sábado, 25 de junio de 2011

CIFUENTES, LA ANTIGUA VILLA DE FERIAS Y MERCADOS



Sé que ninguno de nuestros lectores, y mucho menos los cifontinos, se darán por ofendidos si a la moderna y dinámica villa de Cifuentes se la trata de antigua nada menos que en el titular de este trabajo -aportación gustosa por mi parte al especial de nuestro periódico con motivo de sus ferias de octubre. Qué se puede decir que más honre a un pueblo, y a su feria tradicional en consecuencia, cuando hay constancia escrita de que ya a mediados del siglo XIII tenía su feria por concesión real, y que debido a la importancia que tuvo se vio obligado a intervenir personalmente el rey Santo, Fernando III de Castilla, con carta dirigida al Concejo de la villa en el mes de marzo de 1242, en la que ordenaba se tomasen serias medidas en contra de los alborotadores, que se venían dedicando a extorsionar y a crear el desorden entere los feriantes, a dañar los puestos de mercadería que suponemos tendrían instalados bajo los soportales, y a alborotar las reses de los apriscos y las reatas de acémilas expuestas a la venta y al intercambio.
Sabemos que la villa como tal ocupaba ya por aquellos tiempos un lugar destacado entre las ciudades más importantes de Castilla, circunstancia que se vendría a acrecentar cuando los monarcas castellanos tuvieron con ella relación frecuente; más todavía en vida de su primera Señora, doña Mayor, la amante de Alfonso X.

Pues, volviendo a la carta que Fernando III dirigió al Concejo Cifontino, en ella decía el propio Rey con referencia a su feria anual, que en el día de mercado venían gentes de muchas partes, y que algunas de esas gentes se dedicaban al pillaje, a deambular por la feria haciendo males, de ahí que ordenó como solución que dos hombres buenos se encargasen de la vigilancia durante esos días, y que el Concejo sancionase a los perturbadores del orden con el pago de diez maravedíes, cantidad que se repartiría después entre los alcaides de Atienza -a cuyo común de tierras pertenecía Cifuentes-, el Concejo, y los dos vigilantes que deberían ser distintos cada año.
Todo esto nos lleva a pensar en la importancia que durante la Baja Edad Media tenía la feria de Cifuentes en el concierto general de las ciudades castellanas, cuya fama ha conseguido pasar la barrera de los siglos, tales como las de Medina del Campo, Ávila, Ciudad Rodrigo, ¿y por qué no la propia Cifuentes?, donde como todas las demás no faltarían los halconeros, los encantadores de serpientes, los saltimbanquis y los equilibristas, recorriendo las calles y las principales plazas anunciando de manera festiva la apertura del “Mercado”, quizá la fiesta más deseada por todos.
A la vista de las añosas ilustraciones y de los textos viejos que con relación a las ferias de otro tiempo alguna vez se nos pusieron ante los ojos, se me ocurre imaginar pensando en Cifuentes, cómo al pie de la Barbacana y entre el fervor de la concurrencia se situarían los vendedores de especias, los artesanos, los canteros, los sopladores de vidrio de Tamajón o de El Recuenco, las tejedoras, o los pañeros venidos desde los batanes de Cuenca con lo mejor de su producto.

Creo haber leído en alguna parte que aquella primitiva feria medieval, de la que desconocemos la fecha más o menos exacta en que tuvo su origen, se celebraba entre los días 11 y 13 del mes de junio, lo que nada tiene que ver para que ésta, la feria de octubre de toda la vida, -bueno, de toda la vida no, porque he podido saber que el cambio radical entre unas fechas y otras se produjo en el siglo XIX- no sea la continuación legítima de aquella otra de seis siglos atrás.
Conviene conocer, volviendo al pasado, que la fama de los mercaderes y los recueros cifontinos fue tan grande en toda Castilla, que poco después, en 1289, el rey Sancho IV el Bravo dispuso que los recueros de esta villa anduviesen con sus mercaderías salvos y seguros por todo el Reino, sin sujeción a tribulaciones y entuertos, recomendando que allá adonde fueren recibiesen especial protección por parte de justicias, alcaides y merinos.
Estoy seguro de que la feria actual en nuestra villa alcarreña es muy diferente en formas y en contenidos a aquella tan lejana en la que tiene su origen; pero la feria, incluso el espíritu de la feria, es el mismo después de esa larga cadena de generaciones, de usos y de costumbres, que en Cifuentes, antigua y excepcionalmente bella, apenas si se debe notar, pues el escenario sigue siendo el mismo a pesar de los repetidos vapuleos sufridos por la villa desde entonces, y que ahí están, escritos en algunas de las más amargas páginas de la Historia.

miércoles, 1 de junio de 2011

EL PLATERESCO EN GUADALAJARA



La temprana instalación de la familia Mendoza en Guadalajara, su repercusión en el concierto general de la sociedad española durante los siglos XV y XVI, así como el interés de tantos de sus miembros por el arte arquitectónico y ornamental que mostraron a lo largo de aquellos siglos, supuso convertir las tierras de Guadalajara de algún modo en valioso escaparate del arte prerrenacentista más conocido en España por "plateresco", dado que sus formas y cuidados sobre la dura piedra no eran otra cosa sino imitación del quehacer de los plateros en el adorno de muchos edificios que, por suerte, todavía quedan.
Dos nombres, dos: Lorenzo Vázquez y Alonso de Covarrubias, sobre todos los demás, son los principales artífices de casi todo el legado plateresco que todavía existe en la capital y provincia; de ahí que, sin salirnos del entorno específico de esos nombres, podamos señalar como muestra valiosísima de cada uno de ellos la siguiente:

De Lorenzo Vázquez, arquitecto del Cardenal Mendoza, conviene conocer no sólo el trazado, sino la obra conclusa del Palacio de los duques de Medinaceli en Cogolludo; el Palacio de don Antonio de Mendoza en Guadalajara, y el ruinoso Convento de San Antonio en la alcarreña villa de Mondéjar.
Alonso de Covarrubias es el gran impulsor y el decorador supremo de la Guadalajara del siglo XVI en su primera mitad. A él se deben, según las más acertadas apreciaciones, los trazados del retablo mayor de la parroquia de Cifuentes; el de la Capilla del Espíritu Santo de la catedral de Sigüenza y el de la Sacristía de las Cabezas. En Guadalajara ahí está la portada de la iglesia o Capilla de la Piedad, aneja al palacio de don Antonio de Mendoza, el sepulcro de doña Brianda en la misma capilla; los tres paños del claustro mayor del Monasterio de San Bartolomé de Lupiana, y muy probablemente a él se deba el trazado y parte de la ejecución del Palacio Ducal de Pastrana.
Otras buenas muestras de ese estilo se pueden encontrar en lugares insospechados, tales como la portada de la iglesia de Bujalaro, de la parroquia de Peñalver, o todo el complejo arquitectónico ornamental en finísimo gusto del altar de Santa Librada, dentro de la catedral de Sigüenza, y algunas portadas laterales en el claustro interior de la referida catedral.

(En la fotografía, detalle de la portada en la Capilla de la Piedad. Guadalajara)