sábado, 21 de junio de 2008

SERRANÍA DE CUENCA (GUÍA)


Fue este libro-guía de la Serranía de Cuenca con el que se inició la prestigiosa serie que en el año 1991 inició la Editorial Aache dedicada al turismo en Castilla la Mancha, y en palabras de su editor “esta guía de la Serranía de Cuenca supone para el viajero que en ella se adentre un elemento imprescindible de ayuda y complemento. Porque con los breves capítulos en los que se detallan todos los puntos de interés a visitar, las fotografías reveladoras, los planos orientativos, y las noticias precisas sobre horarios, restaurantes y fondas, tendrá el viajero más que de sobra para no perderse ni una de las maravillas que esta alta y verde tierra ofrece”.
Desde el nacimiento del río Cuervo en las cercanías de Tragacete, hasta las múltiples Torcas de Los Palancares, o desde el espectáculo natural, único en el mundo, de la Ciudad Encantada hasta el parque de El Hosquillo donde viven animales salvajes, amplia es la Serranía para llegarla a conocer. Y aún más: la belleza de los pequeños pueblos como Tejadillos o la Vega del Codorno, la hermosa panorámica del campo de Beteta, con su castillo de Rochafría sobre las peñas, y el rumor de las aguas limpias y sanadoras del Solán de Cabras, completan el contenido de este libro y avalan su interés como compañero de viaje.

(el detalle)

Llegarse hasta Beteta es disponerse a tomar posesión de la capital de la Serranía, como así lo entien­den los pocos centenares de vecinos que aún viven en ella. Se trata de una microciudad ancestral y encantadora, asistida en cualquier estación del año por los aires impolutos que corren, de cuando en cuando, sobre sus 1214 metros de altura; soñado paraíso de bienestares con origen remoto, al que su muy personal historia maltrató en repetidas ocasiones, como bien demuestran las piedras desmoronadas del legendario castillo de Rochafría. Hoy, siglos por medio, olvidadas para siempre las mil pendencias y enfrenta­mientos entre los Albornoz y el Duque de Alba, la villa se enga­lana con exquisitez para recordar en su trazado las recias ciuda­delas castellanas del Siglo de Oro.
Beteta tiene en la misma carretera una plaza historiada y juvenil. Las manos no siempre acertadas de los reformadores le han quitado tipismo, pero ha ganado en grandiosidad, en luz y en empaque. Al centenario edificio de las escuelas públicas acompa­ña, desde distinto ángulo de la plaza, el más moderno del Ayunta­miento, completando el juego de estilos una casona soportalada, con larga galería de maderas, que, luego de haber adornado duran­te casi cuatro siglos con su añosa estructura el corazón de la villa, ha sentido también la mano del restaurador, quedando así el conjunto más funcional, más acorde con las nuevas formas de entender la estética, sin que por ello se haya roto la personal estampa serrana que tuvo desde antiguo.
Dentro de los patios ajardinados de Beteta conviven en ideal armonía los setos y las malvas reales, los perales, los tilos y el glorioso laurel. Por calles estrechas, bien cuidadas y con una personal elegancia, como corresponde a una población con solera de siglos, se va hasta el pórtico de la iglesia. El templo es una hermosa muestra de arquitectura religiosa con visible baile de estilos, predominando el arte ojival sobre otros poste­riores. La iglesia tiene una bella portada renacentista, adornada en su mitad por columnas de estrías, hornacina superior bajo templete, y relieves con figuras que avisan del gusto barroco. El arco superior de cobertura está casetonado con cabezas de ángeles mofletudos, de apóstoles, de evangelistas y de patriarcas de la antigua Ley. Por dentro de la iglesia corren aires con pretensio­nes catedralicias: tres naves separadas por sólidas columnatas de piedra; un retablo mayor de inspiración gótica, construido a mediados del presente siglo; techo recorrido por nervaduras, que dejan al entrecruzarse los escudos de armas de los Albornoz, señores que fueron de Beteta y de sus siete aldeas.
En esta villa nació en el año 1610 el pintor Juan Bautista Martínez del Mazo, discípulo predilecto de Veláz­quez, con cuya hija y heredera, Francisca, contrajo matrimonio en 1633. El pintor de Beteta colaboró con el maestro en muchas de sus obras, como en "La cacería de Tabladillo", "Vista de Zarago­za", "El príncipe Baltasar Carlos" y tantas más en las que la autoría por parte de uno o de otro resulta dudosa. Sustituyó a Velázquez durante las ausencias como pintor de cámara en la corte del rey Felipe IV.

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