domingo, 29 de junio de 2008

RATONES BODEGUEROS


RATONES BODEGUEROS

Ignoro si en algún otro lugar del Planeta es posible contemplar tan simpática escena como la que recoge la fotografía, y que aunque en calidad visiblemente mejorable, debido a lo difícil que me resultó conseguirla, así la ofrezco a los lectores del blog. Fue tomada en las bodegas González Byass de Jerez de la Frontera un día del mes de mayo del año 2001. Éramos en aquella ocasión un grupo de periodistas y escritores españoles de la FEPET, invitados por la empresa, los que girábamos visita a la prestigiosas bodegas andaluzas.
La sorpresa surgió cuando una bandada de ratones exageradamente pequeños, pasó corriendo a todo correr junto a nosotros por una de las naves laterales. Se trataba -según se nos dijo- de ratones bodegueros, una clase muy especial de ese tipo de roedores que se alimentan de los insectos dañinos que habitan en las maderas de los toneles, y que son perjudiciales para el resultado que se espera obtener con el tratamiento del vino. Los ratones huyeron despavoridos al acercarse hasta ellos, aunque todos no; uno se entretuvo terminando el trocito de queso con el que andaba de tarea; y el otro, subido por su propio pie en el último peldaño de la escalera, bebía placidamente del rico sherry que contenía la copa de cristal llena hasta los bordes. La sorprendente escena es habitual en estas bodegas jerezanas. A los ratones, probado queda, les gusta el buen vino.

sábado, 28 de junio de 2008

LA CASA DE PIEDRA


LA CASA DE PIEDRA DE ALCOLEA DEL PINAR

Lino Bueno podría pasar a la historia como personaje de leyenda si el mundo se parase a considerar el valor de su tesón y de su esfuerzo, que ha dado lugar a uno de los motivos de atracción más interesantes que tiene la provincia de Guadalajara: la Casa de Piedra de Alcolea del Pinar; cavada en la roca donde el esforzado campesino, picando de noche a la luz de un candil durante veintiún años de esfuerzo, después de su jornada habitual de trabajo, encontró el necesario cobijo para los suyos. Salón, habitaciones, cuadra para la burra, cocina, despensa, un nido dentro de la peña donde al fin se pudieron acomodar, más mal que bien, el matrimonio y una familia de catorce hijos.
La de Lino Bueno es una de las historias ejemplares que no se comprenden en este mundo nuestro tan falto de valores. Ejemplo de trabajo y de amor a la familia. Dos reyes de España con sus respectivas esposas: Alfonso XIII en 1928, y Juan Carlos I en 1977, se cuentan entre los miles de visitantes que han pasado por allí.

martes, 24 de junio de 2008

COMENTARIO A EL QUIJOTE


De la extraña aventura que le sucedió al valeroso don Quijote con el Caballero de los Espejos

José Serrano Belinchón

Tan sólo en ocasiones muy contadas el autor de El Quijote hace mención al tiempo y al espacio a lo largo de su obra de manera precisa. En el texto que ahora nos ocupa sí que nos ha dado a conocer con exactitud el día en que ocurrieron los hechos que en el capítulo se refieren, o por mejor decir, la noche que en pleno bosque surgió como un aparecido junto a los dos personajes centrales de la obra el Caballero de los Espejos.
Había confundido nuestro buen hidalgo a los comediantes de la "Corte de la Muerte" con una serie de figuras maléficas de las que a menudo bullían por los llanos sin límite de su imagina­ción. No eran en realidad aquellas pobres gentes sino eso, comediantes, hombres y mujeres de bien que en la tarde de la Octava del Corpus viajaban en carreta de un pueblo a otro por los inmensos campos de la Mancha ejerciendo su oficio, representan­do en las plazas públicas de cada villa su auto sacramental según costum­bre. Sería, por tanto, una noche cualquie­ra del mes de junio.
Esas noches de principio de verano son, sobre todas las demás, las noches de la Mancha. Debe de haber pocos gozos con los que regalar al cuerpo y al espíritu, como el pasar una noche de junio al amparo de nadie en la inmensa llanura manchega. Uno recuerda haber vivido esa experiencia alguna vez. Al momento de recordar aquellas horas, las imágenes acuden a la memoria como en tropel, limpias y diáfanas como el cristal de la noche en que parece que revientan las estrellas en el silencio, roto también, por el cantar monótono e impertinente de los grillos en su escondrijo de la linde; por el cu-cú del búho solitario en el oscuro palacio de las copas de las encinas; por el sonar de una hora perdida en el reloj de la torre lejana. Y al lado, las viñas en agrazón, las mieses a punto de hoz movidas apenas por la brisa de la media noche que a esas alturas hace revivir los campos de la Mancha. Los segadores y los cabreros, los hombres de bien y los que no lo son tanto, los locos y los cuerdos, gustan andar en noche clara por los campos de la Mancha mientras que la sombra, la figura etérea del más cuerdo de todos los locos del mundo, viaja por los cielos a la grupa de un Rocinante incorpóreo y retozón, en busca del primer entuerto a desfacer, muy conscien­te de que lleva sobre su osamenta de viento y fantasía al más bravo y al más infeliz de los mortales.
Don Quijote habla en el silencio de la noche, y Sancho le escucha con atención y con misericordia. Hay veces en las que el fiel escudero saca provecho del docto consejo de su amo; pero, más que para ponerlo en práctica, se vale de él para rectificar­lo, para ponerlo en razón, para despojarlo de la peladura engañosa que lo envuelve a consecuencia del manifiesto desequili­brio de su amo, y traerlo a la sencilla realidad del dos y dos son cuatro.
Es un cariño desmedido y a su manera el que Sancho siente por don Quijote. Cuando habla el caballero, el escudero escucha, lo que no deja de ser una prueba evidente de respeto y de cariño. El escudero leal de nuestra historia, procura triturar en la pesada rueda de molino de su cerebro las razones que salen de la boca de su amo, y que tantas veces acaban convertidas en buñuelo y otras en la mejor harina del noventa.
En la sustanciosa conversación de don Quijote y Sancho, acaecida a la luz de las estrellas debajo de unos altos y sombrosos árboles, hay un poco de todo. Sancho hace sólo unas horas que acaba de librar con sus consejos al caballero de una paliza a mano de los comediantes, con los que seguramente al caer la tarde habría tropezado en la carreta de "Las Cortes de la Muerte". Luego, en la soledad de la noche, el ilustre hidalgo le intentará explicar cómo en este mundo cada cual representa su papel, más o menos digno, en la comedia de la vida: que unos hacen de emperadores, otros de pontífices, y los más de tantas y cuantas figuras tienen cabida en una comedia; pero que al fin, la muerte arranca de cada uno el ropaje que los diferenciaba, y los hace iguales en la sepultura. Sancho lo ha entendido, incluso con riqueza de matices, y arroja sobre el tapete su cuarto en una nueva imagen que converge con la de su señor, pero tan ilustrati­va o más que lo fue aquella:
- ¡Brava comparación! -dijo Sancho-, pero no tan nueva que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que, mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.
Y a renglón seguido, las bendiciones y reconocimientos de don Quijote, que, con la luna y la noche por testigos, debió de resonar como un abrazo en el alma de su escudero.
- Cada día, Sancho -dijo don Quijote-, te vas haciendo menos simple y más discreto.
Surge en la soledad, envuelto entre las sombras, el Caballero del Bosque, o de los Espejos, retando a don Quijote con un soneto cantado en alta voz, y un lamento en el mismo tono a honor y memoria de su amada Casilda de Vandalia, a la que, según él, había hecho que la confesasen como la más hermosa del mundo todos los caballeros de Navarra, todos los leoneses y tartesios, todos los castellanos y todos los caballeros de la Mancha; lo cuál soliviantó los sentimientos de don Quijote hacia Dulcinea que, seguro es, acudieron a su memoria revueltos y bullidores con un vehemente aire de protesta.
La razón y el diálogo recoge a los dos caballeros al fin en una conversación larga y desacorde. Sus damas y sus amores son el tema de la plática que los entretiene; asunto interminable que en principio andaba muy lejos de tomar el raíl por el que el Caballero del Bosque, como se verá en los siguientes capítulos, quiso conducir al bueno de don Alonso Quijano. Los escuderos, muy al márgen del interés común de sus señores, procuraron entenderse en un lugar aparte.
Allá por el año 1905, coincidiendo con el tercer centenario de haberse publicado la primera parte de El Quijote, don Miguel de Unamuno sacó a la luz uno de los más hermosos volúmenes de sus obras completas. "Vida de don Quijote y Sancho" es el título. En este librito, no demasiado extenso, el ilustre rector de la universidad salmantina va recorriendo uno por uno todos los capítulos de la obra de Cervantes. Es un entrar con profundidad en todos los capítulos de El Quijote, un intento de poner al descubierto la intención del autor al escribirlo, y más todavía, de dar forma a lo mucho que en la obra queda oculto, dejando asomar a la superficie el extremo sutil de un hilo del que es preciso tirar para comprenderlo. Digamos que es poner ante los ojos de quien leyere lo que en El Quijote no está al alcance de todos.
Con tu permiso, amigo lector, y a sabiendas de que te gustaría conocer el texto al que me refiero, paso a transcribir lo que don Miguel de Unamuno dejó escrito por cuanto al capítulo que nos ocupa. Es lo siguiente:
«Conversando sobre lo que es la comedia del mundo se quedaron amo y escudero bajo unos altos y sombríos árboles, cuando les rompió el sueño la llegada del Caballero de los Espejos. Y allí fue la plática de los escuderos de un lado y de los caballeros por el otro, y el declarar Sancho que a su amo un niño le hacía entender que era de noche en la mitad del día, sencillez por la que le quería como a las telas de su corazón y no se amañaba a dejarle por más disparates que hiciera. Aquí se nos declara la razón del amor que Sancho profesaba a su amo, mas no la de la admiración.
Pues ¿Qué creías, Sancho? El héroe es siempre por dentro un niño; su corazón es infantil siempre; el héroe no es más que un niño grande. Tu don Quijote no fue sino un niño durante los doce largos años en que no logró romper la vergüenza que le ataba, un niño al engolfarse en los libros de caballería, un niño al lanzarse en busca de aventuras. ¡Y Dios nos conserve siempre niños, Sancho amigo!»
La aventura con el Caballero de los Espejos continúa en los dos capítulos siguientes. Sin duda, uno de los episodios más memorables de la obra cervantina y con un mayor contenido, tanto humano como literario; pues ahí están la gloria y la grandeza de El Quijote.

(Del libro “El Quijote entre todos”. Segunda parte)

domingo, 22 de junio de 2008

PLAZA MAYOR


En el año 1981 -acabados de salir en “Nueva Alcarria” los cincuenta primeros reportajes sobre otros tantos pueblos de la provincia, en cuyo proyecto me comprometí con la dirección del periódico un año antes- publiqué, reunidos en un único tomo con el título de “Plaza Mayor”, el conjunto de todos ellos. Años después acabaría sacando en prensa los 384 pueblos restantes con gran aceptación por parte de la dirección del entonces semanario y por el público lector; pero que no tuvieron, como los cincuenta primeros, la suerte de ser trasladados en sus correspondientes tomos al formato de libro. Confío en que algún día, con financiación oficial, vean la luz los 8 tomos que faltan.
Eran reportajes sencillos, adaptados al gusto del entonces variopinto público lector, de ambiente eminentemente pueblerino, en los que los protagonistas fueron siempre los habitantes de los pueblos con los que me solía encontrar, verdaderos sabios de los que intenté sacar una pequeña parte de su sabiduría. Información que más tarde me sería útil para completar el “Diccionario de Guadalajara”.
Incluyo en su integridad uno de aquellos reportajes por considerarlo de especial interés debido su originalidad, ya cuando sus protagonistas no existen. Lo viví en Majaelrayo, Sierra Norte de Guadalajara junto al Pico Ocejón, una mañana de invierno del año 1980.

(el detalle)

“Pude haberlo hecho en otro tiempo, sí; pero a pesar de todo, el verano, que en aquellas latitudes se me antoja delicioso, dio sus últimas bocanadas sin que por mi imaginación pasase la idea tentadora de dar una asomadilla por Majaelrayo.
Pienso que la verdadera delicia, lo insólito de todos estos pueblos perdidos entre montañas, es sorprenderlos solos, en un día cualquiera, lejos del bullicio estival y del desconcierto de los veraneantes, que, no faltos de buena voluntad en muchos casos, arrancan del pueblo durante una temporada cada año su bucolismo ancestral, su olor agreste, su color y hasta su insustituible sabor a madre ya cuna, con todo lo que de negativo o de mal gusto esto pudiera llevar consigo. Por eso, el primer día que desde la terraza de mi casa alcancé a ver allá lejos la blanca silueta del Ocejón en una mañana limpia como el cristal, me tiré al camino sin dar tiempo a que la sombra de la comodidad, que de tantas satisfacciones nos priva, comenzase a poner en funciones sus razonadas sinrazones, sus infinitos argumentos para dejarme en casa. De cara siempre a las elevaciones más altas de la sierra, se llega a las puertas de Majaelrayo al cabo de una hora desde la capital. Al entrar al pueblo uno siente la extraña impresión de haber aparecido por arte de encantamiento en un mundo diferente, donde los negros y los grises de la piedra de pizarra absorben con sus tonos mate el ambiente general, como en un abierto desafío con el manto blanquísimo de nieve que deslumbra desde las cumbres próximas.
Yo conocía Majaelrayo. Había estado en otra ocasión hace tiempo. A raíz de aquel primer contacto con el pueblo y con su gente, me había dejado allí algunos buenos amigos, que he vuelto a recordar con fre­cuencia. Ahora, junto al viejo olmo que luce su tronco descomunal y deforme en la plazoleta de la iglesia, uno intenta situarse para llegar por su propio pie, si fuera posible, a la casa del tío Encarna, su amigo de Majaelrayo. Con la ubre para reventar, una cabra mordisquea los ternascos de hierba que crecen entre las losas de pizarra al pie de una casa derruida. La cabra me mira con ojos de insensatez, con unos ojos de estúpida indiferencia. El grifo de la fuente, que cierra mal, como casi todos los grifos de todas las fuentes, deja escapar un hilito de agua fría como las agujas.
-Pero, hombre, ¿qué haces tú aquí?
- ¡Tío Encarna! ¿Cómo es posible?
-Pues, mira; en cuanto te he visto, me he dicho: éste es. A mí, los amigos no creas que se me olvidan, no.
Su verdadero nombre es Encarnación Herranz Peinado, pastor tras­humante, protagonista de mil historias que contar sobre su espalda, espía según él, sufrido luchador por el pan de cada día durante los años del hambre y padre de siete hijos. El Tío Encarna me apretó el brazo contra el suyo entre la pelliza impermeable y me fue subiendo calle arriba.
-Pero, ¿adónde me lleva?
-Vamos a echar un chatejo en casa de la Trini, hombre. La mujer tiene aquí un poquito de bar y hay que hacerle gasto.
En casa de la Trini hay de todo: taberna, droguería, mercería, pro­ductos alimenticios y de cocina, en un rinconcito mínimo detrás del mostrador, donde la dueña se desenvuelve con dificultad.
-Hala, Trini; échanos un par de chatos. El mío, ya sabes.
Los chatos del tío Encarna son de cuarto de litro; los de sus ami­gos, de tamaño corriente y de vino blanco.
-¡Qué le vamos a hacer, chico! Los pobres tenemos que beber vino; la cosa no da para más.
-Digo yo, tío Encarna, que eso está bien; que los pobres bebamos vino, pero con otra medida. Esos chatos de usted deben atontar al más guapo, ¿no le parece?
-No; a mí no me atonta el vino, y si me atonta, me echo a dormir. Si no me tomara estos chatos, ya estaba muerto.
-¿Se juntan muchos hombres aquí los días de diario?
-¡Qué va! Nada. Los sábados y domingos, aún, aún; pero los días de entre semana, los cuatro tontos de siempre: el Félix, el Paquito, el Donato y el Encarna.
La Trini, la tendera, se limita a escuchar la conversación. La mujer habla con reparo, con un poco de timidez, cuando se le pregunta.
-Pues sí, señor; hay otras dos tiendas más en el pueblo. Una, fija, y otra que abre sólo los fines de semana.
-Muchas me parece, ¿verdad, usted?
-Pues sí, señor; claro que son muchas. Si no fuese por los que vienen de fuera, no podríamos vivir con esto. Y así, para el caso, tam­poco.
-¿Qué productos son los que más venden?
-Pues sí, señor; se vende de todo: azúcar, aceite, vino, sal. . . lo de diario para usar en las casas. De todo un poco.
En la calle se deja sentir el frío y la vista se va sola hacia el bravío espectáculo de las montañas cubiertas de nieve, cuya cumbre se ha perdido entre la niebla densa que cae ladera abajo.
-Ese es el Ocejón, y el de detrás, el Campachuelo. Todos hablan del Ocejón, el Ocejón; pero, para que veas, se va antes el sol en el Ocejón que en el Campachuelo.
-¿Y aquélla otra sierra que se ve por la puesta del sol?
-Aquello se llama Hoyosduros, y a la caída está La Pinilla esa, donde los señoritos se van a patinar en invierno.
Mi amigo me dejó un instante para irse a tocar el cuerno por el pueblo, que es la manera con que en Majaelrayo anuncian la salida de las cabras. La ley es una vieja costumbre que obliga a los vecinos en un número de días proporcional a las cabezas de ganado que tienen.
-Ahora te vas a casa a calentar a la lumbre, que pronto vuelvo.
Saludé, bajando de un mesón que hay para cazadores, a don Julio Moreno, un hijo del pueblo que es abogado y lleva la Secretaría del municipio. La sala de Secretaría es luminosa, confortable y muy calen­tita. Hablamos durante un buen rato del pueblo, de su vida, de sus gentes, empezando, como debe ser, por el principio.
-El origen del pueblo fue Majadasviejas, un poco más en la mon­taña, pero por razones climatológicas y por la proximidad a las huertas aquí abajo se cambió de lugar allá por el siglo XVII.
-Dígame: ¿Los danzantes de Majaelrayo han existido siempre?
-Pues, con toda exactitud, no le puedo contestar; pero yo creo que sí. Han tenido lagunas de quince o veinte años en que des­aparecían, pero luego han vuelto siempre a surgir, si cabe, con más fuerza.
-¿Qué problemas serios tiene el municipio hoy?
-Problemas tiene todos. Los que usted haya podido ver y los que se pueda imaginar. Se ha revisado recientemente el alumbrado público, pero nos falta la pavimentación, desagües, carretera hasta Riaza y mil cosas más. Quizás lo más urgente sea una buena ordenación del tér­mino municipal, en todos los aspectos.
-¿Qué habitantes tiene el pueblo?
-Pocos. No pasa de las sesenta personas. En verano, naturalmente, se pone a tope. No hay una sola casa vendible ni disponible.
-¿Tienen niños en edad escolar?
-No; en edad escolar yo creo que no hay ninguno. Hay que pensar que la gente que queda en el pueblo son matrimonios de cierta edad con los hijos mayores, que normalmente residen fuera de aquí.
-De cultivo, poco, por lo que he visto.
-De cultivos no hay prácticamente nada. Aquí, el único medio de vida es la ganadería: las cabras y las vacas. Ahora, parece que algunos de los que vivían en Madrid se han hecho vecinos del pueblo, se han comprado su tractorcillo y han preparado su casa, yo creo que con vistas a la agricultura.
Por las orillas del pueblo, siguiendo una calleja bordeada de arbus­tos y de zarzamoras junto a la piedra negra, se llega a la casa del Tío Encarna. Su esposa, que se llama Gabina, es una señora delgada, dis­puesta a servir con prontitud al visitante; un manojo de nervios con corazón al que difícilmente se le puede corresponder en su justa medida.
-Pase, pase y caliéntese ahí dentro. Mire qué lumbre tengo.
En la cocina de fuego bajo ardían los troncos de roble llenando toda la techumbre de un humo espeso que se arremolinaba en lo alto bus­cando el agujero de salida. La cocina de mis amigos de Majaelrayo es una reliquia del rusticismo más genuino de nuestros pueblos de mon­taña, donde uno imagina, sin esfuerzo apenas, trasnochadas eternas a la luz del candil, escuchando, con el corazón metido en un puño, el aullido interminable de lobos hambrientos a través de la negra cam­pana de la chimenea.
-Aquí pasamos la vida, mire usted, pensando en los hijos y espe­rando que llegue el fin de semana por si viene alguno.
-¿Ustedes no van nunca a verlos?
-No podemos. ¡Con quién vamos a dejar las cabras y los cuatro bichos que tenemos! No puede ser. Pero, si usted supiera, ¡Qué feliz y qué orgullosa cuando tengo aquí a los siete!
Al olor de los pedazos de chorizo de la olla, que la señora Gabina se había puesto a calentar en una sartén al fuego, comenzaron a salir sin previo aviso gatos por todas partes, hasta seis, que se iban recos­tando a la espera sobre las losas brillantes del pavimento y sobre los poyos o los taburetes de alrededor.
Ya con la tarde a cuestas, uno se trae bajo el caer esporádico de algunos copos el sabor característico de la merienda con su amigo En­carna. En lo más hondo, donde cada cual guarda para sí las cosas que nunca debería decir, bulle reiteradamente la idea de estar muy por debajo de toda esa reserva de honradez y de cariño desinteresado que, incomprensible y todo, aún queda por aquellos lugares.

GUADALAJARA (guía)


Cuando en la década de los años ochenta se agotó en Everest la guía de turismo escrita por un maestro del género: Cayetano Enríquez de Salamanca, la casa editorial me encargó unos textos más actualizados sobre los monumentos, costumbres, entornos naturales, arte en general y todo aquello que pudiera ofrecer al posible viajero interesado por conocerla en sus valores más determinados. Recogí el encargo con gusto e hice lo posible por preparar un texto que no desmereciese de la categoría que durante muchos años había merecido esta colección de guías.
No sólo el texto, sino también las estupendas fotografías de Oronoz que le sirven de refuerzo gráfico, hicieron de este libro un compañero de viaje imprescindible para andar por la provincia y para conocerla en sus aspectos más diversos. No hay que olvidar que, bien por su proximidad a la capital de España, o bien porque una vez probado el néctar de sus infinitos y variados valores, Guadalajara es desde las últimas décadas del siglo XX, una de las provincias que más viajeros recibe a lo largo del año. El libro se publicó en su primera edición en el año 1991, y todavía continúa sirviendo de orientador a muchos de los que se acercan a conocernos.

(el detalle)

“Partiendo de Cogolludo, por carretera difícil y terreno escarpado por donde discurren las aguas del río Sorbe, se llega muy pronto a la villa de Tamajón, la antigua Tamaja, ya en plena serranía. Tamajón es la capitalidad de toda una serie de pueble­citos entre los que se cuentan aquellos a los que iremos después. La villa tiene tres calles paralelas, y está situada en un llano al resguardo de los vientos fríos del norte y del poniente. En aquel pacífico valle dicen que pensó Felipe II construir, en un princi­pio, el palacio y monasterio que levantaría definitivamen­te en El Escorial.
La carretera se divide en dos junto a la ermita de Los Enebrales de Tamajón; las dos parten de allí para los Pueblos Negros, una hacia el este y otra hacia el oeste del Pico Ocejón, el señor y príncipe de todos aquellos paisajes serranos. A estas alturas las piedras son lajas de pizarra, planchas de color plo­mizo que salen de los cerros apenas se hurga en la superficie. Los pastores serranos de pasados siglos construyeron las majadas, los muros, los tejados, las calles de sus pueblos, con pesadas láminas negras que los iban convirtiendo en pequeños burgos de un mundo diferente. Por aquí, la vida corrió hasta hace poco a un ritmo lento, conservando en su esencia más pura muchas de las costum­bres de antaño, todas ellas de inestimable valor. Con los moder­nos sistemas todo ha venido a cambiar las cosas, también en estos pueblos, a excepción de la diafanidad y de la pureza am­biental de la sierra, y de los paisajes que siguen siendo los mismos: montañas en cuyas cimas la nieve se suele derretir con el sol de mayo; arroyuelos cantarines de agua limpísima en donde se da la trucha; pozas gélidas y barranqueras sin nombre por las que, sólo durante unas horas, se permite en ciertos días de vera­ no la entrada del sol. En varias de las escarpas serranas se da todavía el haya, el avellano, el roble, y los arbustos comunes de las tierras frías: la jara, el marojo, la estepa, o hierbas de montaña como el gamón, el biercol y el brezo.”

OLIVARES DE JÚCAR


Olivares de Júcar es mi pueblo natal, y es para mi uso la puerta de entrada en la comarca manchega para quienes viajan desde la capital a las tierras de don Quijote. Los pueblos de Castilla -me escribió Delibes- quedarán muchos de ellos sólo en los libros. Se cierran las escuelas por falta de alumnado; desaparecen los médicos residentes; un solo cura debe atender a media docena de parroquias, mientras que la juventud desaparece dejando en el lugar a los pensionistas y a la gente mayor, que por razones obvias van desapareciendo poco a poco. Es el signo de nuestro tiempo, bastante negativo y de oscuro porvenir para el medio rural. La inmensa mayoría de estos pueblos recuperan una población desmedida y artificial durante los meses de verano como sitio de vacaciones, fenómeno social que los va sosteniendo, aunque no sabemos durante cuanto tiempo.
Decidí escribir y publicar este libro de costumbres y recuerdos dedicado a mis paisanos en un intento de mantenerlo vivo y a perpetuidad, al menos en el papel impreso.

(el detalle)

“Ese es, el de "abubillos", el apodo colectivo de los hombres y de las mujeres nacidos en Olivares. El origen y la razón del mote es de lo más peregrino que uno pueda imaginarse.
Cuentan, que en aquel oscuro siglo de las leyendas populares que nadie recuerda, y que nadie sería capaz de situar razonable­mente ni en el tiempo ni en el espacio, ocurrió en nuestro pueblo un hecho singular que marcaría a los hombres de entonces, y también a los que vendríamos después, con el sambenito de "abubi­llos", siempre en boca de los moradores de nuestros pueblos vecinos. Pues, parece ser, que una abubilla crestuda, pizpireta y maloliente, de las que de cuando en cuando nos visitan por los alrededores del pueblo, fue a meterse, por aquellas de la casuali­dad, debajo de la piedra mayor de Las Peñazas. Los olivareños, sabedores del hecho, decidieron rescatar el ave de su pesado escon­drijo, pero no removiendo la roca a la fuerza bruta -que ya hubiera sido una sonora barbaridad-, ni abriendo un agujero por debajo de la tierra hasta dar con el inofensivo animal, sino a fuerza de huevazos, es decir, estam­pando huevos de gallina contra la peña hasta que diera la vuelta, y así sacar de nuevo a la luz al bello pájaro cautivo.
Ni qué decir que no lo consiguieron, que todo quedó en un intento fallido que habría de servir para que los habitantes de los pueblos vecinos hablaran de la absurda ocurrencia de nuestros antepasados durante años y años, siglos quizás. Las Peñazas todavía están ahí, amparando por debajo del pueblo una de las muchas curvas en que se dibuja la carretera de La Almarcha, enteritas y cabales, intactas y coscorrudas. Es casi seguro que el espíritu de la abubilla dormirá encantado en su interior mien­tras que el pueblo exista.”

LA ALCARRIA


Este libro-guía está dedicado como indica su título a la Alcarria en su conjunto, ese pedazo de España que el Nóbel C.J.Cela inmortalizó en sus famosos “Viajes”. Con número mayor de páginas dedicadas a la Alcarria de Guadalajara, el libro hace así mismo cumplida referencia a la prolongación de esta comarca natural en el espacio, es decir, a la Alcarria de Cuenca, con cumplida información acerca de la villa de Priego y de la ciudad romana de Ercávica, situada junto al pantano de Buendía.
Pastrana, Brihuega, Cifuentes, Sacedón, y toda la comarca, tienen su espacio en esta guía, que a tantos ha servido como fiel compañera de viaje para conocer y saborear estas tierras, tan densas en contenido, tan interesantes, y durante mucho tiempo tan olvidadas.

(el detalle)

La estancia en Brihuega resultaría incompleta si no se han dedicado antes de partir unos minutos para visitar la Real fábrica de Paños, situada en la antigua prominencia del Cerro de la Horca, en el sitio exacto donde antes estuvo una ermita dedicada a Santa Lucía, coincidiendo con el punto habitado más alto de la villa.
Lo que todavía queda de aquel regio lugar con el que los Borbones, Fernando VI y Carlos III, quisieron obsequiar al vecindario como testimonio de gratitud en memoria de su papel decisivo cuando la Guerra de Sucesión, se reduce al simple anillo fabril donde se instalaron en su tiempo algunos de los telares más importantes de la región, cuyo producto manufacturado, paños y mantas especialmente, gozaron de merecido renombre en toda España.
Restaurado y adornado, el aro de la Real Fábrica resulta altamente representativo de la villa de Brihuega, personaliza todo el conjunto urbano, y aparece desde cualquier lugar desde el que se mire como nota característica esencial de la villa en los últimos siglos.
Parejo a las naves de la Real Fábrica, y coincidiendo con lo que fueron los secaderos de aquella centenaria industria, se conservan, asomándose a la vega del Tajuña, los jardines dieciochescos que sirven a la vez de mirador sobre el valle y sobre todo el caserío. Los fundó el vecino don Justo Hernández Pareja, antepasado al parecer por línea indirecta de los propietarios que en la actualidad los disfrutan.
Si se tiene en cuenta la influencia francesa del siglo XVIII en España, nada debe extrañar al visitante el buen gusto y la rememoranza versallesca que ofrece este otro paraíso de la Alcarria, en donde crecen, debidamente atendidas, las plantas del boj y el aligustre, los laureles, los cipreses y las palmeras de abanico, dibujando románticos callejones contorneados de flores, y arcos hasta los que asciende límpida la brisa de la vega, el soplo a eternidad de la Historia en cada atardecer, y se vislumbra a sus pies el capricho orográfico de aquellas tierras cambiantes según las distintas horas del día. Desde los jardines, se ve cómo lucen las coronas de su remate las torres cuadradas de San Miguel y de Santa María, y se advierte de cara a las murallas el severo paredón del castillo arropado por su mantón de yedra.
Por el barranco corren hileras de chopos siguiendo el cauce del Tajuña, mientras que al fondo se divisan las cintas terrosas de los caminos al otro lado de las huertas, y salpican el inmenso anfiteatro natural que forman las colinas de la Alcarria los cuartelillos escalonados de almendros y olivar, que, perdidos como telón en el hosco paisaje, son parte connatural y uno más de los infinitos atractivos que tiene Brihuega.

sábado, 21 de junio de 2008

EL CONDESTABLE


Al referirse a don Álvaro de Luna y a este libro que vio la luz por primera vez en el año 2000, el profesor Criado de Val dejó escrito como conclusión al prólogo el siguiente párrafo: “La oportunidad de José Serrano Belinchón, al escribir una biografía novelada de de don Álvaro de Luna, revela su claro instinto de escritor y periodista, que ha sabido reconocer que es muy difícil encontrar en la Historia española una figura tan moderna y atrayente, tan auténticamente novelesca, como la de aquel gran seductor de amigos y enemigos, que se dejó matar antes que renunciar a su orgullo y a la amistad, que creía perdida, con Juan II.”
“El Condestable” nos pone delante de los ojos una de las páginas más interesantes -y quizá menos conocidas- de la Historia de España: la primera mitad del siglo XV, cuando el reino de Castilla se sostuvo, casi milagrosamente, gracias al contrapeso que el Condestable impuso al gobierno de un rey sin espíritu, incapaz, falto de las cualidades mínimas necesarias para gobernar, y amenazado de manera constante por la embravecida jauría de los nobles, cuyos ejércitos eran en ciertos casos más poderosos que los del propio rey. En este libro se incluyen algunos datos importantes que andaban escondidos en los polvorientos archivos del olvido. Doscientas veinte páginas de lectura amena en un volumen que supuso un pláceme para los amigos de la Historia de Castilla, interesados por aquel periodo feliz con el que se ponía el punto final a la Edad Media.

(el detalle)

“Doña María de Aragón no quedó conforme con la respuesta del Rey; pero como muy pronto el Condestable y los otros caballeros que le acompañaban vendrían a cumplimentar con él y a hacerle la debida reverencia, tuvo ocasión de hablar con don Álvaro de Luna reclamando la intercesión que le tenía prometida; más tampoco así consiguió nada. Ella les dedicó duras palabras y les culpó de la dureza de corazón y del enojo de su hermano el Rey. Cuando se despidió, Juan II salió con ella hasta media legua del campamen­to, si bien, don Álvaro de Luna y otros caballeros la acompañaron hasta más lejos.
Ocurrió por aquellos días que, estando sin levantar el campamento, llegó hasta donde estaba el Rey el duque de Arjona, con un séquito considerable de hombres armados y peones. El duque de Arjona fue uno de los nobles que no acudieron al llamamiento del Rey cuando éste requirió el aporte de sus huestes. Venía deteniéndoos a menudo, dudando, retardando su llegada por el camino. Algunos de sus hombres le aconsejaron que no se presenta­ra delante del Rey; otros le decían lo contrario. El Rey deseaba que llegase, y había previsto algunos refuerzos para evitar que se pasara, como antes lo había hecho el infante don Enrique, al campamento enemigo con la gente de armas que traía; pues algo como eso había oído que pretendía hacer. Cuando llegó a su altura y se postró ante el Rey haciendo reverencia, el Monarca, poniendo una mano sobre su hombro, le dijo:
- ¡Duque, daos por preso!
Era miércoles aquel día, veinte de julio de mil quinientos veintinueve.
Una vez detenido don Fadrique Enríquez, duque de Arjona, el Rey mandó a don Pedro de Mendoza, señor de Almazán, que se hiciera cargo de él y lo encerrara en su castillo hasta que se tomase una decisión acerca de lo que se haría con él en el futuro.
Pasado algún tiempo, el conde de Castro y el infante don Pedro abandonaron el castillo de Peñafiel, que pasó a poder y pertenencia de la corona. El Rey le dio la tenencia del castillo a don Álvaro de Luna, con el encargo de que se llevara preso y encerrara en sus cárceles al duque de Arjona. El Condestable lo hizo según lo mandado, y dejó el encargo de su custodia a Fernand López de Illescas, caballero de toda su confianza.
Allí señaló Juan II el sitio por donde deberían entrar en Aragón, previo acuerdo con el Condestable y con los demás caballeros que ostentaban con él el mando del ejército. Luego mandó levantar el campamento. Hecho el debido acopio de alimentos y de otros enseres, salieron de aquel lugar y acamparon cerca de Medinaceli. Días después se aproximaron a la villa de Arcos, en el valle del Jalón, y más tarde se fueron a Huerta, muy cerca de Ariza en tierras de Aragón.”

LA SERRANÍA DE CUENCA (viaje)


En la contraportada se dice: “Cuando el autor de este libro se tiró al monte, mitad bandolero, mitad cazador furtivo de mariposas a lazo, estaba muy lejos de imaginarse lo que había de ver. La Serranía de Cuenca es, como lo fue siempre, uno de los rincones más hermosos de la geografía española, donde las mujeres ya no visten el viejo refajo de colorines ni los hombres la clásica pañoleta ni la faja cabritera del pastor serrano; tampoco se bebe aguamiel ni leche de cabra, sino whisky y cerveza fresca para matar la sed y luchar contra el sol, que a veces sacude sin piedad sobre aquellos incautos que van por allí buscando poco menos que un pedacito de Groenlandia a ciento cincuenta kilómetros de Madrid. A pesar de todo, la Serranía tiene algo perdurable que se deja entrever en las páginas del libro, que la distingue y hace de ella la representación más genuina de esa realidad única que se llama CUENCA”
Un libro de viajes ilustrativo, donde se percibe en cada página el olor a resina de los pinos serranos, el canto de las aves, el rumor de los arroyos, y la imagen de una naturaleza fantástica que se renueva en cada capítulo.
La experiencia viajera tuvo lugar en el mes de junio de 1972, saliendo de la capital de provincia y dando por terminado el viaje en la villa de Priego, pórtico de la Alcarria
Conquense.

(el detalle)

“Al nacimiento del río Cuervo se llega después de haber con­seguido bajar, ya con buen sol sobre la espalda, unas cuestas enrevesadas que te acabarán dejando en un camping con aires cos­mopolitas, a la orilla de un arroyuelo de agua fría que trans­curre transparentando en su fondo las finísimas menudencias de piedra modeladas por la corriente. En este, a manera de ferial turístico ajeno por completo a la soledad de la sierra, van y vienen los acampados de pantalón corto y camiseta porteña de un lado para otro, del restaurante a los pinos, de la fuente sombría a la solana con los ungüentos del bronceador a recibir de frente, durante horas enteras, toda la fuerza del sol que azota de plano. Un hombre mayor y una señora gorda con pantaloncito de playa van delante de mí, macuto acuestas, sudando a chorros.
En medio del bosque han instalado un servicio completo de mesas, y asientos de madera ruda y parrillas como ruedas de carro para asar chuletas, el bocado rey por estas latitudes muy al gusto siempre de las gentes de paso. Sobre una losa clavada en vertical junto a la fuente, hay una piedra conmemo­rativa que dice "1977. Centenario de la Guardería Forestal del Estado. Honor a los grandes hombres que no se envanecen por su trabajo segui­do; y su trabajo seguido, ancho y hondo y proseguido, ¡los años lo acre­cen! R. Kipling."
Uno, que no acaba de comprender muy bien de qué van los tiros, qué no ha entendido el qué ni el porqué de la arenga que figura escrita sobre la piedra, se cuela entre sol y sombra por el sendero donde anda la gente, en dirección contraria a las aguas del regato. El camino te va llevando junto a los troncos de pinos apretados, limpios, muy altos; pinos que se alzan sobre la tierra, rectos como velas, buscando la luz.
El Cuervo es un río que vive la tragedia de tenerse que despeñar a la desesperada en el momento mismo de su nacimiento, colgándose en sutiles hilillos de un agua finísima por encima de las peñas revestidas de ova, como telón que ocultara tras de sí la misteriosa oscuridad de las cavernas en las que habitan las náyades, en cuyo fondo sólo está permitido al ojo del hombre con­templar a ciertas horas del día la vaporosidad de sus espíri­tus, a flote en las nubecillas que deja el agua al caer, pulveri­zada y deshecha.
Los excursionistas del último autocar que arribó al Cuervo, se van acomo­dando fatigados en los bancos de la travesaña antes de subir hasta la fuente. El río nace algo más alto, en una gruta umbrosa a la que se consigue llegar con facilidad relativa. En los lejanos roquedales de la escarpa se ven, pequeños como pája­ros, los niños de los excursionistas que gritan invocando al eco. En las sombras, se siente sobre la piel el frío húmedo de las cascadas y resuena en los oídos el murmullo continuo de las aguas suicidas. Me encuentro solo, senta­do en las piedras mojadas de la covacha. El agua surge a borbotones por la rendija de una roca, limpia, fría, clara como la misma esencia del cristal, dejan­do ver a su través con diafanidad extraordinaria los fondos sedimen­tarios del piloncillo natural que cercaron los cantos. Uno goza al beber en el caudal mismo de su nacimiento aquellas aguas vírgenes, sin manipular siquiera por el sol o por el viento, con sabor a nada, que baja de las entrañas de la Serranía como un efluvio de su propia alma, y se lanza a dos pasos de allí serpen­teando entre las malezas y los pinos jóvenes en busca del precipicio.”

ATIENZA


Es éste, quizás, a la par del “Diccionario de Guadalajara”, el libro que me haya dado más satisfacciones de todos cuantos llevo escritos y publicados hasta el día de hoy. Son siete las ediciones que hemos tenido que sacar del mismo desde el año 1985 que salió la primera: tres en edición de autor, y cuatro por la Editorial Aache, además de una octava que acaba de salir en edición de lujo y rica en fotografías, a cargo de la Editorial Mediterráneo en su colección “Pueblos de España”.
Es un libro que puede servir como guía para conocer la ciudad, pues para eso fue escrito, pero es a la vez un libro de historia resumida, porque Atienza no es otra cosa que historia y monumentos, recuerdos valiosos del pasado y un museo de arte por sí misma, aunque sean tres los de Arte Sacro y Paleontología que existen en otras tantas de sus iglesias, en donde se exponen piezas únicas de orfebrería, imaginería y pintura, que son la admiración de todos cuantos pasan por allí.
Pero es el hecho histórico el que priva en la Villa Realenga sobre todo lo demás: la fiesta de La Caballada, conmemorativa de la liberación del rey-niño Alfonso VIII de Castilla, la batalla de los dos Juanes, el segundo de Castilla y el segundo de Navarra, los escudos familiares de los Manrique de Lara y de los Bravo de Laguna, como villa natal que fue de Juan Bravo, el primero en morir de los Comuneros de Castilla, y cuyo pasado testifica sobre la inmensa peña su famoso castillo, a manera de navío en eterna singladura sobre la meseta castellana. Todo un símbolo.

(el detalle)

“No sólo conformarse con verlo de lejos, sino subir hasta el Castillo, es parte obligada de la visita a Atienza. El viaje a la histórica villa quedaría penosamente incompleto si el visitante se alejara de allí sin haber puesto sus plantas sobre la peña en la que se fundamenta la vida y la historia de aquel sugestivo remanso medieval. Hoy, visitar el Castillo es cosa fácil, demasiado fácil como para que se conserve por mucho tiempo en la mente del viajero el recuerdo de su proeza. Si se quiere, en automóvil es prácticamente posible subir hasta las mismas rocas sobre las que se yergue lo poco que en la actualidad queda de la fortaleza. No obstante, aconsejamos subir a pie, siempre que se pueda.
Desde la Plaza del Trigo, siguiendo por la calle de Cervantes nos encontraremos enseguida con la costanilla en la que se inicia la subida al castillo. Una vez dejado atrás el ábside la Trinidad que aparecerá a nuestra mano izquierda, ya habremos recorrido una buena parte de la pista que deberemos seguir casi hasta las puertas del cementerio. Aquí habremos de cambiar de rumbo para escoger el camino que se aparta, sobre un extenso rellano de la pendiente, con direc­ción al castillo. Antes de haber emprendido la marcha cuesta arriba, de frente y hacia el impresionante torreón, es recomen­dable la vista hacia los barrios bajos que ofrece un agujero abierto en la muralla, con la torre cuadrada en primer término de El Salvador, la iglesia que se vendió a particulares, en panorámica cenital única y de especial encanto.
La cuesta se endurece, pero el ascenso, paradójicamente, en ningún momento resulta incómodo. Abajo se comienzan a ver en seguida los tejados ocres y oscuros de la villa, cuya altura hace rato que hemos conseguido sobrepasar. Se respiran ya los aires puros que nos llegan desde la sierra por el poniente. A medida que nos vamos aproximando a la mole rocosa, el pulso de los siglos se materializa en aquellos tremendos volúmenes. Grietas ennegre­cidas por la sombra, donde cuentan los atencinos, que en las heladas noches del invierno se sienten gemir las almas en pena. Y por encima de todo aquello la fortaleza encallada en la altura, como arca salvadora que petrificaron los siglos y que allí permanece inmóvil, reci­biendo de por vida los mil vientos, las celliscas y los impíos soles de Castilla, sobre cuyo mar de agrias lomas y de solita­rios valles, parece navegar hasta el fin de los tiempos.
Debido a su condición de inexpugnable posee este castillo una sola entrada, que coincide con el estrechamiento superior de su cara norte. Se entra al ruinoso recinto por un arco semi­circular, muy deteriorado, que nos pone de inmediato en con­tacto con la explanada en la que, en otro tiempo, debió de estar la plaza de armas y otras dependencias propias de una fortaleza medieval de su categoría. Ahora quedan como testimonio del pasado los fosos comidos de maleza, pertene­cientes a los aljibes licuadores de nieve, restos de murallón sin forma sobre la vertical de la roca y la solitaria torre del homenaje al sur, en posición suicida sobre el trampolín del precipitado peñascal. Al aire el garitón vigía, contemplando con sus ojos viejos uno de los espectáculos más alucinantes que estas tierras mesetarias son capaces de ofrecer, gratuita­mente, a quienes las visitan.Hasta lo más alto de la restaurada torre del castillo, se sube por una escalita interior de piedra que, después de cruzar las dos primeras plantas, con ventanales abiertos hacia las tierras bajas, nos coloca seguidamente en la terraza superior, pavimentada con finas losetas de pizarra, y al resguardo de un grueso paredón montado a base de cemento y de piedra nueva."

PUEBLO A PUEBLO


“Nueva Alcarria”, el periódico donde escribimos como colaboradores desde hace tres décadas, nos encargó al cronista provincial, D.Antonio Herrera Casado, y a mí, que sacásemos adelante este proyecto en una larga serie de fascículos coleccionables que el entonces bisemanario iba sacando a la luz con una frecuencia semanal. Consistió el proyecto en un texto amplio, acompañado de dos o más fotografías, de cada uno de los pueblos, villas y ciudades de la provincia de Guadalajara. Fue una labor costosa, donde la constancia contó como virtud principal. Dos maneras diferentes de ver y de escribir sobre un mismo tema; pero complementarias. El estilo literario de cada uno de los autores añadió valor al conjunto de los trabajos.
El proyecto culminó al fin, los fascículos fueron apareciendo sin interrupción semana tras semana, ocupando al final unas 1.300 páginas, recogidas en tres tomos una vez encuadernada la obra.
El fragmento que hemos recogido como detalle corresponde al tomo tercer, cuya portada aparece en la fotografía, y pertenece al pueblo de El Sotillo.

(el detalle)

"El pueblo de El Sotillo, algo apartado de las principales vías de comunicación que recorren la Provincia, allá por la Alcarria del Alto Tajuña, es uno de esos lugares simianónimos con mayor contenido. Muy de pasada, porque el espacio no da para más, tocaremos al hablar de él tres temas solamente: la fuente pública, las costumbres y los alrededores.
La fuente de El Sotillo es una de esas memorables que, donde menos se espera, suelen aparecer dando carácter al pueblo que las posee. Sobre el largo pilón, a la entrada del pueblo, vierten a la vez en línea seis caños generosos. En el muro, bajo la figura en relieve de un busto de mujer, se lee: "Ayuntamiento de 1931. Siendo alcalde D.Alejo Langa". Sobre un lateral hay otro relieve en piedra que semeja la cabeza de un ternerillo, es un caño supletorio para cuando hay avenida que en el pueblo conocen por "La cabeza del perro".
Creo que en todas las tierras de guadalajara, y posible­mente de toda Castilla, no hay otro pueblo tan rico en tradi­ciones acerca de la Pasión como en éste de El Soti­llo. El día de la Santa Cruz las mujeres rezan los "mil jesuses", llevando la cuenta con el rosario. Dan veinte vueltas al rosario di­ciendo "Jesús". El día de Viernes Santo se reunen las señoras en grupos y rezan -casi siempre por el campo- treinta y tres credos sin volver la cabeza atrás; si alguna de ellas vuelve la cabeza, deberán empezar de nuevo; antes de comenzar con los credos, dicen: "Satanás, en mí no has tenido parte, ni tienes ni tendrás. En la noche del Jueves Santo cantan "La Santa Cena" y "El reloj de Jesús". Este último canto consta de 24 estrofas, una por cada hora del día. Comienza así:

Es la Pasión de Jesús
un reloj de gracia y vida,
reloj y despertador
que a gemir y a orar convida.

Como Patrona tienen en el pueblo a la Virgen de Aranz, con fiesta y romería el domingo anterior al día de la Ascen­sión. La Virgen del Rosario, con sus dos celebraciones, una en agosto y otra en octubre, goza así mismo del fervor popular.
Los buenos amigos de El Sotillo aconsejan a los recién llegados que visiten los rincones más pintorescos de su térmi­no. Las piedras en aguja de "Los frailes" y "El Barranco del Infierno" merecen un paseo, aun subiendo y bajando por sendas difíciles. Los husos de piedra que se consiguen divisar al cabo de un esfuerzo, y los cortes rocosos, inescalables, que el viento y las aguas de muchos siglos consiguieron alisar como piel de infante, regalan un espectáculo visual insólito. La "Cueva de la Mora", otro rincón para ver, está escondida bajo los cortes que rodean al cerro que dicen del Castillo. Uno se imagina en su interior la oquedad oscura de una cate­dral de extraterrestres, mentidero de vampiros, con su cúpula y su transparente por el que se clarea la luz."

RUTAS TURÍSTICAS


Las rutas que completan este libro -primero que el periódico Nueva Alcarria lanzó a sus lectores en fascículos semanales- son trece, y están distribuidas por todo el mapa provincial, dejando una de ellas, la última de todas, para dar cuenta de los valores artísticos y turísticos de la capital de provincia. Demasiado densas quizás, cargadas de un excesivo contenido salieron a la luz cada una de estas rutas; pero había que ajustarse a las necesidades y al juicio del Consejo de Dirección por aquellos años. No obstante, el éxito de su salida fue notable, pues la tirada aumentó en un veinticinco por ciento, y con ellas se abrió en este periódico de provincias la puerta a los coleccionables, que, sin duda, y tal vez obligado por la presión de la competencia, han venido aumentando su prestigio e incluso su número de lectores de manera considerable.
El paisaje, las costumbres, la historia como solar que fue de la más importante familia del Renacimiento Español, la de los Mendoza, Guadalajara es tierra de palacios y de villas históricas, de hechos memorables y de batallas célebres, de castillos, y de fiestas populares, algunas de ellas cargadas de siglos, pero que se siguen celebrando sin que la lija de los tiempos las hayan llegado a desfigurar.
La Alcarria, la Campiña, las Sierras, el Señorío de Molina, Sigüenza, Pastrana, Atienza, Brihuega, Cifuentes, y cientos de pueblos más cargados de interés por sus peculiaridades únicas, aparecen en este libro al descubierto con todos sus hechizos, regalo de la Naturaleza en sus campos y de la Historia en su arte y monumentos.


(El detalle)

"El río Tajo se abre a la luz en el Puente de Valtablado, una vez que quedó atrás el paraje de bosque bajo que los campesinos de la comarca conocen desde antiguo por la Umbría del Estepar. En ambos lados del Puente de Valtablado dejan sus coches los pesca­dores de caña. El puente tiene seis ojos: dos mayores en el cen­tro, y otra pareja más de ojos menores a cada lado por los que no corre el agua, salvo en extremas circunstancias de riada. Los vecinos aseguran que han visto varias veces colarse el agua por todos ellos.
Valtablado del Río, el pueblo, queda algo más arriba. Visto a distancia es un lugar bonito, con cuatro docenas de casas en las que habitualmente suelen vivir no más allá de las veinte o de las veinticinco personas.
No es mucha, en realidad, la distancia que hay entre Valtablado y Arbeteta. Ahora viajamos tierra adentro sin espe­ranzas de volver a las ariscas riberas del Tajo, ni a sus inme­diaciones siquiera, hasta llegar a Peñalén o a Huertapelayo, ya veremos. En el bosque de Rascosa se da el pino; más adelante compartirá su predominio con el carrasquillo y con la encina en partes prácticamente iguales. Los bosques del Alto Tajo debieron tener en principio su vegetación peculiar, su flora autóctona, en donde no debió contar para nada el pino como planta específica, sino el quejigo, la encina y el boj. Uno piensa que el pino, aunque viejo ya como especie predominante en estas sierras, es un árbol advenedizo, impuesto por el hombre; en tanto que el bosque bajo y fragoso, hubo de brotar en parto espontáneo ya cuando la primera noche de la Creación, y lo sigue haciendo con la misma espontaneidad sin que nadie lo empuje, ni lo desee siquiera. Es la ley suprema de la Naturaleza, contra la que el hombre algo tiene que hacer, pero muy poco.
El castillo de Arbeteta nos sorprende de inmediato haciendo equilibrios encima de la roca que le sirve de peana. Queda muy poco de él: los cuatro muros. En el castillo de Arbeteta el mu­rallón y la roca bajan en correcta verticalidad hasta los huer­tecillos que hay al pie, junto al arroyo. Ahí debieron habitar a temporadas, hace más de cinco siglos, servidores y afines a los duques del Medinaceli, que en tiempo de los Reyes Católicos fue­ron los dueños y señores de muchas de estas tierras.
El flamante Mambrú danza a capricho de los vientos sobre el pináculo de la torre de la iglesia; una de las torres más galanas y hermosas de la provincia de Guadalajara. El nuevo Mambrú de Arbeteta es voluminoso y sólido, forjado en plancha de hierro oscura, moldeado a conciencia por el artista de Alcolea García Perdices, y colocado en su lugar de destino a expensas de la Diputación Provincial en 1988. Dos años antes fue destruido el anterior por un rayo, lo que supuso para el pueblo un trago amargo, una vez que constituye con mucho su principal seña de identidad.
En Arbeteta existen todavía antiguas casonas con puertas adoveladas y escudos de armas que adornan las paredes; rincones de añosa aristocracia y una envidiable paz. Arbeteta, la histórica villa serrana, es hoy por hoy otro de los paraísos perdidos por las tierras de Guadalajara, en donde el corazón se hace grande y el alma se afianza como los cimientos sobre la dura peña de su castillo.
Hacia Villanueva de Alcorón se sale por la misma carretera que llegamos, pero en dirección opuesta a la que hemos empleado para venir. Al cabo de unos minutos de viaje se llega al cruce en perpendicular con la carretera de Villanueva. Por el momento no tiene indicador. Debemos seguirla torciendo en el empalme hacia nuestra mano izquierda."

SERRANÍA DE CUENCA (GUÍA)


Fue este libro-guía de la Serranía de Cuenca con el que se inició la prestigiosa serie que en el año 1991 inició la Editorial Aache dedicada al turismo en Castilla la Mancha, y en palabras de su editor “esta guía de la Serranía de Cuenca supone para el viajero que en ella se adentre un elemento imprescindible de ayuda y complemento. Porque con los breves capítulos en los que se detallan todos los puntos de interés a visitar, las fotografías reveladoras, los planos orientativos, y las noticias precisas sobre horarios, restaurantes y fondas, tendrá el viajero más que de sobra para no perderse ni una de las maravillas que esta alta y verde tierra ofrece”.
Desde el nacimiento del río Cuervo en las cercanías de Tragacete, hasta las múltiples Torcas de Los Palancares, o desde el espectáculo natural, único en el mundo, de la Ciudad Encantada hasta el parque de El Hosquillo donde viven animales salvajes, amplia es la Serranía para llegarla a conocer. Y aún más: la belleza de los pequeños pueblos como Tejadillos o la Vega del Codorno, la hermosa panorámica del campo de Beteta, con su castillo de Rochafría sobre las peñas, y el rumor de las aguas limpias y sanadoras del Solán de Cabras, completan el contenido de este libro y avalan su interés como compañero de viaje.

(el detalle)

Llegarse hasta Beteta es disponerse a tomar posesión de la capital de la Serranía, como así lo entien­den los pocos centenares de vecinos que aún viven en ella. Se trata de una microciudad ancestral y encantadora, asistida en cualquier estación del año por los aires impolutos que corren, de cuando en cuando, sobre sus 1214 metros de altura; soñado paraíso de bienestares con origen remoto, al que su muy personal historia maltrató en repetidas ocasiones, como bien demuestran las piedras desmoronadas del legendario castillo de Rochafría. Hoy, siglos por medio, olvidadas para siempre las mil pendencias y enfrenta­mientos entre los Albornoz y el Duque de Alba, la villa se enga­lana con exquisitez para recordar en su trazado las recias ciuda­delas castellanas del Siglo de Oro.
Beteta tiene en la misma carretera una plaza historiada y juvenil. Las manos no siempre acertadas de los reformadores le han quitado tipismo, pero ha ganado en grandiosidad, en luz y en empaque. Al centenario edificio de las escuelas públicas acompa­ña, desde distinto ángulo de la plaza, el más moderno del Ayunta­miento, completando el juego de estilos una casona soportalada, con larga galería de maderas, que, luego de haber adornado duran­te casi cuatro siglos con su añosa estructura el corazón de la villa, ha sentido también la mano del restaurador, quedando así el conjunto más funcional, más acorde con las nuevas formas de entender la estética, sin que por ello se haya roto la personal estampa serrana que tuvo desde antiguo.
Dentro de los patios ajardinados de Beteta conviven en ideal armonía los setos y las malvas reales, los perales, los tilos y el glorioso laurel. Por calles estrechas, bien cuidadas y con una personal elegancia, como corresponde a una población con solera de siglos, se va hasta el pórtico de la iglesia. El templo es una hermosa muestra de arquitectura religiosa con visible baile de estilos, predominando el arte ojival sobre otros poste­riores. La iglesia tiene una bella portada renacentista, adornada en su mitad por columnas de estrías, hornacina superior bajo templete, y relieves con figuras que avisan del gusto barroco. El arco superior de cobertura está casetonado con cabezas de ángeles mofletudos, de apóstoles, de evangelistas y de patriarcas de la antigua Ley. Por dentro de la iglesia corren aires con pretensio­nes catedralicias: tres naves separadas por sólidas columnatas de piedra; un retablo mayor de inspiración gótica, construido a mediados del presente siglo; techo recorrido por nervaduras, que dejan al entrecruzarse los escudos de armas de los Albornoz, señores que fueron de Beteta y de sus siete aldeas.
En esta villa nació en el año 1610 el pintor Juan Bautista Martínez del Mazo, discípulo predilecto de Veláz­quez, con cuya hija y heredera, Francisca, contrajo matrimonio en 1633. El pintor de Beteta colaboró con el maestro en muchas de sus obras, como en "La cacería de Tabladillo", "Vista de Zarago­za", "El príncipe Baltasar Carlos" y tantas más en las que la autoría por parte de uno o de otro resulta dudosa. Sustituyó a Velázquez durante las ausencias como pintor de cámara en la corte del rey Felipe IV.

PASTRANA:COLEGIATA Y MUSEO


He dudado si incluir como uno más éste simpático librito que escribí en el año 2000 por encargo del párroco de la Villa Ducal, por entonces D.Licinio García Yagüe. Por su número de páginas le corresponde la categoría de libro, y de ahí que le haya dedicado como a uno más la página que le corresponde.
La Iglesia-Colegiata y el Museo de Pastrana, figuran entre los dos o tres primeros motivos de interés que existen en la provincia de Guadalajara, y como tal, reciben cada año un número de visitantes que se cuentan por varios miles. La iglesia Colegiata es uno de los monumentos que a esta provincia dejaron los Mendoza, y dentro su cripta subterránea se guardan, en elegantes urnas de piedra, los restos de una buena parte de los miembros de aquella familia, mecenas y pioneros del Renacimiento Español. El mayor atractivo de la Colegiata de Pastrana es su Museo Parroquial, cargado de recuerdos de Santa Teresa de Jesús, de la Princesa de Éboli -cuyos restos junto a los de su marido, Ruy Gómez de Silva, se guardan en la cripta-, y de toda aquella familia hidalga de los siglos XVI y posteriores. Los célebres Tapices de Alfonso V de Portugal, pudieran ser la estrella del museo.

(el detalle)

"Los tapices de Pastrana -se asegura que en estilo gótico es la mejor colección del mundo- fueron tejidos en Flandes por encargo de la Casa Real portuguesa. Tomados como botín, según unos, en la batalla de Toro; o como obsequio personal, según otros, del rey portugués al Gran Cardenal Mendoza como gesto de gratitud por su postura en favor de los prisioneros lusos; lo cierto es que pasaron a ser propiedad de la familia Mendoza, y de ella a Pastrana en el siglo XVII por matrimonio de doña Catalina Mendoza Sandoval con el cuarto duque, don Rodrigo de Silva, quien, al no disponer en palacio de sitio suficiente para colgarlos, los legó a la Colegiata con la condición de que se sacaran cada año a las cales para embellecer la villa con motivo de la procesión del Corpus Christi. Deseo que en Pastrana se cumplió durante mucho tiempo.
Son seis los tapices que forman la colección; y sus medidas aproximadas de diez metros de largo por seis de ancho cada uno. Tienen como tema exclusivo cantar con el arte del tejido las hazañas guerreras del rey de Portugal Alfonso V en sus campañas de África durante la segunda mitad del siglo XV. Los cartones que sirvieron de modelo para su realización, parece ser que fueron obra del pintor de la corte portuguesa Nuño Gonçalves, según se desprende del meticuloso trabajo de investigación llevado a cabo por Reynaldo dos Santos, y que se recoge en una publicación fechada en Lisboa el año 1925 y que su autor tituló "As tapeça­rias da Toma de Arzila".
Los motivos tratados en cada uno de estos tapices, con una asombrosa riqueza iconográfica, armamento diverso de la época, estandartes y material de guerra, son por el orden cronológico en que ocurrieron los hechos (1457 y 1471) los siguientes: Cerco de Alcázar Seguer, Entrada en Alcázar Seguer, El desembarco de Arzila, Cerco de Arzila, Asalto de Arzila y Entrada en Tánger. De exquisita obra de arte pueden considerarse las figuras del rey Alfonso V y de su hijo el príncipe Juan, que aparecen revestidos de armaduras y en colores vivos en el primero de ellos. Fueron tejidos, según la fuente antes dicha, en los telares de Paschier Grenier, de Tournay (Bélgica), hacia el año 1473."

GUADALAJARA EN LA LITERATURA


Más de mil años avalan el interés de los hombres de letras por esta vieja ciudad de a orillas del Henares y por las tierras de la provincia castellana de la que es capital. Sí, el río Henares, tan afín a la literatura española como las ciudades por las que transcurre y con cuya nombradía algo o mucho han tenido que ver Sigüenza, Guadalajara, Alcalá, un largo cinturón de tierras mesetarias que, desde tiempos muy lejanos, se distinguió como foco importantísimo de conocimientos y asiento de viejas culturas, nada menos que desde el instante mismo en que comenzó a florecer la lírica nacional: Des can meu Cidiello vénid/¡ tan bona l-bisara!/ como rayo de sol éxid/ en Wad al-hayara, dice la jarcha, una de aquellas sencillas estrofas hispanoárabes que son como el primer anuncio de la Lengua Castellana. Guadalajara ya contaba con preferencia en el interés del poeta.
Después sería el “Cantar de Mío Cid”, luego la lírica bajomedieval de Gonzalo de Berceo; del Arcipreste de Hita, natural de estas tierras; de Teresa de Jesús, la santa fundadora; de Clarín, que pasó en esta capital un año completo de su infancia; de Jovellanos, de Galdós, de Amado Nervo, de Hemingway, de Sánchez Ferlosio, de C.J.Cela, que sacó del olvido las tierras de la Alcarria, y así de un par de docenas de autores de todos los tiempos, cuyas mejores páginas sobre Guadalajara y su provincia se recogen -previamente anunciadas con la personalidad literaria de su autor y de la época y circunstancias en las que fueron escritas- en este libro. El fragmento que se incluye como detalle, es el principio del capítulo tercero de la novela “Superchería”, de Leopoldo Alas, “Clarín”.

(el detalle)

“Hasta fines de octubre no salió del casco de Madrid ni un solo día. Y su viaje de octubre duró poco más de una hora. Fue a Guadalajara. Tenía un sobrino en la Academia de Ingenieros; una hermana de la madre de Serrano suplicaba a éste, en una carta llena de cariño, que por Dios fuera a visitar a su Antoñito, que estaba arrestado por meses, y escribía hablando de suicidio y de emigración, de las Peñas de San Pedro, de la tremenda disciplina y de otros tópicos trágicos. «Ve a conso­larle, a consultar con los profesores, a reducir hasta donde se pueda el horrible castigo...; y, si no se ablandan aquellos Nerones, sácamelo de allí; que pida la absoluta. En ti confío: tú me dirás si es tan insoportable como él jura su vida en aquellos calabozos...»
Serrano tal vez no hubiera accedido a los ruegos de su tía si le hubiera propuesto un viaje más divertido; pero aquello de volver a Guadalajara, donde él había vivido seis meses a la edad de doce o trece años, le seducía, porque estaba seguro de encontrar motivos de tristeza, de meditacio­nes negras, o, mejor, grises; de las que le ocupaban ya casi siempre después de haber dado tantas vueltas en su cabeza a toda clase de soluciones optimistas y pesimistas.
Llegó a la triste ciudad del Henares al empezar la noche, entre los pliegues de una nube que descargaba en hilos muy delgados y fríos el agua que parecía caer ya sucia, que sucia corría sobre la tierra pegajosa. Un ómnibus con los cristales de las ventanillas rotos le llevó a trompicones, por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda. Estaban frente al edificio de la Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien del hermoso palacio del Infantado que estaba allí cerca, a la izquierda; pero Serrano se acordó enseguida de su fachada suntuosa que adornan, en simétricas filas, pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de pie­dra. En el ancho y destarta­lado portal de la fonda no le recibió más personaje que un enorme mastín, que le enseñaba los dientes gruñendo. El ómnibus le dejó allí solo, y fue a llevar otros viajeros a otra casa. La luz de petróleo de un farol colgado del techo dibujaba, en la pared desnuda, la sombra del perro.”