LA RICA HEMBRA DE GUADALAJARA
Se trata de un personaje singular el que quedó registrado en la Historia de Guadalajara con ese nombre. Se llamó doña Juana de Mendoza, hermana del primero de los Diego Hurtado de Mendoza, y a la sazón viuda del Adelantado Mayor de Castilla don Diego Gómez Manrique de Lara, muerto por los portugueses en la batalla de Aljubarrota.
Se cuentan de esta bellísima y brava mujer hechos extraordinarios, tales como no permitir que bajasen el puente del castillo donde solían pasar el verano una noche que su marido regresó tarde, arguyendo que ninguna castellana honesta podía abrir las puertas de su castillo a nadie en ausencia de su marido. En otra ocasión uno de sus secretarios, enamorado de ella perdidamente, le hizo llegar una carta de amor entre los papeles que le había preparado para la firma. A la mañana siguiente el infeliz amaneció ahorcado a la vista de todos, pendiente de una reja que había frente al castillo.
Pero lo más extraordinario que se cuenta de esta extraña mujer, fue cómo se gestó después de ser viuda su segundo matrimonio con don Alonso Enríquez, hijo primogénito del Maestre de Santiago don Fadrique, y sobrino, por tanto, del rey Enrique II de Castila. Don Alonso, con una recomendación a su favor escrita y firmada por el propio Rey, osó presentarse ante la dama con pretensiones matrimoniales, como uno más de los grandes de la Corte que se atrevieron a hacerlo después de la muerte de su marido. Doña Juana leyó temblorosa la carta en su presencia, mientras que él permanecía galante a sus pies rodilla en tierra. Con todo el desdén propio de algunos miembros de la familia Mendoza, le respondió: “Faltaría más, que yo me case ahora con el hijo de una mujer judía”. La reacción del pretendiente no fue otra que levantarse airado y asentar en el rostro de la bella dama tal bofetada que le dejó marcada en el rostro la señal de la mano. Ella llamó a gritos a los criados de la casa familiar (hoy Palacio de los Duques del Infantado) para que detuvieran al agresor antes de que escapase y que llevasen aviso al cura de la parroquia para que se hiciera presente con urgencia en el lugar del suceso. Maniataron al ofensor, y cumpliendo la orden de su señora fueron a la cercana iglesia de Santiago a llamar al cura. Pensaron que sería para administrarle los últimos sacramentos antes de llevarlo a la horca; pero no fue así, pues ante el sorprendido auditorio la bella dama dijo al clérigo: “Padre, dispóngase a casarme enseguida con este hombre”, cosa que el cura cumplió con toda prontitud. Al ser preguntada sobre el porqué de tan extraño comportamiento, doña Juana de Mendoza respondió con esta frase lapidaria que ha pasado literal al extenso anecdotario mendocino: “Porque no se dijese que hombre alguno, fuera de mi marido, había osado abofetearme”.
La historia local cuenta y no acaba de la extraña conducta de aquella bellísima mujer; por ejemplo: una vez que su marido llegó tarde al castillo donde pasaban una temporada de verano, ella dio orden de no bajar el puente, arguyendo que ninguna castellana honesta podía abrir las puertas del castillo a nadie en ausencia de su marido.
Estas cosas ocurrieron aquí, en la Guadalajara madre, en la Guadalajara de España; son como las gotas de limón con las que se rocía la sabrosa paella de su historia más próxima, si no en el tiempo, sí en el espacio.
Se trata de un personaje singular el que quedó registrado en la Historia de Guadalajara con ese nombre. Se llamó doña Juana de Mendoza, hermana del primero de los Diego Hurtado de Mendoza, y a la sazón viuda del Adelantado Mayor de Castilla don Diego Gómez Manrique de Lara, muerto por los portugueses en la batalla de Aljubarrota.
Se cuentan de esta bellísima y brava mujer hechos extraordinarios, tales como no permitir que bajasen el puente del castillo donde solían pasar el verano una noche que su marido regresó tarde, arguyendo que ninguna castellana honesta podía abrir las puertas de su castillo a nadie en ausencia de su marido. En otra ocasión uno de sus secretarios, enamorado de ella perdidamente, le hizo llegar una carta de amor entre los papeles que le había preparado para la firma. A la mañana siguiente el infeliz amaneció ahorcado a la vista de todos, pendiente de una reja que había frente al castillo.
Pero lo más extraordinario que se cuenta de esta extraña mujer, fue cómo se gestó después de ser viuda su segundo matrimonio con don Alonso Enríquez, hijo primogénito del Maestre de Santiago don Fadrique, y sobrino, por tanto, del rey Enrique II de Castila. Don Alonso, con una recomendación a su favor escrita y firmada por el propio Rey, osó presentarse ante la dama con pretensiones matrimoniales, como uno más de los grandes de la Corte que se atrevieron a hacerlo después de la muerte de su marido. Doña Juana leyó temblorosa la carta en su presencia, mientras que él permanecía galante a sus pies rodilla en tierra. Con todo el desdén propio de algunos miembros de la familia Mendoza, le respondió: “Faltaría más, que yo me case ahora con el hijo de una mujer judía”. La reacción del pretendiente no fue otra que levantarse airado y asentar en el rostro de la bella dama tal bofetada que le dejó marcada en el rostro la señal de la mano. Ella llamó a gritos a los criados de la casa familiar (hoy Palacio de los Duques del Infantado) para que detuvieran al agresor antes de que escapase y que llevasen aviso al cura de la parroquia para que se hiciera presente con urgencia en el lugar del suceso. Maniataron al ofensor, y cumpliendo la orden de su señora fueron a la cercana iglesia de Santiago a llamar al cura. Pensaron que sería para administrarle los últimos sacramentos antes de llevarlo a la horca; pero no fue así, pues ante el sorprendido auditorio la bella dama dijo al clérigo: “Padre, dispóngase a casarme enseguida con este hombre”, cosa que el cura cumplió con toda prontitud. Al ser preguntada sobre el porqué de tan extraño comportamiento, doña Juana de Mendoza respondió con esta frase lapidaria que ha pasado literal al extenso anecdotario mendocino: “Porque no se dijese que hombre alguno, fuera de mi marido, había osado abofetearme”.
La historia local cuenta y no acaba de la extraña conducta de aquella bellísima mujer; por ejemplo: una vez que su marido llegó tarde al castillo donde pasaban una temporada de verano, ella dio orden de no bajar el puente, arguyendo que ninguna castellana honesta podía abrir las puertas del castillo a nadie en ausencia de su marido.
Estas cosas ocurrieron aquí, en la Guadalajara madre, en la Guadalajara de España; son como las gotas de limón con las que se rocía la sabrosa paella de su historia más próxima, si no en el tiempo, sí en el espacio.
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