jueves, 27 de noviembre de 2008

LAS BRUJAS DE PAREJA ( II )


LAS BRUJAS DE PAREJA ( II )

Se sabe que las dos hijas de La Morillas fueron apresadas y secuestrados todos sus bienes. Luego las encerraron en los calabozos secretos de la Inquisición, para ser interrogadas como principio de un largo proceso. Dijo La Roa que tenía cincuenta años de edad, que era vecina de la villa de Pareja y que había estado casada por tres veces: la primera con Juan Roa, con el que tuvo un hijo; la segunda con Pero Sánchez, un pastor que se marchó de Pareja dejándola abandonada, y por tercera vez se casó con Juan Ortiz el 3 de mayo de 1554. Dijo también que cuatro años atrás había sido apresada con su hermana por el Santo Oficio y que las dos fueron azotadas públicamente por brujas.

María Parra, hermana de La Roa e hija de La Morillas, declaró ser viuda de Andrés de La Parra y vecina de Sacedón. Añadió que de joven se había criado en Pareja con sus padres y después se marchó a Buendía donde se casó con su marido, del cuál tuvo un hijo que acababa de cumplir veinte años. Tras varias audiencias en las que se le insistió que dijera verdad, el día 9 de junio de 1555, los inquisidores acordaron someter­la a tortura para que confesara la verdad de cuanto sabía y de cuanto había hecho: «...e la mandaron desnudar e fue desnuda fasta la cinta e le mandó atar floxamente los brazos con un cordel de cáñamo y luego le fue dicho por el señor Provisor que diga la verdad, e visto que no decía cosa alguna mandó al ministro que le aprete el dicho cordel...e visto que no decía cosa alguna le mandó echar un jarrillo de agua de hasta un cuartillo por el método de la toca y echado el agua dixo que no tenía nada qué decir e interrogándola muchas veces decía que ya tenía dicha toda la verdad e se mandó suspender el tormento para otro día siguiente...»

Los tormentos a los que fue sometida fueron cada vez más duros, hasta que el día 20 de junio de aquel año, estando presente el licenciado Briceño, Provisor General del Santo Oficio, que prometió tener con ella misericordia si decía la verdad, María Parra «dixo que ella quería descargar su con­ciencia y llorando e echando lágrimas de los ojos parescía mostrar dolor y compasión y mucho arrepentimiento e ansí llorando inició su confesión...».

Manifestó luego que estando en su casa en Sacedón, hacía tres años, llegó un día su hermana Ana La Roa, y la convenció para que fuera con ella a Pareja, haciéndole saber que en su casa se juntaban varias mujeres, invocaban al demonio y luego se iban con él al campo de Barahona.

La declaración de María Parra, según quedó escrito en el acta correspondiente, fue la mar de sustanciosa; pues dijo que una vez en la casa de su hermana requirieron la presencia del demonio, que unas veces decía llamarse Barrabás y otras Sata­nás; el cuál se presentaba delante de ellas "bien aderezado", y les pedía que renegasen de Jesucristo, de la Virgen y de los Santos; les reclamaba sus almas, pero aunque ella no se la quería entregar, cedió al fin ante la insistencia de su herma­na La Roa, y así renegó de Jesucristo y entregó su alma al diablo. De lo que ocurrió después, prefiero tomarlo literal­mente de las fuentes originales donde está escrito: «... e estando allí vido cómo el dicho Barrabás estaba como dicho tiene en ábito de cavallero e otra vez como bezerro con unos ojos grandes e otras vezes como toro e también como ciervo e q´el dicho Barrabás les dixo que se fuesen con él al campo de Barahona q´el iría con ellas e q´era muy noche que le paresce sería media noche; la de la Machuca y la de Mingo sacaron cierto ungüento con el cuál untaron a esta declarante y a las demás en las syenes y en las palmas de las manos y en los braços y en los sobacos y en las coyunturas de las piernas e también se untaron con ellas más personas e ella dixo que Dios ubiese misericordia de su ánima e como estuvieron untadas fueron juntamente con el dicho Barrabás bailando e iban como en el aire e llegaron a un campo q´ue el dicho Barrabás dixo era el campo de Barahona e como llegaron allí comieron muy bien carne y pan e bebieron vino lo cual traía el dicho Barra­bás e como ovieron comido el dicho Barrabás llevó a esta declarante a su propia casa de Sacedón y las demás fueron a Pareja y el dicho Barrabás llevó a esta confesante a la dicha casa desde el campo de Barahona cavallera en un cavallo...»
«... e después yva por ella a Sacedón el dicho Barrabás y venía con ella hasta Pareja y la llevaba cavallera en una cosa que parescía ser un asno negro...»
(continuará)

sábado, 22 de noviembre de 2008

LAS BRUJAS DE PAREJA ( I )


En el año 2000, durante cuatro semanas sucesivas publique en el diario “Nueva Alcarria” de Guadalajara un estudio, más o menos detallado, sobre una tradición, con apariencias de leyenda, tratándose, no obstante, de una realidad palpable y debidamente documentada, cuya razón primera fue mostrar al público lector todo cuanto se sabe acerca de las llamadas “Brujas de Pareja”, un pueblo de la Alcarria donde cuentan que existieron las “brujas”, una singular especie de mujeres sobre las que la justicia volcó todo el rigor del que fue capaz, de manera exagerada, injusta e injustificada, y que en nuestros tiempos recibimos con espanto, con cierto olor a fábula, a relato increíble, pero basado en los sólidos pilares de un pasado cierto.
Tiempo después de haber aparecido en “Nueva Alcarria”, el texto íntegro volvió a publicarse en el tomo 32-33 de “Cuadernos de Etnología de Guadalajara” que periódicamente edita la Diputación Provincial, y que ahora, en páginas consecutivos, vuelvo a poner a disposición de todos, con algunas fotografías como cabecera de la actual villa alcarreña donde ocurrieron los duros sucesos que aquí se refieren.

* * * * *

LAS BRUJAS DE PAREJA

La cultura, cuando está debidamente orientada, suele dar al traste con la superstición y con las malas creencias. Cuando la formación humana de un país se viene abajo, la superstición brota sobre la piel de la sociedad inevitablemen­te como la roña sobre la piel de un cuerpo al que no se cuida. La Real Academia de la Lengua define a la superstición como «Creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón». El hombre siente una necesidad vital de creer, de creer en algo que ni ve ni comprende, y cuando ese algo no llega hasta él por los razonables caminos del convencimiento, el hombre se levanta sus propios "algos", y así comienzan a aparecer en su corazón y en su mente las supersti­ciones, tantas veces perni­ciosas y acarreadoras de desgracias como ahora veremos.
Durante la Baja Edad Media y una buena parte de los siglos XVI Y XVII, el fantasma de la superstición apareció con fuerza en la España de nuestros antepasados. Fueron famosas, pues la literatura se encargó de que lo fueran, las brujas de Trasmoz a pies del Moncayo, y las de Barahona en los páramos sorianos que lindan a nuestra provincia por el norte.
El Santo Oficio tenía, entre otras, la delicada misión de salir al paso de estos abusos; pero cometió al juzgarlos tantos errores, que siglos después la sociedad quiso en varias ocasiones pedir cuentas por tan tremendos castigos como se impusieron a personas inocentes, más que nada porque no se volviesen a repetir, por lo menos de forma tan arbitraria. Cuando el látigo inquisitorial dejó de restallar sobre aque­llos pozos de ignoran­cia, fue el pueblo llano, ignorante también y no menos malinten­cionado que los presuntos reos, quien se tomó por su mano la justicia, llegándose a cometer, incluso sobre clanes familiares completos, crímenes horribles. Léanse sino algunas de las ultimas "Cartas desde mi celda" de Bécquer para caer en la cuenta, donde se da noticia de aquella carcoma social que entre las gentes ignorantes de nuestro país, roía y envenenaba la vida de los pueblos.
El libro titulado "Brujería y Hechicería en el Obispado de Cuenca" escrito por Heliodoro Cordente, nos relata cómo la Ansarona, la Quiteria de Morillas y sus hermanas, fueron castigadas con todo rigor por el Santo Oficio; mas a pesar de eso, pocos años después de la muerte de todas ellas, volvió a cundir el miedo a las brujas entre algunos vecinos de la villa de Pareja. Fueron inculpadas en esta ocasión las hijas de La Morillas (Ana de Roa y María Parra), a las que el vecindario consideraba hechiceras como lo fue su madre.
La muerte de niños en extrañas circunstancias se venía sucediendo con demasiada rapidez. Fueron muchas las personas que testificaron contra ellas, entre las que se contaba Juan Manzano, que acusó a La Roa de haber dado muerte a su hija de pocos meses por motivos de enemistad, y por haber sido ella la primera mujer que vio muerta a la niña y que al punto aseguró que la habían ahogado las brujas. Hubo testigos que declararon ante los tribunales que tanto La Roa como su hermana María Parra, se valían de su fama de brujas para intimidar a la gente del pueblo, sobre todo a las mujeres que estaban a punto de dar a luz, para pedirles dinero y productos de la despensa. Igualmente fueron acusadas de la muerte de varios niños más arrancados del lecho en el que dormían con sus padres.
Cuando los inquisidores supieron de todo esto, mandaron leer públicamente en la iglesia de Pareja un edicto por el que se mandaba que todo aquel que tuviese noticia de brujas lo comunica­se al Santo oficio bajo pena de excomunión mayor. El edicto se leyó el día 21 de mayo de 1554, si bien su lectura sólo sirvió para contribuir al aumento de la psicosis colecti­va, para que las alucinaciones fuesen a más y con ellas las denuncias.
Juan Toledano, vecino de Pareja, dijo que estando una noche durmiendo con su mujer y una hija de corta edad en medio de ellos, teniendo el candil encendido, vio bajar de la cámara a tres personas con dirección al lecho en el que dormían. El relato de los hechos, copia literal de lo que consta en el archivo de la Inquisición en Cuenca, continúa así: «Y cuando vio que venían hacia él se asentó en la cama y las personas venían vestidas y una dellas dio con la mano en la lumbre del candil y lo mató este testigo asió a su hija y llegaron las tres personas y cree que eran brujas y echaron mano a su hija y trataron de quitársela pero no pudieron...» Acaba acusando a La Roa con el único argumento de la fama de bruja que tenía.
Otra testigo declaró que en abril de 1550, estando dur­miendo una noche con su hijo pequeño y con su marido, oyeron pisadas por la cocina y un ruido extraño por el tejado, lo que les llevó a sospechar de La Roa. A la mañana siguiente, la testigo fue a tratar con ella sobre el asunto, y le dijo: «¡Venid acá, señora! ¡Cada noche vienen a mi casa y me quieren matar. No sé quién es, ni tampoco digo que sois vos, mas hago pleito a Dios que si me ahogan a mi hijo y sé que sois vos, vos me lo habéis de pagar y os tengo de dar de puñaladas hasta que se os arranque el alma!».
La Roa negó haber tenido algo que ver con todo aquello; no obstante, según la declaración de la testigo, en su casa no se volvieron a oír más los ruidos nocturnos.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

LOS PAIRONES MOLINESES



No considera el diccionario de la Real Academia la palabra "pairón", y creo que es una deuda fácil de saldar la que tan benemérita institución tiene contr­aída con Guadalajara en general y con los pueblos y tierras de Molina en particular. No ha sido así con otros vocablos que se refieren a monumentos de semejante función, que adornan, como bien sabemos, los caminos en otros lugares de España; entiéndase "crucero" o "cruz de término", por ejemplo, para los que sí hay alusión en el registro oficial de nuestro idioma.
Bien; ahí están en cualquier caso los pairones molineses: solemnes, místicos, expresivos, desafiadores de intemperies y de calcinantes veranos de sol, marcando límites y sirviendo de amparo, de adiós y de bienvenida, a los muchos caminantes que por los solitarios campos del Señorío salieron a la brega de sol a sol mientras que aguantó el cuerpo, durante los dos o los cuatro últimos siglos.
Tengo para mí -y considero que también muchos molineses lo tienen para uso- como enseña principal de aquellas tierras a su típicos pairones. No he conseguido entrar, y bien que me gustaría, en el significado real que estos sencillos monumentos de piedra aportan al alma de las buenas gentes los pueblos en los que están enclavados. Salieron, claro está, de la piedad popular de nuestros antepasados, de su profunda religiosidad en la que no faltó un ápice de superstición, y otro, tal vez mayor, de rivalidad y de abierto desafío. Nuestros abuelos eran así, qué le vamos a hacer. Todavía se ensalza con un marcado fanatismo en cada lugar su propio monumento, su propio pairón; se venera de un modo singular a los santos y santas titulares de los mismos, a los que se consideran sus ángeles buenos, sus abogados y protectores ante el trono de Dios, menospreciando si llegara el caso a los del lugar vecino; cosa que, vista bajo el monolítico prisma de lo local, posee una explicación bastante lógica.
Por los ejidos y por los primeros campos de labor de una buena parte de los pueblos molineses existe una interesante variedad de este tipo de monu­mentos. Son en general, para quienes no los conozcan, unos murillos de piedra, a veces alzados sobre gradas o escalinatas, en forma de prisma con ornamenta­ción más o menos ocurrente, que remata en sencilla o doble hornacina en la que se guarda una imagen -en ocasiones un simple azulejo- de Cristo o de su Madre Santísima, en cualquiera de sus advocaciones, de las Animas Benditas, o de un santo o santa de la Corte Celestial, con preferencia por San José, San Antonio, San Isidro Labrador y San Pascual Bailón. Por cuanto a su forma y estilo, depende sobre todo de la época en la que se construyó así como del esmero que los albañiles y los picapedreros quisieron poner en su ejecución. La altura de los pairones molineses oscila entre los tres y los cinco metros, por término medio, rematando muchos de ellos, por lo que he podido observar, en una sencilla cruz de hierro forjado. Existe mayor variedad y número en la mitad más septentrional del Señorío, y se pueden contar uno, dos, y hasta cuatro pairones, según la categoría de los pueblos con arreglo a lo que fueron por su importan­cia y número de habitantes. Ni qué decir que el lugar en donde suelen aparecer son los cruces de caminos, así como las salidas al campo no lejos de las últimas casas.
Sería bueno saber cuántos son los que pasan del centenar en el recuento, más o menos exacto, de los pairones molineses. No hablaremos aquí de todos ellos, ni hablaremos tampoco de las leyendas y de las tradiciones montadas en torno a los mismos, ni del cuándo ni el porqué de su origen, entre otras razones porque sería imposible de averiguar. Alguna historia local muy concreta, llegada hasta nosotros por tradición oral, es lo poco que se sabe de alguno de ellos; por lo demás, apenas si queda su propio testimonio caracterizando el paisaje, y se­llando la identidad de una de las comarcas más significativas -y no sé si más olvidadas también- de las tierras de la Meseta.
Antes de entrar en el ahora agónico pueblecito de Anchuela del Pedregal, a la vera del camino se alza uno de los más sobresalientes pairones cuya existencia anduvo pareja con el pasado siglo. Consta sobre la piedra que fue construido en el año 1900, por un picapedrero apellidado Martínez. Está dedi­cado a San José, San Vicente y las Animas Benditas.
En Rueda de la Sierra es un destacado monumento local el pairón de la Virgen de las Nieves, colocado junto a la carretera que atraviesa el pueblo. Algo más adelante, en Cillas, merece la pena detenerse a contemplar la bella estampa barroca del que, hace más de dos siglos, el pueblo erigió a devoción de la Virgen del Pilar.
A la entrada de Cubillejo del Sitio, nos sorprende a mano izquierda, escalonado en la linde junto a la cuneta, el más elegante, ajustado y fotogénico de los ejemplares todavía en pie de este género: su pairón barroco de San Juan, del que años atrás se labró una réplica exa­ctamente igual y se instaló nada menos que en un vistoso jardín de la Capital de España.
El pairón de Tortuera, en honor y memoria a las Animas Benditas, es por su antigüedad y por su forma uno de los más distinguidos de cuantos todavía existen. Se trata de un muro, a modo de pequeña espadaña, que concluye en triple adarve a manera de Calvario, todo él construido a base de piedras mediana­mente labradas, de sillarejo y argamasa recubriendo el último cuerpo. Concluye en valiosa cruz de herraje.
Quisiera referirme de paso a otros muchos que conservan lugar preferente en el arcón de la memoria, tales como los de Labros, Tartanedo, Hinojosa, La Yunta, o el bien plantado del camino de Amayas; y de varios más que en tiempo pasado ocuparon mi atención por las tierras del Bajo Señorío, como los de Orea, Tordesilos y Lebrancón, por ejemplo, que conservan en pie a través de los siglos toda una lección de historia y de anónimas piedades, el peso de la tradición y de la fe arraigada que caracteriza a las tierras sobre las que se levantan.
Habrá que tomar nota de este envidiable tesoro monumental de los pairones molineses, levantado sobre piedra cargada de connotaciones nobles. Ahí están todavía casi todos ellos. Algunos son reflejo fiel en su actual estado del punto de civilización -muy alto por cierto- de los hombres y mujeres que por allí viven. Por nuestra parte, por parte de los que nos honramos en conocerlos, de los que tenemos a bien guardar en aquel escondido rinconcito del corazón las cosas más importantes que vieron nuestros ojos, vaya esta retahíla de consi­deraciones afectuosas como homenaje a los lugares y a los lugareños que se sienten honrados con la gracia incomparable de sus pairones.
NOTA: el hecho de que no quede visible desde la carretera la imagen interior de la hornancina en el pairón de Cubillejo del Sitio, nos hace caer involuntariamente en el error acerca del santo titular del mismo. Ante la duda, y leido el comentario de Alfredo, uno de nuestros lectores, he hecho la debida consulta a una persona de edad avanzada y natural de este pueblo molinés; se me informa en el sentido de que dicho pairón se colocó en honor de San Juan, según se ha creido siempre. Sabido eso, creo oportuno rectificar.
(En la imagen el pairón barroco de San Juan, de Cubillejo del Sitio)

domingo, 16 de noviembre de 2008

EL REAL SITIO DE "LA ISABELA"


LA ISABELA

Los habitantes de los pueblos cercanos conocían al Real Sitio de La Isabela como "Los Baños". Estaba situado aquel pequeño Versalles de la Alcarria en la orilla derecha del río Guadiela, muy cerca de Sacedón. Era un balneario ostentoso, levantado por mandato y capricho de la reina Isabel de Braganza, segunda mujer de Fernando VII, en recuerdo de la cual recibió ese nombre. Se comenzó a construir según los reales gustos de su tiempo en 1817, y fue declarado Real Sitio en 1826, año en el que concluyeron las obras. A mediados del siglo XX, con la subida de las aguas del pantano de Buendía, desapareció para siempre. Cuando las aguas del pantano han dejado la zona al descubierto, del Real Sitio apenas queda un importante montón de ruinas.
Como datos de interés respecto a lo que el poblado de La Isabela fue, puede decirse que contaba con veintiséis manzanas de casas y unas cincuenta viviendas; un edificio destacado como cuartel para los guardias de Corps, además de otros servicios de posada, tienda, carnicería, horno de cocer, escuelas de niños y de niñas y una iglesia dedicada a San Antonio de Padua. Todo ello en torno a dos calles geométrica­mente rectas, dos plazas y una extensa huerta rodeada de verja. La Casa Real, que era el más noble de sus edificios, tenía trece balcones y doce ventanas sólo en la fachada que miraba a los jardines. Las dos fuentes principales estaban dedicadas al rey Fernando VII y a la reina Isabel II, su heredera. El paseo principal, al que llamaban Salón del Prado, estaba dedicado así mismo a Isabel II.
La Casa de Baños estaba a 150 metros separada de la residencia, muy cerca del cauce del río. Contaba con treinta y una habitaciones para bañistas y residentes. Los efectos curativos de sus aguas se extendían a males tan dispares como reuma, gota, erupción de la piel, efectos nerviosos, enajenación mental, epilepsia, convulsiones, hipocondria, asmas nerviosas, neuralgias, parálisis, cálculos, hepatitis y efectos sifilíti­cos, oftalmias, bronquitis y catarros, por señalar tan sólo los más comunes. Queda constancia de que en el año 1512, es decir, tres siglos antes de ser constituido balneario y casa de baños, ya acudían enfermos a buscar remedio para sus dolencias, y entre ellos don Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán.
Sus aguas podían tomarse bebidas o en baño. La gente prefería emplearlas por el segundo sistema, debido al mal sabor que, incluso a baja temperatura, suelen tener las aguas sulfuro­sas.
La fotografía nos muestra el puente de acceso al balneario sobre el río Guadiela

viernes, 14 de noviembre de 2008

MONS.ASENJO, ARZOBISPO COADJUTOR DE SEVILLA



Es el más reciente de los prelados de la Iglesia nacidos en la provincia de Guadalajara. Alumno y profesor de su Seminario, sacerdote de su diócesis, y desde el día de ayer, 13 de noviembre del año 2008, Arzobispo Coadjutor de la Archidiócesis de Sevilla.
Fue nombrado obispo titular de Iziriana y auxiliar de la Diócesis de Toledo el 27 de febrero de 1997 por S.S.Juan Pablo II, y ordenado obispo en la catedral primada el 20 de abril del mismo año. Mons. Juan José Asenjo Pelegrina nació en Sigüenza el día 15 de octubre de 1945, y fue ordenado sacerdote el 21 septiembre de 1969; es licenciado en Teología y diplomado en Archivos y Bibliotecas. En el momento de ser nombrado Obispo de la Iglesia, ostentaba los cargos de canónigo de la Catedral Seguntina y vicesecretario para Asuntos Generales de la Conferen­cia Episcopal Española. Con anterioridad había sido director del Archivo Histórico Diocesano y delegado para la diócesis de Sigüenza-Guadalajara del Patrimonio Artísti­co.
El 23 de abril de 1998, Mons. Juan José Asenjo Pelegrina fue elegido en asamblea plenaria de los obispos españoles, secretario de la Conferencia Episcopal Española. El día 27 de septiembre del año 2003 tomó posesión como obispo de Córdoba, diócesis en la que ha venido ejerciendo su ministerio pastoral durante los últimos cinco años.
La toma de posesión de Mons. Asenjo, está prevista para el sábado 17 de enero a las doce horas, en la catedral de Sevilla. Allí se encontrará con una nutrida representación de paisanos y amigos que dejó por ésta, su tierra natal.

martes, 11 de noviembre de 2008

DESDE EL ALTO REY


DESDA EL ALTO REY: EL PAISAJE, EL ARTE
Y LA LEYENDA

Desde la cima del Alto Rey se dominan por todo su entorno hasta cuarenta pueblos diferentes, las aguas de dos pantanos, y un panorama inmenso de campos en los que pasta el ganado. Los pinares entran en el juego manchando de un verde turbio las faldas de los montes, y sobre toda la sierra el puro azul del cielo y las nubes de algodón. Albendiego y Somolinos son dos de aquellos treinta pueblos. Están situados muy cerca de la Montaña Sagrada; y por mitad, el río Bornova, un mito en el vivir diario de los serranos desde que el mundo es mundo.
La Sierra de Atienza, o Sierra de Pela -llamémosla como nos parezca, pues ambas cadenas montañosas por allí coinciden-, guarda entre sus pliegues de caliza toda una serie de pueblecitos de muy contada entidad por los que la gente, poco a poco, está comenzando a tomar interés. La razón principal son los infinitos atractivos, tanto artísticos como naturales, que junto a la bonanza de su clima durante los meses de verano, ofrece de manera puntual a quienes tienen a bien acercarse alguna vez por aquellos pagos.
Ante los ojos, y en una visión panorámica completa que abarca a los dos en su conjunto desde la carretera, tenemos en ellos una muestra clara de estos pueblecitos que el éxodo habido en el medio rural durante los años sesenta del pasado siglo, trajo como consecuencia dejar en su expresión más insignificante. Por fortuna, todos sus encantos quedaron allí para que la gente los conozca, los palpe y goce de ellos, como dádiva a perpetuidad de la Naturaleza y de la Historia, volcadas cada una sobre el mismo terreno en su debida proporción. El día declina. Para estas tierras es la hora sublime, la hora bruja, la hora idílica de al caer la tarde.
Albendiego asoma a retazos el ocre enrojecido de sus tejados, con los que cubre el medio centenar de casas por encima del verde tupido de la arboleda. Somolinos queda al otro lado, extendido en la ladera, colgado en los blancales que sobre el barranco por el que baja el Bornova deja en su vertiente del mediodía el cerro que dicen de la Coronilla. Uno y otro cuentan por sí mismos con mérito bastante como para detenerse en cualquiera de ellos. Encontraremos poca gente, es verdad, pero los pueblos están allí. Si pudiéramos cortar en línea recta entre ambos, nos daríamos cuenta de que apenas les separa la distancia de un tiro de piedra. Albendiego se honra de su ermita medieval de Santa Coloma, la de los magníficos calados románicos en el ábside y ventanales en los que se repite, perfecta, como el día mismo en que la sacaron a la luz los picapedreros, la estrella de David. Somolinos por su parte, pregona desde la solana sobre la que se recuesta, la maravilla de su hermosa laguna, el recuerdo casi perdido de sus viejas fábricas de paños, la riqueza de su arena única para refractarios, y qué sé yo cuántas cosas más de las que sólo queda para ver y para admirar el agua clara de la laguna.
A quien esto escribe le gusta perderse por aquellos luminosos vallejuelos de la Sierra de Pela, sin que jamás le faltaran argumentos válidos y excusas suficientes para andar por allí.
Por cuanto a Albendiego (nombre de origen musulmán, y antiquísimo por tanto), al cabo del tiempo he llegado a la conclusión de que se trata del lugar con mayor carácter de todos los de la comarca. Un pueblo de raíz perdida entre la maraña de los siglos, y en el que todavía existen casonas multicentenarias que son ejemplo auténtico de la arquitectura rural autóctona de las faldas del Alto Rey. Entre el pueblo y la ermita de Santa Coloma hay otra ermita menor y de concepción más moderna, dedicada a San Roque. También se ve, dos pasos más allá, un calvario de piedra oscurecida que data, casi con absoluta seguridad, de la Baja Edad media, punteando en añosos hitos aquellas praderas en las que se da el heno, florece la alfalfa del pastizal, pinta con suerte desigual la cebada del tardío, y atraviesa el arroyo entre una cadena interminable de arbustos marañosos y de sargatillos que el caminante deberá cruzar con tiento.
Un decir por los pueblos de la zona con categoría de historia verdadera, corre después de los años por la memoria de quienes viven allí, sobre todo de la gente mayor que son la mayoría. Según refieren, un hecho insólito se marcó como a fuego en el recuerdo de aquellas buenas gentes, un hecho que nadie de los que hoy viven tuvo ocasión de comprobar personalmente, pues debió de suceder hace más de un siglo. No obstante, sí que se da como cierto y perfectamente demostrable que entre nuestros dos pueblos, Albendiego y Somolinos, cayó en desgracia como consecuencia una especie de maldición o sortilegio que hizo imposible que jóvenes de uno y otro pueblo contrajesen matrimonio, por lo menos en los años o siglos de que se tiene noticia. La causa no fue otra que una leyenda la mar de pintoresca que de manera sucinta paso a referir.
Cuentan que en cierta ocasión, San Antonio, patrón de Somolinos, se enamoró perdidamente de Santa Coloma, patrona de Albendiego. Dicen que un día el Santo portugués se atrevió a bajar entre dos luces hasta la ermita de la Santa con la más limpia intención de pretenderla. Ocurrió que San Roque, por la puerta de cuya ermita hubo de pasar el enamorado Antonio, sospechó de las intenciones de su bienaventurado vecino en aquel gélido crepúsculo del campo serrano; y queriendo poner veto al posible idilio, que, dicho sea de paso a él personalmente no le había parecido nada bien, le azuzó el perro que se lanzó sobre él con ímpetu, lo que obligó al patrón de Somolinos a dar marcha atrás, a poner los pies en polvorosa hacia la sagrada paz de su pequeña ermita de donde nunca más volvió a salir, salvo a hombros de los lugareños y en procesión solemne el día de su fiesta mayor.
Aseguran que algún cura, párroco de ambos pueblos, intentó a lo largo de todo el siglo XX a jóvenes casaderos de cada lugar, incluso con interesantes regalos de por medio pensando en el ajuar y en los gastos normales del día de la boda; pero todo resultó inútil. El maleficio, salvo mejor opinión, sigue en pie hasta el día de la fecha y es más que probable que continúe así por años y por décadas, entre otras razones porque tampoco hay jóvenes en el uno y el otro lugar como para plantearse –por motivos de amor, naturalmente– el dar al traste de una vez con los efectos perniciosos que para ambos pueblos acarreó la leyenda.
Viejas historias aparte, y puestos ante la realidad puesta al día, Albendiego y Somolinos son dos pueblos agraciados por el capricho de la Naturaleza. La ermita, ahora restaurada, de Santa Coloma, es una de las joyas más estimables de nuestro pasado, única en su género y con el refrendo histórico de haber servido de sede a una pequeña comunidad de monjes Canónigos Regulares de San Agustín, de los que ya se tiene noticia a finales del siglo XII. Y Somolinos, blanqueando en la solana, chiquito y con un brillante pasado laboral en antiguas artesanías, del que solemos admirar la variedad de sus alrededores: huerta, agua y roca, en un rincón de la Provincia a donde el viajar nunca será tiempo perdido, y menos si se tiene en cuenta que a cuatro pasos queda a la vista de todos otro referente indiscutible de nuestro mejor legado románico: la iglesia de San Bartolomé de Campisábalos, con su famosa capilla de Sangalindo y el mensario sobre el muro, único también, que nunca nos cansamos de mirar y de admirar.
(En la iamgen el ábside románico de la iglesia de Santa Coloma en el pueblecito serrano de Albendiego)

sábado, 8 de noviembre de 2008

RECORDANDO AL PINTOR ALEJO VERA


RECORDANDO AL PINTOR ALEJO VERA

Desde tiempos muy lejanos guardo en los desvanes de la memoria una imagen que hoy me ha dado pie para llenar, creo que con suficiente oportunidad, mi página semanal del periódico. Era la época de estudiante bisoño en la escuela del pueblo. Ante una treintena de alumnos el maestro explicaba complacido las virtudes de nuestra raza trayendo a colación una página histórica casi olvidada: el último día de la ciudad de Numancia forzado por los propios numantinos, que prefirieron matarse unos a otros y pegar fuego a la ciudad antes que rendirse gratuitamente frente al enemigo invasor, en un alarde de supremo heroísmo. Pasados los años uno se ha ido dando cuenta de que el comportamiento de los numantinos hubiera sido verdaderamente heroico si hubiesen ofrecido batalla, si hubieran sucumbido en el empeño defendiendo la ciudad, pero con las armas en la mano. Quiero pensar, ahora con mi mentalidad de adulto, que aquella decisión, colectiva o impuesta por unos pocos, vaya usted a saber, anda más cerca de la cobardía que del heroísmo, que, como fácil es de comprender, se trata de términos contrapuestos. En todo caso es una manera diferente de entender la Historia que en modo alguno pretende enmendar la plana a mi viejo maestro, al que tanto le debo.
La enciclopedia que empleábamos los alumnos por entonces completaba la escasa documentación sobre el asunto con una fotografía impresionante, con la reproducción de un cuadro en el que el pintor había representado, de forma magnífica, su visión acerca de aquella tragedia: cadáveres de niños y de mujeres por el suelo, un valiente que se hunde un puñal en el pecho, otra mujer que bebe un vaso de cicuta, un paisano más que desafía, moribundo, al invasor con el brazo extendido, mientras como fondo la ciudad que arde por los cuatro costados.
El cuadro lo he vuelto a ver más veces representado en libros y revistas, y siempre me ha traído a la memoria aquellos años de infancia junto a tantos amigos que casi nunca he podido ver después. Se encuentra en el Museo del Prado. El cuadro tiene para mí todo el mérito que se le puede otorgar a la pintura romántica del siglo XIX como inspirada obra de arte, además de su importancia como documento histórico y visión cruda de un acontecimiento ocurrido en nuestro suelo durante los primeros tiempos de la romanización.
El autor del cuadro periódico fue un hombre notable de nuestra tierra, Alejo Vera Estaca, nacido en el pueblo campiñés de Viñuelas el 14 de julio de 1834, hijo de José y de Norberta, un chiquillo de los que por entonces correteaban por las calles de su pueblo, pero en el que los maestros habían advertido unas cualidades excepcionales para el dibujo. Una beca de la Diputación Provincial abrió el camino del milagro, haciendo posible que el muchacho recibiera enseñanzas artísticas en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de la capital de España, y estudios superiores después teniendo como maestro a Federico Madrazo.
La provincia de Guadalajara no es pobre, por fortuna, en celebridades, tantas de ellas semiocultas o cuando menos olvidadas del saber, y por tanto de la debida consideración, por parte de sus paisanos. Poco a poco se viene haciendo el esfuerzo, por parte de algunos, de sacar a la luz estas estrellas de la cultura nacional hijos de nuestros pueblos: músicos eminentes, pintores, literatos, eclesiásticos y figuras de la milicia, con los que podríamos llenar un lujoso panel en razón de justicia, en donde ocupase un lugar destacado este pintor campiñés, cien veces galardonado, merecedor de premios en las más importantes exposiciones habidas en nuestro país y fuera de nuestras fronteras. Desde 1856 que presentó a concurso una de sus primeras obras en las galerías del Ministerio de Fomento, hasta 1910, y hasta después incluso, que tomó parte en la Exposición Internacional con motivo del cuarto centenario de la ciudad de Buenos Aires, todo fue una muestra continua de su trabajo por Roma, por Viena, por Munich, y sobre todo por Madrid, donde se dedicó no sólo a pintar, sino también a enseñar, dejando como estela una larga lista de nombres famosos entre sus discípulos, tales como Carlos Zúñiga y Figueroa o Eduardo Rosales.
Como en siglos atrás había ocurrido con tantos pintores españoles de los que hoy nos honramos, la estancia de Alejo Vera en Italia, indiscutible país de las artes y de los principales artistas del Renacimiento, le fue útil para asentar una base firme en su formación ya entrado en la madurez. Las ciudades de Roma y Pompeya, con su densa historia lejana y sus infinitas ruinas, tan afines a la temática general del Romanticismo que le tocó vivir y del que participó plenamente, fueron motivo ideal no sólo para los escenarios y fondo de tantos de sus cuadros, sino visión histórica, a modo de cantera inagotable, en la que inspirarse.
Considero que no tendría sentido ofrecer al lector una relación cumplida de las obras más importantes del pintor de Viñuelas, pues no es esa nuestra intención precisamente, sino la de sacar un poco del olvido la persona y la obra de este ilustre de nuestro pasado. A pesar de todo no me resisto a traer a la memoria o al conocimiento de sus paisanos, y en ellos incluyo a los guadalajareños de todas las comarcas, tres obras de reconocido interés además de la ya dicha “Los últimos días de Numancia”. Estas pudieran ser “El entierro de San Lorenzo” que resultó premiada con medalla de primera clase en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1862, Comunión en las catacumbas, propiedad del palacio del Senado, y “Una señora pompeyana en el tocador”, al que en 1871 se le otorgó el más estimable de los galardones de su tiempo, la medalla de Carlos III.
Alejo Vera fue académico de número en la Real de Bellas Artes de San Fernando y Director de la Academia Española de Bellas Artes en la ciudad de Roma. Murió sin que su fallecimiento se hubiera hecho saber, por voluntad propia, hasta después del entierro al que sólo asistieron media docena de íntimos. Esto ocurrió en Madrid el 4 de febrero de 1923, próximo ya a la edad de noventa años. La Academia y el Círculo madrileño de Bellas Artes declararon varios días de luto al saber de su muerte.
Me consta que un centro escolar, el Instituto de Bachillerato de Marchamalo, y una calle en su pueblo natal, honran con su nombre a este singular personaje de la pintura española del siglo XIX. No sé si es suficiente o resulta escaso el homenaje público a su memoria. En todo caso ahí queda su nombre y su obra magnífica, motivo de honor para un pueblo y para toda una provincia.

Este trabajo se publicó en el año 2003, en el diario “Nueva Alcarria” de Guadalajara, con el mismo título con el que aquí aparece. La pintura que lo encabeza no es otra que el famoso “El último día de Numancia”, de Alejo Vera.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

LA CALDERONA


LA CALDERONA

Mucho dio que hablar en la España de los Austrias esta singular mujer, nacida en Madrid el año 1611. Se trata de una famosa actriz de teatro, la más conocida en su tiempo, y de nombre María Calderón, que tuvo como amante al rey Felipe IV, con quien tuvo un hijo y, probablemente, también una hija. Al bastardo, reconocido como hijo más adelante por el propio rey, se le puso de nombre don Juan José de Austria. En vista del enorme escándalo, no sólo en la corte, sino dentro y fuera de Madrid, Felipe IV impuso en calidad de destierro a "La Calderona" -que así se la conocía a nivel popular-, y a su hija, el entrar en religión y marchar lejos de la corte. Así lo cumplió la famosa comedianta, y profesó como monja en el monasterio benedictino de San Juan Bautista de Valfermoso de las Monjas (Valle del Badiel) a finales de marzo de 1642, llegando a ser madre abadesa del mismo. Fallecería en dicho monasterio en en 1646. Las malas lenguas, que siempre las hubo, llegaron a decir que el rey en persona acudía a verla al monasterio algunas noches de verano.