lunes, 27 de mayo de 2013

SANTUARIOS MARIANOS DE GUADALAJARA

       
          En abierta primavera climatológica, y evocando del modo más sutil los viejos recuerdos de nuestra niñez en el medio rural, donde a tantos nos cupo la suerte de asomarnos a la luz por primera vez como plantas silvestres nacidas a su antojo, parémonos a pensar en estas radiantes tardes de mayo en aquellas ermitas solitarias de nuestra tierra que, apartadas de donde la gente habita, perviven tras el pasar de los siglos como lámparas encendidas en honor y alabanza a la Madre de Dios. Luminarias de fe prendidas al paisaje donde, a pesar de los pesares, todavía se reúnen en determinadas ocasiones cada año multitud de romeros y de excursionistas, y lo que es mejor, recias almas de lugareños que en la soledad del campo se acercan al piadoso ventanillo de la puerta, rezan una oración y dejan prendido a la rejilla tras la que se ve la imagen, un puñado de flores amañadas de las que da la tierra. Almas pueblerinas de buena sangre, en cuya poquedad se luce colmado hasta los bordes el vaso de la suprema sabidu­ría.
            No hace mucho tuve ocasión de pararme a descansar de un viaje por aquella sierra en la ermita de Los Enebrales. La visión de las montañas, con vedijas de nieve aún sobre las cubres, impregna el ánimo del viajero con impresiones de un mundo en el que el sólo hecho de vivir ya ofrece visos de aventura. Los campos de Tamajón que hay junto a la ermita, se embravecen y enseñorean como homenaje a la Señora.
            El capítulo más glorioso de la historia de Atienza se escribió en la madrugada del domingo de Pentecostés del año 1162, a las puertas de una ermita que, restaurada siglos más tarde, alza su nimio campanil en el fondo de un vallejo que dicen de La Estrella. Esa es la advocación mariana a la que rezan los atencinos. A sus puertas danzaron los arrieros de la villa, allá a las del alba, para burlar las huestes del monarca leonés que pretendían arrebatarles al rey niño Alfonso VIII quien, como uno de tantos, viajaba con los demás disfrazado de arriero y a lomos de acémila.

            En Cendejas del Padrastro, donde el valle del Henares se abre a las sierras del norte, tienen como meca, tanto para propios como para comarcanos, el santuario de la Virgen de Valbuena. Durante la mañana y parte de la tarde en el último domingo de mayo, las gentes de una veintena de pueblos suelen acudir a la cañada de Valbuena con sus cruces parroquiales en romería. La primitiva imagen de la Patrona de aquellos valles desapareció profanada durante el verano de 1936. En la paz del santuario, los paisanos besan con fervor cada primavera la cabecita menuda de la primera imagen, lo único que se libró perdido entre las cenizas después del saqueo, y que conservan en una urna o relicario de cristal a la veneración de los fieles.
            Dicen que en el santuario de la Virgen de Montesinos, término municipal de Cobeta en el Alto Tajo, se convirtió a la fe cristiana y se hizo ermitaño un capitán moro llamado Montesi­nos, tras haber sido curada de parálisis una pastorcilla que solía apacentar el ganado por aquellas dehesas. La primitiva ermita del siglo XII desapareció doscientos años más tarde, siendo reedifi­cada en 1512 y acondicionada a principios del siglo XVIII. Tiene fama de milagrosa la imagen de Nuestra Señora de Montesinos. La anual romería se suele celebrar la víspera de la fiesta de la Ascensión. El paraje en el que se levanta aquel importante foco de devocio­nes, junto al arroyo Arandilla y bajo los riscos, es uno de los más apacibles y espectaculares que tiene la provincia.
            En Molina de Aragón, Corduente y Ventosa, veneran con especial fervor a la Virgen de la Hoz, y por añadidura en las demás tierras del Señorío de las que es reina y señora. Su devoción se pierde de puro antigua en la noche de los tiempos, y por tanto está basada en un hecho sobrenatural (historia, leyen­da, tradición) que por aquellos lugares la gente bien conoce. Fue un pastor de Ventosa quien descubrió, por primera vez bajo aquellos riscos, los fulgores de la Madre de Dios mientras buscaba en noche oscura una res que se le había extraviado a orillas del río Gallo. Qué decir de la devoción de los molineses a la Madre Común. Qué al espectáculo natural del Barranco, bajo cuyos impresionantes farallones se esconde la ermita. Qué de las fiestas y romerías que durante siglos se han venido celebran­do a su sombra...

            Los principales santuarios marianos que hay por la Alcarria son cuatro: el del Madroñal, el del Saz, el del Peral y el de la Esperanza. Hay varios más, qué duda cabe, pero debo reconocer que como caminante de aquellas tierras son, al menos para mí, los más representativos. En ellos se veneran las imágenes de la Virgen que son patronas de Auñón, de Alhóndiga, de Budia y de Durón. La Virgen de la Alcarria se venera en la iglesia de Fuentes. Debiera ser, así se me ocurre, la patrona de toda la comarca, pero no lo es. La primitiva imagen de Nuestra Señora del Madroñal, no es la que hoy veneran -pequeñita y solemne- en el santuario que da vista a las aguas del Entrepeñas, no; aquella la destruyeron cuando la Guerra Civil; dicen que era obra del evangelista San Lucas. La de la Esperanza de Durón, se asoma también al embalse desde el mirador de su nueva ermita, que sustituye a la que, con gran dolor de todos, un día se tragaron las aguas del pantano.
            En Alhóndiga, cerca de las riberas del Arlés, queda la romántica ermita de la Virgen del Saz. Dicen que se apareció sobre uno de los sauces que rinden su ramaje a la par de las fuentes. El pueblo celebra su tradicional romería el lunes de Pentecostés, como voto de gratitud por haber salido indemne de los desastres del cólera que asoló la comarca en 1833.
            La villa de Budia dedica sus plegarias cada año a la Virgen del Peral, cuyo santuario se encuentra a media legua del pueblo. Gozó la ermita del Peral de una valiosa colección de obras de arte, entre las que había que contar la propia imagen de su Patrona, desaparecida como tantas más en 1936. Las fiestas con romería hasta la ermita tienen lugar el segundo domingo de septiembre.

            Una vez agotado el espacio del que se dispone para este grato menester, uno se da cuenta de que apenas si ha cubierto los primeros pasos por los santuarios marianos de Guadalajara. Fuera de nuestra relación se quedó el de Santa María de la Salud de Barbatona; el de la Virgen de los Olmos de Maranchón, el de la Virgen del Robusto en los campos de Aguilar, el de la Bienvenida en El Recuenco, el de la Virgen de la Vega a los pies de Valfermoso y a orillas del Tajuña...

(En las fotos: Santuarios de Nuestra Señora del Peral en Budia, de la Estrella en Atienza, y de la Esperanza de Durón)

miércoles, 22 de mayo de 2013

En la solana de las bellas fuentes


         
   El arroyo Vadillo baja desde las vegas de Alboreca y después de casi roer los muros de las viviendas del pueblo, por Pozancos y Ures, se une al Salado cerca de El Atance (el pueblo que tomaron por suyo las aguas del pantano), para emprender juntos el viaje hacia el Henares. Cuando uno sube desde el empalme de Palazuelos hacia estos pueblos de la solana seguntina, lo hace en dirección contraria a las aguas del arroyo.
            He pasado repetidas veces por estos solitarios lugares del norte de la provincia. Me gustan estos pueblecitos en los que es difícil encontrarte con persona alguna en las mañanas de invierno. Con la entrada de la primavera todo comienza a ser distinto. La mañana es hermosa, limpia como el celofán. El sol cae sobre los campos de un intenso verde esmeralda, la brisa de la media mañana dibuja ondas en los sembrados de la veguilla. En los abrigos a pie  de carretera pica sobre la piel el sol de las doce y media.
            Ures se adormece entre los cerros pedregosos a la sombra de las nogueras. El correr de la fuente de Ures invita a adormecerse pensando en viejas historias que debieron ocurrir por estos campos. Ures en vasco significa agua. Cuentan que el nombre se lo pusieron al pueblo no sé muy bien si los pastores o unos frailes vascongados que anduvieron por allí hace casi mil años. Todavía queda su recuerdo en la ornamentación de la chiquita iglesia románica, que encuentro cerrada. No me importa. Tuve la suerte de encontrarla abierta en otra ocasión, hace mucho tiempo. Un joven sacerdote hijo del pueblo, Juan Martín, celebraba misa en solitario. El retablo tras el altar es pequeño, pobre, lo preside una imagen de san Martín de Tours, patrón del pueblo, revestido con sus ornamentos episcopales, y no como es lo habitual montado a caballo y repartiendo su capa con un mendigo. Solamente ocho bancos para la feligresía ocupaban la pequeña nave. Desde el interior de la iglesia se sentía el zurar de las palomas por encima de la cubierta. Desde fuera, los detalles arquitectónicos del siglo XII se aprecian desgastado por la lima del tiempo
            No veo una sola persona por la pequeña placita. Ha habido temporadas en las que el pueblo se ha quedado completamente solo. Algunos fines de semana suele pasar durante algunas horas, cuando los pocos que son se bajan al mercado de Sigüenza. Los cerros del Picozo y de la Cruz protegen al pueblo de los vientos fríos que a menudo soplan desde arriba. Al saliente, recorta sus riscos plomizos el cerro del Mediodía, el que durante siglos la sombra  de las peñas sirvió de reloj a los lugareños para orientarse sobre la hora del medio día.
      

      Supe por el joven sacerdote, don Martín, del convento de monjas que Ures tuvo extramuros y de la importancia de la vaquería que en su tiempo debió de poseer. Anoto el encanto de la fuente pública al pie de los árboles; una fuente de aguas fresquísima con sabor a agua, de correr rumoroso y abundante. En unos azulejos junto al chorro reza la siguiente inscripción: “Agua del valle Bayo”. Se refiere al lugar de su procedencia en los altos, recordando a Bayo, el apellido de la persona que en su día cedió las aguas de su finca para servicio del pueblo. En el apartado de rivalidades entre los pueblos, consta el dato del perpetuo mal entendimiento con los vecinos de Pozancos, precisamente por el lugar de origen de esta agua, que los vecinos de Ures necesitaban para poder subsistir.
            Hasta Pozancos se llega enseguida. Dos kilómetros a lo sumo es la distancia que separa a uno y a otro pueblo. Aunque su población también es exigua, no más de treinta habitantes durante el invierno, Pozancos es como una pequeña ciudad al lado de Ures. He llegado ya. Cruzo el pueblo en toda su longitud. Me sigue un perrillo color canela. Hay estacionado a la entrada un todoterreno con las ruedas llenas de barro. Las calles de Pozancos tienen sus nombres en las esquinas escritos sobre artísticos azulejos. La instalación del alfar del Monte distingue al pueblo. La calle Mayor es estrecha y acaba en una luminosa plazuela en la que concurren todos los elementos de mayor interés que hay en Pozanco: la fachada principal del palacete de los señores; la artística fuente pública a la sombra de un castaño corpulento;  la iglesia de la Natividad con su arcada románica, apoyada sobre capiteles y columnillas alineadas, desgastadas también como las de la iglesia de Ures. Iglesia en la que se conserva una capilla gótica con el enterramiento del capellán Martín Fernández, señor de Pozancos, y de la que procede la pintura “El Entierro de Cristo”, del siglo XV, y las estatuas de Adán y Eva, actualmente en el Museo Diocesano de Sigúenza. La fuente vierte por los dos caños de un monolito central sobre el largo pilón de piedra labrada; a cada lado tiene otros pilotes similares, de tamaño menor. Consta que esta fuente se construyó en el año 1923.
            Recuerdo cómo en uno de mis primeros viajes las mujeres que faenaban en el lavadero me explicaron que en la casona palacete de los señores por aquellos días vivía gente, que la habían restaurado. Los aleros son de una solidez y de una elegancia comparable para mi uso a los que se lucen en la plaza de Atienza.
            En las inmediaciones de la iglesia, del palacete de los señores, del lavadero y de la fuente de la plaza, están los huertos. Una pareja de buitres planea en vuelo majestuoso girando sobre el limpio cielo de Pozancos. Los buitres otean el paisaje y levantan vuelo en las peñas de los cerros que rodean al pueblo, cerca del repetidor de televisión.
            Tanto uno como el otro, Pozancos y Ures son pueblos de los que la gente dice “con historia”. Como otros muchos de la comarca están integrados en el consistorio seguntino, la ciudad madre desde tiempos antiguos. La historia de Sigüenza está directamente ligada con la pequeña historia de estos pueblos, y los nombres de algunos personajes que figuran en las páginas de la historia de la Ciudad Mitrada, tienen en estos olvidados lugares de la provincia  documentadas ramificaciones, cuya memoria quedó inscrita en libros y legajos desde hace muchos siglos; y valga como muestra el hecho -del que su autor dejó constancia escrita al final de la obra- de que fuera precisamente aquí donde el infante don Juan Manuel concluyó uno de sus trabajos principales, el Libro de los estados, el día 22 de mayo del año 1330. 

(En las fotografías: Fuente pública de Pozancos y la pequeña iglesia de Ures)     

lunes, 13 de mayo de 2013

EN RUTA DE CASTILLOS


   
         A nuestra tierra, también a la de más al norte y a la de más al sur, se le llama Castilla precisamente por eso, por la gran cantidad de fortalezas que en ella se edificaron en tiempos del Medievo, y que en mediocre, malo o en peor estado, se mantie­nen todavía en pie algunas de ellas a lo largo de la ancha geografía castellana; en la mayor parte de los casos como recordatorio de un pasado que a buen seguro no sólo se limitó a dejar unos cuantos muros en pie sobre la colina, la muela o el pedestal de roca, sino que marcó honda huella en nuestras costumbres, en nuestra forma de ser, en el particular carácter que nos distingue y que surge a flor de piel apenas se hurga en los entresijos de nuestra personalidad avalada por la misma Historia. Los castellanos no somos mejores ni peores que los demás, somos gente de tierra adentro acostumbrada a encontrar entre el polvo de los siglos que envuelve los legajos de una vieja sacristía, o entre las piedras de un castillo en ruinas, toda una serie de añosas virtudes, y de viejos defectos también, que no sólo asumimos sino que hacemos nuestros como algo connatural.
            Por circunstancias que en este momento no vienen al caso, anduve durante una larga temporada de mi vida entretenido en un periodo de nuestra historia común bastante alejado del siglo XXI en que nos encontramos. La Castilla del siglo XV, por la que volun­ta­riamente viajé a través de los libros, con las tierras de Guadalajara colocadas siempre en lugar preferente como así lo testifican nuestros castillos, fue en aquellos tiempos el ombligo de toda la Historia de Occidente. Luego gozaría de una importancia todavía mayor, una vez descubierto el Nuevo Mundo con naves y con hombres de esta tierra.
            Resulta todo un gozo volver la vista atrás, y darse un paseo a través de los viejos escritos y de la imaginación, por aquellos escogidos lugares de asiento donde se celebraron fastuosos festines, se derramó sangre, se archivaron prisioneros en las mazmorras, y se urdieron leyendas sobre las que de vez en cuando conviene volver.
            El Dr. Herrera Casado, don Antonio, vecino de página en el diario Nueva Alcarria desde hace siete lustros, coautor de algunas publicaciones, editor de mis libros, y amigo sobre todo lo demás, publicó hace tiempo un interesante volumen –el número 24 de la colección de Aache “Tierra de Guadalajara” al que titula Guía de Campo de los Castillos de Guadalajara, que hoy, años después, he vuelto a ojear. Dejando a un lado su magnífica presentación (que se da por supuesta) y el acierto y buen orden al mostrar los contenidos (que también se da), sería justo calificar la obra como de utilidad pública, aunque tan desgastada frase  pudiera sonar a visión subjetiva producto de la amistad. En cambio, no es así.

            Uno reconoce haber sentido desde siempre cierto interés por este tipo de publicaciones, y no ha desaprovechado la ocasión de adquirirlas cuando le ha sido posible, y de conocer a fondo todo lo mejor que sobre el particular cayó en sus manos, y ahí incluye el "Castillos de España" de don Carlos Sarthou Carreres, (al que por muy poco no llegué a conocer en su casa de Játiva, pero sí a su hija Lidia y al inmenso tesoro de su biblioteca); y el "Castillos de Guadalajara" de don Francisco Layna, padre y señor por excelencia de nuestra historia y de nuestro arte provincial; y algunos otros menos señeros, más de andar por casa, que durante los últimos años se han dejado ver en los escaparates de las librerías con mayor o menor fortuna.
            El libro del Dr. Herrera al que aquí nos referimos es algo distinto; se trata de una guía útil, bien documentada, libro de bolsillo o de guantera de automóvil para llegarse al sitio valiéndose de él y documentarse in situ a través de su lectu­ra. Su autor conoce el tema con profundidad, ha paseado las ruinas, ha fotografiado las piedras, ha buscado después en los libros de Historia y en otros documentos quiénes fueron los personajes y las familias que ocuparon aquellas fortificaciones, cuando y por qué, qué acontecimientos más destacables ocurrie­ron allí; y si todo era poco, también nos indica en su libro el camino por donde ir y, cuando ello es posible, hasta el lugar más próximo en donde  aparcar el coche. Ni qué decir que sobre tipos de casti­llos, estructura y partes de que constan, castillos desapare­cidos, castillos de los moros, castillos mendocinos, y tantas curiosidades más en torno al tema, figuran en el libro a manera de curso rápido sobre todo lo que se debe saber para estar al día.
            Hasta cincuenta y un castillos de la Provincia he podido contar en el índice a los que, con un estupendo servicio de fotografías, planos y dibujos, se hace referencia en esta publicación. Castillos famosos, restaurados, puestos hoy en servicio con funciones bastante diferentes a las que tuvieron en otro tiempo, como pudieran ser el de Sigüenza, ahora para­dor de turismos, o el de Torija, museo del "Viaje a la Alca­rria" de Cela, primero que sepamos dedicado a un libro. Casti­llos, por el contrario, de difícil localización y de muy escasa nombradía, pero que figuran en la historia de esta tierra nuestra y de los cuales queda algún muro en pie como testimonio, tales como el de Inesque en el término de Pálma­ces, el de Diempures en Cantalojas, o el de Alpetea en el Alto Tajo, que si lo fue o no lo fue, de él queda la fortísima peña con aquel nombre y la leyenda del caballero Montesinos, una de las más conocidas y con más profunda raíz en todos aquellos pueblos.

            El Castillo, el Castillejo, el Castellar... Las tierras de Guadalajara están plagadas de topónimos que se repiten una y otra vez por casi todos los pueblos y en todas las comarcas. Cualquier altillo en las afueras del lugar se reconoce por alguno de esos nombres, aunque no aparezca rastro alguno de lo que el nombre nos da a entender. Valga como ejemplo el caso del Castillo de Motos en el Bajo Señorío Molinés para explicar­lo. Aquel castillo ya no existe. Lo mandó construir junto al pueblo un personaje nefasto, para desde allí dirigir el pillaje contra las personas y los bienes de los campesinos de la comarca. Lo mandaron destruir los Reyes Católicos y no dejaron de él señal alguna. Otros fueron desa­pareciendo poco a poco, al paso que los lugareños se llevaban sus piedras para construir corralizas, viviendas, tainas o parideras de ganado, quedando el nombre como recuerdo a la posteridad.
            El turismo cultural acabará por ponerse de moda. Los castillos, los pueblos, los lugares en fin donde la Historia tuvo a bien detenerse, comienzan a ser motivos de especial interés para los viajeros. Muy cerca de nosotros tenemos un apretado filón de estos motivos de interés, añosas piedras portadoras de mensaje que de alguna manera nos obligan en conciencia a que las conozcamos y a que sepamos algo del porqué de su existen­cia. La primavera, con los primeros rudimentos del verano acabó por abrir. El tiempo, el paisaje, los lógicos deseos de saber, de ver y de conocer, son un ingrediente más que se une al instinto viajero de las gentes de esta tierra, en donde nunca debiera faltar el poso permanente de nuestro pasado: los castillos.  

(Las fotografías corresponden a los castillos de Atienza, Pioz, y Zafra)

lunes, 6 de mayo de 2013

LA GUADALAJARA DE AMADO NERVO


          
  Por estas fechas se cumplen los primeros cien años desde aquel de 1913 en que un mexicano ilustre, el poeta Amado Nervo, visitó esta pequeña urbe castellana de nuestros amores y de nuestros pecados. De aquella visita casual a Guadalajara, ignorada para tantos, dejó escritas media docena de páginas únicamente, que vienen a ser un valioso documento para los que vivimos hoy, para los que hemos conocido una Guadalajara diferente a aquella otra de la que él nos habla, pero no tan distinta como para negarse a reconocer con asombro que las calles, los monumentos, las costumbres y las personas, hayan podido cambiar tanto a lo largo de un siglo.
            A uno, que disfruta hasta lo indecible descubriendo alguna cosa nueva cada día que amanece, le vino a las manos hace tiempo la crónica del autor de la "Amada inmóvil" en un tomo de edición reciente en el que se recogen sus obras completas. Aprovechó el autor modernista su viaje para llevar al papel la impresión, escrita en bellísima prosa, que le produjo esta ciudad junto al Henares donde encontró, como ahora veremos, tantas cosas interesantes para ver y de las que escribir.
            «De la estación -dice el autor al comienzo de su trabajo, refiriéndose, naturalmente, a la del ferrocarril- la carretera bordeada de olmos nos conduce, ondulante y en suave ascenso a la ciudad. Hay troncos que deben medir dos metros de circunfe­rencia. Yérguense derechos, poderosos, con no sé qué de monacal en el aspecto... Para que el encanto sea mayor, el Henares aquí corre límpido, luciendo sus cristales de un verde profundo, en el fondo de un cauce que recuerda el del Tajo, aunque en éste no haya bravas rocas, sino taludes de tierra roja, que con facilidad se desmoronan.» Luego habla de un molino que las aguas del río se encargan de mover, apenas se pasa el puente, y que es, sin duda, el que da nombre y sirve de parcial escenario a uno de los dramas románticos de José Zorrilla, sin que de él haya venido a quedar apenas el recuerdo de sus ruinas en la memoria de algunas de las personas más ancianas del lugar. Después, el autor continúa: «A la derecha, al lado de una vieja iglesia linajuda, se levanta, capaz, limpia, albeante, la Academia de Ingenieros... La Academia de Ingenieros es el alma de Guadalajara, que sin ella y sin su famoso Parque de Aerostación, bostezaría perennemente con el tedio y la modorra provincianos». Ni lo uno ni lo otro existen ya, desaparecieron durante los años del desmantelamiento, dejando a la ciudad -es muy posible que así fuera- por unas cuantas décadas adormilada, ahogada en la penuria, viendo cómo sus propios hijos la iban abandonando con los ojos puestos en la vecina Capital de España, por no tener nada mejor que ofrecerles.

            El palacio de los Duques del Infantado impresionó durante el viaje al ilustre huésped, lo mismo que impresiona a quienes lo descubren hoy: «Yo no conozco edificio más admirable -dice- en esta España de los admirables edificios: por lo que insinúa, por lo que sugiere, por su poder invencible de evocación». La reseña se corresponde por su merecimiento con la cosa reseñada. Sin salir del palacio mendocino, Amado Nervo subraya en su crónica que dentro de las salas y alojamientos se educaban y guarecían doscientas niñas "huérfanas de las guerras peninsulares y coloniales", alojadas como reinas y bajo los cuidados de unas cuantas hermanas de la Orden de la Sagrada Familia. A continua­ción, se detiene en proferir elogios en honor de las diferentes estancias palaciegas, de sus bellísimas pinturas murales, de sus ricos artesonados, y de los azulejos de Talavera que recubrían los muros a manera de friso. Los tapices, que ya no debían de existir por aquel entonces, "ahora los sustituyen por un papel pintado de tonos oscuros".
            El viajero continúa su camino para detenerse en la iglesia de Santa María. Luego de describirla en su exterior de forma somera, el poeta dice que allí «existe otra de las maravillas de Guadalajara: la Virgen de las Batallas, que Alfonso VI, el soberano del Cid, llevaba consigo dondequiera. Es una estatuita sedente, como de setenta centímetros de altura, con el Divino Infante en los brazos.» Al hacer mención de la capilla lateral a la nave, refiriéndose, claro está, a la del Santísimo de la concatedral, el autor escribe: «Una capilla anexa, llena de severidad y de penumbra, sirve de panteón a los Duques de Rivas. Allí duermen, "esperando la resurrección", como he leído alguna vez en ciertos epitafios, desde don Nuño Guzmán y don Gómez Suárez (1501), hasta los padres del autor de "El moro expósito"». Como puede verse, aun no libre de ciertas imprecisiones propias de un primer contacto, como pudiera ser el hecho de atribuir al retablo mayor de la ahora concatedral de Santa María ciertas reminiscencias del Greco, cuando sus tallas y relieves nada tienen que ver con las figuras espiritualizadas y deformes del pintor candiota; el relato es, no obstante, sugestivo y no falto de valor teniendo en cuenta que se trata de una visión fugaz, lógica en un turista que viene de paso, aunque en esta ocasión el visitante sea un personaje excepcional, cuyo nombre mereció inscribirse en el listín de las grandes celebridades nacidas en la América Hispana.
            Nuestro hombre pudo observar con sus propios ojos y en su mejor estado, lo que después de los destrozos de la guerra civil ahora no nos es posible: los bellísimos mausoleos de don Pedro Hurtado de Mendoza y de su mujer, doña Juana de Valencia, en ambos lados del presbiterio en la iglesia de San Ginés. Y así, mucho más afortunado que nosotros, Amado Nervo apuntó en su cuaderno de viaje unos cuantos detalles referentes al desaparecido templo de San Esteban, situado en la plaza que ahora lleva ese mismo nombre, y del que el autor cuenta, no poco sorprendido, lo siguiente: «En San Esteban, iglesia limpia y modernizada de uno de los conventos de Guadalajara (calle de San Bartolomé) dizque está enterrado nada menos que Alvar Fáñez de Minaya, el que llevó los famosos presentes aquellos, de parte del Campeador, al Rey don Alfonso, el formidable compañero y primo del Cid, el conquistador, en fin, de la ciudad... Yo busco en vano huellas del sepulcro, tembloroso de emoción. Entre las penumbras de la tarde, solo encuentro el de Beltrán de Azagra: "Aquí está sepultado -dice la inscripción de la hornacina (crucero de la izquierda)- el magnífico caballero Francisco Beltrán de Azagra, hijo de los muy magníficos señores Diego Beltrán de Azagra y doña María Teresa Lozano y Bobadilla. Murió a veinticuatro días del mes de noviembre de 1547. El magnífico caballero duerme abrazado a su espada, en su apetecible sosiego de más de tres centurias». Aunque en algún lugar debió aparecer escrito, ni el desapare­cido templo de San Esteban de Guadalajara, ni en el monasterio de Uclés en la Mancha Conquense, reposan los restos del fiel Alvar Fáñez, sino en San Pedro de Cardeña, junto a los de otros muchos guerreros y amigos del Cid, aunque muy bien hubiera podido tener en cualquier templo de la ciudad su sitio como reconquistador que lo fue de ella.

         Un detalle simpático recoge el poeta mejicano al final de su breve trabajo al que tituló "La Guadalajara de acá", y que, debido a su interés costumbrista creo conveniente, como válido documento que es, la transcrip­ción literal del mismo. Dice así:
            «Al salir de nuevo a la Calle Mayor, un tropel de niños me rodea:
            - ¡Caballero, un cuarto para la Maya!
            Y me tienden minúsculas bandejas...
            Las Mayas son niñas a las cuales, en algunos pueblos de España, visten graciosamente, lo más majas posibles, el día de la Cruz de Mayo. Siéntanlas en una especie de trono, y los chicuelos del barrio piden cuartos para ellas, con los cuales ofrecen después una merienda suculenta.
            Tengo la fortuna de ver a dos Mayas en dos portales oscuros. Son las dos criaturas monísimas. Están allí muy adornadas, inmóviles, hieráticas (la Maya no debe hablar ni reírse), rígidas y graves como vírgenes españolas. Doy mi óbolo para cada una, y cumplido este deber con nuestra dama la Tradición -¡muy señora mía!-, me encamino, por la cinta de plata de la carretera hacia la estación.»
            Honor y gratitud, cuando menos al poeta,  un siglo después de su viaje casual a la “Guadalajara de acá”, y que como tantos que a lo largo de los últimos siglos pasaron por ella, dejó señal perdurable, a la que, tiempo por medio, gusta echar mano en un intento de conjuntar, en el paisaje donde ahora nos movemos, a la imaginación con el recuerdo.

(Las fotografías nos muestran un detalle del eterno Henares a su paso por Guadalajara, una imagen de la histórica escultura de la Virgen de las Batallas, y un retrato del poeta Amado Nervo) 

miércoles, 1 de mayo de 2013

Mur de Guadalfajara

     
       Viene a ser bastante habitual el hecho de que rebuscando entre polvorientos legajos a los que nadie se preocupó de echar una ojeada, o repasando por casualidad las obras escritas de los más importantes autores de otros tiempos, uno se encuentre con normas de conducta magníficamente establecidas; con acerta­dos consejos que gozan, en principio, del valor que les confiere la experien­cia; con la fiabilidad carismática de las viejas filosofías. Desde las primeras civilizaciones registradas en los anales de la Historia, pasados siglo tras siglo en la llamada historia de la civilización, han ido apareciendo autores expertos en moralizar a las gentes a través de la que pudiéramos llamar Literatura filosófica, o Filosofía literaria, que tal nos da. La moralización ha tenido siempre cabida dentro de la Literatura, y de hecho ahí está la “fábula”  en su expresión más auténtica, casi siempre de carácter popular, utilizando como protagonistas a seres irracionales, generalmente animales, quienes valiéndose de su natural instinto generan la lección a la que el autor da forma, aplicable a hechos concretos y muy comunes dentro del vivir diario de los seres superiores, de las personas, que siempre tenemos tanto que aprender. Desde Esopo hasta Samaniego, pasando por el Arcipreste de Hita y otros más, la fábula ha sido uno de los caminos más utilizados para hacer reflexionar a las gentes de los últimos milenios, que en no pocos casos acababan por aprenderla de memoria, y hacer uso de ella como argumento válido cuando llegaba la ocasión. A los más viejos del lugar, aun en nuestros tiempos, los solemos escuchar echando mano al viejo sistema de la fábula, al lado del refrán que vienen a ser como su hermano mayor. De esto hablamos hoy.     

            Este manjar es dulce, sabe como la miel.
            Díjole el aldeano: "Veneno yace en él;
            al que teme la muerte el panal sabe a hiel,
            a ti sólo te es dulce, tú sólo come de él.

            La cita corresponde a una estrofa en cuaderna vía sacada de El libro de Buen Amor, una obra en lengua romance representativa de todo un siglo, el XIV, y escrita a retazos bajo los rigores de la tierra en la que vivimos, por un clérigo nacido en estos valles del Henares y de nombre Juan Ruiz. El poema al que aquí nos estamos refiriendo lo componen diecisiete estrofas de estructura similar a la que arriba se pone por modelo, la estrofa en alejan­drinos que tan en boga estuvo cuando a la vieja Castilla se le ocurrió versificar en poesía culta.

            La simpática historia que nos refiere el Arci­preste de Hita, habla de cómo un ratón cortesano -mur de Guadalfa­jara- fue convidado a comer en su humilde agujero por un ratón aldeano -mur de Monferrado (Mohernando)-. Por todo ágape le sirvió un haba, que malamente se pudo comer en compañía de su anfitrión en la paz de su pobre guarida campiñesa. El ratón de Guadalajara le correspondió de la misma manera, invi­tándole a compartir vianda en su escondrijo palaciego de la ciudad un martes, día de merca­do. El rústico comprobó complacido  y admirado cómo le eran servidos exquisitos manjares (queso, tocino tierno, pan recién cocido, una talega llena de harina blanca...) con lo que se sintió honrado y satisfe­cho.
            Pero he aquí que, cuando más animados andaban los dos dando buena cuenta del banquete, la portona del palacio comenzó a sonar. Era la dueña con una escoba en la mano. El ratón de Guadalajara huyó despavorido a esconder­se en su agujero; pero el aldeano, que no encontró sitio aparente en donde cobijarse, a bien tuvo hallar refugio en un rinconcillo oscuro de la estancia hasta que pasó el peligro. Luego, el anfi­trión le instó a que siguiera comiendo en paz y con buen apetito, a lo que el aldeano, trémulo aún, se negó con sabios razonamien­tos, haciéndole saber que prefería la pobreza en paz de su mísero refugio pueblerino a los oropeles y lisonjas de la vida ciudadana, hartos de peligros y de sobre­saltos como el que acababan de vivir, que convierten al indivi­duo en un ser infeliz.

            Prefiero roer habas, muy tranquilo y en paz,
            que comer mil manjares, inquieto y sin solaz;
            con miedo,  lo que es dulce se convierte en agraz,
            pues todo es amargura donde el miedo es voraz.
 
            La fábula que el autor quiso situar en un escenario de nuestro entorno, es aleccionadora y perfecta­mente aplicable a cada época de la vida sin pararse en tiempos ni en circunstancias, lo mismo que el Evangelio, aunque sea mucho lo que ha llovido desde aquellas primeras décadas del siglo XIV en las que se escribió.
            Uno, que ha disfrutado tantas veces en agradable convivencia con hombres del campo en su propio ambiente, en los ejidos del pueblo cargados de encanto y de recuerdos vividos, se da cuenta de lo que tiene de trágico el arrancar al hombre, con su ánimo a cuestas, del medio ordinario en el que ha vivido siempre, del lugar en el que fue niño, en el que fue mozo rondador tantas noches serenas, en donde un día vio volver a la tierra a toque de clamor los cuerpos muertos de sus seres queridos, aquello, en suma, que con el paso del tiempo no es otra cosa que la razón de su existencia.

            Cuántos ancianos solitarios solemos encontrar sentados al sol tibio del otoño o en las medias mañanas del mes de abril, en los parques de cualquier ciudad, o sobre los bancos pintados de grafiti en las ruidosas avenidas capitalinas. Cuántos grupos de viejos derrotados, descansando sobre el escalón a la sombra de un edificio de ocho plantas en lánguida conversación que nadie escucha. Gentes de madera excepcional que hace años en su aldea fueron algo, tuvieron un nombre; sacaron adelante una familia a trancas y barrancas; para al final, a la hora impía del sálvese quien pueda y siguiendo los dictados de los nuevos tiempos, quedarse solos, como el rústico ratón de Mohernando bajo la amenaza impía del palo de la escoba que lleva el ama, o entre la garra letal del depredador de turno.
            Resulta gratificante encontrar a cada paso en nuestra Literatu­ra referencias a este suelo que pisamos. No es mala cosa que a uno le recuerden de ciento al viento que la tierra en que vive es tierra noble, aunque desde hace siglos guste jugar con quienes en ella moran a juegos peligrosos. Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, hombre harto inteligente y magnífico observador que de estos menesteres sabía mucho, aquí nos lo recuerda. 

(En las fotos: detalle urbano de Mohernando, portona palaciega del Infantado y "Libro de buen amor")