Parada y fonda en los confines de la Alcarria, en Alcocer, cabecera que fue de la histórica Hoya del Infantado, donde estuvieron enterrados hasta el año 1936 los restos mortales de doña Mayor Guillen de Guzmán, la amante del rey Alfonso el Sabio. Es artículo de creencia popular en Alcocer que sus mujeres hicieron huir a una jarca descontrolada de moros, que desde Valencia entraron en tierras de Castilla devastándolo todo, tras la comitiva que conducía hasta la ciudad de Burgos los restos del Cid Campeador. En el pueblo sólo había mujeres y niños. Los hombres, como casi siempre en tiempos de reconquista, estaban en la guerra. Con la imagen de la Virgen, su patrona, sobre unas andas, y todas ellas ataviadas con trajes llamativos, cintas de colores, espejos sobre sus cabezas y otros adornos brillantes al sol, salieron del pueblo tocando ruidosamente tambores y latas, al encuentro de la desvandada morisma. Cuando los hijos de Mahoma vieron tantos reflejos metálicos y tal ruido de tambores, debieron pensar que se trataba de un ejército de choque bien organizado que les salía al encuentro, y huyeron despavoridos dejando en relativa paz a los pueblos de Castilla, en donde aún se lloraba la muerte de Rodrigo de Vivar. Hoy, recuperada del olvido hace sólo unos años, las mujeres de Alcocer, revestidas como sus abuelas del siglo XI, celebran con todo esplendor como recuerdo la fiesta de “Las Mayordomas” el domingo siguiente al día del Corpus.
Al pueblo de El Sotillo, en la Alcarria del Alto Tajuña, conviene acercarse alguna vez en Semana Santa. El origen de la costumbre se pierde en la noche de los tiempos; pero es el caso que la pureza costumbrista, heredada de sus antepasados, se conserva allí con una autenticidad y una entraña sorprendentes, y se seguirá conservando mientras que haya gente mayor que lo ponga en práctica, que, como es fácil suponer, cada vez son menos.
El día de la Cruz de Mayo, es costumbre entre las mujeres de El Sotillo rezar los mil Jesuses, valiéndose de un rosario para llevar la cuenta, al que le dan, justo, veinte vueltas. Repiten la palabra “Jesús” cincuenta veces en cada vuelta y antes de seguir recitan versos como éste:
¿De dónde vienes, mi buen Jesús
tan triste y desconsolado?
Vengo recién azotado
y de espinas coronado
y acuestas traigo la Cruz.
Durante la noche del Jueves Santo, es costumbre que las piadosas mujeres del lugar canten lo que ellas llaman “La Sagrada Cena” y “El reloj de Jesús”, veinticuatro estrofas, una por cada hora del día y de la noche. Como canto introductorio entonan una cuarteta que dice:
Es la Pasión del Señor
un reloj de gracia y vida,
reloj y despertador
que a gemir y a orar convida.
Para la tarde del Viernes Santo se deja en El Sotillo el rezo de los 33 credos, un credo por cada año de la vida de Cristo. Se reza en grupitos de mujeres, paseando por un camino y sin volver la cabeza atrás. A veces —¡qué le vamos a hacer!— los gamberrotes del pueblo, que los hay, los hubo y seguramente que los habrá, les tiran piedras para que vuelvan la cabeza y tengan que comenzar de nuevo.
Es la Semana Santa de El Sotillo, un pueblo chiquito perdido en la Alcarria de Cifuentes, cerca de Las Inviernas.
El día de la Cruz de Mayo, es costumbre entre las mujeres de El Sotillo rezar los mil Jesuses, valiéndose de un rosario para llevar la cuenta, al que le dan, justo, veinte vueltas. Repiten la palabra “Jesús” cincuenta veces en cada vuelta y antes de seguir recitan versos como éste:
¿De dónde vienes, mi buen Jesús
tan triste y desconsolado?
Vengo recién azotado
y de espinas coronado
y acuestas traigo la Cruz.
Durante la noche del Jueves Santo, es costumbre que las piadosas mujeres del lugar canten lo que ellas llaman “La Sagrada Cena” y “El reloj de Jesús”, veinticuatro estrofas, una por cada hora del día y de la noche. Como canto introductorio entonan una cuarteta que dice:
Es la Pasión del Señor
un reloj de gracia y vida,
reloj y despertador
que a gemir y a orar convida.
Para la tarde del Viernes Santo se deja en El Sotillo el rezo de los 33 credos, un credo por cada año de la vida de Cristo. Se reza en grupitos de mujeres, paseando por un camino y sin volver la cabeza atrás. A veces —¡qué le vamos a hacer!— los gamberrotes del pueblo, que los hay, los hubo y seguramente que los habrá, les tiran piedras para que vuelvan la cabeza y tengan que comenzar de nuevo.
Es la Semana Santa de El Sotillo, un pueblo chiquito perdido en la Alcarria de Cifuentes, cerca de Las Inviernas.
Y desde allí, sin salir de la comarca alcarreña, nos marchamos a las vegas del río San Andrés, a cuatro pasos de la villa de Budia. En el pueblo de San Andrés del Rey, colgado sobre unas peñas por encima del estrecho vallejo por el que pasa el río, se vive cada amanecida del día de San Juan un hecho memorable, al que los vecinos conocen como “El paso del Marojo”, un rito ancestral a pleno campo, a través del cuál aseguran en el propio San Andrés, en los Yélamos y en el vecino Budia, que se han curado de hernia inguinal cientos de niños.
El acto tiene lugar en un determinado paraje del término, donde previamente se ha rajado un marojo tierno tirando de sus ramas. Un hombre se sube a la copa de un árbol del contorno y anuncia a gritos que el sol está apunto de salir. Cuando el astro inicia su aparición por el horizonte, el vigía lo hace saber a la concurrencia con otro grito. El niño ha de estar completamente desnudo. Mientras el sol va saliendo, un hombre llamado Juan entrega el niño a una mujer de nombre María, pasándolo por entre las ramas del árbol, a la vez que dice: «Este niño ha de sanar la mañana de San Juan. Tómalo, María». La mujer, seguidamente, repite la acción y pronuncia la misma frase con un «Tómalo, Juan». Y así por tres veces. Luego ponen al niño, supuestamente curado, en los brazos de su madre, a la que saludan los asistentes a la ceremonia con otra frase ritual: «Dios y San Juan quieran que el marojo lo sane». Los padrinos, a los que llaman Juanes, cierran la raja que se hizo en el tronco del árbol, la rodean con peladuras tiernas de mimbre y las recubren con barro. Si la herida en el marojo cicatriza, el niño sanará; si no es así, continuará enfermo. Todo depende de la fe de los padres. Al arbolillo cicatrizado se le pondrá el nombre del niño, y quedará exento de que alguna mano despiadada lo llegue a talar.
El acto tiene lugar en un determinado paraje del término, donde previamente se ha rajado un marojo tierno tirando de sus ramas. Un hombre se sube a la copa de un árbol del contorno y anuncia a gritos que el sol está apunto de salir. Cuando el astro inicia su aparición por el horizonte, el vigía lo hace saber a la concurrencia con otro grito. El niño ha de estar completamente desnudo. Mientras el sol va saliendo, un hombre llamado Juan entrega el niño a una mujer de nombre María, pasándolo por entre las ramas del árbol, a la vez que dice: «Este niño ha de sanar la mañana de San Juan. Tómalo, María». La mujer, seguidamente, repite la acción y pronuncia la misma frase con un «Tómalo, Juan». Y así por tres veces. Luego ponen al niño, supuestamente curado, en los brazos de su madre, a la que saludan los asistentes a la ceremonia con otra frase ritual: «Dios y San Juan quieran que el marojo lo sane». Los padrinos, a los que llaman Juanes, cierran la raja que se hizo en el tronco del árbol, la rodean con peladuras tiernas de mimbre y las recubren con barro. Si la herida en el marojo cicatriza, el niño sanará; si no es así, continuará enfermo. Todo depende de la fe de los padres. Al arbolillo cicatrizado se le pondrá el nombre del niño, y quedará exento de que alguna mano despiadada lo llegue a talar.
(En la foto "Salida de la procesión de Las Mayordomas en Alcocer"
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