viernes, 20 de mayo de 2011

EN LA RUTA DE LOS GANCHEROS

La memorable novela de los gancheros, con la que el maestro José Luis Sampedro perpetuó la presencia de aquellos abnegados conductores de maderas río abajo, tomó como escenario en su primera parte las veguillas y los angostos de aquella sierra hacia la que ahora voy. Acabo de dejar a tras los límites de la Alcarria y muy pronto, apenas cruce Sacecorbo, entraré en los míticos parajes de la sierra del Alto Tajo, donde la Naturaleza se muestra todavía reina y señora de toda situación, mientras que el hombre se aplique en respetarla.
En “El río que nos lleva”, una de las mejores novelas del siglo XX, se habla con acierto de esta tierra, de sus escasas ventajas y de sus múltiples inconvenientes para el desarrollo normal de la vida del hombre. Todo es igual. La naturaleza, el campo, sigue siendo el mismo: el espesor de los bosques en las laderas, el rumor de la corriente en las orillas del río, el silencio y el orden natural en kilómetros y kilómetros a la redonda. Los pueblos son los que han cambiado mucho. De los pueblos hacia los que ahora voy se habla muy poco en la novela de Sampedro, pero estoy seguro de que cincuenta o sesenta años atrás, que es el tiempo en el que los gancheros se jugaban la vida a diario río abajo, serían muy diferentes a como ahora son.
Ya ha quedado atrás Sacecorbo. Desde allí la carretera se hace más estrecha, en buenas condiciones pero cada vez más complicada en curvas casi continuas y en costanillas a las que obliga la condición del terreno. A pesar de todo, compensa este pequeño inconveniente a cambio de lo que el paisaje pone delante de los ojos, y a la tranquilidad suprema del ambiente en contraste con lo que en la ciudad tenemos por costumbre. Creo recordar que no me he cruzado con vehículo alguno durante todo el trayecto. Conviene hacer una parada de vez en cuando para contemplar el fragor de los montes, las cimas inaccesibles de las peñas en las que anidan las aves de rapiña, el correr de las aguas jóvenes del Tajo por el fondo del barranco, a veces manso, a veces saltarín y rumoroso, que baja desde el Hundido creando su propio ecosistema que merece ser cuidado escrupulosamente, el del Alto Tajo que es Parque Natural.
Las sabinas, el roble, el quejigo, los pinos jóvenes a un lado y al otro de la carretera, todos con el capullo letal sobre las capotas de donde saldrán a cientos las procesionarias. ¡Pero es que no va a ser posible librar a nuestros bosques de esa plaga infernal! ¡Seguro que se hace lo posible por evitarlas! Sus consecuencias, a corto o a medio plazo, suelen ser las mismas que las del más voraz de los incendios.

Un cartel indicador anuncia por sorpresa que hemos llegado a Ocentejo. El pueblo queda a mano izquierda, en un claro que dejan los montes al pie del histórico peñasco de su castillo del que nada queda, apenas el nombre, un poco de historia como pertenencia que fue de los Carrillo de Albornoz y testigo de horribles crímenes entre los miembros de aquella familia, cuyo legado hasta nosotros no va más allá de un trozo de lienzo sostenido sobre la insignificante plataforma del peñasco. Lo volaron los franceses de Napoleón, al mando del general Hugo, en el año 1810, en un intento fallido por atrapar a la Junta de Defensa de Guadalajara que durante algún tiempo tuvo a Ocentejo como sede.
Al margen de su pasado histórico, tan lejano en el tiempo, queda el Ocentejo de hoy, uno de los pueblos más saludables y mejor cuidados de toda aquella comarca. Pueblo chiquito, cortado como un poco a la medida de lo que fue su castillo; pero limpio, de casas nuevas, de calles magníficamente pavimentadas, con una plaza coquetona que preside al fondo el moderno edificio del ayuntamiento, de milimétrica simetría en su construcción y una galería corrida ante la primera planta que llega de parte a parte. El reloj municipal señala las once de la mañana. El toque de las horas se extiende sonoro por el pueblo y por el campo.
Como en el pueblo hay anchura suficiente, y sentido del gusto también en los ciudadanos que de quince años a hoy han conseguido convertir aquel viejo y decadente pueblecito serrano en un auténtico vergel, las casas nuevas o restauradas se acompañan de un huertecillo o jardín sobre cuyas verjas sobresalen las frondas de los laureles y de los olivos. Los bares de la plaza están cerrados. Es una mañana cualquiera en un día luminoso de finales de febrero. De la puerta de una casa pende un simpático cartel que anuncia al caminante que allí puede adquirir “miel del pueblo y nueces del pueblo”. La puerta de la posible tiendecilla también está cerrada. Cabe suponer que serán los cazadores, los pescadores, y los amantes de la naturaleza, los principales clientes de estos establecimientos que antes de salir vuelvo a ver en torno a la plaza.

Desde Ocentejo hasta Valtablado la carretera sigue la dirección del río por su margen derecha y muy desde la altura. El estado de la carretera es aún más deficiente, pero se viaja con relativa comodidad. Sería provechoso andarla a pie para poder gozar a nuestras anchas de lo abrupto del paisaje, deteniéndose ante los profundos barrancos y los cortes espectaculares por los que baja el río, a trechos escondido entre la maleza. A un lado y al otro las violentas laderas del pinar, hasta que al volver de una curva se divisa como por encanto en medio de un claro del bosque el pueblo de Valtablado.
Antes de subir, tengo por costumbre siempre que paso por allí detenerme unos instantes a la altura del puente sobre el Tajo, bajar hasta la corriente del agua, respirar el aire húmedo con olor a ribera, ver como los patos escapan asustados desde la epadaña en vuelo rápido, y pensar con la imaginación en volandas en las continuas dificultades que en otros tiempos hubieron de salvar los conductores de las maderadas por estos estrechos y corrientes para llevar a término su propósito.

Entro al pueblo junto a la iglesia recientemente restaurada. Calle adelante están el ayuntamiento y una fuente octogonal con monolito rematado en un bolón de piedra. A la puerta de su casa, sentado plácidamente al sol, echa una cabezadilla un hombre del pueblo. Se sorprende cuando le doy los buenos días. El hombre se llama Victorio, tiene setenta y un años, y ha sido juez del pueblo. El hombre se ofrece a acompañarme por las orillas, y a contarme lo que buenamente se le ocurre.
-El pueblo ha cambiado mucho desde la primera vez que pasé por aquí -le digo.
La verdad es que no parece el mismo.
-Sí; de unos años a esta parte se ha ido arreglando bastante. Casi todo el dinero lo sacamos de rastrillos y de loterías que hacemos. Nunca nos toca, pero siempre queda algo para gastarlo en hacer cosas.
Aunque diferente a Ocentejo, Valtablado del Río es otro de los pequeños paraísos escondidos entre los bosques. Lo saben muy bien las gentes de fuera, que, al reclamo del río y de la caza, mayor y menor, vienen a pasar temporadas en varias ocasiones a lo largo del año.
-Cuando bajan por el río con las canoas, eso es muy bonito.
Victorio me anuncia que, a pesar de la altura y de estar rodeado de montes, rara vez ven la nieve en el pueblo, y cuando cae, enseguida desaparece.
-Y en verano qué quiere que le diga; el pueblo se llena de gente. Yo creo que han cometido un error con no poner aquí algún buen restaurante, para que venga la gente y puedan disfrutar de esto, con el río tan cerca y un ambiente tan sano como tenemos.
Durante estos días de un invierno con vocación de primavera, Valtablado, con sus bosques espesos de pinar donde habitan el corzo y el jabalí, y merodean en las tardes claras los buitres de las peñas, su “río que nos lleva” a cuatro pasos, y su tranquilidad en grado sublime, invita a quedarse.
El regreso se puede hacer por Arbeteta adonde continua, sinuosa y complicada, la misma carretera que hemos traído desde Sacecorbo; tomando luego la Alcarria por Peralveche y Trillo, después de una gira por sierras de paisaje y de leyenda que en cualquier caso recomiendo.


(En la fotografía: Calle principal de Valtablado del Río)

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