viernes, 20 de febrero de 2009

LA BATALLA DE GUADALAJARA ( I )




Durante los meses de febrero y marzo de 1983, publiqué en el diario “Nueva Alcarria” un estudio, creo que interesante, acerca de la Batalla de Guadalajara; aquel acontecimiento de la Guerra Civil que costó tantas vidas, que retrasó el final de la guerra, y que el tiempo se está encargando de mandar al campo del olvido.
En la presente, y en otras páginas sucesivas, vuelvo a entregar todo lo que allí escribí, con el fin de informar a los lectores del blog sobre aquellos días terribles, y de influir, si es que fuera posible, para que acontecimientos como aquellos no vuelvan a repetirse.
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Hace tiempo que me pregunto por qué no me informaba a fondo y le clavaba el diente, de una vez por todas, a un asunto que tuvo tanta repercusión mundial, y del que fue el campo de Guadalajara con algunas de sus villas y lugares el escenario en donde los hechos de aquella semana terrible se produjeron. Hechos que quedaron registrados en la Historia Militar del Mundo, y que ahí están, dando el nombre de esta provincia a una batalla, singular por las circunstancias que en ella concurrieron, y que trajo como consecuencia principal que la Guerra de España se prolongase por dos años más, con todo el bagaje de muertes injustas e injustificadas, de odio y de desolación, que una guerra de aquel calibre llevaría consigo.
Van a cumplirse sesenta y seis años de aquellos horribles sucesos que el mundo conoce como la Batalla de Guadalajara. No sé si es mucho o es poco el tiempo transcurrido desde entonces como para que las heridas de la guerra hayan cicatrizado lo suficiente después de dos o de tres generaciones, y que todo lo que entonces sucedió se haya asentado en las páginas de la Historia como una pincelada más del doloroso lienzo que comenzó a pintarse en el Paraíso Terrenal y que sigue sin concluir desde que el mundo es mundo, cada vez de manera más sofisticada, más universal y más cruel.
He leído mucho durante los dos últimos meses acerca de aquella sangrienta batalla. He procurado informarme lo mejor que me ha sido posible. He bebido agua amarga en fuentes de las dos tendencias: simpatizantes con el bando nacional unos, y más afines al bando republicano otros. Bien es cierto que, aparte apreciaciones visiblemente partidistas y simpatías por uno u otro bando, todos coinciden en lo fundamental del hecho bélico: discrepan en cifras, en posturas de unos y de otros, pero están de acuerdo en todo lo demás, es decir en el resultado y en las circunstancias especiales que coincidieron en los combates, en la bravura y el desprecio a la vida de propios y de extraños, que en el campo de Guadalajara rayó a niveles muy altos, lo cual facilita la labor en buena parte cuando tanto tiempo después se toma pluma y papel para contar a los guadalajareños de hoy algo tan importante como que aquí hubo una batalla de la que nadie habla ya, pero que no por eso deja de ser algo fundamental en nuestra Historia, en la de Historia de Guadalajara que por razones obvias la gente debe conocer.
Ni qué decir que pretendo buscar el equilibrio más absoluto al referirme a los hechos, no sólo en lo que cuente hoy que más bien será poco, sino en lo que queda por escribir en este montón de cuartillas dispuestas para rellenar, huyendo de toda visión subjetiva por dos razones principalmente: primero, porque el tiempo transcurrido me parece suficiente como para no herir susceptibilidades, y segundo, porque como autor responsable de lo que aquí se pueda decir, confieso que durante aquella semana del mes de marzo de 1937, y aun por años después, no contaba ni siquiera como proyecto en el mundo de los vivos.
Procuraré incluir como aportación gráfica algunas fotografías de muy baja calidad por cierto, pero tomadas entonces y allí, que he podido extraer de algunos trabajos, italianos varios de ellos, y de las que se conservan en el archivo de imágenes de la Guerra Civil en la Biblioteca Nacional. Supla el interés de las escenas representadas a la deficiente calidad de algunas de las que irán apareciendo, que no sólo han sido un descubrimiento para mí, sino un verdadero tesoro.
En el proceso de la Batalla de Guadalajara, incluso en su resultado, tuvo mucho que ver la condición especial del terreno: campo llano, bosques de encinas, composición arcillosa de las tierras por las que rodaron los tanques, patinaron los cañones y murieron los hombres…, y la lluvia, la lluvia que embarra los campos haciéndolos intransitables, enfría los cuerpos y los espíritus, sin que jamás se la pueda dejar por indiferente.
Dicho todo esto, y sin poder adelantar si serán tres, o cuatro, o más de cuatro las semanas consecutivas que dedicaremos a un tema tan propio y tan interesante, nos disponemos a entrar en materia.

Días antes las cuentas no le habían salido bien al ejército franquista en los valles del Jarama; costó muchas vidas sin que con aquel duro enfrentamiento se hubiese resuelto nada a favor de un bando ni del otro. Sería éste el tercer intento de tomar Madrid con un anillo de fuerzas alrededor hasta que se rindiera obligado por el hambre y la miseria. No obstante, las fuerzas nacionales conservaban aún parte el optimismo que les produjo la toma fácil de la ciudad de Málaga en fechas todavía recientes y el avance, sin demasiadas complicaciones, de la División Soria mandada por el general Moscardó, que se aproximaba por el ala derecha tomando pueblos y ocupando importantes espacios de la Alcarria Alta.
Era el día 8 de marzo del 37. Los odios por una y otra parte habían venido tomando cuerpo desde hacía ya ocho meses que estalló la guerra, siendo el balance hasta aquel momento la muerte de cientos de miles de víctimas inocentes y más de media España asolada y baldía, sin demasiadas esperanzas de que el conflicto entre españoles pudiera terminar en un espacio de tiempo más o menos corto. Eran los desmanes de una guerra en la que, como siempre, fueron muchos los que perdieron y muy pocos los que ganaron a costa del sufrimiento de los demás. En España, entre los tres años del conflicto y los que cayeron después en las cárceles una vez terminada la guerra, se aproximo bastante la matanza al millón de compatriotas, muchos de ellos religiosos o idealistas, campesinos y gentes de bien, que muy poco tenían que ver con los intereses que allí se dilucidaban. Las guerras son desde tiempos muy antiguos la peor de las plagas que un país puede sufrir, y la que padeció el nuestro fue un ejemplo demasiado sangrante que conviene olvidar, pero que deberá servirnos de lección a perpetuidad -confiamos en que sí- para que no se repita en nuestro suelo nada semejante, ni siquiera tampoco su sombra. En el caso concreto al que aquí nos referimos, los muertos también se contaron por millares, si bien españoles fueron los menos e italianos los más, lo que en modo alguno nos puede servir de consuelo.
Los ejércitos nacionales contaban con que todo se resolvería con una victoria rápida, y no fue, por ello, la discreción su mejor aporte al duro enfrentamiento que tendría lugar precisamente aquí, en parajes tan próximos a nosotros que años después ponemos delante de los ojos, sin pararnos a pensar que tiempo atrás aquellas tierras fueron insaciables esponjas empapadoras de sangre.
El general Miaja, jefe del estado Mayor Republicano, supo muy bien de los preparativos del adversario por noticias que le llegaban de todas partes, y tomó las medidas oportunas desde Madrid ordenando que se hiciesen obras de fortificación entre las vegas del Henares y del Tajuña, con nidos de ametralladoras protegidos para consolidar sus líneas. Por su parte el ejército franquista, ya en aquel momento, había situado su fuerza en puntos estratégicos de la Alcarria y del Valle del Henares.
Los efectivos con los que contaba el ejército nacional al iniciarse aquella trágica semana estaban formados por:
- La división Soria al mando del general Moscardó, cuya misión en un principio no era otra que la de forzar, siguiendo más o menos la dirección de la vega del Henares y la vía del ferrocarril, los duros pasos de Jadraque, romper con ímpetu el flanco izquierdo del enemigo, y facilitar la marcha del Cuerpo de Tropas Voluntarias (El CTV italiano) a lo largo de la carretera de Francia (Ahora autovía).
- La Segunda División Voluntaria “Fiame Nere” o Llamas Negras, enviada por Mussolini al mando del general Coppi. Situada en las inmediaciones de Torremocha del Campo y pueblos adyacentes. Ante la posterior dificultad para el avance por la carretera general, sería reforzada con dos grupos más de batallones, el 4º y el 5º, mas dos compañías de tanques ligeros y tres grupos de artillería ligera.
- La Tercera División Voluntaria “Penne Nere” o Plumas Negras, que se situó algo más allá, entre las comarcas de Aguilar de Anguita y de Medinaceli; reforzada luego con dos compañías más de carros blindados, una de moto-ametralladoras, cuatro grupos de artillería y dos baterías de 20 mm. Su misión era seguir a la división Segunda y sustituirla en el ataque una vez que se hubiera conseguido la ruptura del frente enemigo, ocupar la carretera que va desde Almadrones a Brihuega, y ocupar aquella importante villa de la Alcarria.
- Las Divisiones Littorio, al mando del general Anibale Bergonzoli y Primera Dio lo vuole” del general Rossi, quedaban de momento como reserva, a disposición del Mando nacional del Cuerpo del Ejército.
(Continuará)

martes, 10 de febrero de 2009

DE VUELTA AL ALTO JARAMA



Salir. Después de un otoño y de un largo invierno de lluvias y nieves, como en aquellos años que de tan lejos nos obligan a echar mano a las estadísticas, la mañana invita a salir, a tirarse al campo, bajo este sol y sin una sola nube que manche el cielo, y con una dirección imprecisa, sin un rumbo previsto a sabiendas de lo mucho que conocemos como escenario de placer en esta bendita tierra nuestra.
Al fin decido tomar el Pico Ocejón como punto de referencia que marque mi dirección hacia la sierra. Hace muchos meses que no ando por allí y el ánimo se hace deseo. La sierra al otro lado. No queda ni una sola brizna de nieve en la cara de las montañas que mira hacia nosotros, tal vez en los ribazos que dan al norte haya todavía ventisqueros de nieve apelmazada a los que la hora del deshielo les llegará más tarde. El Ocejón resplandece al fondo de todas las miradas con su característico color plomizo, como la inmensa joroba de un mamut ciclópeo inamovible, sobre cuya áspera piel crecieron las jaras y las estepas que, ya a mi paso y en ambas márgenes del camino, comienzo a observar naciendo de la tierra oscura.
Puebla de Beleña, chiquito y coquetón, se solaza al descubierto con sus calles en cuesta, con el ocre de los tejados y el blanco de las paredes enfrentándose al sol de la media mañana. La carretera a estas alturas es estupenda para viajar; el verde intenso de la sementera invita al optimismo; el azul de la mañana garantiza esas horas de regocijo con las que soñaron los habitantes de los pueblos desde hace meses y meses. No me extraña que el bueno de Juan Ruiz, el mítico Arcipreste, mostrase hace siglos verdadera pasión por estas serrezuelas, por estos valles fecundos de junto al Jarama, por aquellas mozuelas serranas que pastoreaban en mañanas de abril como la nuestra por estos inmensos prados y de las que sólo queda el recuerdo en páginas de literatura rancia.
Desciendo, al fin, por una carretera estrecha que se pierde entre las encinas, hasta el pueblecito de Retiendas. No significa para mí novedad alguna este sencillo lugar, después de las tres o cuatro veces que en ocasiones precedentes pasé por él. Retiendas, con su puente sobre el arroyo a la entrada, con el canal de hormigón que parte en dos la ancha calle que sube, con su iglesita de mínimas proporciones en aquel color ocre rojizo de los viejos templos de la comarca, es para mí uno de los pueblos más bonitos de toda la sierra, un pueblo al que, sin detenerme a pensarlo, elegiría como motivo para una estampa de calendario.
La temperatura resulta agradable en la media mañana, un poco fresca quizás. Un indicador pone al corriente al recién llegado de que a mano izquierda está el camino del Vado, el mismo que hay que tomar en principio para bajar hasta Bonaval, el monasterio en Ruinas de las riberas altas del Jarama, al que, debido al mal estado del camino, se recomienda llegarse a pie: «Monasterio de Bonaval, bien de interés cultural, en beneficio de la conserva­ción del lugar se recomienda la bajada sin vehículos». El consejo es acertado, pues, a partir del letrerito que lo advierte, el camino no es apto para vehículos, salvo para aquello todoterreno que estén adaptados para andar por el campo.
En el viaje de vuelta, al final de otra carretera estrecha que se pierde entre pinos de repoblación y algunos olivos, queda extendido en la solana y al fondo de otra vega, el lugar de Puebla de Valles. Sería como de pecado grave pasar por allí y no bajar a Puebla, donde uno es siempre tan bien recibido por su amigo Manolo Sanz, el inquieto y celoso alcalde del pueblo, que a lo largo del año me llama o me escribe sin que, unas veces por hache y otras por be, nunca llega el momento oportuno de pasar a verlo.
Puebla de Valles es todo él como un paisaje estupendo -de casas y de cerros, de regatos y de terreras sanguinas, de calles bien pavimentadas que suben y bajan marcando la inclinación de la vertiente- plasmado sobre el lienzo natural de su propio campo, y que puede contemplarse a placer desde cualquiera de las curvas de la carretera que baja hasta el fondo del valle. En un día cualquiera, como el de hoy, apenas permanecen fieles al terruño tres docenas de almas viviendo en sus hogares; las demás son viviendas y chalés de temporada o de fin de semana a lo sumo, igual que en tantos y tantos pueblos de nuestro entorno perdidos en el medio rural. A partir del mes de mayo, y más aún cuando llega el verano, la población se triplica, o se multiplica por diez como en otros lugares de esta misma sierra.
Manolo Sanz, el alcalde de Puebla de Valles, se siente feliz con el nuevo edificio del ayuntamiento, levantado sobre la antigua fragua con materiales modernos y voluminosas guijarras de río al gusto campiñés. El edificio del ayuntamiento fue inaugurado en fechas todavía cercanas. No se siente lo mismo de feliz el alcalde de Puebla por cuanto se refiere a su iglesia; importante, entre otros motivos por los nueve enterramientos con epitafio que se alinean a lo largo del presbiterio, y que, sin duda, pertenecen a familias distinguidas del pasado que debieron vivir por aquellos pueblos. Las obras de acondicionamiento están paralizadas, sin que se vea luz al final del túnel que pudiera llevar en corto espacio de tiempo a una restauración medianamente digna, para que las imágenes de los santos tengan mejor cobijo que la hornacina de tierra y escombros en donde están, y las sillas de los fieles gocen de mejor asiento que la blanda tierra. Uno piensa que, incumba a quien incumba, la Casa de Dios merece un trato diferente, una delicadeza muy por encima de todo aquello.
Manolo Sanz se edificó su casa en una almazara de fabricar aceite, dejando en su interior la tosca maquinaria de la molienda. Uno no sabe si es casa, si es museo, si es capricho simplemente la casa de Manolo. Contando con que tenga algo de los tres supuestos, la casa de Manolo Sanz es una rareza envidiable que vale la pena conocer y que él, el dueño, enseña amablemente a quienes desean pasar a verla.
En Puebla de Valles se reza a San Miguel. Algunas de las casas adornan sus fachadas con un azulejo en el que aparece la imagen del Arcángel patrón del pueblo. Calle del Pilar, Calle de la Fuente, El Calicanto, Plaza del Olivo... La Plaza del Olivo, junto a la iglesia, tiene plantado en mitad un enorme ejemplar milenario de la especie, procedente de cierto sitio del término y trasplanta­do allí hace media docena de años. Desde que el corpulento olivo ocupa el centro de la plaza, se ha hecho merecedor de una importante fiesta local que en el pueblo celebran con solemnidad y entusiasmo a mediados del mes de marzo cada año.
A la salida la opción es doble: media hora de camino para volver a casa o tomar las de Villadiego: Tamajón, Campillo de Ranas, Majaelrayo, o los pueblos más apartados de aquella sierra al otro lado del Jaramilla, para lo que tenemos aún a nuestra disposición parte de la mañana y toda la tarde por delante.
(En la imagen una vista del pueblo de Retiendas)

lunes, 2 de febrero de 2009

ELEGÍA A LAS PIEDRAS DE ÓVILA


La provincia de Guadalaja­ra, toda ella, entera o por comarcas, tiene infinidad de motivos como para sentirse ver­dadera­mente honrada. Quien esto dice, que la conoce por razones de trato un poco más que en su mera superficie, sabe muy bien que el guadalajareño debiera unir de forma inseparable a su propia personalidad el sano orgullo de haber nacido en una tierra admirable, capaz de enno­blecer por sí sola a todo cuanto en ella por primera vez viese la luz. El comportamiento de la provincia en cualquier periodo de la Historia; la variedad incomparable de sus cuatro co­marcas características, y el paisaje, sobre todo, tan hetero­géneo y desigual, son razones que obligan en justicia a pensar así.
No siempre llueve a gusto de todos, esa es la verdad. Como rama del tronco común de la raza ibera, tan propensa a infrava­lorar lo que es suyo, suele ser frecuente entre los hijos de esta tierra el no acusar dema­siado el impacto que pudiera suponer un acto de reconocimien­to a la patria chica, tan acusa­do entre los habitantes de otras latitudes, cuya posición al respecto uno no tiene más reme­dio que elogiar.
Guadalajara, entidad per­fectamente definida tanto en lo geográfico como en lo humano, late, a pesar de los pesares, bajo su propia piel repleta de vida. Alma castellana avezada a soles de justicia y a heladas insufribles, a sentir en sus entrañas el vacío que dejaron tantos hijos que se fueron en busca de fortuna hasta amenazar casi con un práctico despobla­miento de sus campos, a páginas gloriosas de mil anales en las que directa o indirecta­mente contó con un singular protago­nismo, y a duras dentelladas del destino, ¡faltaría más!, de aquellas que marcan para siempre con el sello del dolor, en el que toda esta tierra, sus gentes también, es maestra por oficio.
Abundando en lo dicho, uno piensa que son muy pocos los tragos amargos que Guadalajara ha tenido que soportar con el correr de los siglos que puedan compararse a lo que allá por el año 1930 mermó impunemente, inevitablemente, un trocito de lo mejor de su patrimonio; lo que vino a suceder en extrañas circunstancias con uno de nues­tros más valiosos monumentos medievales, cuya desaparición supuso, y sigue suponiendo, una pérdida irreparable: la enajena­ción y posterior traslado a las Américas de una buena parte del monasterio cisterciense de Santa María de Óvila, en pleno corazón de la Alcarria, muy cerca de la villa ribereña del Trillo a la vera del Tajo.
Sin abundar en detalles los hechos debieron suceder de la forma siguiente:
Cuando la desamortización de Mendizábal, de tan nefastas consecuencias para el patrimonio artístico español, el monasterio de Óvila, fundado al parecer por el rey Alfonso VIII de Castilla hacia el año 1181, pasó a depen­der del Estado, que en febrero de 1928 vendería por la exigua cantidad de 3.130 pesetas a don Francisco Beloso Ruiz, vecino de Madrid, persona que se comprome­tió ha hacer efectivo el total de su importe en cuatro plazos anuales, como así vino cumplien­do según consta en la cancela­ción de hipoteca efectuada en Cifuentes el 6 de marzo de 1931, cuyo asiento en el registro de esta villa aparece con fecha 17 del mismo mes y año.
En 1930, un caprichoso y desaprensivo multimillonario estadounidense, que ya había adquirido y trasladado a su país algún otro monasterio castellano con el fin de volverlo a recons­truir en su rancho de Califor­nia, tuvo noticia del interés artístico y de las condiciones de semiabandono en que se encon­tra­ba el referido cenobio alca­rreño. A Mr. Hearts, que así se llamaba el adinerado en cues­tión, debió gustarle esta pieza capital de la arquitectura del siglo XIII para completar los planes, que en su mente habían ido tomando forma, de recons­truir en la finca de San Simeón una ciudad artística que perpe­tuara su nombre, sin ninguna clase de escrúpulos y aprove­chando, tanto él como sus cola­boradores e intermediarios, las circunstancias especiales en cada caso que se prestasen al juego sucio.
Lo cierto, y lo triste al mismo tiempo, es que W.R.Hearts compró el monasterio de Óvila a su dueño, procediendo de inme­diato a su demolición, piedra a piedra, con intención, como queda dicho, de volverlo a re­construir al otro lado del At­lántico. En el verano de 1931 el expolio del monasterio estaba concluido.
No obstante, las circuns­tancias muy especiales del mo­mento hicieron que el proyecto no resultara al final como esta­ba previsto. Por un lado la escasez de medios económicos disponibles por parte del magna­te, y por otra la situación política, tampoco demasiado a su favor, hicieron que los venera­bles sillares de Óvila encontra­sen acomodo definitivo, luego de mil vicisitudes en las que mu­chas de ellas se fueron perdien­do, cinco incendios y otros tantos cambios de lugar, en un almacén de San Francisco, si no demolidas pavimentando calles, o amontonadas entre la hojarasca del Golden Gate Park califor­nia­no, añorando -pienso que como la misma alcarria- aquellos siglos últimos de la Edad Media, en los que fueron gala de Trillo e importante centro de devoción para los habitantes de las vegas altas del Tajo.
La sinrazón humana acabó con todo. Hoy, cuando un poco como peregrino acudo a nuestro particular muro de las lamenta­ciones, apenas si me encuentro como reliquia en el soberbio valle del río unos cuantos pare­dones en pie, inicios de bóveda y algunos ventanales apuntados en ojiva, restos de lo que fuera la iglesia del monasterio, de la bodega, del claustro con doble arquería en ruinas construido seguramente a mediados del siglo XVII, y la maltrecha espadaña de la iglesia también de la misma época. A su alrededor uno de los rincones más escondidos y bellos de la Alcarria, al que el Tajo se encarga de añadir el toque preciso del que nunca suelen carecer los parajes que llegan más allá de los ojos.
Hace casi cuarenta años se consiguió reconstruir en el interior del Young Museum de San Francisco (Patio Hearts) la portada principal del monaste­rio, obra al parecer de la es­cuela de Covarrubias con in­fluencia de Jamete, la cual, pese a su elevado coste, queda muy lejos de ser lo que fue cuando asida a sus verdaderos muros y en el propio lugar de origen, admitía cada temporada bajo su arco a los cientos de peregrinos y de romeros que solían acudir con frecuencia hasta Óvila para descansar y para alimentar su fe en la paz de la alcarria.
A la vista del interesante trabajo publicado en su día por el profesor Merino de Cáceres, en el que se dan a conocer fe­chas y toda suerte de detalles precisos acerca de este lamenta­ble atentado contra nuestra riqueza monumental, uno se sien­te dolorosamente impotente, incapaz de sacar otro propósito que no sea aquel que produce en su ánimo la personal indignación que, al fin y al cabo, para nada sirve, si no se traduce de algu­na forma en cuidar mejor lo que todavía nos queda. Las institu­ciones, por supuesto, tienen el deber legal y moral de hacer frente con seriedad a esos reta­zos del pasado, pero también tú y yo, amigo lector, y el que se acerca no demasiado respetuosa­mente a contemplarlos en esta época fatal de pérdida de valo­res, también todos nosotros.
(Nueva Alcarria, febrero de 1995)