Más de mil años avalan el interés de los hombres de letras por esta vieja ciudad de a orillas del Henares y por las tierras de la provincia castellana de la que es capital. Sí, el río Henares, tan afín a la literatura española como las ciudades por las que transcurre y con cuya nombradía algo o mucho han tenido que ver Sigüenza, Guadalajara, Alcalá, un largo cinturón de tierras mesetarias que, desde tiempos muy lejanos, se distinguió como foco importantísimo de conocimientos y asiento de viejas culturas, nada menos que desde el instante mismo en que comenzó a florecer la lírica nacional: Des can meu Cidiello vénid/¡ tan bona l-bisara!/ como rayo de sol éxid/ en Wad al-hayara, dice la jarcha, una de aquellas sencillas estrofas hispanoárabes que son como el primer anuncio de la Lengua Castellana. Guadalajara ya contaba con preferencia en el interés del poeta.
Después sería el “Cantar de Mío Cid”, luego la lírica bajomedieval de Gonzalo de Berceo; del Arcipreste de Hita, natural de estas tierras; de Teresa de Jesús, la santa fundadora; de Clarín, que pasó en esta capital un año completo de su infancia; de Jovellanos, de Galdós, de Amado Nervo, de Hemingway, de Sánchez Ferlosio, de C.J.Cela, que sacó del olvido las tierras de la Alcarria, y así de un par de docenas de autores de todos los tiempos, cuyas mejores páginas sobre Guadalajara y su provincia se recogen -previamente anunciadas con la personalidad literaria de su autor y de la época y circunstancias en las que fueron escritas- en este libro. El fragmento que se incluye como detalle, es el principio del capítulo tercero de la novela “Superchería”, de Leopoldo Alas, “Clarín”.
(el detalle)
“Hasta fines de octubre no salió del casco de Madrid ni un solo día. Y su viaje de octubre duró poco más de una hora. Fue a Guadalajara. Tenía un sobrino en la Academia de Ingenieros; una hermana de la madre de Serrano suplicaba a éste, en una carta llena de cariño, que por Dios fuera a visitar a su Antoñito, que estaba arrestado por meses, y escribía hablando de suicidio y de emigración, de las Peñas de San Pedro, de la tremenda disciplina y de otros tópicos trágicos. «Ve a consolarle, a consultar con los profesores, a reducir hasta donde se pueda el horrible castigo...; y, si no se ablandan aquellos Nerones, sácamelo de allí; que pida la absoluta. En ti confío: tú me dirás si es tan insoportable como él jura su vida en aquellos calabozos...»
Serrano tal vez no hubiera accedido a los ruegos de su tía si le hubiera propuesto un viaje más divertido; pero aquello de volver a Guadalajara, donde él había vivido seis meses a la edad de doce o trece años, le seducía, porque estaba seguro de encontrar motivos de tristeza, de meditaciones negras, o, mejor, grises; de las que le ocupaban ya casi siempre después de haber dado tantas vueltas en su cabeza a toda clase de soluciones optimistas y pesimistas.
Llegó a la triste ciudad del Henares al empezar la noche, entre los pliegues de una nube que descargaba en hilos muy delgados y fríos el agua que parecía caer ya sucia, que sucia corría sobre la tierra pegajosa. Un ómnibus con los cristales de las ventanillas rotos le llevó a trompicones, por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda. Estaban frente al edificio de la Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien del hermoso palacio del Infantado que estaba allí cerca, a la izquierda; pero Serrano se acordó enseguida de su fachada suntuosa que adornan, en simétricas filas, pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de piedra. En el ancho y destartalado portal de la fonda no le recibió más personaje que un enorme mastín, que le enseñaba los dientes gruñendo. El ómnibus le dejó allí solo, y fue a llevar otros viajeros a otra casa. La luz de petróleo de un farol colgado del techo dibujaba, en la pared desnuda, la sombra del perro.”
Después sería el “Cantar de Mío Cid”, luego la lírica bajomedieval de Gonzalo de Berceo; del Arcipreste de Hita, natural de estas tierras; de Teresa de Jesús, la santa fundadora; de Clarín, que pasó en esta capital un año completo de su infancia; de Jovellanos, de Galdós, de Amado Nervo, de Hemingway, de Sánchez Ferlosio, de C.J.Cela, que sacó del olvido las tierras de la Alcarria, y así de un par de docenas de autores de todos los tiempos, cuyas mejores páginas sobre Guadalajara y su provincia se recogen -previamente anunciadas con la personalidad literaria de su autor y de la época y circunstancias en las que fueron escritas- en este libro. El fragmento que se incluye como detalle, es el principio del capítulo tercero de la novela “Superchería”, de Leopoldo Alas, “Clarín”.
(el detalle)
“Hasta fines de octubre no salió del casco de Madrid ni un solo día. Y su viaje de octubre duró poco más de una hora. Fue a Guadalajara. Tenía un sobrino en la Academia de Ingenieros; una hermana de la madre de Serrano suplicaba a éste, en una carta llena de cariño, que por Dios fuera a visitar a su Antoñito, que estaba arrestado por meses, y escribía hablando de suicidio y de emigración, de las Peñas de San Pedro, de la tremenda disciplina y de otros tópicos trágicos. «Ve a consolarle, a consultar con los profesores, a reducir hasta donde se pueda el horrible castigo...; y, si no se ablandan aquellos Nerones, sácamelo de allí; que pida la absoluta. En ti confío: tú me dirás si es tan insoportable como él jura su vida en aquellos calabozos...»
Serrano tal vez no hubiera accedido a los ruegos de su tía si le hubiera propuesto un viaje más divertido; pero aquello de volver a Guadalajara, donde él había vivido seis meses a la edad de doce o trece años, le seducía, porque estaba seguro de encontrar motivos de tristeza, de meditaciones negras, o, mejor, grises; de las que le ocupaban ya casi siempre después de haber dado tantas vueltas en su cabeza a toda clase de soluciones optimistas y pesimistas.
Llegó a la triste ciudad del Henares al empezar la noche, entre los pliegues de una nube que descargaba en hilos muy delgados y fríos el agua que parecía caer ya sucia, que sucia corría sobre la tierra pegajosa. Un ómnibus con los cristales de las ventanillas rotos le llevó a trompicones, por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda. Estaban frente al edificio de la Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien del hermoso palacio del Infantado que estaba allí cerca, a la izquierda; pero Serrano se acordó enseguida de su fachada suntuosa que adornan, en simétricas filas, pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de piedra. En el ancho y destartalado portal de la fonda no le recibió más personaje que un enorme mastín, que le enseñaba los dientes gruñendo. El ómnibus le dejó allí solo, y fue a llevar otros viajeros a otra casa. La luz de petróleo de un farol colgado del techo dibujaba, en la pared desnuda, la sombra del perro.”
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