miércoles, 23 de marzo de 2011

EL FUERTE DE SAN FRANCISCO


Es el nombre con el que se conoce hoy al edificio y dependen­cias anexas del más importante de los conventos francis­canos que tuvo Guadalajara. Queda, con su moderna torre como enseña, situado sobre un altillo a la vera del camino según se sale de la capital por la antigua carretera de Zaragoza.
Se cree que lo fundó doña Berenguela para uso y residencia de los caballeros Templarios. Luego pasó a la Orden Franciscana, contando con el apoyo incondicional y permanente de la familia Mendoza. En 1395 fue destruido en su totalidad por un incendio. Don Diego Hurtado de Mendoza, y su hijo el Gran Cardenal se encargaron de levantarlo de nuevo, adornando su iglesia con retablo y pinturas de Antonio del Rincón, de las cuales todavía se conservan algunas en la Sala de Juntas del Ayuntamiento.
Como convento tuvo gran importancia, contando en el siglo XVI con más de setenta frailes residentes. Lo saquearon y profana­ron los ejércitos franceses de Napoleón durante la Guerra de la Independencia, y la Ley de Mendizábal lo dejó completamente vacío de objetos artísticos algunos años después. En el año 1841 fue cedido al Ministerio de la Guerra, que hizo de él un centro especializado en formación técnica militar, construyendo en su entorno una colonia residencial, muestra interesante de la arqui­tectura del siglo XIX.
Todavía puede verse la gran portada neoclásica del convento franciscano que fue; y el cuerpo de su iglesia; y las ruinas del panteón de la familia Mendoza, imitando al de Reyes de El Esco­rial, y que fue construido a principios del siglo XVIII cubrién­do­lo casi todo él con mármoles rosa y negro, para sufrir cien años después el saqueo y la profanación de sus tumbas, con lo que se perdió una de las muestra más impresionantes del arte barroco guadalajareño. Recientemente ha sido restaurado, si bien es prácticamente imposible poderlo dejar, en conjunto, en las mismas condiciones en las que se encontraba antes de su profanación.
La casualidad quiso que a lo largo de su historia fuese cárcel de dos grandes personajes de la literatura española: del Arcipreste de Hita primero, y en el verano de 1825, pasó varios meses como prisione­ro dentro de sus muros el famoso poeta del Romanticismo José de Espronceda. Fue condenado éste último por sentencia de un tribunal militar, siendo todavía un adoles­cente, por pertene­cer al grupo "Los Numantinos" que actuaba en Madrid, de manera clandestina, contra los poderes totalitarios del Rey Fernando VII.

(En la fotografía: Iglesia del Fuerte de San Francisco desde la Plaza de Bejanque)

martes, 15 de marzo de 2011

GALERÍA DE NOTABLES (VIII): ANA DE MENDOZA


Aunque es más conocida como la Princesa de Éboli, su nombre fue Ana de Mendoza y de la Cerda. Nació en Cifuen­tes el año 1540, y murió en Pastrana en 1592. Hija de Diego Hurtado de Mendoza, conde de Melito. Contrajo matrimonio en 1552, que no se llegaría a consumar hasta siete años más tarde, con Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli.
Cuando al morir su esposo en 1573 se retiró al convento carmelita de Pastrana, era dueña de una gran fortuna. En el convento que fundara Santa Teresa a petición suya, pasó tres años especialmente agitados. Allí se impuso el nombre de Ana de la Madre de Dios y creó infinidad de problemas tanto a las monjas como a la madre fundadora, de manera que hubo de intervenir el monarca, Felipe II, aconsejándole que abandonase el convento y dedicara su vida a la atención de sus hijos, que fueron diez. Poco después regresó de nuevo a la Corte.
La leyenda nos la presenta hermosa, aunque tuerta de un ojo por accidente infantil ocurrido junto al castillo de Cifuentes. La leyenda negra la convierte en amante del rey Felipe II, y de su secretario Antonio Pérez, con quien mantuvo secretas negocia­ciones de orden político. Parece ser que el monarca, al conocer algunas de estas secretas escaramuzas, ordenó la detención de Antonio Pérez y de la propia Princesa de Éboli el 28 de julio de 1579, con lo que desapareció de raíz el que bien se hubiera podido llamar Partido Ebolista.
Doña Ana de Mendoza estuvo encerrada en la fortaleza de Santorcaz durante dos años, y a partir de 1581 fue confinada a su palacio de Pastrana, en donde permaneció hasta su muerte acaecida en febrero de 1592. Los restos mortales de la Prince­sa de Éboli, así como los de su esposo Ruy Gómez de Silva, se encuen­tran en el panteón familiar de la colegiata de Pastrana, mandada reconstruir por su hijo el obispo Fray Pedro González de Mendoza.

jueves, 3 de marzo de 2011

NUESTROS RÍOS: EL JARAMA



«Tenía el campo el color ardiente de los rastrojos. Un ocre inhóspito, sin sombra, bajo el borroso, impalpable sopor de aquella manta de tamo polvoriento. Sucesivas laderas se iban apoyando, ondulantes, las unas con las otras, como lomos y lomos de animales cansados. Oculto, hundido entre los rebaños, discurría el Jarama. Y aún al otro lado, los eriales incultos repetían otra vez aquel mismo color de los rastrojos, como si el cáustico sol de verano uniformase, en un solo ocre sucio, todas las variaciones de la tierra.» (R. Sánchez Ferlosio. “El Jarama”).

El texto anterior, transcrito de aquella magnífica novela con la que Sánchez Ferlosio ganó el Premio Nadal en el año 1955, y que aportó cierto aire de novedad a la narrativa de su tiempo, se refiere, efectivamente, a las tierras del Jarama, como tal reza el título del libro. Son el escenario donde el autor sitúa la acción y coloca a los personajes: un grupo de muchachos y muchachas de Madrid que acuden, con los escasos medios de la España de posguerra, a pasar un fin de semana en las riberas del río.
No es nuestro Jarama exactamente ese que el autor toma para sí en donde situar el hecho de su novela. El nuestro, el Jarama al que nos referiremos aquí, aun siendo el mismo, se trata del río montaraz que baja hasta las tierras de la Campiña desde lo más elevado del Macizo dejando a su paso rincones increíbles, el Jarama del agua transparente que prefieren los pescadores de truchas, enseña común de tantos pueblecitos de aquella serranía en la que el río se utilizó, durante generaciones y generaciones, como recurso natural al que acudir a todas horas, regando huertos y sirviendo como abrevadero para sus ganados durante las largas jornadas de la primavera y del verano.
Decenas de nombres propios acuden a la memoria al pronunciar tan solo el nombre de este río, que como si fuera un niño, se envuelve en un diminutivo al poco de nacer: Jaramilla. Así es como se le dicen por aquellos lugares que más cerca o más lejos, pero siempre a un lado o a otro del puerto de la Quesera, serán testigos del milagro de su nacimiento al unirse en una sola corriente las aguas de distintos manantiales. Nombres de pueblos, de montañas, de plantas silvestres, de cérvidos y alimañas, de personas entrañables que en tantas ocasiones nos dieron con su manera de vivir y de comportarse una lección magistral de fortaleza de cuerpo y espíritu, de magnanimidad y de hombría de bien como virtudes innatas.
Pero comencemos a caminar por trochas de ganado y por carreteras estrechas lo más cerca posible de las aguas del río, buscando lo que por allí sólo se puede buscar: el sano ambiente de las montañas, el olor a campo y la paz irrompible de los pueblos.
Uno no sabe por dónde empezar teniendo delante de los ojos una explosión natural tan impresionante como la que ahora tiene. Tierra gris de piedra laminada y de maleza, con el mundo bajo los pies al pensar que algunos de los picos que avecinan el nacimiento del río, rayan los 2.000 metros de altura sobre el nivel del mar y que otros los sobrepasan. La temperatura, demasiado fresca, es la única nota negativa que a primeras horas de la mañana nos podría complicar la estancia. A medida que las horas pasen estamos seguros de que hasta el clima será nuestro aliado.
Bocígano, Cardoso, Colmenar, Peñalba, Cabida, Corralejo (cada uno un paisaje y una historia diferente), Majaelrayo, Campillo de Ranas…, unos a la izquierda y otros a la derecha del cauce del río, son nombres de pueblos tan unidos a la montaña como el de sus propios accidentes. El Jaramilla baja por entre unos y otros dibujando estrechos y creando al pasar rincones sublimes. Es preciso estar allí, verlos con los ojos y respirar su ambiente a plantas olorosas para completar la noción. Entre Campillo de Ranas y Corralejo se cuela el río, niño aún, bajo un puente monumental de lajas de pizarra, una hermosa obra de ingeniería que en nada daña la espectacularidad del paisaje. Hasta hace pocos años, cuatro o cinco creo yo, no era posible llegar en automóvil hasta esa media docena de pueblecillos nuestros que están al otro lado del puerto. Ya se puede acceder a ellos y disfrutar del camino difícil. Se va por carretera estrecha y muy pina, pero vale la pena viajar por allí alguna vez en la vida; sólo en el buen tiempo, por supuesto.
El río comienza a llamarse Jarama poco más abajo. Sigue tomando caudal de nuevos afluentes, como el Berbellido que dejamos atrás, y al poco se embalsa en el pantano del Vado, donde recibe las aguas del arroyo Vallosera que baja desde la sierra.
No cruza el Jarama por mitad de pueblo alguno en su descenso precipitado por aquella comarca situada al poniente de la Provincia, por los límites casi con la sierra de Madrid a tales alturas. Son pueblos pequeños a un lado y a otro los que va dejando al pasar, rincones de ensueño que revitaliza cada primavera y cada verano como escondidos paraísos de los que pueden gozar durante el buen tiempo, desde que el mundo es mundo, los que viven allí y ahora, naturalmente, los incondicionales del veraneo y de las vacaciones tierra adentro, que, por cierto, cada vez son más.
Retiendas en su margen derecha y Valdesotos a la izquierda, son los dos primeros de esos pueblos por cuyos términos discurre el río, limpio aún, a su salida del pantano del Vado. Las ruinas de Bonaval, el viejo monasterio cisterciense, muestrario incomparable del más puro estilo tardorrománico de nuestra provincia, las tenemos allí, adormeciendo su misterio de siglos y su abandono, de siglos también, cada tarde y cada noche con el soniquete del río que pasa lamiéndole los muros. Luego Tortuero, con el arroyo Concha que descarga en el Jarama, después de haber dejado atrás al pueblo anclado en la vega y un puente de piedra harto original y harto antiguo, testigo cada verano del gozo de los bañistas en una poza entre las piedras, piscina natural al servicio de los veraneantes. Y Puebla de Valles más abajo, la villa serrana que, de puro original, se permite el lujo de mantener como un santón bajo el campanario de su iglesia un olivo milenario con fiesta propia. Y Valdepeñas de la Sierra, un pueblo en alto que me atrevo a recomendar a nuestros lectores. Y Alpedrete de la Sierra, el Alpedrete nuestro que está situado entre dos aguas: las del Jarama y las del Lozoya, que también se unen en un solo cauce justo en el límite de las dos provincias, la de Guadalajara y la de Madrid, y por caprichos del destino también en el límite de dos comunidades distintas. Lo que son las cosas.
El embalse del Pontón de la Oliva anuncia el adiós del Jarama a su provincia natal. A partir de allí discurre durante un buen espacio (veinte kilómetros, quizás) sirviendo de frontera natural entre las dos provincias, para encontrar salida en tierras de Madrid por Talamanca; luego Paracuellos, Mejorada y San Martín de la vega, hasta morir en el Tajo por Aranjuez, después de haber hecho causa común poco antes con el más alcarreño de todos los ríos: el Tajuña, del que nos ocuparemos en otro momento.

(En la fotografía: Paisaje de montaña en el Alto Jarama)