miércoles, 23 de octubre de 2013

PREGÓN DEL "VI DIA DE LA SIERRA"



PREGÓN DEL “VI DÍA DE LA SIERRA”
Zarzuela de Jadraque, 19-X-2013

            Nos encontramos aquí esta mañana de otoño situados en la Plaza Mayor de uno de los pueblos más característicos de la Sierra Norte de Guadalajara, Zarzuela de Jadraque; pueblo singular, como lo son la inmensa mayoría de los de esta sierra, con un origen posiblemente vacceo, es decir, una mezcla de iberos y celtas, que habitaron en pequeños poblados de estas montañas donde debieron de avistar una solución a su vida, en aquellos tiempos de los que nos separan miles de años; gentes de diferente origen, en cuya convivencia diaria no debieron de faltar los pleitos ni las discordias tribales, bien por los pastos para sus ganados, bien por la leña de sus bosques en un ambiente tan crudo, si pensamos en los largos inviernos de nieves y celliscas de los que, todavía damos fe.
            Nos encontramos como en el centro mismo de un espacio rebosante de personalidad, repleto de motivos capaces de cambiar la vida, o de orientarla, como lo fue en mi caso, por unos derroteros muy distintos de los que jamás y en circunstancias normales hubiera podido imaginar; gracias al embrujo de esta tierra, que tan sólo se reconoce y se valora cuando se la descubre. Soy “Serrano” desde el día que nací porque así lo dice mi apellido, puro legado de familia. Pero también soy “serrano”, adjetivo, por vocación y por derecho de consorte desde el día en que me uní en matrimonio con mi mujer (el próximo jueves se cumplirán cincuenta años), hija de esta tierra, cumpliéndose al pie de la letra lo que años antes la señora de la pensión de la calle Museo, me había vaticinado la primera vez que vine a Guadalajara, camino de Cantalojas, para tomar posesión de su escuela de niños. Era el mes de abril del año 1958, yo acababa de cumplir diecinueve años. Servicio Militar llegado el momento, y nueva toma de posesión en otro pueblo cercano, Galve de Sorbe, al reclamo de aquello tan importante que me había dejado por allí. En los inviernos de Galve, pasé muchas horas leyendo a los clásicos, aprovechando las últimas ascuas de la estufa de mi escuela después de la clase de la tarde. Leí mucho, comencé a escribir y a publicar mis primeras cosas, actividad nacida en la soledad de esta serranía y a la que después habría de dedicar casi la mitad de mi vida, siempre con las tierras de Guadalajara como principal motivo delante los ojos, y de una forma muy especial, como no podía ser menos, con esta Sierra Norte a primera vista, que siempre he procurado guardar cerca del corazón, que me ha llevado a ser feliz y a la que debo tanto.



           Hablaba al principio de una tierra cargada de personalidad, de una tierra que se distingue y que conozco por experiencia la admiración que se siente cuando se viene a ella por primera vez. Hace cuarenta o cincuenta años, pasado el límite de nuestra frontera provincial, incluso dentro de ella, nada o casi nada se sabía de lo que esto es. En las provincias de nuestro entorno, con excepción de otros lugares del Macizo, relativamente cercanos, muy pocos habían oído hablar del pico Ocejón, del hayedo de Tejera Negra, del estilo arquitectónico y de otras particularidades esenciales de los Pueblos Negros, de la Ruta del Románico Rural, de nuestras fiestas de “botargas” y de nuestro folclore serrano, tan  rico y tan antiguo, que se va conservando con ejemplar pureza, tantas veces a costa de sacrificio por amor a la tierra, y pongo como ejemplo las actividades que a lo largo del año programa y realiza la Asociación “Serranía de Guadalajara” que preside Fidel Paredes, promotora de actos como éste, no siempre reconocidos y mucho menos apoyados por quienes tendrían la obligación de hacerlo; pues, en definitiva, no persiguen sino el reconocimiento y la conservación de los valores artísticos y culturales del pasado por puro altruismo con sus propias raíces.
            Y llegados aquí, perdonad que tenga que acusar con todo dolor a quienes, bien desde sus puestos de responsabilidad en los ayuntamientos, o desde su condición de propietarios, no hacen lo posible y lo imposible por conservar lo poco que va quedando del patrimonio personal y único por el que se distingue esta tierra. Con esto me refiero a la guarda y atención de tantos detalles particulares, anónimos monumentos y construcciones del pasado, piezas de esta particular arquitectura, que poco a poco van desapareciendo por el simple hecho de considerarlos inservibles o anticuados: viejos hornos del pan, fraguas, parideras de ganado, molinos de río, calvarios, ermitas, cruces de término o de bendecir los campos, escudos e inscripciones sobre las viejas piedras de algunas fachadas…, que son el aval de nuestra cultura y de nuestro ser en el mundo, como lo son nuestras fiestas o nuestras costumbres, detalles que dignifican, y que la gente, cada vez más, reclama y valora. No convirtamos nuestros pueblos y sus alrededores en algo anodino, en desolados parajes sin contenido por falta de autoestima. Reconoceréis conmigo, que en este sentido se han hecho en el pasado auténticas barbaridades.    
           

            Las nuevas maneras de vivir han supuesto un cambio tajante en el medio rural de toda Castilla, cuyos efectos y consecuencias se han hecho sentir en esta serranía de un modo especial y definitivo. Nuestros pueblos, en cuestión de servicios, de comodidades domésticas y de medios para el trabajo, han mejorado de forma importante. Los prados y los henares de la Sierra ya no se siegan con aquellos dalles que había que picar casi todas las tardes del mes de junio a la hora de la siesta; los acarreos a lomo de caballerías o de carretas tiradas por mulas o por vacas, fueron como una liturgia que los más jóvenes apenas si conocen por viejas fotografías. Ahora son las máquinas, cada vez más perfectas y sofisticadas, las que realizan esos trabajos. La higiene y el confort han entrado a los hogares, a los pocos hogares que permanecen con vida propia durante todo el año, y no digamos de esos otros que se usan como lugar de disfrute durante los meses de verano y algunos fines de semana, levantados de nueva planta o restaurados por generaciones posteriores sobre las viejas viviendas de los que se fueron, allá por los años sesenta, en busca de nuevos horizontes y de un futuro mejor para ellos y sobre todo para sus descendientes. “Así no se puede vivir, la juventud se va y nuestros brazos viejos acaban cediendo”, me solía repetir muchas veces por aquellos años,  el Tío Mateo  Crespo de Cantalojas.
            La vida ha ido cambiando a velocidad de vértigo. Eran tiempos distintos. Los pueblos se fueron haciendo otros a medida que se cerraban las escuelas y se clausuraban las plazas de los médicos, transformándose al cabo de los años en la realidad actual, que nos es otra que una tierra privilegiada en la que falta el elemento humano, un cuerpo hermoso, sí, pero escaso de vitalidad, de juventud, de niños que corran por sus calles, que es donde reside el futuro de los pueblos. Si sirve de dato esclarecedor, diré que soy testigo de que en uno de estos lugares de la Sierra, Cantalojas, hace cincuenta años había cien niños en edad escolar, 52 varones y 48 niñas; el pueblo andaba en torno a los 500 habitantes; y en proporción bastante parecida estaban ocupadas las dos escuelas de Galve de Sorbe. La primera de las poblaciones citadas, Cantalojas, tiene hoy una docena escasa de niños en su única escuela, incluidos los de Galve que, por primera vez en toda la historia, ha visto su escuela clausurada.
            Permitid que manifieste así mismo mi preocupación, que también es la vuestra, por cuanto a una  deficiencia que a menudo se da en nuestros pueblos: la atención sanitaria de la zona, un servicio por el que en tiempo no lejano tuvisteis justificadas quejas, y que al final conseguisteis solucionar. Personal fantástico y competente el que atiende nuestros centros de salud, ciertamente, pero es necesario considerar su trabajo como fundamental, ya que de ellos depende en gran parte la supervivencia de tanta gente mayor como vive en estos pueblos.

            ¿Y qué decir de los desastres que con tanta frecuencia ocasionan los lobos a vuestros ganados? Pienso en Miguelín, mi antiguo alumno de Galve, que lleva sobre sus espaldas la carga de varias decenas de reses muertas. El importe de esas reses debe correr en justicia a cargo de la Administración, habida cuenta de que existe una ley de protección a los animales dañinos que las producen -cosa que intento comprender-, pero que me fuerza a advertir que tomen la debida nota quienes tienen la responsabilidad y el deber de sufragar los gastos.
 
            Han sido, vuelvo a repetir, los nuevos tiempos los que han dado la vuelta al vivir de estos pueblos, a la realidad de lo que hoy son. Las posibilidades para salir adelante claro que las hay, costosas, pero estoy seguro de que las hay, naturalmente que sin volver al pasado, porque cada tiempo tiene sus problemas y sus soluciones. Es preciso pensar seriamente en lo que tenemos, en lo que hay y en lo que esta tierra es capaz de dar, y ponerse manos a la obra. Se trata de un problema generalizado en todo el medio rural a mayor o menor escala, del que es preciso salir haciéndole frente fuera de toda pasión, con inteligencia, caminando juntos, estudiando las posibilidades de las que disponemos y orientando el futuro hacia lo que exige la sociedad del siglo XXI. La ganadería serrana goza de un bien merecido prestigio; el escenario en el que estamos situados por cuanto a su aspecto geográfico, climatológico, paisajístico y de salubridad se refiere, es envidiable para unos tiempos en los que prima la contaminación y el desasosiego; por ahí creo que es por donde debemos caminar después de un estudio serio, buscando ayudas donde las haya y no escatimando el trabajo y el tesón que requiera el conseguirlo; pero, no lo olvidemos, siempre caminando juntos, algo fundamental porque es de donde saldrá la fuerza.
            Hay que aprovechar, amigos de esta tierra, los modernos medios de información y de comunicación de los que ahora se dispone, como conducto eficaz para darnos a conocer y llegar al gran público, y hacerles saber que estamos aquí, en este olvidado paraíso, pero que no hemos perdido la esperanza de ocupar el sitio que nos corresponde y que en el futuro, un futuro lo más cercano posible, llegue a ser algo más que una comarca residencial de temporada para nosotros mismos, que ya es algo, pero es muy poco. Es grande la tarea que se tiene a la vista para revitalizar el medio centenar de pueblos de esta Serranía. En el turismo, porque atractivo lo tiene, si es que todos nos comprometemos en cuidarlo y en protegerlo; y en la cría y aprovechamiento del ganado, con algunas industrias derivadas como consecuencia, considero que está una buena parte de nuestro futuro. Hacia ahí hay que mirar. Se impone activar toda clase de posibilidades de las que poseemos para atraer a la gente. Contamos con ciertas ventajas imprescindibles que antes no existían, y es que disponemos de una red de carreteras bastante aceptables, de caminos que nada tienen que ver con los de hace cuarenta o cincuenta años. De esto saben mucho los más viejos del lugar y casi todos vosotros.

            Y ahora, permitidme que dedique unos minutos a este antiguo, pero remozado lugar, que hoy nos acoge: a Zarzuela de Jadraque que, por circunstancias, dejó de llamarse Zarzuela de las Ollas, en honor al trabajo artesanal que lo distinguió en otro tiempo y del que vivieron durante varias generaciones gran parte de las familias que lo integraban: la alfarería; una actividad impropia del ordinario vivir de las gentes de la comarca, sobre la que un día el pueblo se volcó con un laudable sentido de responsabilidad, partiendo de lo que disponían más a mano, que no era otra cosa que una arcilla especial para la fabricación de ollas, cántaros y pucheros, y por ahí se fueron abriendo camino. Una decisión inteligente que hoy, en tiempos y en circunstancias muy distintas, nos podría servir de ejemplo.
            Fue a finales del mes de mayo del año 1987. Serían las primeras horas de la tarde cuando vine a Zarzuela por primera vez, según dejé escrito y así se publicó en un extenso reportaje en el entonces semanario “Nueva Alcarria”, del que no me  he resistido a extraer el siguiente fragmento: “El camino -decía- es un cúmulo de impresiones, donde los sentidos gozan ante el formidable espectáculo de los montes, donde susurra el silencio y se siente, profundo, el olor a bosque y al pastoso melaje de las estepas. Campos de color y de sabor arisco, que muestran su encendida tonalidad en las tierras que abrió en canal el agua de las torronteras, y que ahora enriquecen el paisaje con una pincelada bermeja en los cortes de los oteros. Más allá se recortan a pico las crestas que corona el Santo Alto Rey, en misterioso contraluz con la fogosidad del cielo de las cinco”.

            Enseguida me encontré con gente amable, de conversación atenta y fácil, que me fueron informando al instante de lo que quería saber. Es posible que ya no vivan ninguno de los que a partir de aquel día conté como mis amigos de Zarzuela, y a los que hoy en su pueblo recuerdo con el mayor respeto y gratitud. A don Vicente Navas Perucha, un hombre bajito en estatura y duro de oído, quien me puso al corriente de lo que años antes había sido la industria local de la alfarería; me acompañó hasta el que durante generaciones había sido el horno de cocer las piezas de barro. “Unos cacharros de primera -dijo- que los llevaban con caballerías a vender por todos los pueblos”. Él me explicó que en aquel momento aún quedaban en Zarzuela media docena de mulas de labor; me contó que el “mayo” que se alzaba en medio de la plaza lo habían cogido en el barranco de Carralcorlo, y que arriba, en la junta de la cruz, tenía colgados dos relojes y un billete de 500 pesetas, a la espera de que algún hábil trepador subiera a cogerlos. Doña Isabel, doña Nicomedes y doña Hilaria, me acompañaron dando un paseo hasta la ermita de la Soledad, a la que habían llevado la luz eléctrica y tenían la imagen de la Virgen adornada de flores.


            Zarzuela de Jadraque, algo distinto, con más de ochocientas cabezas de ganado lanar por aquellos días y cuatro hatajos de cabras; “Es de lo que vive la gente, porque el campo es frío y da poco”, me había contado  mi amigo Vicente Navas. Zarzuela, hoy como entonces y como siempre, se sigue distinguiendo entre los pueblos de la comarca, como es fácil comprobar al andar por sus calles.
            Voy a terminar. No es bueno cansaros más con un torrente de palabras en este día de fiesta, de vuestra fiesta; pero no sin antes dedicar un sincero gesto de felicitación a Tomás Gismera, un hombre nacido en esta tierra y distinguido merecidamente como “Serrano del año”; un atencino que, hurgando en los entresijos del pasado, está aportando a la Guadalajara de hoy un importante cúmulo de saberes autóctonos, que hubieran podido pasar, sin su interés y su esfuerzo, a perderse para siempre en la oscura nebulosa del olvido, lo que hubiera supuesto una pérdida lamentable. Y al abuelo Ramón Perucha, al que por razón de su edad, que no es poca razón, se ha considerado como la esencia más genuina del vivir de esta tierra, por lo cuál se le rinde también el debido homenaje. Felicidades a los dos.
            Y nada más. Manifestaros que la crisis tan generalizada, no sólo en lo  económico, sino también por cuanto a los valores innatos de buen entendimiento y confraternidad, de lo que esta Serranía fue siempre un luminoso ejemplo, nos deje la menor señal posible de su paso, y que mejor antes que después veamos resurgir a nuestros pueblos con la ayuda de todos, y podamos ver cumplidos nuestros proyectos, nuestros deseos y nuestras ilusiones. Feliz día a todos.


martes, 15 de octubre de 2013

"SUCESOS" NUEVO LIBRO DE ANDRÉS BERLANGA

“… Y para José, buen conocedor de la condición humana, con vieja (¡ay!) gratitud. Un abrazo. Andrés. Oct 2013”.

            Mi trato con Andrés Berlanga ha sido más epistolar que personal o directo. Admiro su exquisita aportación a la Literatura desde hace un montón de años -treinta o más- en que alguien me regaló uno ejemplar de “La Gaznápira”, la novela del Alto Señorío Molinés en donde él nació, y que ha inmortalizado con su ingenio en un irresistible ataque de amor a su tierra, difícil de ser correspondido como él merece. Después adquirí a mi vez un ejemplar de Clásicos Austral para obsequiar a un familiar, amante de la literatura costumbrista, que relee y conserva entre sus libros con mayor estima.
    
       Andrés Berlanga, después de un largo periodo de años sin publicar, acaba de sacar a la luz un libro de relatos, “Sucesos”, que acabo de recibir por correo ordinario. Termino de leer uno de los 52 relatos breves que contiene el libro, el primero por donde lo abrí después de leer su amable dedicatoria. El uso del lenguaje por Andrés Berlanga es magistral, sencillamente admirable, donde no faltan las expresiones populares empleadas cuándo y en el lugar justo en donde deben estar. La ironía es otro de los ingredientes que el autor maneja con soltura y en sus justos términos. La temática está tomada de la calle, del vivir diario, siendo protagonista el hombre de hoy en su más estricta diversidad. La brevedad de los relatos (dos páginas del libro cada uno, por término medio) son pequeños sorbos de mensaje humano que conviene racionar y saborear.
            Del nuevo libro del autor de Labros, del maestro y del amigo, transcribo como muestra de su buen hacer, el primer párrafo del “suceso” que termino de leer: “Vida post-mortem” se titula:

            «Al fallecer hace tres años, el empresario maderero don Crisanto Filgueira dejaba una viuda algo desconsolada, dos hijas no más, una buena reputación y una herencia muy aparente. A día de hoy todo eso ha ido trastocándose ¡y de qué manera!»
    
       En fin, continuar con el relato sería faltar a la ley, como bien sabemos. Lo dejo ahí; pero  no sin antes hacer pública mi satisfacción por incorporar a mi biblioteca uno de los libros que bien vale la pena leer y conservar, que, dicho sea de paso, no todos los que se publican cumplen esa condición.        

domingo, 6 de octubre de 2013

TEJERA NEGRA, COMO UNA ESMERALDA SIN PULIR


Hablar, o escribir con demasiada frecuencia acerca de las cosas que uno conoce, sin que exista un motivo especial que lo justifique, está por demás. Ello contribuye únicamente a mitificar su imagen, a convertirlas de manera estúpida en lugar común a fuerza de uso, en manido tópico carente de mensaje, en mero producto de feria al que la gente acaba por menospreciar sin haberse detenido en sus valores si es que los hubiere. Hoy, todos esos razonamientos me han venido a cuento y diré por qué.
            A quien esto dice, amigo lector, le unen demasiados lazos de afecto con aquel paraíso natural escondido, como una esmeralda sin pulir, allá por las montañas más septentrionales de la provincia de Guadalajara, al que los honrados campesinos de la comarca dieron en conocer desde antiguo (el rey castellano Alfonso XI ya habla de él) con el apelativo común de Tejera Negra, en tanto que con el correr de los tiempos, y llegando a estos nuestros, la oficialidad principalmente lo da a conocer con un apelativo más completo: “Parque natural del Hayedo de Tejera Negra”. Estupendo.
            Hasta aquí todo bien. Quiera la madre Naturaleza, artífice desde la tarde de la Creación de aquella maravilla, que la tal atención no se convierta algún día en cabecera de epitafio, en esquela mortuoria definitiva e inapelable; pues aquel viejo encanto en estado purísimo que yo conocí hace algunas décadas, una vez que el hombre ha metido la nariz y lo que es peor, la pala excavadora por sus viejos senderos del ganado, viene sufriendo un velado deterioro, aunque la intención haya sido la de poner aquel espacio virgen al servicio de la comunidad -de la ciudadanía, dicen ahora-, laudable decisión que lleva consigo, cuando menos, ciertos riesgos ecológicamente preocupantes.
            Se dice que Tejera Negra, el hayedo de Cantalojas, tiene la particularidad de ser por situación el más meridional de Europa, cualidad que comparte con su homónimo de Montejo en la sierra madrileña, como parte de una misma masa boscosa, lo que quiere decir que puede considerarse a uno como prolongación del otro y viceversa. Las hayas en estado adulto son árboles voluminosos, de corteza gris, muy lisa, dados en exclusiva a las tierras húmedas, preferentemente altas y frías, lo que a partir de estas sierras norteñas de la provincia, y así hasta el cabo de Tarifa donde la península acaba, no volverán a repetirse. Aparecerán, eso sí, en la Submeseta Sur y en toda Andalucía otras especies vegetales curiosas: los olivos, las palmeras y los naranjos, pero no las hayas.

            Esta fagácea, por aquello de que la Naturaleza lo ha querido así, cuenta como tipo excepcional dentro de la variada flora de la provincia de Guadalajara, y de la que, ¡vaya por Dios!, empezando por quien esto dice, sabemos tan poco.
            El Hayedo de Tejera Negra, término municipal de Cantalojas en la llamada Sierra de Ayllón, no cuenta sólo con el encanto de las hayas, que para los no versados en Botánica podrían pasar por otras especies más comunes, como las nogueras, por ejemplo, aunque a ojos y oídos de experto ello pudiera sonar a barbaridad. Más impresiona en aquel escenario natural el paraje agreste e inmaculado donde dichos ejemplares se dan, ocupando con preferencia laderas interminables sobre cuyas cimas se aprietan los pequeños marojos y las estepas, en torno a fantasmales conglomerados de piedra esquinada, pizarrosa, revestida de musgo humedecido en las caras que miran hacia el norte.  
            Por los fondos perdidos en la distancia discurren riachuelos impolutos acabados de nacer. Como el Lillas o el río de la Hoz, con sus regatos subsidiarios por donde corren y se esconden bajo las piedras las truchas autóctonas, a veces mareadas por los furtivos, que aprovechando los favores del estiaje, las sacan a la superficie con aparente facilidad de las bocas que se abren entre las hierbas de los márgenes, donde suelen esconderse cuando el agua escasea.
            Es un gozo en cualquier temporada del año respirar a esas alturas el aire limpio de la montaña. Por los suelos cunde junto a la maleza la estimada galuga, formando retazos de tapiz de un verde real muy llamativo, matón a ras de tierra que engalana bajo el sol alpino de la tarde la soledad de la sierra. Con frecuencia, los vientos que bajan desde la Buitrera, impactados por la nieve en los inviernos crudos, remueven el desnudo ramaje de los árboles. Durante el verano, en cambio, y hasta bien entrado el otoño, las hayas se encuentran pomposamente revestidas con tonalidades varias. Es una visión sedante y confortadora la que ofrece la brisa de las montañas al chocar contra las hojas y contra las pequeñas cápsulas amarillentas de los hayucos.
            Resulta verdaderamente hermoso acercarse, con todo el respeto que los campos merecen, hasta Tejera Negra. El hayedo se va envejeciendo y morirá si no se le cuida. Salpicados como aprendices de árbol por entre los venerables troncos de las hayas más viejas, van saliendo por su cuenta los renuevos, que son garantía de continuidad si el hombre no se obstina en estorbarlo.
            Por algunas vaguadas que se escapan a la vista suena el tintineo constante de las reses vacunas de Cantalojas, cuando les corresponde pastar por aquellos lugares. Los buitres y los quebrantahuesos merodean a menudo por entre las nubes. Algunos caminos de a pie se cruzan con la pista de tierra de un lado para otro, como escapes a través del hayedo, con señales indicadoras que sirven de guía a los que llegan. Si hay suerte, cosa no demasiado habitual, será posible sorprender cerca del camino algún cervatillo a algún corzo despistado, que saldrá de estampida por entre los pinos o entre las propias hayas, apenas se de cuenta de que alguien se aproxima a interrumpir el apacible ritual de su hora del pasto. 

            Son una multitud las diferentes clases de arbustos, de matas y de árboles que al capricho de las bajas temperaturas y de las peculiares condiciones del terreno, se suelen dar. Las florecillas de colores azulados y lilas, las bolitas rojas de los majuelos y de los servales, las fresas encarnadas, mínimas en estado silvestre, suelen aparecer en cualquier rincón perdido, ocultas entre la maleza, o expuestas al sol cuando el astro, en su giro diario hacia el poniente, juega a convertir los espacios de luz en sombra o los de sombra en luz.
            Ni qué decir que hubiera deseado completar este trabajo con alguna fotografía que diese idea fiel, o por lo menos aproximada, de la magnitud y de la diversidad ecológica de lo que es el Hayedo; también de su ambiente en calma vigilado de cerca por los picachos serranos que vienen a coincidir con las mayores alturas de la provincia. No es posible, el color no nos acompaña en esta publicación de cada semana. Lugares como el que hoy nos ocupa son todo un conjunto indesgranable de impresiones varias, no sólo visuales, en donde por su limitación la propia fotografía tiene muy poco que decir. Es preciso estar allí para saciarse, para contemplarlo y vivirlo con los ojos bien abiertos aunque sólo sea por unos instantes en toda su realidad. No obstante, ahí van un par de detalles en blanco y negro como pasto más para la imaginación que para los ojos.
            Y en todo el entorno, en unos cuantos kilómetros de montaña a la redonda, todo es vida elemental y formaciones agrestes. Por encima de nosotros el soplo del viento contra los cortes del roquedal, por debajo el continuo soniquete metálico de los cencerros que mueven al pastar las vacas de Cantalojas.


lunes, 12 de agosto de 2013

Luchar contra los incendios, asunto prioritario


Ni siquiera habíamos tenido una semana completa de descanso, de tenernos que irritar frente al televisor que emite imágenes desesperantes, cuando al saludar a un buen amigo de la infancia al que hace varios años que no veía, me dice al tiempo del consabido apretón de manos: ¡Se os quema Guadalajara! ¡Algo tendréis que hacer!
            No dudo que a cualquiera que contemple el horrible espectáculo que tan a menudo y con tanta violencia nos ofrecen los distintos medios, se le encoja el corazón mirando la pantalla. El paisaje natural en sí, la vida vegetal en su amplio conjunto que se desarrolla al margen de la vida del hombre, es algo de lo poco impecable que todavía tenemos a nuestro alrededor, por lo que todos deberíamos sentirnos responsables de su conservación y cuidado; más aún cuando la masa forestal, hortícola o pratense, supone, como así es, una considerable fuente de riqueza de la que directa o indirectamente todos somos beneficiarios.
            Los veranos que yo recuerdo han sido siempre por estas latitudes temporadas de calor, a veces de un calor intenso, superior incluso al que acabamos de pasar en fechas todavía recientes. Siempre hemos tenido bosques, por fortuna más abundantes que en otras provincias de España; siempre se llevaron a cabo las faenas agrícolas con similar exposición y riesgo; siempre han existido desalmados que arrojaron las colillas sin apagar por la ventanilla del coche, siempre. Pero no siempre se han producido tantos incendios como los que acabamos de sufrir en cualquiera de las comarcas de la provincia de Guadalajara. Algo especial debe ocurrir, a lo que urge poner remedio si no queremos resignarnos a ver nuestros campos convertidos en un desierto.

            ¿Problema de educación? Sí; pero se trata de una educación de los sentimientos, un terreno complejo, nada fácil de cultivar debido a la gran cantidad de matices que presenta, tantos como individuos. ¿Problema de responsabilidad? También; pero sucede lo mismo, no todo el mundo es capaz de distinguir el bien del mal, relativismo puro, y obrar en consecuencia cuando la voluntad anda por perversos derroteros. ¿Problema de salud mental? Tal vez ocurra; pero en contados casos, como parece desprenderse de las estadísticas.
            Se impone echar mano a la recuperación de valores perdidos, aunque suponga navegar contracorriente, a lo que no todos parecemos estar dispuestos. Y, desde luego, poner los medios más comunes, como evitar las barbacoas y el uso del fuego en lugares comprometidos. Tampoco estaría mal exigir de la forma que resulte menos costosa, que las máquinas agrícolas de motor que circulan entre las mieses, vayan provistas de un servicio elemental contra incendios: una simple manguera con agua a presión, con la que se podrían neutralizar en un primer momento los efectos devastadores de esa chispa incendiaria que en cualquier momento pueda surgir del motor en su trabajo.

            Y para los que tienen por costumbre provocarlos intencionadamente, vigilancia y castigo. Sí, aunque para algunos pueda parece una medida socialmente incorrecta,  no lo es. El medio natural en el que vivimos es patrimonio de todos, lo que nos obliga a cuidarlo y a defenderlo como algo nuestro. Nada más social, nada más razonable y prioritario.    

lunes, 5 de agosto de 2013

"De Madrid a Burgos por Guadalajara"

Parece el título de un libro de viajes, pero en realidad no  lo es; más bien se trata de la crónica sobre la marcha de un empeño comprometido en extremo, llevado a término por tres jóvenes que en la noche del once al doce de octubre de 1938, en plena Guerra Civil, se pasaron de la zona republicana a la zona nacional por senderos desconocidos de la Sierra Norte de Guadalajara, cruzando a campo través por tierra de nadie la peligrosa línea divisoria entre las dos Españas, desde la falda del Ocejón hasta la Transierra. Objetivo, cruzar la línea en intensa noche de lluvia, con Cantalojas como estación términi. Fueron otras escalas de esa aventura Chiloeches, Fontanar y Campillo de Ranas, que setenta y cinco años después recobra actualidad; pues el cronista, uno de los tres jóvenes militares comprometidos en la huida, fue Álvaro del Portillo, prelado que sería años después del Opus Dei, fiel colaborador y sucesor directo de san Josemaría Escrivá, quien por aquellas fechas les esperaba en la ciudad de Burgos. Una historia emotiva, de sufrimiento y de esperanza, en la que en todo momento, como así consta, estuvo presente la mano de Dios.

Monseñor Álvaro del Portillo, madrileño, Ingeniero de Caminos, primer obispo-prelado del Opus Dei, falleció en Roma en olor de santidad el 23 de marzo de 1994. El papa Juan Pablo II asistió a rezar ante su cadáver a la Sede Central del Opus Dei el día de su muerte. Nadie hubiera podido imaginar que sobre una misma fecha otro pontífice, el papa Francisco, firmaría el decreto de canonización de uno y de beatificación del otro, a la vista de los correspondientes milagros debidos a su intervención.

Del acontecimiento, atribuido a la mediación de don Álvaro del Portillo se han hecho eco en estos últimos días muchos de los medios de comunicación del nuestro y de otros países. Se trata de la reanimación de un bebé, José Ignacio Ureta Wilson, operado del corazón en Santiago de Chile, al que fuera de toda esperanza y sin que los médicos pudiesen hacer nada más por reanimar con éxito su pequeño corazón, sin latir durante media hora, hasta que la madre y la abuela encomendaron la vida del bebé a don Álvaro y el corazón del niño comenzó a latir de nuevo. Los médicos que le trataron manifiestan no haber encontrado explicación científica a lo ocurrido; es más, lo llegaron a dar por fallecido. Este hecho tuvo lugar en el año 2003. José Ignacio es hoy un niño sano, con desarrollo normal, al que le gusta jugar al fútbol, componer canciones y vender alegría y vitalidad desde sus diez años.


Los españoles no somos muy dados a considerar estas cosas, y menos aún a darles el valor que en sí encierran; pero son realidades palpables que ahí están. Habrá quienes las consideren banales, noticias que ni siquiera merecen el menor comentario, que son tan escasas, tan contracorriente con lo que se presenta a diario en los noticiarios y en las tertulias de los comentaristas; pero que para otras gentes de bien, que lo son tantas, fulguran, si no como el sol en día despejado, sí como la luna llena en plena noche, dando un poco de luz a un mundo que se nos va de las manos. Que haya un compatriota más en los altares es siempre una buena noticia.  

martes, 23 de julio de 2013

PASTRANA: un paseo por la España del Renacimiento


            Señora y bien señora lo es de todas las Alcarrias. Pastrana. La Villa de los Duques. La que se introdujo en las páginas de la Historia impulsada por dos nombres de mujer: Ana y Teresa. A Pastrana hay que vivirla, e imaginarla caminando por aquella encrucijada de calles angostas y cuestudas en cualquiera de sus barrios. Eran aquellos tiempos, antiguos como ella, en los que se vieron envueltos dentro del complicado juego del vivir de cada día, hombres y mujeres de las más distintas condiciones y procedencias, gentes de diferentes credos, de razas dispares, comprometidos, en cambio, en un a tarea común: la de embellecer la villa al amparo y a costa de sus señores duques.
            Ana y Teresa. Ana de Mendoza, la Éboli, un carácter de bronce irresistible; una mujer que había nacido para sembrar la discordia por donde pisaran sus pies, y, sobre todo, había nacido para sufrir, para ser víctima de las circunstancias, de sus propias circunstancias, desde que fue niña… Y Teresa de Jesús, Teresa la Grande, demasiada Teresa para haber nacido mujer y para ser santa, maestra de espiritualidad donde las haya, doctora insigne de la Iglesia, renovadora eficiente de la Orden del Carmelo, “fémina inquieta y andariega”, y mujer de Dios sobre todas las cosas.
            La sombra de estas dos damas, a las que la casualidad quiso poner frente a frente, precisamente aquí, se mece de día y de noche sobre Pastrana como latido de su viejo corazón de Señora de la Alcarria.

Algo de Historia
            Hay que descubrirse, amigo lector, o cuando menos dedicar un gesto de reconocimiento antes de entrar en Pastrana. A la Villa Ducal conviene acercarse con el corazón repleto de buenos propósitos y con el alma limpia de toda perversa inclinación. Pastrana es una pequeña ciudad que tiene la virtud de enamorar a quienes a ella se acercan con el ánimo libre de prejuicios. Los romanos la llamaron Palaterna allá por tiempos del Imperio, y Paterniana después. Durante los cuatro o cinco primeros siglos de nuestra era, Pastrana debió de ser una ciudad distinguida, de la que quiere la tradición que fuese San Avero su primer obispo hacia los años medios del siglo quinto.

            Un largo silencio en el correr del tiempo nos pone en 1174, año en el que el rey Alfonso VIII de Castilla dona a la Orden de Calatrava el castillo de Zorita, y con él todas sus tierras, sus villas y sus caseríos anejos, entre los que se contaba Pastrana. Algunos siglos mas tarde el emperador Carlos I la vendió a doña Ana de la Cerda, viuda a la sazón de don Diego de Mendoza, conde de Melito, con lo que comenzaría a resplandecer para tiempos venideros por aquellas vegas de la Alcarria una nueva estrella de la constelación Mendocina. En el año 1569, una nieta de su compradora, doña Ana de Mendoza y de la Cerda, “Princesa de Éboli”, y su esposo Ruy Gómez de Silva, consiguieron del rey Felipe II el título de Duques de Pastrana, lo que les dio la oportunidad de emprender de inmediato la urbanización y el embellecimiento de la villa sin reparar en gastos, para lo que les fue necesario buscar donde los hubiere a los más diestros peritos en el arte de la ornamentación y del tejido, mozárabes muchos de ellos, que se fueron estableciendo en el barrio morisco del Albaicín.
            La costosa puesta en pie del palacio de los duques es una muestra palpable del gusto exquisito y del potente poder económico de sus primeros duques, y muy en especial de doña Ana de Mendoza, la Princesa, mujer de complicado carácter, a la que el tiempo se encargó de acrecentar sus ya abultados defectos y de juzgar con injustificada parcialidad.
            El arzobispo Fray Pedro González de Mendoza, hijo de los Príncipes de Éboli, emprendió allá por los albores del siglo XVII la ampliación de su iglesia, la actual Colegiata, con el doble fin de convertirla en un templo dedicado al culto, digno de la renacida villa, y en panteón familiar para él y para sus padres, a los que amó y admiró con reverencia.

Los tres barrios de Pastrana
            Por cualquiera de las calles de Pastrana se respiran al pasar los viejos aires de la España del Renacimiento. “Pastrana recuerda, de una manera imprecisa, a Toledo, y algunas veces, a Santiago de Compostela”, dejó escrito como primera impresión de la villa C.J.Cela, el día que descubrió Pastrana.
            Son tres, contados y diferentes, los barrios que aquí recuerdan al visitante la vida española en la Castilla del siglo XVI, tal como fue o como nosotros la imaginamos: Albaicín, Palacio, y el viejo barrio cristiano de San Francisco, que muestra como culmen la voluminosa fábrica de la Colegiata.
            En el barrio de Palacio queda abierta, mirando a todos los soles de la Alcarria, la Plaza de la Hora, con sólo tres caras y una sólida barbacana que da vista hacia la vega del Arlés. El nombre de esta señorial plaza, le viene dado por haber sido una hora cada día el tiempo que a la desdichada Princesa de Éboli se le permitía contemplar el mundo desde la famosa reja que todavía existe; y así durante largos años de prisión en su propio palacio, que hubo de cumplir por expreso mandato del rey Felipe II hasta el día de su muerte. De la Plaza de la Hora, sale bajo arco de piedra la Calle Mayor que llega hasta la plazuela de la Colegiata.
            El Albaicín, como antes se ha dicho y es fácil adivinar por su nombre, es el barrio morisco, el barrio en el que residieron los granadinos acarreados por los primeros duques para instalar en la villa la industria de la seda. Fue el barrio de los tejedores y de los artesanos, cuyo producto, hasta bien entrado el siglo XVIII, gozó de justa estima en los mercados de toda la península y de ultramar. No faltan quienes aseguran que “Las Hilanderas” de Velázquez representan un telar del viejo barrio morisco de Pastrana.
            El Albaicín se encuentra al noreste de villa, separado del resto de la población por la carretera que baja hacia la vega. Al volver de una curva, con su galana estampa de piedra sillar orientada al saliente, se encuentra la recia mansión, dos veces centenaria, de Moratín. El autor de la “Comedia nueva” pasó largas temporadas en Pastrana. Su abuela paterna, doña Inés González Cordón, dama bellísima, hija de modestos labradores, era natural de Pastrana. Se dice que don Leandro Fernández de Moratín escribió en su casa de la Alcarria “La Mojigata” y una buena parte de “El sí de las niñas”.

            En el barrio de San Francisco destaca como edificio principal la iglesia Colegiata. Es el barrio con más sabor a siglos que tiene la villa. Muy cerca de la plazuela de la Iglesia y del Ayuntamiento está la plaza de los Cuatro Caños, nombre que le presta su fuente en forma de copa estriada de la que penden cuatro chorros sobre un pilón octogonal de piedra labrada. Hasta hace muy poco se creyó que la fuente de los Cuatro Caños era obra del siglo dieciocho, pero en la reciente restauración se ha descubierto, y así queda a la vista de todos inscrita sobre la piedra del pilón, la de 1588 como año de su construcción, lo cual viene a despejar al respecto todas las dudas. Cuenta la tradición que en una de las más antiguas viviendas -ahora restaurada- de esta típica plaza, habitó durante algún tiempo la reina doña Berenguela de Castilla, madre del rey Fernando III el Santo.
            Y a partir de aquí callejones perdidos en cuesta, aleros envejecidos que casi se tocan unos con otros, dejando entre su oscuro maderaje un simple firlacho de luz por el se cuela a intervalos el cielo azul de la Alcarria, sin permitir siquiera que el sol llegue a besar las piedras del pavimento. Esquinas con la señal acaso de candilejas que alumbraron, en las noches de lejanas centurias, alguna cruz de palo o el nicho sombrío donde los antiguos colocaron a devoción, como protector de sus vidas y de sus hogares, la imagen de algún bienaventurado. En la Calle de la Palma luce su portada de dovelas la Casa de la Inquisición, con escudo incluido; y en la del Heruelo la Casa de los Canónigos, y a cuatro pasos de allí la del Dean, mientras que el Callejón del Toro llega en vertiente hasta la Plaza de la Hora.
            Por todas partes, aunque la villa poco a poco va cambiando de aspecto, la presencia viva de pasados siglos, hecha recuerdo en casonas anónimas y en conventos donde el tiempo parece haberse detenido para siempre.

Los monumentos

            Es ahí, en sus monumentos, donde se manifiesta de manera más real el poso de las glorias pasadas. El Palacio Ducal, ahora restaurado y para tantos desconocido; la Iglesia Colegiata, con su famosa colección de tapices flamencos de Alfonso V de Portugal -la más importante del mundo en estilo y época-, y la cripta enterramiento de varios de sus duques; el Convento Franciscano, antes de Carmelitas, fundado por Santa Teresa, dedicado hoy a menesteres bien distintos, quedan ahí para hablar de ellos en otra previsible ocasión. En ésta es el alma silente de Pastrana, sus calles y sus rincones más característicos, los que nos han entretenido el tiempo y el espacio del que disponemos.           

 

sábado, 6 de julio de 2013

VIAJE A LAS RUINAS DE TERMANCIA

      
      Nuestra tierra parece estar sembrada de hitos a todo su largo y ancho donde la Historia parece volver a vivir. Con sólo moverse en cualquier dirección, el caminante se encuentra a cada paso con huellas del pasado, como corresponde a una tierra habitada por el hombre desde la más remota antigüedad. La piedra, a falta de otro tipo de documentos, es al cabo de los siglos el libro abierto de nuestro propio pasado.
            Las tierras de Castilla guardan gran parte de su historia remota escondida bajo una capa de tierra, cuando no pinta­da en los muros de cualquier refugio o en las paredes de una cueva; hilos de los que conviene tirar con cuidado para dar forma al puzle de nuestro origen, al de esta Castilla de nuestros pecados que durante siglos fue el principal órgano vital -por no decir el corazón- de toda la Historia de España.
            Los días de verano tienen, entre otras más, la virtud de dar tiempo para todo. Era casi la media tarde cuando desde la villa de Atienza, pasando por Miedes hasta dejar atrás del mapa de la Provincia, salimos hacia las ruinas de la vieja Termancia. En un espacio de terreno insignificante se da por aquellas latitudes la conjunción de tres provincias castella­nas de profunda raíz: Segovia, Guadalajara y Soria. La ciudad romana de Termancia queda en tierras de Soria, ocupando el altiplano y las laderas suaves de un campo variadísimo donde juega papeles de especial protagonismo la piedra arenisca de color rojizo. De hecho, en la parte romana de la antigua Termes, la piedra de arena lo fue casi todo, como todavía puede verse.
            Retortillo es un pueblo interesantísimo que nos sale al paso apenas entrar en la provincia de Soria. El soplo de su pasada grandeza se deja adivinar en los fragmentos de muralla, en los arcos que dicen de San Pedro y de Sollera, en sus viviendas blasonadas que concurren en la Plaza Mayor que en otro tiempo fue mercado. Sorprende al viajar la estampa anti­gua, el soplo de castellanía que al cabo de los siglos sacude sobre las aristas de la piedra labrada en estos pueblos que, bajo el impío sol de las cinco, nos recuerda las andanzas de Rodrigo el de Vivar, primero de los personajes célebres que por aquí pasaron.
            Tarancueña y Montejo de Tiermes son otros de los pueblos que asientan por allí, entre parameras sorianas ocupando los altos, y tierras frías de labor en los vallejuelos y veguillas que los modernos agricultores cultivan convenientemente. Uno camina con la impresión de haber puesto los pies en la Casti­lla pura -no sé si dura también- de la que nos hablan las viejas crónicas, que tanto dio y que tan poco recibió a cam­bio.
            La ciudad de Termes, Tiermes o Termancia, queda poco más adelante. Nos la anuncian una serie de edificios nuevos que hay en sus inmediaciones, como infraestructura de lo que todo aquello algún día pudiera ser: hoteles, restaurantes, casas rurales..., pensando en el turismo que algún día llegará cuando lo que falta en Termancia por descubrir sea un hecho al cabo de los años. En cualquier caso, se ve que están prepara­dos para lo que pueda venir, no así como en nuestras excava­ciones regionales, que las hay abundantes y varias de ellas de mayor importancia (Segóbriga, Valeria, Ercávica, Recópolis), donde, por el momento, no hay turistas en exceso que  vengan a visitarlas, aunque lentamente, muy lentamente, cada día son más.
            Merece la pena una vista a las ruinas de una de las ciudades más antiguas de las que se tiene noticia. Su historia sigue paralela de algún modo al pasado de Numancia, aque­lla más conocida en la historia por el comportamiento heroico o suicida de sus habitantes, los arévacos, que anduvieron por allá y por acá creando serios problemas a los conquistadores romanos, que los consiguieron dominar al fin, pero dejándose a una buena parte de sus soldados y generales en el empeño. Tiermes no fue sometida por los romanos hasta el año 98 antes de Cristo, tiempo en el que el cónsul Tito Didio, obligó a bajar a sus pobladores desde la ciudad al llano. Los restos arqueológicos más antiguos, hasta el momen­to, hallados en su campo pertenecen a la época celtíbera, siglo VI antes de Cristo, si bien se da por supuesto que el origen de Termancia como lugar habitado es mucho más antiguo.

            Períodos celtíbero, romano y medieval, se distinguen perfectamente al otear por aquellos campos. Los hallazgos más antiguos consisten en enterramientos, en tumbas con restos de ajuar funerario rodeado a veces de piedras haciendo círculo.
            De la época romana es mucho lo que ya se puede ver. La condición especial de la piedra arenisca, como ya se ha dicho, permitió a los invasores construir a su gusto una ciudad con todo lujo de comodidades. Los canales por los que discurría desde los aljibes el agua hasta los baños aparecen, digamos, tal cual como el primer día: acueducto, castellum aquae, foro imperial y muralla, han salido a la superficie después de las todavía recientes excavaciones, como servicios de carácter público; como restos de edificio privado han salido a la luz los restos de la que llaman Casa del Acueducto, primera man­sión de Tiermes cuyas ruinas han sido sacadas a la superficie en toda su extensión, hasta 1.800 metros cuadrados de superfi­cie.
            Desaparecida la ocupación romana (ateniéndose siempre a lo que allí se ve), uno saca en conclusión que los herederos de aquellos arévacos expulsados por razón de la fuer­za, volvieron a ocupar el alto y a edificar según las nuevas mane­ras. Es la época medieval de la ciudad de Tiermes. Como botón de muestra más importante, allí está la iglesia románi­ca, restaurada, pero en pleno uso, con la que uno se encuentra apenas llegar. Se venera en su interior la imagen de la Virgen de Tiermes, con fiesta mayor y romería el tercer domingo del mes de mayo, a la que acuden por tradición gentes de las tres provincias: de tierras de Ayllón, de la sierra de Atienza, y de la propia comarca soriana más o menos próxima. A destacar, las seis arcadas del atrio, donde se luce un estupendo juego de capiteles, por lo general bien conserva­dos, con motivos en relieve la mar de diversos: vegetales, entrelazados, escenas bíblicas, justas, o cacería de jabalí con perros, que nos recuerdan el friso de la iglesia de Campi­sábalos, coetánea y relativamente próxima.
            Sirva como conclusión, el siguiente detalle humano, muy al margen de lo dicho hasta ahora. Un hombre de Retortillo, uno de esos ancianos que pasan las horas muertas sentados a la sombra de una pared junto a las eras en las tardes de verano, fue por un instante mi interlocutor:
            - ¿Es usted de tierra de Guadalajara? – me pregunta.
            - Sí señor; de por allí vengo –le respondo.
            - Antiguamente venía a cazar por estos pueblos el conde de Romanones. Sería yo un chavalote entonces.
            - ¿Lo llegó usted a conocer?
            - No, yo creo que no lo conocí. La cosa es que el cura que había en uno de estos pueblos cazaba mucho más que él. Aquello ponía enfermo a Romanones. Como quería quitárselo de encima, influyó para que nombraran al cura canónigo de Sigüen­za y se fuera del pueblo.
            - Y Seguro que lo consiguió.
            - Sí; pero los demás canónigos no lo quisieron admitir, y se volvió otra vez de cura al pueblo. Cuando vino Romanones y lo encon­tró en el mismo sitio, dijo: ¡Ah, sí!, ¿conque no lo quie­ren de canónigo? Pues lo nombraremos obispo.
            - ¿Y lo hicieron obispo?
            - Eso es lo que se dijo por aquí.
            Anécdotas aparte, con este trabajo queda hecha la invita­ción a nuestros lectores para que, aprovechando la bonanza del verano, se acerquen a contemplar in situ aquel poso castellano de nuestra historia más remota.


domingo, 16 de junio de 2013

"LA MALQUERIDA", UN DRAMA MOLINÉS


Lo que aquí paso a escribir, me lo contaron en el pueblo hace algunos años con motivo de mi primera visita a Tierzo, allá cuando mis viajes periodísticos de "Plaza Mayor" que tanto me ayudaron a conocer, y en consecuencia, también a querer y a sentir admiración por aquellas nobles tierras de Molina. Las cosas -dicen-, miradas de un modo subjetivo, tienen, ni más ni menos la justa importancia que se les quiera dar; para mí, el hecho al que me refiero hoy fue toda una sorpresa, pues se trata, nada menos, que de la raíz y el origen de lo que poco después habría de ser una de las obras más conocidas de la producción literaria de todo un Premio Nobel.
No es preciso decir que el hecho real sobre el que basa su argumento el
drama "La Ma
lquerida" de don Jacinto Benavente es poco edificante, la razón
cae de s
u peso; no obstante, como dato de interés para la historia personal de
las tierras del Señorío
, no es nada desdeñable, merece la pena. Lamento, eso
sí, no tener todos los datos precisos que tantos molineses de tiempo atrás
tuvieron en mente y que tal vez todavía recuerdan, por haberlo oído contar, algunos de los mayores que todavía viven. Si estas cuatro líneas sirven para que quede constancia escrita al paso de los años
, se habrá visto cumplido mi propósito de que las cosas no debieran perderse, dado que los pueblos tienen derecho a ser depositarios a perpetuidad de todo lo que es suyo, también los aconteceres y leyendas, que a veces se suelen evaporar cuando las personas desaparecen.
            Pues bien, sucedió que allá por la segunda década del pasado siglo -pronto se cumplirá el primer centenario-, un hecho singular conmovió a las tierras del Bajo Señorío y de toda Molina. En Tierzo, y de manera cobarde, se había cometido un crimen pasional valiéndose de unos matones a sueldo. La víctima fue al parecer un hombre apuesto, se llamaba Francisco, y de sobrenombre "El Pañero". Estaba casado con una mujer joven, hijastra de un ricachón que desde niña se había enamorado de ella. La mujer, según cuentan, hacía buenos ojos al amor innoble de su padrastro, a cambio, quién sabe, si de tener a su alcance todos los caprichos que una muchacha de su tiempo y de su condición pudiera desear. Es lo cierto que, entre uno y otra, tramaron la manera de quitarse de en medio al infeliz esposo de la muchacha, quien por su oficio de vendedor ambulante pasaba la mayor parte de los días fuera de casa; de una casa que, según dicen en el pueblo, existe todavía.
            Parece ser que fueron tres forasteros los autores materiales del crimen. Tres esquiladores que por aquellos días de finales de mayo andaban por allí trabajando en su oficio igual que cada año. El precio convenido, mil pesetas de las de entonces, todo un capital. De la forma en que le dieron muerte no se sabe nada. El lugar a dos kilómetros del pueblo. El cadáver lo metieron en un saco y lo escondieron en el agujero de una alcantarilla. Para despistar a la justicia los asesinos fueron a lavarse a una fuente lejana, cerca de Molina. Cuando se descubrió todo, y las circunstancias que dieron lugar a hecho tan tremendo pudieron conocerse con detalles, a la esposa del muerto la metieron en la cárcel y allí dio a luz. Un verdadero drama, efectivamente. Las gentes de Tierzo, y más todavía las de los pueblos vecinos, compusieron coplas en las que se relataba el hecho vil que durante muchos años se ha recordado en el pueblo.
            Al poco tiempo, ese mismo suceso con ligeras variaciones de matiz, y trasladado a otro ambiente y a otra región de España, recorrió los escenarios del país con un éxito de público sin precedentes. La famosa copla de don Jacinto, aquella que decía así: El que quiera a la del Soto/ tiene penas de la vida/ por quererla quien la quiere/ le llaman la Malquerida/ fue una constante en el decir popular de la época, y, desde luego, algo debió contribuir a la concesión del más importante premio que en el mundo se concede a los hombres de letras. En todo ello no aparece el pueblo de Tierzo. Participó en las horas de angustia como su primer escenario, pero no en lo oropeles que siguieron al éxito de una obra singular, reconocida por todos. 
(En la foto: Tierzo, la nueva fuente de la plaza)    

lunes, 10 de junio de 2013

UNA TARDE EN VERUELA


            Desde que el poeta anduvo por aquí en un intento inútil de recobrar su salud maltrecha por la enfermedad de moda, al monasterio de Veruela se viene buscando la sombra de Bécquer. Su espíritu enfermizo y sutil, delicado y doliente, se adivina flotando entre los arbustos y la maleza por los senderos angostos y por los violentos inclinales que bajan del Moncayo, envuelto entre el cierzo que lamió su blanquecina piel en aquellas horas de andar oteándolo todo, gozándolo todo, a prudente distancia l por los entornos del monasterio.

            Al hablar de este venerable monasterio aragonés, escribió el poeta que su fama tenía como base el hecho de hallarse enterrados dentro de sus muros los restos mortales de su fundador, el príncipe don Pedro Atarés, tronco de la ilustre familia de los Borja, y los de su mujer, dama piadosa y pudiente que mandó construir a sus expensas la catedral de Tarazona, y los de tantos descendientes directos que dieron fama al apellido peleando bravamente en Valencia al lado del rey Don Jaime. Aquellos personajes son hoy en Veruela pura mitología, un dato documental importantísimo, pero ni mucho menos la razón primera que acarrea en los fines de semana a centenares de visitantes al pie del Moncayo, en busca de la sagrada paz y del sosiego que destila en tantas de sus páginas la obra escrita de Gustavo Adolfo, el poeta del amor y del dolor.
            Fue el producto inmediato de una promesa la fundación en estos llanos del célebre monasterio de Santa María de Veruela. Cuenta la tradición que don Pedro Atarés, señor de Borja, se vio sorprendido por una terrible tormenta que le hizo temer por su vida en las faldas boscosas del Moncayo, y que fue la Virgen, luego de haberse encomendado a ella, quien le sacó sano y salvo de tan comprometida situación, pidiéndole después que se erigiese en aquel mismo lugar un monasterio que recordara el milagro.
            Los trabajos de la abadía comenzaron en 1146, para concluir definitivamente cinco años más tarde. La parte antigua marca el periodo de transición entre el románico decadente y el gótico que comenzaba a estirar con cierto pudor el punto medio en el haz de arquivoltas de sus arcos. Los adarves recortados a pico y las murallas que entornan el monasterio fueron colocados cuatro siglos después por el abad Lupo Marco, el verdadero renovador e impulsor de Veruela.

         La portada de la iglesia muestra al exterior todo el encanto de sus seis arquivoltas con una decoración comedida, limpia y diversa, en la docena de capiteles que sostienen otras cuantas columnas, obra de perfecto equilibrio, muy acorde con el momento en el que se ejecutó y con el gusto exquisito de los canteros de la segunda mitad del siglo XII que labraron la piedra. El interior es una bella muestra del estilo cisterciense. Tiene tres naves, crucero y grandiosa cabecera con capillas absidiales y girola. La bóveda, sostenida a base de arcos fajones y cruzada nervadura, es una estampa elocuente del tiempo justo en la historia de la Arquitectura, donde el arte románico y el gótico se funden y se confunden, dando lugar a un canto solemne en piedra trabajada que habrá de repetirse con mayor claridad en la estructura del claustro.
            Pero volvamos a recuperar la imagen perdida del poeta de los sueños. Aquí, en las silenciosas celdas de Veruela, Gustavo Adolfo Bécquer dio a luz, una por una, las ocho Cartas literarias que figuran en sus obras completas, poniendo en orden las consejas y las viejas historias recogidas en sus habituales paseos a Trasmoz, a Vera, a Añón y a Litago, tantas veces en compañía de su hermano Valeriano, el pintor, cuya imagen se deja traslucir unida a la del poeta por estos ásperos recovecos que dibujan a su caída por la ladera Este las faldas del Moncayo.

            El Escorial de Aragón llaman todavía las buenas gentes de aquellas tierras a Santa María de Veruela. Se trata de uno de los antiguos cenobios de la Orden del Cister, que el genio promotor de aquellos venerables antepasados, que tan sólo ahora y muy de tarde en tarde aparecen en los libros, fue levantando por la difícil geografía española de tierra adentro, y que por fortuna todavía sigue ahí esperando, quién sabe si la mano amiga o el suspiro irreversible de un iluminado que tornó en poesía la tierra que pisaron sus pies.