viernes, 21 de enero de 2011

POR EL VIEJO BARRIO DE SIGÜENZA


«Al volver atrás la mirada por ver el trecho que llevamos andado, Sigüenza, la viejísima ciudad episcopal, aparece rampando por una ancha ladera, a poca distancia del talud que cierra por el lado frontero el valle. En lo más alto el castillo lleno de heridas, con sus paredones blancos y unas torrecillas cuadradas, cubiertas con un airoso casquete. En el centro del caserío se incorpora la catedral, del siglo XII.» (J.Ortega y Gasset. 1926)
Me gusta viajar hasta Sigüenza. Lo hago siempre que tengo que resolver algún asunto, real o provocado, y procuro que no sea demasiado el tiempo transcurrido entre una y otra vista; pues Sigüenza, lo mismo que Pastrana, se han convertido al cabo de los años para quien esto dice en una necesidad. Sigüenza, amigo lector, es una ciudad vieja con un enorme contenido, con demasiada historia adormilada en sus piedras oscuras, y con demasiado arte en sus capillas y conventos como para dejarla olvidar.
Pocas experiencias debe haber tan placenteras y sedantes, tan confortables y aleccionadoras, como un paseo a pie en día de otoño por las calles de la vieja Sigüenza, por ese trozo de ciudad que se extiende entre la Catedral y el Castillo, desde la Casa del Doncel hasta el arquillo romántico del Portal Mayor en la muralla, donde uno ha de esforzarse cada vez que sube en atar corta la imaginación para que no vuele hacia épocas lejanas teniendo tan allí, siempre en su sitio, la realidad palpable, no sé si viva o moribunda, de lo que tiempos pasados nos dejaron como herencia. Pisar sus piedras, vagar por la sombra de los añosos edificios que delimitan sus calles, es algo así como viajar por no sé que extrañas artes al corazón mismo de la Castilla de nuestros bisabuelos, a la Castilla de nuestros clásicos poblada de malandrines, de artesanos y clérigos de cara blanca, hechos a vivir en la penumbra de cualquier esquina, en el obrador o en cualquiera de las sacristías de una catedral.
En Sigüenza, la Calle Mayor y su paralela que rotulan de Arcedianos, s empinan al subir entre los cruces de las dos Travesañas. Todavía quedan en los húmedos portales de las casas en este barrio antiguo de Sigüenza, recuerdos turbios de aquellas pequeñas mercaderías de los siglos de penuria, de cuando había muy pocas cosas que ofrecer y el pueblo llano contaba aún con menos medios para conseguirlas.
Una anciana sube la calle jadeante con la cesta de la compra que llenó en el mercadillo de la Puerta del Toril. Es sábado y los aledaños de la Plaza Mayor son durante la mañana un mercado abierto para los seguntinos y para los forasteros que acuden puntuales desde los pueblos vecinos.
Ahí, más arriba, luce su arcada románica la iglesia de San Vicente Mártir, la iglesia de los barrios altos, la que después de su restauración se muestra a quienes pasan por allí con tanto esplendor como el que tuvo en el glorioso siglo de don Cerebruno, el obispo que en la alta Edad Media sembró la ciudad de joyas arquitectónicas según el estilo al uso, como la triple arcada de la Catedral o la no menos artística de la iglesia de Santiago en plena cuesta.
Uno se ha dado cuenta al subir por estos laberintos que la gente de Sigüenza siente un respeto profundo por las calles que piso, y que el viajero de ocasión prefiere perderse por estos rincones de piedra vieja y de silencio, donde todo tiene algo importante que decir: las torres remozadas del Palacio del los Obispos convertido en Parador Nacional, la Plazuela de la Cárcel, la Casa del Doncel, el escueto arquillo del Portal Mayor cargado de misterios, el Hospital de San Mateo, donde hubo una botica con el más artístico botamen de Talavera que jamás se haya podido conocer, y que para mal suyo y de toda Sigüenza se tragó el demonio cuando la Guerra Civil, el primitivo Ayuntamiento, la Posada del Sol de la que se habla en El Quijote apócrifo de Avellaneda, los cubos maltrechos de la muralla, las portadas de las iglesias adornadas con florituras y con bellísimos entrelazados de piedra, el silencio anodino de sus rincones servidos por farolas a imitación de aquellas que iluminaron las noches con el aromático crepitar de la resina, luego con el acetileno y más tarde con el filamento incandescente de la lámpara de Edison que acrecienta el silencio, el misterio, y la soledad en cada esquina.
¿Quién es capaz de ofrecer a la vista y al corazón algo más atractivo que estas calles de Sigüenza en un espacio tan pequeño como el suyo? Abajo, como fondo a las hileras de casas blasonadas y de balcones con magnífico herraje, las torres almenadas de una catedral que fue iglesia y que fue fortaleza. El maestro Ortega que hoy encabeza nuestro trabajo, escribió ante la misma visión que ahora tengo delante, frases como estas: «…tuvo que ser a la vez castillo; sus dos torres cuadradas, anchas, recias, brunas, avanzan hacia el firmamento, pero sin huir de la tierra, como acontece con las góticas. No se sabe qué preocupaba más a sus constructores: si ganar el cielo o no perder la tierra.»
Y las calles suben como lanzadas sobre la cuesta a concurrir en la Plaza del Castillo. La Calle Mayor es la única que no cambia de nombre en toda su longitud, es Calle Mayor desde que empieza hasta que termina. No ocurre lo mismo con sus paralelas, que aun siendo la misma calle su nombre se parte en dos, como la de Villegas y la de Arcedianos, una a continuación de otra; o en tres, como la de Comedias, San Vicente y Jesús, cortadas en perpendicular a distinta altura por las dos Travesañas: la Baja y la Alta. Entre unas y otras se entrecruzan callejones sombríos, con casonas deshabitadas algunos de ellos, pero que ponen ante la vista de quienes las quieran mirar la seriedad de sus piedras ennegrecidas y la filigrana de sus rejas y balcones, comidos de orín, pero con el sello de las viejas herrerías de Sigüenza.
No es la primera, ni será la última vez que ando por aquí sin una misión concreta, sin nada en particular que me atraiga hacia la ciudad medieval aparte de su vejez tan honrosa como olvidada. Las ciudades, como los seres vivos, nacen, crecen, tienen su momento de esplendor, su decadencia, y mueren al fin. Sigüenza, la ciudad, ha pasado por todas ellas menos por la que atañe a su desaparición. Sigüenza no muere; va renovando sus células cada cuanto tiempo, y de ahí su admirable variedad según los barrios. Pero, uno no sabe por qué, venera devotamente sus calles más antiguas, donde vivieron sus hijos ilustres, los sabios, los artesanos, los guerreros, los labriegos y hortelanos, los mendigos que pedían limosna en la puerta de la Catedral, de esta catedral-castillo que la distingue.

(En la foto, la romántica plazuela del Arquillo del Portal Mayor)

jueves, 13 de enero de 2011

EL CRISTO DEL GUIJARRO


Se trata de una historia o leyenda del pueblo de La Yunta, mate­rializa­da en un trozo de guijarro engarzado en plata que se conserva en la iglesia parroquial de aquel importante pueblo molinés. El hecho, que los habitantes de la comarca no dudan en calificar de sobrena­tural, ocurrió de esta manera:
Una tarde cualquiera, verano quizás, del siglo XIV, un pastor de La Yunta llamado Pedro García, guardaba su rebaño en horas de tormenta entre las encinas del paraje de la Hombri­huela. Ocurrió que al lanzar con fuerza un guijarro hacia una oveja que se le escapaba del grupo, la piedra se partió en dos, comenzando a arrojar un resplandor potente que iluminó todo el monte. Cesó la tormenta, y al recoger uno de los pedazos en que se había fraccionado el guijarro, el pastor comprobó con asombro que las vetas del corte transversal de la piedra formaban con absoluta claridad la escena del Calvario.

Otro hecho portentoso atribuible al Cristo del Guijarro fue la curación instantánea del quinto conde de Priego, cuando cabal­gaba por La Yunta de paso hacia Zaragoza, a pedir a la Virgen del Pilar remedio para unas fiebres tercianas que padecía desde hacía tiempo.
Cuando en la Guerra de la Independencia, las tropas francesas de Napoleón salieron de La Yunta con todo el botín conseguido tras el saqueo de la iglesia, se dejaron olvidado en el campo el milagroso guijarro, que enseguida lograron recuperar y devolver a la parroquia con todos los honores un grupo nutrido de fervorosos vecinos. El pueblo, y con él toda la comarca limítrofe al reino de Aragón, veneran desde entonces la portentosa piedra.
(La imagen representa una alegoría al Cristo del Guijarro, tomada de una antigua novena a devoción del portentoso hecho)

viernes, 7 de enero de 2011

GALERÍA DE NOTABLES (VII): MARIANO BARBERÁN


Fue éste un héroe de la Aviación Española nacido en Guadalajara el 14 de octubre de 1895. Ingeniero Militar por la Academia de su ciudad natal, cuenta en la historia de su vida con el hecho de haber reali­zado el 11 de junio de 1933, acompañado del teniente Collar, la travesía de Sevilla a Cuba en vuelo de 39 horas y 50 minu­tos sobre el mar, pilotando el avión "Cuatro Vientos". Viaje éste del que quedó constancia puntual en escrito al general Vives Camino, según noticia recibida de viva voz a su llegada a la isla de Cuba.
Días después emprendieron, no se sabe por qué, un vuelo desde La Habana hasta Méjico, donde ambos pilotos se dieron por desaparecidos, según se creyó, al estrellarse el "Cuatro Vientos" por falta de combustible y ser comidos quizás sus ocupantes por miembros incontrolados de alguna tribu indígena.
Noticias más recientes llegadas de Méjico, pusieron de manifiesto, sesenta y dos años más tarde, que los dos pilotos españoles murieron víctimas de un asesinato, dos días después de haber aterrizado en tierras mejicanas procedentes de Cuba. Fueron los autores del doble crimen los salteadores Bonifacio Carrera, Romualdo Palanca­res y dos hijos de éste. Los cuerpos fueron enterrados en una cueva cercana a la Guacamaya, donde se descu­brieron el día 16 de abril de 1995. A instancia del Ayunta­miento del Guadalajara presidido por don José María Bris, los restos mortales del capitán Mariano Barberán se repatriaron a su ciudad natal un año despues de haber sido descubiertos, recibidos con honores y enterrados en su cementerio de manera definiti­va.
El capitán Barberán fue uno de los aviadores españoles más cultos y entusiastas. Escribió varios trabajos acerca de la Aviación, y se le consideró como una autoridad por cuanto se refería a la navegación aérea, por entonces en sus comienzos.

En el Parque de la Concordia de Guadalajara se levantó el sencillo monumento que se recoge en la fotografía, en honor y recuerda de tan desafortunados aviadores.

domingo, 2 de enero de 2011

LA ALCARRIA DE ANTONIO PONZ



Antonio Ponz, valenciano de Bechi, fue uno de aquellos autores que, en pleno siglo XVIII, sintió la fiebre de otros muchos eruditos europeos que dedicaron parte de su vida a viajar y a dejar escrito lo que veían, tomando como punto de mira preferente a nuestro país, a España en casi todas sus regiones, a la cual dedicó nada menos que dieciocho tomos de literatura viajera en la que se destaca no sólo la descripción de paisajes y lugares, sino la impresión muy a su manera que solía sacar en cada sitio según pensaba cómo en cada sitio los lugareños se portaban con él, cómo resultaba acogido con sus acompañantes en cada lugar, sin ir más allá de lo que en una primera mirada veían sus ojos. Ponz, experto en viajes como queda dicho, cayó en uno de los errores más frecuentes en los que suelen caer los escritores viajeros: en creer a pie juntillas lo primero que le venían a contar, sin detenerse a contrastar el qué y el porqué de lo que le decían, sacando pues como consecuencia una literatu­ra más o menos interesante, pero de poco rigor.
Las cartas séptima y octava de su primer libro las dedica, casi por completo, a su paso por Guadalajara, que escribió durante los últimos días de julio del año 1769, momento aquel en el que los ánimos del viajero no rebosaban del sentido de complacencia que a las gentes de aquí nos hubiese gustado lo distinguiese. Guadalajara, tanto la capital de provincia como los pueblos por donde pasó camino de Cuenca, no quedan del todo bien parados en el famoso "Viaje de España" de Antonio Ponz.
Visitó, apenas de pasada, el convento de San Francisco con sus inexpresivos altares de madera, sus gradas y pavimento jaspeados de la Capilla Mayor, y el célebre panteón de la Casa del Infantado, que tuvo la suerte de conocer cuarenta años antes de que la francesada lo profanase y lo convirtiese en ruina, más o menos como ahora puede verse. Lo compara, no obstante, con algunos detalles a su favor y otros a su contra, con el de los reyes del monasterio de El Escorial. Del palacio de los duques del Infantado desestima una buena parte de su ornamentación, desprecia la arquitectura del patio, sacando a relucir -nunca mejor dicho- que vio «algunos salones con techos de tanta madera y oro, que me parecieron pinares de oro».
Por aquellos años aún no se habían concluido las obras del puente sobre el río Henares, roto por su mitad doce años antes, y que desde entonces se andaba a vueltas con su restauración, para lo cual, dice Ponz: «habían contribuido los pueblos hasta de treinta leguas en contorno; añadiendo que con aquellos caudales y con los que hasta ahora habían pagado los pasajeros para pasar por el puente de barcas, se podría haber hecho uno nuevo, aunque hubiera sido de mármol».
Desde Guadalajara, pasando por Horche y por Armuña, el autor come y sestea en una humilde posada de Renera, donde comió bien, durmió mejor, y pagó a la mesonera con generosidad. Un buhonero que enseñaba su mercancía a la puerta de la fonda, le anunció que un enjambre de tábanos y mosquitos le esperaban en el camino de Pastrana, para «comerse vivos a hombres y bestias», como, según cuenta más adelante, así fue.
A Pastrana ni siquiera entra, se limita a decir que era un lugar con más de quinientos vecinos, muy bien cultivado de olivares por aquellos cerros inmediatos, y que pasó fuera de la villa junto a uno de los primeros conventos que los Carmelitas Descalzos tuvieron en España «y aunque yo tenía especie -dice- que en su iglesia había algunas pinturas de Juan Narduk, llamado en esta religión fray Miseria, era tanta la que yo llevaba entonces conmigo, que no estaba para fiestas ni curiosidades».
Más abajo, junto al río, después de perderse y de no encontrar a nadie a quien preguntar por el camino de Almonacid al ser día de fiesta, consiguió llegar a la barca cerrada ya la noche. Luego explica que junto a la villa de Zorita, «lugar de veinticinco vecinos», había otra barca. Entra, por fin, con las personas que le acompañaban, en Almonacid; una vez allí se apean en un mesón "que por fuera no parecía malo". Había sido la fiesta de Santiago el día aquel. El colmo de la desatención, dejó escrito en su crónica del día, lo sufrieron por parte de la dueña de la casa: «No hubiera sido más mal recibida, ni con igual descortesía, una plaga de langostas. Preguntele que si había dónde poner las maletas; respondiome que no; pero con tanta gracia como haría un arráez a sus esclavos. Repetí que si tenía cama, si había qué cenar para personas y animales, y a todo respondió como al principio.; pero siempre más desabrida y descortés; de manera que, falto de paciencia, prorrumpí sobre semejante arpía, diciéndole en lengua que me entendiese lo que el pretextato de Horacio a la hechicera Canidia, con todo lo demás que me vino a la boca; y tomando el trote a la casa del corregidor, le alabé su buena providencia, a quien yo atribuía la hospitalidad del mesón».
Nadie, más de dos siglos después, podría dar norte en Almonacid acerca de quién fue la aludida mesonera de Ponz, ni tampoco sobre la personalidad del corregidor de turno que «me tapó la boca -dice- procurándome alojamiento en casa de un honrado hidalgo, en quien hallé de sobra la cortesía, generosidad y todo cuanto le faltaba a la crudísima mesonera. Me dio cama y gustosa cena, y al día siguiente, de Santa Ana, cuyo nombre tenía su mujer, me instó de mil maneras a no salir de su casa sin hacerle compañía a la mesa; en vista de lo cual y de lo que en ella se puso, créame usted, quedé muy contento, agradecido y satisfecho.»
El caminante sigue su camino al hilo de la media tarde del día 26. Apenas cuenta nada de aquellos diez o quince kilómetros de Alcarria guadalajareña que todavía le faltan por andar hasta llegar a Huete. De Albalate se limita a reseñar que era un pueblo corto -pequeño, supongo que quiso decir- pero que tenía una linde -entiendo acequia- muy antigua, que sus habitantes consideraban superior a la de Ocaña; pues con su agua se conseguían regar sus tierras y las de almonacid. Ensalza las buenas parcelas de olivar, y señala como un desacierto que no tuviesen aquellos campos la abundancia de fruta que deberían tener.
La Alcarria, al fin, lector amigo. Una tierra para ver, para andar, y sobre todo para contar de ella. En la Literatura andará escondida mientras que el mundo sea mundo. Sequedales, solanillas pedregosas, lomeras áridas y algún riachuelo cuyas aguas no siempre llegan hasta el Tajo, ni siquiera hasta el Tajuña, porque se pierden antes. Es lo nuestro, y en las buenas gentes que la poblaron o que siguen viviendo en ella, quién sabe si olcades en su origen casi todos ellos, encontramos, sombra y luz, nuestra propia imagen.

(La fotografía nos muestra un detalle del panteón de los duques del Infantado en su estado actual)