jueves, 1 de octubre de 2009

LA ALCARRIA DE ALONSO ZAMORA VICENTE


Nadie lo hubiera dicho hasta que el campo de la Alcarria, sus pueblos y sus gentes, fueron descubiertos por importantes autores de un pasado más o menos reciente. Antes lo habían hecho entre algunos más Iriarte y Jovellanos, luego Cela, y muy poco después, como siguiendo los pasos del Nóbel gallego, por un tramo muy preciso de su recorrido en aquel primer viaje que le dio fama, lo hizo otro insigne, Alonso Zamora Vicente, como en una fugaz asomadilla por las afueras de Madrid.
Fue una tarde de abril del año sesenta y uno, enésimo aniversario de la muerte de Cervantes. Zamora Vicente dedicó unas cuantas horas de aquel domingo a recoger material por nuestros campos y por nuestros pueblos con el que dar forma y feliz remate a uno de los más bellos artículos de su obra Libros, hombres, paisajes, y al que dio el sugerente título de Naciente primavera, sin duda, una de las páginas más hermosas que hasta el momento hallaron inspiración en la piel ruda de la comarca alcarreña. Comarca alcarreña he dicho, y he dicho bien; pues el relato arranca en una de las otras Alcarrias, la de Madrid, cuando el autor se sorprende en Nuevo Baztán, el pueblo que mandó construir el banquero Goyeneche, ministro que lo fue de Luis I, y levantado según los gustos palaciegos por José de Churriguera. Loeches es la siguiente villa alcarreña de la que habla el autor, impresionado ante la tumba del Condeduque de Olivares que se conserva en el convento de Dominicas y que él mandó construir a propio encargo.
Uno, que siente veneración por ese puñado escogido de artistas de la palabra y maestros del idioma, que han vivido y escrito en nuestra lengua a lo largo de todo el siglo XX, coetáneos nuestros, por tanto, se honra en sacar de la penumbra un poco de lo por ahí perdido, y que considera merece figurar con todos los honores en ese imaginario volumen dedicado a esta “tierra de las buenas letras”, que los guadalajareños de ahora, y más todavía los que vengan después, debieran conocer y, ¡qué decir!, también recrearse en su lectura. Escribe Alonso Zamora Vicente:
«La Olmeda, Fuentenovilla, Escariche, Hontova, Escopete... Pueblos diminutos, árboles que abren con pasmo sus yemas, frutales en flor. Los labriegos queman los pastizales viejos para obtener el renuevo y llega hasta el coche el perfume de la retama ardiendo y el crepitar de las varas. Entre mimbreras agudas corre, despacio, el Tajuña. Los caseríos se escalonan por las lomas, trepando de espaldas, y la gente se asoma a los portales, gritando a los chicos palabras inexpresivas. En un cruce de caminos, un sacerdote lee su breviario, sentado en los escalones de un altarcillo. En el suelo, a pocos pasos, un hombre viejecito, acostado en el tronco de un olmo, las manos cruzadas sobre la cayada, se espanta, de vez en cuando, las moscas que le acosan y se limpia un ojo que llora, pertinaz, con el revés de la manga. Pasa un rebaño, los campos se van inundando de hondura, sosegándose, endurecida paz de la tarde improrrogable y ya descendiente. En las eras redondas, escalonadas por las cuestas, con un chozo de piedras en el borde, la gente, endomingada, baila, pasea, corretea, juega al corro, ríe provocativamente. Vistos desde arriba, sol de través, la alegría multicolor de las faldas brilla en las ruedas de mujeres, espejea opulenta entre el amarillo limón de la tarde mediana. Una campana voltea, rápida, y la estela de un reactor se incendia en lo alto. Grandes nubes estrechas se deshacen sin sombra sobre los campos intensos. Los ribazos aparecen repletos de romero en flor, de argomas, de tomillos. Zumban las abejas escondidas en las ramas y el aliento oloroso de las matas se estremece, abierto, generoso, a cada sacudida.»

Y Pastrana, la Villa de los Duques y de Teresa de Jesús para dorar el viaje de unas horas de abril por tierras de la Alcarria. Va entrando la tarde. La sombra de aquellos personajes que dejaron entre el Albaicín y el barrio de San Francisco su huella perpetua, toma en la prosa de nuestro autor matices diferentes, como un aroma nuevo, al que no estamos acostumbrados quienes leemos, y quienes escribimos. Sujeto, verbo y complementos, así y por ese orden, es el incomparable estilo de lo sencillo, el secreto de la prosa magistral de un genio de las buenas letras:
«Pastrana trepa por la loma desde el borde de un arroyo, zigzagueando los callejones estrechos y empinados, asomándose a respirar hacia el valle por los pretiles de piedra. El viejo palacio ducal, residencia de la princesa de Éboli, está medio arruinado. La fachada noble, italianizante, se abre frente al valle, donde unos pinos adolescentes tienden su pompa al sol derretido del atardecer. Ruido de carros, alguna moto impaciente que sube por la travesía. Grupos de labriegos conversando plácidamente, severo el gesto y acordada la voz, por los ángulos de la gran plaza. Las mujeres, enlutadas, sentadas junto a los portales en sillas bajas de enea, charlan, tejen, suspiran, llaman a grandes gritos a los niños que juegan por las esquinas mientras devoran enormes trozos de pan empañado en vino con azúcar. Por los cobertizos, el sol se corta, rígido, y llena de negra intimidad el interior, con sus altares pequeños de la Virgen de la Soledad o del Cristo de los Azotes. La fuente suena entre las paredes blanqueadas de la plazuela, llenándolo todo con su voz fresca y repetida.
La Colegiata, donde está enterrada la princesa, surge limpia, recién restaurada, y ofrece al visitante el prodigio de su museo, en el que sobresalen los espléndidos tapices del siglo XV, que representan la conquista de Arcila. Un seminarista joven, sonriente y locuaz, acompaña a los visitantes, haciendo comentarios acertados ante cada objeto del museo. Asombra esta riqueza oculta en el campo de la Alcarria, paños, orfebrería, escultura, pintura, documentos, recuerdos de Santa Teresa y de la princesa de Éboli, cuyas vidas coincidieron fugazmente en este lugar. Prodigio del lugarón castellano, de enrevesado callejero, donde un escudo en un chaflán o encima de una puerta pregona la pasada grandeza. Pueblo del color de la tierra que trepa montaña arriba, cotidiana lección de empeño de vivir.
El regreso, cayendo la tarde, pueblos y más pueblos, adormilados en el alcor, ya morado del crepúsculo. Corros de niños juguetean, cantando, a la entrada de los caseríos, y las primeras luces comienzan a encenderse, y los barrancos se van envolviendo en una frágil niebla blanquecina, acobardada. Vuelven de su paseo las parejas de enamorados, abrazados en el aire súbitamente frío, y un silencio poblado va dominando los recodos, donde ya solamente los carteles indicadores dan fe de lo pasado, hecho súbita nostalgia. Armonía viva del domingo, campo adentro, vestida de su propia gloria transitoria y floreciente. Primavera en el camino, un precario perfume de romero en la memoria».

Y se acaba la tarde. Las sombras de la noche van cubriendo los campos y las casas en las que vive la gente; al cabo aparece la ciudad que lo devora todo. Madrid, el “rompeolas de todas las Españas” que firmara García Sanchiz con frase rotunda y verdadera. Atrás la Alcarria, con sus pueblecitos escalonados en la solana al borde de un arroyo, soñando, quien sabe si en tiempos de grandeza que jamás volverán, o en un porvenir incierto, sin largos horizontes, porque la historia, amigo lector, es un personaje que viaja por la vida sin billete de vuelta.

(En la fotografía, un aspecto de la Plaza de la Hora de Pastrana)

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