Durante la primavera de 1979 mantuve en su casa de Horche una grata conversación con Juan Francisco Martínez, uno de esos artistas naturales que muy de tarde en tarde aparecen de manera insospechada por cualquier parte y que, al cabo del tiempo, resultan ser cabeza de una dinastía de artistas, de una estirpe de hombres y mujeres de valía que tuvo un principio, pero que su final está por ver a lo largo de varias generaciones. Quiero recordar a Juan Francisco, en homenaje a él y a su huella perdurable, con sus propias palabras sacadas de aquella conversación perdida en la distancia de un cuarto de siglo. “Mis principios fueron una cosa imprevista. Después de la guerra faltaron muchos altares en las iglesias de por aquí. Yo era por entonces albañil; pero un albañil hasta cierto punto diferente, porque en el trabajo me gustaba recrearme un poco en los detalles. Me gustaban las cosas terminadas con gusto artístico, algo no muy corriente entonces en un albañil de pueblo. Al sacerdote de Horche, que había encargado un altar para la iglesia, le estafaron y no se lo vinieron a hacer; entonces me lo encargó a mí, que nunca había hecho nada semejante. Lo empecé con yeso, ladrillo, y una ornamentación un tanto elemental. Debió gustar bastante, porque muy pronto me empezaron a caer nuevos encargos.”
Así de sencillos, y de concretos, fueron los orígenes de una industria familiar admirable nacida allá por los primeros años de posguerra. Luego vendría la escayola para un retablo de Chiloeches, después la madera con la ayuda de un carpintero, hasta que los límites comarcales y provinciales resultaron pequeños, de tal modo que el propio Juan Francisco, ya al cabo de su vida laboral y con la ayuda de su hijo José Antonio, pudo ver los trabajos de su taller expuestos en establecimientos de arte tan distantes y tan dispares como las ciudades de Alicante y Santiago de Compostela, por nombrar sólo dos en regiones distintas. Juan Francisco murió a los ochenta años, con Premio Nacional de Artesano Ejemplar, con un taller bien montado, con dedicación exclusiva a la talla de madera, y con la satisfacción de ver incorporados al oficio no sólo a su hijo José Antonio, sino también a sus dos nietos, Álvaro y David, herederos directos -además de la sangre- del gusto por el trabajo y con la esperanza puesta en que la dinastía de artistas no termine en ellos.
Así de sencillos, y de concretos, fueron los orígenes de una industria familiar admirable nacida allá por los primeros años de posguerra. Luego vendría la escayola para un retablo de Chiloeches, después la madera con la ayuda de un carpintero, hasta que los límites comarcales y provinciales resultaron pequeños, de tal modo que el propio Juan Francisco, ya al cabo de su vida laboral y con la ayuda de su hijo José Antonio, pudo ver los trabajos de su taller expuestos en establecimientos de arte tan distantes y tan dispares como las ciudades de Alicante y Santiago de Compostela, por nombrar sólo dos en regiones distintas. Juan Francisco murió a los ochenta años, con Premio Nacional de Artesano Ejemplar, con un taller bien montado, con dedicación exclusiva a la talla de madera, y con la satisfacción de ver incorporados al oficio no sólo a su hijo José Antonio, sino también a sus dos nietos, Álvaro y David, herederos directos -además de la sangre- del gusto por el trabajo y con la esperanza puesta en que la dinastía de artistas no termine en ellos.
Hacía varios años que no había pasado por el taller, en la última ocasión aún vivía el abuelo. He vuelto en fechas recientes y debo confesar que salí de allí impresionado. Ya no son uno, ni tres, las personas que sacan adelante con su trabajo todo aquello. Son cerca de cuarenta, y cerca de cuarenta también las piezas que se acaban cada día en jornadas normales de producción. Las tallas de imaginería, columnas y estrados, junto a los retablos para iglesias que son de alguna manera la especialidad de la casa, ocupan el horario laboral en aquel taller tan meritorio, y tan desconocido para tantos guadalajareños que, siempre bajo mi personal criterio, tal vez sea ésta la industria con más alcance universal de las que tenemos en la Provincia, pues ya no es solamente España en todas sus regiones, sino Francia, Noruega y los Países Nórdicos, Canadá, Estados Unidos, toda la América del Sur, Rusia y los Países Árabes, entre otros muchos lugares dispares de la Tierra, los que disfrutan de los magníficos trabajos de talla elaborados en aquel rincón de la Alcarria. Gran parte de la imaginería adquirida por la Casa Real Española durante los últimos años ha salido de allí, y hasta quinientos retablos están en estos momentos repartidos por toda España. La Hermandad de la Semana Santa Marinera de la ciudad de Valencia los ha nombrado cofrades de honor, como reconocimiento a su aportación artística a la Semana Mayor de aquella ciudad levantina. Honores, méritos, reconocimientos, títulos, avalan en buen número la no demasiado larga historia de “Artemartínez”, y que, dicho sea de paso, honra no solo a ellos, dueños y trabajadores del taller, sino también, y por extensión, a todo un pueblo y a una provincia que no se distingue precisamente por ser amante y propagandista de sus propios valores. El carácter castellano, al que nos apuntamos todos cuantos lo somos, tiene, junto a otras muchas virtudes reconocidas, esa sonora deficiencia ¡Qué le vamos a hacer!
Ignoro si el personal de la casa estaría dispuesto a que el público acuda a los talleres de trabajo y salas de exposición que hay dentro del edificio en cualquier momento, dentro, claro está del horario laboral; pero pienso que sí, a la vista de la amabilidad con la que Álvaro me enseñó y me fue explicando todos los departamentos: talleres de pintura, de talla, de copia, almacenes de trabajos sin concluir, donde el visitante, además de poder admirar los varios cientos de obras acabadas, recibe de paso una lección magistral sobre cómo es y cómo se elaboran los retablos e imágenes que en tantas ocasiones nos han impresionado en catedrales, conventos e iglesias pueblerinas, que el vandalismo de los tiempos ha querido respetar. Nuestra provincia es toda ella un muestrario de ese tipo de piezas de arte, y el taller que hoy nos ocupa una escuela que nada tiene que envidiar a aquellas otras de los siglos del XIII al XVIII, aunque eso sí, teniendo a su favor los medios modernos, si bien, tanto antes como ahora, y así seguirá siendo por años y siglos, el arte en general, y muy en especial éste de la talla, requiere grandes dosis de atención, de paciencia, de oficio y de talento, ingredientes que a lo largo de la Historia sirvieron de base y de sostén a la personalidad del artista.
De las obras grandiosas con las que el hombre de a pie puede encontrarse al andar por los caminos del mundo, salidas todas ellas de este taller de la Alcarria, podríamos destacar dentro de nuestro país los retablos mayores de las iglesias de Priego y de San Clemente en Cuenca; de Mondéjar, con pinturas de Pedrós, en Guadalajara; de Vicálvaro y de la Virgen del Puerto en Madrid; de Abengible en Albacete; del santuario de la Virgen de Salobrar en Jaraiz de la Vera (Cáceres), y así hasta varios centenares de ellos, entre los que se contará dentro de poco otro grandioso que se está preparando para la iglesia alcarreña de Albares. Tal vez, y esto dentro de la imaginería, en la Semana Santa de la ciudad de Palencia tendrán ocasión de sacar a la calle un Cristo magnífico, made in Horche; lo he visto prácticamente acabado y así, esperando el momento de los últimos retoques, los ofrezco a los lectores en una de las fotografías que ilustran este trabajo.
Y todo empezó por el empeño y por el saber decir que sí a la oportunidad que ofreció la vida a un hombre inspirado, cuando allá por 1942 Juan Francisco Martínez se atrevió a poner manos a la obra en un altar, sin que hasta entonces hubiera hecho nada semejante. Con ejemplos como éste, aparte de otros más que la vida nos ha llevado a conocer, uno llega a pensar que las grandes obras que en el mundo merecen contar con la admiración del hombre, nunca han sido fruto de la casualidad y en muy pocas ocasiones de la buena fortuna, sino que siempre anda por medio el talento, la osadía y el amor al trabajo en las debidas proporciones. En el caso de esta admirable industria familiar aparecen los tres ingredientes, y tal vez alguno más, como la amabilidad en el trato de la gente que por allí encontré.
(N.A. Octubre, 2003)
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