Las tierras de Guadalajara, seguramente que a consecuencia de su situación geográfica como lugar de paso, quizá por el sosiego y la tranquilidad de los abrigos y solanas que existen en muchos de los parajes que la integran, contaron con la presencia del hombre desde tiempos muy remotos. Como muestra ahí quedan las pinturas rupestres de la Cueva de los Casares en las proximidades al pueblo de Riba de Saelices, los diversos restos arqueológicos encontrados en tantos lugares de su geografía, y, por añadidura, una importante riqueza costumbrista que habla, muchos siglos después de su existencia, de antiguas civilizaciones y de lejanas formas de vivir por parte de los hombres que asentaron sobre su suelo.
Quisieron los azares de la vida que fuera en este retazo de la Meseta Castellana donde se desarrollasen no pocos de los acontecimientos que llegaron a determinar en más de una ocasión el rumbo de la Historia, o al menos que se contara entre sus moradores con personajes de primerísima magnitud en el ahora y aquí del tiempo en que les tocó vivir; personajes influyentes y lugares casi míticos que, de algún modo, honran y engalanan la nutrida relación de nombres propios del pasado dignos de tomarse en consideración.
Ya en los albores de la Historia puede decirse que la provincia de Guadalajara quedó repartida entre unas cuantas familias celtíberas extendidas por la Meseta, y así nos encontramos con tribus arévacas ocupando las sierras norteñas, a los lusones por las llanuras y agrios páramos del Alto Ducado, a los olcades por la comarca más meridional de la Alcarria, y a los carpetanos y oretanos por todo lo demás.
La romanización, en términos generales, no fue instantánea ni fácil para el pueblo invasor como en otros tantos lugares de la Península; pues, si bien el centro y la zona sur se incorporaron muy pronto a las nuevas maneras y aceptaron la cultura y costumbres romanas de buen grado, no así lo hizo la comarca septentrional de las sierras de Sigüenza y de Atienza, que tardarían muchos años más en incorporarse. En cualquier caso, la civilización romana en lo que ahora entorna el marco de la provincia, quedó muy de pasada; sí, en cambio, dejaron huella material de su estancia, sobre todo por lo que se refiere a vías de comunicación (La Vía Augusta cruzaba por el Valle del Henares), siendo en los lugares más próximos a su trayecto en donde se han hallado más vestigios procedentes de la Hispania de los césares.
De tiempos visigodos queda poco recuerdo, si bien lo que todavía se conserva puede considerarse de una importancia suprema, y con ello nos referimos a la ciudad de Recópolis, allá en el Cerro de la Oliva muy próximo a la vieja villa de Zorita, ciudad fundada por el rey Leovigildo en honor a su hijo Recaredo.
La estancia de los musulmanes en España tampoco habría de dejar demasiado poso por estas tierras. Sólo las poblaciones más importantes de la provincia tienen en su particular historia algún que otro relieve musulmán. En cambio, sí que en Guadalajara nacieron personajes importantes de la España mora: literatos, historiadores, teólogos, filósofos..., en tanto que muchos pueblos conservan su topónimo con clara resonancia árabe: Alboreca, Almonacid, Alcuneza, Albalate, Almoguera, nos pueden servir de ejemplo. Molina tuvo sus propios reyezuelos moros y, por tanto, una presencia e influencia musulmana más intensa.
Llegó el gran impulso para una buena porción de estas tierras a partir de la segunda mitad del siglo XV y durante todo el XVI. La presencia de la familia Mendoza y la gran repercusión que tuvo en todo el reino, fue definitiva para el desarrollo de Guadalajara capital y de otras zonas de la provincia sobre las que extendieron directamente su influencia, cuando no su dominio durante casi dos centurias. Varios son los palacios y blasonadas casonas que hablan aún como testigos mudos de aquella hegemonía mendocina. Fue, sin duda, la hora de Guadalajara también en el aspecto cultural, como pionera y como impulsora del nuevo estilo del Renacimiento.
El siglo XVII, coincidiendo con los reinados sucesivos de los tres últimos Austrias, fue el de la decadencia de España, circunstancia todavía más penosa para estos lares alcarreños que sufrieron como pocos en sus carnes el dolor del abandono y de una destrucción continua y sistemática. Guadalajara pierde por entonces a la familia Mendoza, que se va diluyendo poco a poco y tomando asiento definitivo en la cercana Madrid. La provincia se despuebla y con ello se aboca al siglo XIX, el de la francesada y el expolio artístico de su legado; el de las Guerras Carlistas que tan nefastas consecuencias tuvieron en tantas villas y pueblos del mapa provincial.
El siglo XX, ya en su segunda mitad, ha recogido a la mayor parte de los habitantes de la provincia en torno a la capital y a sus industrias instaladas en sus dos polígonos. La provincia de Guadalajara se ha ido quedando desierta en el corto espacio de dos décadas, con la esperanza -fundada o no- de resurgir de nuevo a la sombra de las fuentes de energía enclavadas en su suelo, circunstancia que puede favorecer su proximidad a Madrid.
(En la fotografía un aspecto de las excavaciones en la ciudad visigoda de Recópolis)
Quisieron los azares de la vida que fuera en este retazo de la Meseta Castellana donde se desarrollasen no pocos de los acontecimientos que llegaron a determinar en más de una ocasión el rumbo de la Historia, o al menos que se contara entre sus moradores con personajes de primerísima magnitud en el ahora y aquí del tiempo en que les tocó vivir; personajes influyentes y lugares casi míticos que, de algún modo, honran y engalanan la nutrida relación de nombres propios del pasado dignos de tomarse en consideración.
Ya en los albores de la Historia puede decirse que la provincia de Guadalajara quedó repartida entre unas cuantas familias celtíberas extendidas por la Meseta, y así nos encontramos con tribus arévacas ocupando las sierras norteñas, a los lusones por las llanuras y agrios páramos del Alto Ducado, a los olcades por la comarca más meridional de la Alcarria, y a los carpetanos y oretanos por todo lo demás.
La romanización, en términos generales, no fue instantánea ni fácil para el pueblo invasor como en otros tantos lugares de la Península; pues, si bien el centro y la zona sur se incorporaron muy pronto a las nuevas maneras y aceptaron la cultura y costumbres romanas de buen grado, no así lo hizo la comarca septentrional de las sierras de Sigüenza y de Atienza, que tardarían muchos años más en incorporarse. En cualquier caso, la civilización romana en lo que ahora entorna el marco de la provincia, quedó muy de pasada; sí, en cambio, dejaron huella material de su estancia, sobre todo por lo que se refiere a vías de comunicación (La Vía Augusta cruzaba por el Valle del Henares), siendo en los lugares más próximos a su trayecto en donde se han hallado más vestigios procedentes de la Hispania de los césares.
De tiempos visigodos queda poco recuerdo, si bien lo que todavía se conserva puede considerarse de una importancia suprema, y con ello nos referimos a la ciudad de Recópolis, allá en el Cerro de la Oliva muy próximo a la vieja villa de Zorita, ciudad fundada por el rey Leovigildo en honor a su hijo Recaredo.
La estancia de los musulmanes en España tampoco habría de dejar demasiado poso por estas tierras. Sólo las poblaciones más importantes de la provincia tienen en su particular historia algún que otro relieve musulmán. En cambio, sí que en Guadalajara nacieron personajes importantes de la España mora: literatos, historiadores, teólogos, filósofos..., en tanto que muchos pueblos conservan su topónimo con clara resonancia árabe: Alboreca, Almonacid, Alcuneza, Albalate, Almoguera, nos pueden servir de ejemplo. Molina tuvo sus propios reyezuelos moros y, por tanto, una presencia e influencia musulmana más intensa.
Llegó el gran impulso para una buena porción de estas tierras a partir de la segunda mitad del siglo XV y durante todo el XVI. La presencia de la familia Mendoza y la gran repercusión que tuvo en todo el reino, fue definitiva para el desarrollo de Guadalajara capital y de otras zonas de la provincia sobre las que extendieron directamente su influencia, cuando no su dominio durante casi dos centurias. Varios son los palacios y blasonadas casonas que hablan aún como testigos mudos de aquella hegemonía mendocina. Fue, sin duda, la hora de Guadalajara también en el aspecto cultural, como pionera y como impulsora del nuevo estilo del Renacimiento.
El siglo XVII, coincidiendo con los reinados sucesivos de los tres últimos Austrias, fue el de la decadencia de España, circunstancia todavía más penosa para estos lares alcarreños que sufrieron como pocos en sus carnes el dolor del abandono y de una destrucción continua y sistemática. Guadalajara pierde por entonces a la familia Mendoza, que se va diluyendo poco a poco y tomando asiento definitivo en la cercana Madrid. La provincia se despuebla y con ello se aboca al siglo XIX, el de la francesada y el expolio artístico de su legado; el de las Guerras Carlistas que tan nefastas consecuencias tuvieron en tantas villas y pueblos del mapa provincial.
El siglo XX, ya en su segunda mitad, ha recogido a la mayor parte de los habitantes de la provincia en torno a la capital y a sus industrias instaladas en sus dos polígonos. La provincia de Guadalajara se ha ido quedando desierta en el corto espacio de dos décadas, con la esperanza -fundada o no- de resurgir de nuevo a la sombra de las fuentes de energía enclavadas en su suelo, circunstancia que puede favorecer su proximidad a Madrid.
(En la fotografía un aspecto de las excavaciones en la ciudad visigoda de Recópolis)
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