Los ásperos sequedales del paisaje alcarreño, cuentan entre sus componentes con dos o tres ríos memorables y con una serie de riachuelos que, sin ser ríos, tampoco sería correcto degradarlos a la categoría de arroyos, especie de multiplicada presencia en los anchos espacios alcarreños. El Ungría es uno de los riachuelos representativos de esa categoría intermedia a la que acabo de referirme; arteria vitalizadora de un valle singular, extraordinariamente pintoresco, y vecino desde que el mundo es mundo de una serie de pueblos por los que, con la obligada rapidez que nos aconseje el espacio del que disponemos, vamos a viajar en compañía de aquellos amigos que buenamente deseen venir con nosotros por los caminos habituales que solemos poner en uso: los de la lectura.
Es impreciso el lugar exacto en donde se encuentra la primera fuente que pueda considerarse como el nacimiento, digamos oficial, de este río. Sin duda son los regatos que surgen en los vallejuelos de la Alcarria de Villaviciosa los que, según los planos de la comarca, nos llevan a pensar que el origen del río Ungría no estará muy lejos de allí. En Fuentes de la Alcarria aseguran que nace a la caída del pueblo; afirmación a la que no me opongo, si bien, observo en diferentes mapas cómo la leve línea azul que lo representa viene de más arriba, de las tierras circundantes a los dos palacios en ruinas que hay en la Alcarria y de los que apenas se conserva el nombre: el de Ibarra y el de Don Luis, aquellos que Cela solía confundir en sus viajes.
El Ungría corre convertido ya en arroyo a los pies de Fuentes de la Alcarria, el pueblo mirador sobre los valles, estirado a lo largo de una loma que ciñe en el barranco, cortado en herradura, su escaso caudal, y cuyas viviendas se alinean por encima de las peñas retando al vértigo.
Fuentes de la Alcarria, por el lugar que ocupa, por su participación en la gran historia de nuestro país en algún momento preciso de su pasado, y por el empeño tenaz de sus gentes en embellecerlo, es uno de los pueblos más gratos a los ojos y al corazón que puedan encontrarse por toda la Alcarria. La visión espectacular del barranco, de los profundos valles que lo cercan, y el amable jardinillo que le sirve de anuncio, con la imagen azucarada que alza sobre su pedestal el monumento a la mujer alcarreña, nunca más oportuno, son imágenes inamovibles que se graban con fuerza en la memoria de quienes pasan por allí.
El río va tomando forma y recogiendo caudal vega abajo. Las casas de Fuentes lo ven alejarse en dirección poniente apenas queda atrás el soberbio meandro. Tierras llanas de hortaliza y de frutal, de robustas nogueras, lo van aproximando a Valdesaz, donde cuenta el Madoz que alimentó a un molino harinero. Uno piensa que fueron más de uno los molinos harineros que movían sus ruedas con el agua corriente del Ungría por aquellas alturas. Valdesaz, el pueblo, queda en la margen izquierda del río. El verde de las huertas destaca en mitad a todo lo largo.
A primera vista se nota que Valdesaz es un pueblo antiguo. Junto a las viviendas recompuestas, sacan a la calle sus seculares fachadas las viejas casonas de aleros oscuros, acordes con el estilo popular alcarreño de cien o de doscientos años atrás, contemporáneas muchas de ellas con la venerable fuente de piedra que hay en la Calle Mayor, cerca de la Plaza, sobre cuya espadaña quedó grabada la fecha en que la construyeron: 1791, entre los dos caños que vierten al unísono dentro del mismo pilón. Y cubriendo una vertiente y otra del Ungría, como muro natural que sirve de límite a la vega, los montes de maleza, de olivar raquítico, de carrasquillo y plantas olorosas, por donde es de fe que anduvo errante el abad mitrado San Macario, discípulo del mismísimo San Antón y ermitaño de la Tebaida, que el pueblo venera por Patrón y es abogado ante el Altísimo de cojos y tullidos, merecedor de viejas y fervorosas devocionas, no sólo en Valdesaz, sino también en los demás pueblos de la comarca.
Caspueñas será el enclave siguiente con el que el río Ungría se habrá de encontrar aguas abajo. Recorre la corta distancia que separa a los dos pueblos —Valdesaz ha quedado atrás— pegado a la carretera. El fondo del valle continúa salpicado de nogueras, de costras ribereñas de carrizal, de apretadas choperas en línea. Sobre los altos siguen flotando en el paisaje los olivos y los robles, el tomillo, el espliego silvestre y las agujas de los espartales. Los chalés y las viviendas de recreo comienzan a aparecer enseguida, al lado del camino. Son el anuncio primero de Caspueñas, un pueblo de amables connotaciones y de líricos recuerdos, en los que no poco tuvo que ver el poeta García Marquina, que dejó algunos años de su vida allí, junto a las corrientes del río, criando truchas y escribiendo versos sobre las frescas hierbas del molino.
Es corto en habitantes Caspueñas; pero es, en cambio, un pueblo bonito, con una plaza mayor coquetona y aseada, donde hay una fuente, una farola al estilo capital, y una iglesia con cuatro arcos en el pórtico que levanta sobre el valle una torre campanario muy distinta a las torres de las otras iglesias de la comarca. Como en todos los pueblos ribereños del Ungría y del Tajuña, las gentes de Caspueñas sienten verdadera pasión por la fiesta de los toros.
Pero sigamos su curso cauce abajo hasta la vega de Atanzón. El pueblo queda por encima del valle, en el alto alcarreño de tierras de labor que abre hacia el poniente. El río baja discreto a la altura de Atanzón, nadie pesca truchas, ni anguilas, ni barbos en sus aguas, sencillamente porque no los hay, hace muchos años que desaparecieron. La visión de Madoz sobre estas tierras se enmarca en épocas diferentes y muy distintas de nuestra manera de vivir, forzada, naturalmente por el paso del tiempo.
Atanzón es uno de los pueblos de la Alcarria que más ha cambiado durante los últimos años. Lo dice su remozada y elegante plaza mayor que tiene como fondo al edificio nuevo de la Casa Consistorial; y el romántico parquecillo de San Blas; y la ermita de la Soledad con todo su entorno, su parque tranquilo y apacible, donde pasar las horas de la tarde soñando o mirando hacia la cruz de piedra.
Por la calle Fuente Alonso se baja hasta el lavadero, y luego al mirador sobre la vega. Lejos, a uno y otro lado del ancho valle, el arroyo de Valdespartal, la Liendre, la Cuesta del Perrillo, el Cantero, y a nuestro lado los repechos a manera de bancal de la Peracha y del Barrancal, animados de huertos.
El río se pierde al fin dibujando eses, manseando por el llano. Su paso por Horche es sólo un decir. Se une con el Matayeguas que viene de Lupiana, y luego los dos en única corriente, entregan su mucho o poco caudal —dependiendo de que el año haya sido o no generoso en lluvias— al Tajuña, al punto de cruzar la carretera, pero sin llegar a hacerlo; eso sí, con la torre y las vaguadas de Horche como testigo más arriba, en las laderas del poniente.
(En la foto, Vega del río Ungría a su paso por Caspueñas)
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