entre los miembros de aquella familia, cuyo legado hasta nosotros no va más allá de un trozo de lienzo sostenido sobre la insignificante plataforma del peñasco. Lo volaron los franceses de Napoleón, al mando del general Hugo, en el año 1810, en un intento fallido por atrapar a la Junta de Defensa de Guadalajara que durante algún tiempo tuvo a Ocentejo como sede.
Al margen de su pasado histórico, tan lejano en el tiempo, queda el Ocentejo de hoy, uno de los pueblos más saludables y mejor cuidados de toda aquella comarca. Pueblo chiquito, cortado como un poco a la medida de lo que fue su castillo; pero limpio, de casas nuevas, de calles magníficamente pavimentadas, con una plaza coquetona que preside al fondo el moderno edificio del ayuntamiento, de milimétrica simetría en su construcción y una galería corrida ante la primera planta que llega de parte a parte. El reloj municipal señala las once de la mañana. El toque de las horas se extiende sonoro por el pueblo y por el campo.
Como en el pueblo hay anchura suficiente, y sentido del gusto también en los ciudadanos que de quince años a hoy han conseguido convertir aquel viejo y decadente pueblecito serrano en un auténtico vergel, las casas nuevas o restauradas se acompañan de un huertecillo o jardín sobre cuyas verjas sobresalen las frondas de los laureles y de los olivos. Los bares de la plaza están cerrados. Es una mañana cualquiera en un día luminoso de finales de febrero. De la puerta de una casa pende un simpático cartel que anuncia al caminante que allí puede adquirir “miel del pueblo y nueces del pueblo”. La puerta de la posible tiendecilla también está cerrada. Cabe suponer que serán los cazadores, los pescadores, y los amantes de la naturaleza, los principales clientes de estos establecimientos que antes de salir vuelvo a ver en torno a la plaza.

Desde Ocentejo hasta Valtablado la carretera sigue la dirección del río por su margen derecha y muy desde la altura. El estado de la carretera es aún más deficiente, pero se viaja con relativa comodidad. Sería provechoso andarla a pie para poder gozar a nuestras anchas de lo abrupto del paisaje, deteniéndose ante los profundos barrancos y los cortes espectaculares por los que baja el río, a trechos escondido entre la maleza. A un lado y al otro las violentas laderas del pinar, hasta que al volver de una curva se divisa como por encanto en medio de un claro del bosque el pueblo de Valtablado.
Antes de subir, tengo por costumbre siempre que paso por allí detenerme unos instantes a la altura del puente sobre el Tajo, bajar hasta la corriente del agua, respirar el aire húmedo con olor a ribera, ver como los patos escapan asustados desde la epadaña en vuelo rápido, y pensar con la imaginación en volandas en las continuas dificultades que en otros tiempos hubieron de salvar los conductores de las maderadas por estos estrechos y corrientes para llevar a término su propósito.

Entro al pueblo junto a la iglesia recientemente restaurada. Calle adelante están el ayuntamiento y una fuente octogonal con monolito rematado en un bolón de piedra. A la puerta de su casa, sentado plácidamente al sol, echa una cabezadilla un hombre del pueblo. Se sorprende cuando le doy los buenos días. El hombre se llama Victorio, tiene setenta y un años, y ha sido juez del pueblo. El hombre se ofrece a acompañarme por las orillas, y a contarme lo que buenamente se le ocurre.
-El pueblo ha cambiado mucho desde la primera vez que pasé por aquí -le digo.
La verdad es que no parece el mismo.
-Sí; de unos años a esta parte se ha ido arreglando bastante. Casi todo el dinero lo sacamos de rastrillos y de loterías que hacemos. Nunca nos toca, pero siempre queda algo para gastarlo en hacer cosas.
Aunque diferente a Ocentejo, Valtablado del Río es otro de los pequeños paraísos escondidos entre los bosques. Lo saben muy bien las gentes de fuera, que, al reclamo del río y de la caza, mayor y menor, vienen a pasar temporadas en varias ocasiones a lo largo del año.
-Cuando bajan por el río con las canoas, eso es muy bonito.
Victorio me anuncia que, a pesar de la altura y de estar rodeado de montes, rara vez ven la nieve en el pueblo, y cuando cae, enseguida desaparece.
-Y en verano qué quiere que le diga; el pueblo se llena de gente. Yo creo que han cometido un error con no poner aquí algún buen restaurante, para que venga la gente y puedan disfrutar de esto, con el río tan cerca y un ambiente tan sano como tenemos.
Durante estos días de un invierno con vocación de primavera, Valtablado, con sus bosques espesos de pinar donde habitan el corzo y el jabalí, y merodean en las tardes claras los buitres de las peñas, su “río que nos lleva” a cuatro pasos, y su tranquilidad en grado sublime, invita a quedarse.
El regreso se puede hacer por Arbeteta adonde continua, sinuosa y complicada, la misma carretera que hemos traído desde Sacecorbo; tomando luego la Alcarria por Peralveche y Trillo, después de una gira por sierras de paisaje y de leyenda que en cualquier caso recomiendo.


(En la fotografía: Calle principal de Valtablado del Río)

martes, 3 de mayo de 2011

NUESTRAS ERMITAS


Guadalajara es tierra de ermitas. Ahí están muchas de ellas a pesar de los pesares. Venerables, solitarias, inamovi­bles; muchas luciendo en el paisaje el parcheo de la última restaura­ción. Las ermitas de Guadalajara se alzan dando un carácter propio al entorno del medio rural, sellando la tierra en donde nacieron como testigos fieles de la tradición, de las creencias y de no pocos saberes y decires tan ligados a la vida de los pueblos.
Con el tiempo han ido desapareciendo muchas de las ermi­tas de Guadalajara; pero son también muchas las que quedan todavía; más de dos centenares de pequeños santuarios dando sentido a los ejidos de los pueblos. Solitarios paraísos de quietud al alcance de todos, en los que el viento silba duran­te las noches de invier­no lamiendo sus esquinas; en donde las buenas gentes del lugar acuden en fechas señaladas a chapuzar­se en las apacibles corrien­tes de sus devociones y de sus recuerdos más íntimos.
Las ermitas se extienden por igual a lo largo y a lo ancho de todas las tierras de Guadalajara, no tienen para su emplaza­miento una comarca determinada de especial predominio. El tiempo de su construcción y el estilo arquitectónico al que pertenecen -casi siempre con el sello de lo rural como norma- son de lo más dispar que pueda imaginarse; pues, en tanto que la de Santa Catalina, por ejemplo, allá en los páramos moline­ses de Hinojosa, la de Santa Coloma de Albendiego en la sierra atencina, o la de La Estrella en la propia Atienza, son romá­nicas del siglo XII, la de la Virgen Dulce, también y por ejem­plo, situada sobre la cima de un montículo pinariego a las afueras de Horche, se levantó en 1982, es decir, casi a fina­les del XX.
No obstante, las ermitas guadalajareñas son en su mayor parte renacentistas o barrocas, levantadas por el fervor popular entre los siglos XVI y XVIII. Casi todas ellas están provistas de un par de ventanucos a media altura en la puerta de entrada, desde los que se deja ver al fondo la imagen del santo titular. Suelen tener adosado un pórtico o cobertizo que se sostiene sobre dos columnas, en el que no suelen faltar poyos de piedra o bancos laterales sobre los que poder descan­sar a la sombra. También las advocaciones de cada una de ellas varían de un lugar a otro, si bien, las dedicadas a La Sole­dad, El Cristo y San Roque, se repiten con mayor frecuencia.
En algunas de las ermitas mayores se celebran anualmente concentraciones masivas de fieles, a las que asisten romeros de todos los pueblos del contorno o de la provincia entera, como es el caso de la romería de La Salud de Barbatona cada segundo domingo de Mayo, o las de Valbuena en Cendejas del Padrastro, del Saz en Alhóndiga, Nuestra Señora del Madroñal en Auñón, del Peral en Budia o de La Virgen de la Hoz en Ventosa, a orillas del río Gallo, donde se guarece bajo los riscos su pintoresco santuario.

(En la fotografía, ermita de la Virgen de la Soledad de Horche)