La Alcarria, la comarca en su conjunto, se extiende en proporciones desiguales por tres de las provincias del centro de España. Guadalajara es la provincia alcarreña por antonomasia y casi por definición; pero también lo son las de Cuenca y Madrid ocupando una extensión menor, aunque no menos significativa. Por una de las franjas limítrofes entre dos de estas provincias que toman parte del puzle alcarreño estoy dispuesto a viajar en la tarde de hoy, uno de esos fugaces atardeceres del mes de diciembre, de brillante sol y de atmósfera clara, que invitan a salir de casa y a tirarse al camino aprovechando la bonanza de la climatología, y marcándose una ruta breve, que al ser posible permita regresar antes de que cierre la noche. Escapar hacia la Alcarria más próxima podría ser una solución razonable. Hace demasiado tiempo que no he pasado por allí y me gustaría contemplar la puesta del sol desde aquel balcón a cuyos pies se extiende, superpoblado, industrial y confuso, el que ahora se llama Corredor del Henares, un nombre que sabe a masificación, a tráfago, a sudor y a ruido de maquinarias.
Desde los altos de Chiloeches avanza en línea recta a lo largo de siete kilómetros hasta las mismas puertas de El Pozo de Guadalajara, el pueblo extendido sobre el primer llano de la meseta alcarreña, al que el azote de la emigración durante los últimos cuarenta años apenas le afectó, y en donde alguien me contó en uno de mis viajes que ya por entonces había tantos vehículos de motor como personas, caso único seguramente en toda España si se tiene en cuenta el censo de población de cada ciudad o de cada pueblo como punto de referencia. No obstante, El Pozo no es un pueblo distinto a los demás, pues está sujeto como todos los demás a la diaria prueba del trabajo. En sus calles se nota el movimiento excepcional de los pueblos anclados en los cruces de caminos, el continuo no parar de gentes que trabajan, el fruto maduro como premio a las audacias y a las noches en duermevela, traducido a lo que se ve en un lugar moderno, optimista, risueño y con ganas de vivir.
Al cruzar por El Pozo es obligado hacer una alto en la pequeña explanada junto a la carretera donde está la picota. La picota de El Pozo, como tantas más, toma parte del paisaje rural, erguida en sitio preferente desde el siglo XVI, momento aquel en el que el pueblo consiguió el título de villazgo. Antes fue sitio de reunión durante siglos de hombres que acudían a sentarse en sus gradas de piedra, ahora es mero elemento decorativo y valiosa enseña de su pasado; los muchos vehículos que circulan junto a la picota suponen una molestia, cuando no un peligro, que acabó con aquellas jugosas tertulias de conversadores.
A cuatro pasos de la picota están el vistoso edificio del nuevo ayuntamiento, las tiendas, los bares y restaurantes, y medio escondida al volver de una esquina la iglesia parroquial de San Marcos Evangelista, una de las mejores muestras del estilo románico-mudéjar que tenemos en la provincia.
Todavía quedan seis u ocho garrotas de sol, que hubiera dicho el viejo pastor del campo alcarreño. Me encuentro en el cruce de carreteras con indicadores que anuncian cuatro direcciones distintas: Guadalajara, Pioz, Los Santos de la Humosa y Santorcaz, uno hacia cada punto cardinal. Pienso que todavía me queda algo de tiempo para aprovechar la tarde. Decido seguir camino adelante hasta Santorcaz, pueblo de la provincia de Madrid, situado a cuatro pasos de la de Guadalajara en plena meseta alcarreña. No conocía Santorcaz y viajaba celebrando la ocasión surgida sobre la marcha de llegar a verlo. Una carretera trazada a línea de cartabón tomando como punto de referencia la torre de la iglesia, me lleva en un decir amén a la plaza de Santorcaz. Nada parecida a la que yo esperaba ver y que tantos españoles recordamos por aquella estupenda serie de Televisión Española en blanco y negro que se llamó “Crónicas de un pueblo”. Treinta años después, aquel Villanueva del Rey Sancho de la serie, el Santorcaz de hoy, se ve que se tomó muy en serio aquello de renovarse o morir, y ahora es un pueblo nuevo y atractivo, un pueblo de muchas cuestas, las mismas que tuvo siempre, donde la gente, pienso yo, debe sentirse a gusto.
En la moderna plaza de Santorcaz, al lado del ayuntamiento, todavía es posible poder ver algún rincón muy concreto de la serie televisiva tal y como era entonces, que yo creo conservan sólo como recuerdo; pero es una plaza nueva y funcional, magníficamente pavimentada, en la que no falta el consabido mesón restaurante de buen aspecto y de reciente instalación, la biblioteca pública, la fuente de piedra, y la bella estampa, calle arriba, de la torre de la iglesia en el punto quizás más elevado del pueblo, donde siglos atrás estuvo el castillo templario de Torremocha, aquel que sirvió de cárcel a clérigos y a famosos personajes de la historia, como el Cardenal Cisneros y nuestra célebre paisana la Princesa de Éboli, entre algunos más. Hoy quedan algunos lienzos de muralla que acogen en su interior a la iglesia local dedicada al obispo San Torcuato.
Tuve la suerte de encontrar abierta la puerta de la iglesia. Antes, desde el fragmento de muralla que acoge a sus pies a la pequeña plaza de toros, eché una mirada un tanto general hacia las casas y los chalés que se ven desde allí en los barrios de abajo, situados en el hondo y en la ladera, algunos cubiertos por la sombra y otros recibiendo muy de lejos el sol dorado de las cinco.
Conocer por dentro la iglesia de San Torcuato, bien vale una visita a Santorcaz, y con mayor razón en el caso de los que vivimos en Guadalajara o en cualquiera de los lugares próximos, que lo tenemos tan cerca.
De la iglesia habría muchos detalles que destacar. Tiene tres naves, además del coro que se aprovecha como capilla en la que tienen lugar los actos litúrgicos en días no festivos durante el invierno; un vía crucis gigante en el que las catorce estaciones son otras tantas pinturas no faltas de valor artístico. El retablo mayor es de los que atraen la atención debido a las imágenes y a los lienzos que lo adornan, y entre ellas la del titular de la parroquia, el obispo San Torcuato, y la pequeña imagen del Niño Jesús de Praga, ocupando el centro de un artístico baldaquino por encima del altar. Tuve ocasión de ver el retablo con detenimiento, incluso de sacarle alguna fotografía, gracias a la gentileza del joven sacerdote que encendió las luces para que lo pudiese hacer. Las capillas laterales del Sagrado Corazón y de Nuestra Señora de Orcález, reciben a diario la visita fervorosa de sus devotos. Y el enorme lienzo de San Cristóbal portando al Niño sobre los hombros, como el de algunas catedrales, donado según consta en el propio cuadro por un feligrés en el año 1667; y otras pinturas más, algunas de ellas copia magnífica de Murillo: la Virgen del Rosario, o San José con el Niño; y el artístico artesonado que cubre la nave central, o la amplia sacristía que, salvando las distancia, me recordó a la famosa de Las Cabezas de la catedral de Sigüenza. Todo ello, al margen de otros detalles más que ahora quizás no recuerde, de entre los que sería justo destacar el orden, la limpieza, y esa impronta mayestática con la que a veces nos sorprenden las iglesias de los pueblos.
Abandoné este importante retazo del campo alcarreño a punto de acabar el día. Por el poniente, un sol sanguino, frío, comenzaba a ocultarse en el horizonte. Las luces de la Navidad alumbraban ya en las calles principales de los pueblos. La noche tomaba posesión de la ciudad en la víspera de la Nochebuena.
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