Hoy he tenido necesidad de acercarme
a Galve de Sorbe, nuestro pueblo más cercano, en donde pasé uno de los años más
bonitos de mi juventud. Cuando se nos acaba un medicamento, en estos pueblos de
la Sierra Norte nos acercamos a Galve, donde Montse, la farmacéutica, nos
atiende con una prontitud y una profesionalidad admirables. La farmacia de
Galve está en la plaza del pueblo, una de las plazas más completas y vistosas
de la provincia: una fuente abundante, con dos chorros manando de continuo
sobre su pilón redondo; una picota
gótica del siglo XVI, elegante y en perfecto estado de conservación, y como
fondo sobre el cercano otero, el castillo de los Estúñiga.
En las que antes fueron escuelas,
sobre el arqueado soportal de la plaza, está el ayuntamiento. Me emociono
siempre que paso por la plaza de Galve. Allí estuvo la segunda escuela que yo
regenté siendo soltero. La primera fue la de Cantalojas, el pueblo de Paquita
-hoy mi mujer y mi novia por aquellos años. Al otro lado de esas ventanas me
inicié, digamos que con seriedad e ilusión sobre todo, en la escritura con
ciertas pretensiones literarias. Aquellas tardes solitarias, silenciosas, infinitas,
lentísimas, del curso escolar 1962-63, en un invierno especialmente frio,
marcaron mi verdadera segunda vocación. Detalle autobiográfico que ha merecido
su espacio en el recientemente concluido trabajo de memorias “Cuaderno de
recuerdos”, con este párrafo que hoy me parece oportuno sacar a la luz, y que
lo dice todo:
«Dos
horas de cada tarde, cuando no estaba el tiempo para echarme a la carretera,
camino de Cantalojas a pie, me quedaba en la escuela después de la clase y las
dedicaba a leer a los clásicos; tarea que había iniciado en Cantalojas tiempo
atrás y que
volví a recuperar en mi año de Galve con un
interés todavía mayor; pues una vez aprobada la oposición y cumplido el
Servicio Militar, no tenía otros quehaceres más importantes que reclamaran mi
tiempo con mayor premura. Azorín y los autores de su generación, Galdós y los
de la suya, con Bécquer, Juan Ramón y los Machado entre los poetas, no sólo me
abrieron las ganas de leer, sino también las de escribir; pues fue allí donde
en los tempraneros atardeceres -anocheceres, casi- de aquel invierno, y al
continuo murmullo de los chorros de la fuente que subía desde la Plaza, empecé
a hacer mis primeros pinitos literarios, mis primeros versos como todo el
mundo, que muy pronto dejaría
definitivamente, porque tampoco -empleando las mismas palabras que empleó
Cervantes- “tenía yo como poeta la gracia que no quiso darme el Cielo”. El
despertar en mí de la escritura en prosa, si algo he llegado a hacer o pueda
hacer en lo sucesivo que haya merecido la pena, vendría más tarde, no mucho
después. Como las cosas importantes que a uno le marcan la vida.»
Pero fue
aquel año, sí, el de Galve de Sorbe en el silencio de la solitaria escuela, el
que me inició en los primeros pasos de mi interés por la escritura, que hoy ha
vuelto a iluminar mi recuerdo.
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