DOS PINTURAS DE ANTONIO BUERO VALLEJO
Aún no había cumplido dieciocho años el joven Antonio Buero cuando su afición a la pintura se lo llevó de Guadalajara, su ciudad natal, hasta la Capital de España. Era por entonces Madrid, más que en ninguna otra época, el “rompeolas de todas las Españas”, y un atractivo fascinante para los espíritus inquietos, para los ánimos cargados de sueños y de proyectos. Un grupo importante de jóvenes insatisfechos, nombres que años después serían punteros en las distintas ramas del arte y del pensamiento español, ya por aquellos años había tomado Madrid y se habían convertido en un aliciente incontenible para atraer a tantos más que, con el correr del tiempo, se inscribirían así mismo en la nómina de los españoles universales.
Guadalajara carecía por entonces de un movimiento cultural que mereciera la pena. La ciudad se limitaba a tratar a sus hijos adolescentes con cariño, con una ternura a la que contribuía de manera eficiente el paisaje de sus alrededores; pero nada más. Antonio Buero, uno de aquellos mozalbetes a los que la horma de su ciudad les resultó pequeña, con toda la ilusión que le daba su edad y el título de bachiller por toda indumentaria, un buen día se marchó a Madrid. Así lo cuenta el ensayista malagueño Julio Mathías: “Pero en Guadalajara, a pesar de sus monumentos artísticos y de sus palacios cargados de historia y de leyenda, no hay posibilidad para un joven que aspira, sobre todas las cosas, a ser pintor. La pintura requiere, aparte de la vocación y la inspiración, un duro aprendizaje. Madrid y su Escuela de Bellas Artes de San Fernando le atraen. Solo cincuenta y seis kilómetros le separan de la casa paterna”.En cierta ocasión pasé por Taracena con el único fin de ver un par de pinturas de Buero Vallejo en el domicilio particular de algún familiar suyo. Su madre, doña Mari cruz Vallejo, había nacido en este apacible lugar cercano a la capital de provincia. Dos señoras de Taracena, Maria Luisa y Margarita, primas lejanas del autor, conservan colgados en lugares preferentes de sus casas dos pinturas de aquel Antonio Buero en sus años jóvenes.
Una de esas pinturas, la de menor tamaño, la guardaba con celo Maria Luisa. Representa una escena lejana en el tiempo de la Ciudad del Acueducto, que el autor tituló “Estampa segoviana”. En ella aparecen un hombre y una mujer, dos castellanos viejos ataviados con la indumentaria festiva de hace un ciento de años; como fondo, una parte del caserío y la torre del lugar. En uno de los ángulos aparece la firma del pintor “BVERO”, detalle que sobrevalora la obra hasta lo infinito. Está realizada en 1948, el año al que nuestro insigne dramaturgo diese la primera campanada solemne con la “Historia de una escalera”.
El segundo de los cuadros que pude ver, lo conservaba como oro en paño Margarita. Es un bello retrato de 85 x 67 cm. De tamaño. En él aparece don Andrés José Quemada, padre de su dueña y amigo del pintor. Está sentado, con el brazo derecho reposando sobre una mesita de escritorio y un libro en su mano izquierda. Se trata, qué duda cabe, del trabajo de un artista conocedor del medio. Igual que el anterior fue pintado en Madrid, durante el mes de enero de 1948.
Uno, que admira y cree valorar el talento y la personalidad de don Antonio Buero Vallejo, que siempre tuvo a gala incluirlo entre los tres primeros autores dramáticos en lengua castellana del siglo XX -los otros dos serían García Lorca y Valle Inclán-, quiere ahora resaltar esta otra faceta de su importante quehacer, aquella para la que él creyó haber nacido, y que, como el tiempo se ha ido encargando de demostrar, no fue así. Don Antonio hubiera sido un pintor destacado, su talento le hubiese llevado a sobresalir, pero es muy posible que no hubiese pasado de allí. Probó fortuna en otra rama del arte que desde niño también le atraía, y ésta le sonrió desde el primer momento para que no tuviera dudas sobre qué decisión tomar en un futuro.
Guadalajara vino abriendo los ojos durante las últimas décadas de vida de este hijo simpar; título que nada ni nadie será capaz de quitarle; pero buena cosa es sacar a la luz la causa primera y única por la que Antonio Buero decidió marcharse de estas viejas riberas del Henares, y ofrecer a sus paisanos una muestra de aquellos “entretenimientos” de juventud, algunos de los cuales, por fortuna, se quedaron aquí.
Este mismo artículo se publicó en “Nueva Alcarria” en diciembre de 1994. Lo leyó don Antonio Buero, y días después me mando una carta de agradecimiento manuscrita, que guardo como un tesoro. De esa carta, y con relación a estos cuadros, trasncribo lo siguiente: «Mi viejo amigo Quemada, tan afectuoso siempre conmigo cuando yo no era nadie, me encargó esos dos óleos; se casó con Celia, una prima mía de Taracena. Ninguno de los dos está ya en el mundo.»
(Las fotos corresponden a las pinturas de su familiar Antonio José Quemada y Estampa segoviana).
Aún no había cumplido dieciocho años el joven Antonio Buero cuando su afición a la pintura se lo llevó de Guadalajara, su ciudad natal, hasta la Capital de España. Era por entonces Madrid, más que en ninguna otra época, el “rompeolas de todas las Españas”, y un atractivo fascinante para los espíritus inquietos, para los ánimos cargados de sueños y de proyectos. Un grupo importante de jóvenes insatisfechos, nombres que años después serían punteros en las distintas ramas del arte y del pensamiento español, ya por aquellos años había tomado Madrid y se habían convertido en un aliciente incontenible para atraer a tantos más que, con el correr del tiempo, se inscribirían así mismo en la nómina de los españoles universales.
Guadalajara carecía por entonces de un movimiento cultural que mereciera la pena. La ciudad se limitaba a tratar a sus hijos adolescentes con cariño, con una ternura a la que contribuía de manera eficiente el paisaje de sus alrededores; pero nada más. Antonio Buero, uno de aquellos mozalbetes a los que la horma de su ciudad les resultó pequeña, con toda la ilusión que le daba su edad y el título de bachiller por toda indumentaria, un buen día se marchó a Madrid. Así lo cuenta el ensayista malagueño Julio Mathías: “Pero en Guadalajara, a pesar de sus monumentos artísticos y de sus palacios cargados de historia y de leyenda, no hay posibilidad para un joven que aspira, sobre todas las cosas, a ser pintor. La pintura requiere, aparte de la vocación y la inspiración, un duro aprendizaje. Madrid y su Escuela de Bellas Artes de San Fernando le atraen. Solo cincuenta y seis kilómetros le separan de la casa paterna”.En cierta ocasión pasé por Taracena con el único fin de ver un par de pinturas de Buero Vallejo en el domicilio particular de algún familiar suyo. Su madre, doña Mari cruz Vallejo, había nacido en este apacible lugar cercano a la capital de provincia. Dos señoras de Taracena, Maria Luisa y Margarita, primas lejanas del autor, conservan colgados en lugares preferentes de sus casas dos pinturas de aquel Antonio Buero en sus años jóvenes.
Una de esas pinturas, la de menor tamaño, la guardaba con celo Maria Luisa. Representa una escena lejana en el tiempo de la Ciudad del Acueducto, que el autor tituló “Estampa segoviana”. En ella aparecen un hombre y una mujer, dos castellanos viejos ataviados con la indumentaria festiva de hace un ciento de años; como fondo, una parte del caserío y la torre del lugar. En uno de los ángulos aparece la firma del pintor “BVERO”, detalle que sobrevalora la obra hasta lo infinito. Está realizada en 1948, el año al que nuestro insigne dramaturgo diese la primera campanada solemne con la “Historia de una escalera”.
El segundo de los cuadros que pude ver, lo conservaba como oro en paño Margarita. Es un bello retrato de 85 x 67 cm. De tamaño. En él aparece don Andrés José Quemada, padre de su dueña y amigo del pintor. Está sentado, con el brazo derecho reposando sobre una mesita de escritorio y un libro en su mano izquierda. Se trata, qué duda cabe, del trabajo de un artista conocedor del medio. Igual que el anterior fue pintado en Madrid, durante el mes de enero de 1948.
Uno, que admira y cree valorar el talento y la personalidad de don Antonio Buero Vallejo, que siempre tuvo a gala incluirlo entre los tres primeros autores dramáticos en lengua castellana del siglo XX -los otros dos serían García Lorca y Valle Inclán-, quiere ahora resaltar esta otra faceta de su importante quehacer, aquella para la que él creyó haber nacido, y que, como el tiempo se ha ido encargando de demostrar, no fue así. Don Antonio hubiera sido un pintor destacado, su talento le hubiese llevado a sobresalir, pero es muy posible que no hubiese pasado de allí. Probó fortuna en otra rama del arte que desde niño también le atraía, y ésta le sonrió desde el primer momento para que no tuviera dudas sobre qué decisión tomar en un futuro.
Guadalajara vino abriendo los ojos durante las últimas décadas de vida de este hijo simpar; título que nada ni nadie será capaz de quitarle; pero buena cosa es sacar a la luz la causa primera y única por la que Antonio Buero decidió marcharse de estas viejas riberas del Henares, y ofrecer a sus paisanos una muestra de aquellos “entretenimientos” de juventud, algunos de los cuales, por fortuna, se quedaron aquí.
Este mismo artículo se publicó en “Nueva Alcarria” en diciembre de 1994. Lo leyó don Antonio Buero, y días después me mando una carta de agradecimiento manuscrita, que guardo como un tesoro. De esa carta, y con relación a estos cuadros, trasncribo lo siguiente: «Mi viejo amigo Quemada, tan afectuoso siempre conmigo cuando yo no era nadie, me encargó esos dos óleos; se casó con Celia, una prima mía de Taracena. Ninguno de los dos está ya en el mundo.»
(Las fotos corresponden a las pinturas de su familiar Antonio José Quemada y Estampa segoviana).
No hay comentarios:
Publicar un comentario