martes, 19 de abril de 2011

DE VUELTA AL CASTILLO DE ZAFRA



A la feliz memoria de don Antonio Sanz Polo

Se vio cumplido al fin, y con relativa prontitud, el viejo deseo de ver en su interior después de las obras el castillo de Zafra; la enseña medieval de la Sierra de Caldereros donde el Rey Santo puso en jaque a don Gonzalo Pérez de Lara, haciéndole entrar en razón, por la fuerza, naturalmente, en su empeño de extender el señorío por tierras de Castilla a espaldas y contra la voluntad del rey. Es el dato histórico en cuatro palabras, el recuerdo, lo no caduco y perecedero, habida cuenta de que la materia, aunque se trate de piedra, acaba por desmoro­narse y por caer en el olvido como aquí pasó, hasta que la mano amiga de un molinés de ley, emprendió la tarea increíble de luchar contra los siglos y contra los elementos volviendo las cosas a su sitio, intentando reconstruir el castillo, propósito, o despropósito, que ya ha conseguido en buena parte; pues son dos las torres: la del homenaje, impresionante, morada de dioses anónimos y de aves rapaces sobre la peña, y otra secundaria en el extremo opuesto del roquedal, prácticamente concluida.
Está próxima la hora del medio día. En el paseo de los Adarves la actividad y el movimiento son extraordina­rios. Molina rebosa a estas horas de vitalidad. Vamos un grupo de amigos en esta ocasión, entre los que se encuentra su hijo, Emilio, a recoger a don Antonio en su casa de la Plaza Mayor. Don Antonio Sanz Polo está a punto de cumplir los ochenta y cuatro años. Nos espera vestido con atuendos cómodos de los de tirarse al campo. Don Antonio ha sido durante su vida activa uno de los personajes más destacados, no sólo de Molina, sino de la vida española en pasadas décadas. Hoy, su ilusión y todo su mundo se centran en su familia y en la reconstrucción del castillo de Zafra, que adquirió en 1975, todo en ruinas, y que ahora marca el norte de su ancianidad, librándole de las cárceles de la jubilación que tantos se construyen en su propio perjuicio, dejándolos incomuni­cados en el pequeño islote de esos recuerdos que los atenazan y los convierten en seres tantas veces desgraciados o inútiles.
Desde el pueblo de Hombrados, vega arriba, se toma la peña del castillo por su cara sur. Si es por Campillo de Dueñas -la otra ruta posible-, se tomará la fortaleza por el costado oeste, y es más fácil acceder hasta el pie de la torre principal, tras subir una cuesta que el coche libra sin dificultad. Fuimos por Campillo. En las afueras del pueblo hay que cruzar un puentecillo medio ruinoso para no equivocar la senda. Luego, al cabo de ocho o de diez minutos, pista adelante, se llega al punto deseado. La vista sobre la vega desde el alto de la sierra es uno de los más gratos presentes que el hombre puede dar a los ojos y al corazón. Sentirse junto a las peñas desgastadas que sirven de peana a la fortaleza, una experiencia que a todos aconsejo.
Son casi las tres de la tarde. El viento sopla desde el valle. Junto a la cueva subterránea del manantial está la puerta de entrada. Hay que subir unas piedras y unas escaleras. A cada paso hay que subir por piedras y escaleras al castillo. La primera torre, acabada en el exterior, está por dentro inconclu­sa, a falta de algunos pequeños detalles de remate. Desde las almenas, la vega, la distancia, el azul de los cielos, el gris plomizo del horizonte salpicado de pueblos más o menos lejanos que todos conocemos, son una provocación, algo que uno intenta grabar como imagen viva en el recuerdo. Por el llano pasta en las praderas un rebaño de ovejas.

Las peñas, unas veces lisas y tropelludas otras, que separan la torre primera de la del homenaje, una en cada extremo de la plataforma, se libran con relativa comodidad porque el viento nos sopla de espaldas. Arriba hay un aljibe profundo que don Antonio ha provisto de brocal y de polea como los pozos de los patios de armas de algunos palacios. Luego emprendemos la subida hasta la puerta de la torre más alta, notando en las piernas los primeros efectos del vértigo que tiemblan en cada escalón.
Ya estamos dentro. Los arcos, los muros, las dovelas, las piedras clave, el viejo instrumental de arcones y recipientes que posan por los rincones están de acuerdo con el ambiente que dentro se respira: ocho o diez siglos atrás en el tiempo y tan sólo unos metros en el espacio. Al cruzar un oscuro pasadizo nos ruega silencio don Antonio. Al muro se abre una minúscula saetera que se incomunica con el exterior por medio de un cristal. Al otro lado del cristal, acostada en el agujero, se distingue la silueta oscura de un pajarraco reposando en el nido.
-Quietos. No la asustéis.
-¿Qué es?
-Es un pirrocorax. Una especie de graja con el pico encarnado. Debe de andar enhuerando.
Estamos ahora junto a la chimenea. Un arcón, una pica, una ballesta de halconero, una pota conventual de hierro fundido, unas sillas de madera vieja, unas piedras de arenisca pulimenta­das con la superficie curva para moler cacao, un armario de madera de siglos con dos o tres jarras en la repisa de las de Talavera, andan por allí. Desde las cristaleras de las ventanas, el precipicio, la vega aún más lejana, el Pico Lituero, el peso de los siglos que allí se deja notar como el mejor de los escenarios. El termómetro que hay colgado del muro señala once grados centígrados. En una habitación contigua, junto a los recias paredes de sillería, hay un catre cerrado, una vieja banca harta de años y de misterio. En esa banca se quedó una noche don Antonio a dormir por propia voluntad, encendió tres velas, e intentó conciliar el sueño en la soledad más absoluta.
-No lo conseguí. Me aburría yo sólo aquí toda una noche soberanamente. Se me hacían las horas interminables.
Unos cuantos peldaños más; ahora de travesañas de madera en forma de prisma triangular, una encima de otra, nos pusieron en la terraza última de la torre, en lo más alto. Por encima de nosotros, las aves rapaces como pavesas movientes bajo el azul y bajo el blanco algodonoso de las nubes ya en las primeras horas de la tarde. Abajo, los aviones roqueros que tan en su estima tiene el dueño del castillo; avecillas de color tierra, habitan­tes de temporada en las areniscas del Triásico desgastadas por las lluvias y por los vientos de forma caprichosa, y que prestan una imagen de misterio inenarrable al grandioso conjunto de piedra natural sobre la que asienta la fortaleza.
-Son unos pájaros muy simpáticos. Para la ciencia se llaman "Ptyonoprogne rupestris". Vienen muy pronto y se marchan muy tarde. A veces pasan volando muy cerca de nosotros, como si nos quisieran saludar.
El espectáculo desde la terraza más alta del castillo resulta estremecedor. Uno cree no haberse encontrado en su vida, con los pies pegados al suelo, en altura semejante. El resto de la visión, de lo que desde allí se siente y de lo que desde allí se domina a campo abierto, queda como pasto para la imaginación de cada uno de ustedes. A quien esto dice, y vivió la experien­cia, le sobra con el recuerdo.

domingo, 10 de abril de 2011

GASTRONOMÍA ALCARREÑA


En su libro Gastronomía de Guadalajara, recoge Antonio Aragonés Subero algunos centenares de platos y otras varieda­des gastronómicas que, por tradición, se han venido preparando en el medio rural, y que tal vez con otro nombre distinto puedan consi­derarse comunes a todas las tierras de Castilla en las que el campo, por desgracia o por milagro, obligó al individuo a alimen­tarse de un modo similar y a endulzar sus horas festivas con parecida repostería. En todo caso, bueno será remitir al lector o al investigador a la referida obra de Aragonés Subero, seguro de que hallará posibilidades mil de llevar al plato los productos más exquisitos que se dan en el campo de Guadalajara.

El hecho de ser la Alcarria por antonomasia la tierra de la famosa miel, justifica que algunos de sus infinitos deriva­dos formen parte del típico e inmejorable menú en no pocos lugares de la provincia. Es el caso de los renombrados "bizco­chos borra­chos" que se hacen en la capital y en Tendilla; de los "bizcochos crispines" que con tanto acierto se cuecen en Budia; de las hojuelas y el aguamiel extendidos por toda la comarca alcarreña. Siguiendo con la repostería, las "tortas de alma" que hacen en Campillo de Dueñas las "tortas dormidas" de Loranca de Tajuña, no tienen la fama que debieran tener por su calidad y buen gusto, como así ocurre con los "mantecados" de Mazue­cos o con las "patas de vaca" típicas de Molina de Aragón.

Las carnes seguramente que ocupan las cotas más elevadas en los asados que, con sus justos siete brebajes, preparan en Arban­cón, en Cogolludo y en Jadraque. Son famosos los conejos al ajillo de Galápagos, las cecinas, chorizos y jamones de la sierra de Atienza; y, por cuanto a derivados de la vid, gozan de prestigio reconocido los aguardientes y el churú de Mori­llejo, así como en general los característicos vinos que pisan y fermentan en las cuevas subterráneas de la Alcarria. En Budia resulta exquisito el arrope de calabaza y las frutas al mosto.

(La foto de J.J. Pascual, nos ofrece un nutritivo guisado de cordero con menestra, muy al uso en las cuatro comarcas)

domingo, 3 de abril de 2011

NUESTROS RÍOS: EL UNGRÍA


Los ásperos sequedales del paisaje alcarreño, cuentan entre sus componentes con dos o tres ríos memorables y con una serie de riachuelos que, sin ser ríos, tampoco sería correcto degradarlos a la categoría de arroyos, especie de multiplicada presencia en los anchos espacios alcarreños. El Ungría es uno de los riachuelos representativos de esa categoría intermedia a la que acabo de referirme; arteria vitalizadora de un valle singular, extraordinariamente pintoresco, y vecino desde que el mundo es mundo de una serie de pueblos por los que, con la obligada rapidez que nos aconseje el espacio del que disponemos, vamos a viajar en compañía de aquellos amigos que buenamente deseen venir con nosotros por los caminos habituales que solemos poner en uso: los de la lectura.

Es impreciso el lugar exacto en donde se encuentra la primera fuente que pueda considerarse como el nacimiento, digamos oficial, de este río. Sin duda son los regatos que surgen en los vallejuelos de la Alcarria de Villaviciosa los que, según los planos de la comarca, nos llevan a pensar que el origen del río Ungría no estará muy lejos de allí. En Fuentes de la Alcarria aseguran que nace a la caída del pueblo; afirmación a la que no me opongo, si bien, observo en diferentes mapas cómo la leve línea azul que lo representa viene de más arriba, de las tierras circundantes a los dos palacios en ruinas que hay en la Alcarria y de los que apenas se conserva el nombre: el de Ibarra y el de Don Luis, aquellos que Cela solía confundir en sus viajes.

El Ungría corre convertido ya en arroyo a los pies de Fuentes de la Alcarria, el pueblo mirador sobre los valles, estirado a lo largo de una loma que ciñe en el barranco, cortado en herradura, su escaso caudal, y cuyas viviendas se alinean por encima de las peñas retando al vértigo.

Fuentes de la Alcarria, por el lugar que ocupa, por su participación en la gran historia de nuestro país en algún momento preciso de su pasado, y por el empeño tenaz de sus gentes en embellecerlo, es uno de los pueblos más gratos a los ojos y al corazón que puedan encontrarse por toda la Alcarria. La visión espectacular del barranco, de los profundos valles que lo cercan, y el amable jardinillo que le sirve de anuncio, con la imagen azucarada que alza sobre su pedestal el monumento a la mujer alcarreña, nunca más oportuno, son imágenes inamovibles que se graban con fuerza en la memoria de quienes pasan por allí.

El río va tomando forma y recogiendo caudal vega abajo. Las casas de Fuentes lo ven alejarse en dirección poniente apenas queda atrás el soberbio meandro. Tierras llanas de hortaliza y de frutal, de robustas nogueras, lo van aproximando a Valdesaz, donde cuenta el Madoz que alimentó a un molino harinero. Uno piensa que fueron más de uno los molinos harineros que movían sus ruedas con el agua corriente del Ungría por aquellas alturas. Valdesaz, el pueblo, queda en la margen izquierda del río. El verde de las huertas destaca en mitad a todo lo largo.

A primera vista se nota que Valdesaz es un pueblo antiguo. Junto a las viviendas recompuestas, sacan a la calle sus seculares fachadas las viejas casonas de aleros oscuros, acordes con el estilo popular alcarreño de cien o de doscientos años atrás, contemporáneas muchas de ellas con la venerable fuente de piedra que hay en la Calle Mayor, cerca de la Plaza, sobre cuya espadaña quedó grabada la fecha en que la construyeron: 1791, entre los dos caños que vierten al unísono dentro del mismo pilón. Y cubriendo una vertiente y otra del Ungría, como muro natural que sirve de límite a la vega, los montes de maleza, de olivar raquítico, de carrasquillo y plantas olorosas, por donde es de fe que anduvo errante el abad mitrado San Macario, discípulo del mismísimo San Antón y ermitaño de la Tebaida, que el pueblo venera por Patrón y es abogado ante el Altísimo de cojos y tullidos, merecedor de viejas y fervorosas devocionas, no sólo en Valdesaz, sino también en los demás pueblos de la comarca.

Caspueñas será el enclave siguiente con el que el río Ungría se habrá de encontrar aguas abajo. Recorre la corta distancia que separa a los dos pueblos —Valdesaz ha quedado atrás— pegado a la carretera. El fondo del valle continúa salpicado de nogueras, de costras ribereñas de carrizal, de apretadas choperas en línea. Sobre los altos siguen flotando en el paisaje los olivos y los robles, el tomillo, el espliego silvestre y las agujas de los espartales. Los chalés y las viviendas de recreo comienzan a aparecer enseguida, al lado del camino. Son el anuncio primero de Caspueñas, un pueblo de amables connotaciones y de líricos recuerdos, en los que no poco tuvo que ver el poeta García Marquina, que dejó algunos años de su vida allí, junto a las corrientes del río, criando truchas y escribiendo versos sobre las frescas hierbas del molino.

Es corto en habitantes Caspueñas; pero es, en cambio, un pueblo bonito, con una plaza mayor coquetona y aseada, donde hay una fuente, una farola al estilo capital, y una iglesia con cuatro arcos en el pórtico que levanta sobre el valle una torre campanario muy distinta a las torres de las otras iglesias de la comarca. Como en todos los pueblos ribereños del Ungría y del Tajuña, las gentes de Caspueñas sienten verdadera pasión por la fiesta de los toros.

Pero sigamos su curso cauce abajo hasta la vega de Atanzón. El pueblo queda por encima del valle, en el alto alcarreño de tierras de labor que abre hacia el poniente. El río baja discreto a la altura de Atanzón, nadie pesca truchas, ni anguilas, ni barbos en sus aguas, sencillamente porque no los hay, hace muchos años que desaparecieron. La visión de Madoz sobre estas tierras se enmarca en épocas diferentes y muy distintas de nuestra manera de vivir, forzada, naturalmente por el paso del tiempo.

Atanzón es uno de los pueblos de la Alcarria que más ha cambiado durante los últimos años. Lo dice su remozada y elegante plaza mayor que tiene como fondo al edificio nuevo de la Casa Consistorial; y el romántico parquecillo de San Blas; y la ermita de la Soledad con todo su entorno, su parque tranquilo y apacible, donde pasar las horas de la tarde soñando o mirando hacia la cruz de piedra.

Por la calle Fuente Alonso se baja hasta el lavadero, y luego al mirador sobre la vega. Lejos, a uno y otro lado del ancho valle, el arroyo de Valdespartal, la Liendre, la Cuesta del Perrillo, el Cantero, y a nuestro lado los repechos a manera de bancal de la Peracha y del Barrancal, animados de huertos.

El río se pierde al fin dibujando eses, manseando por el llano. Su paso por Horche es sólo un decir. Se une con el Matayeguas que viene de Lupiana, y luego los dos en única corriente, entregan su mucho o poco caudal —dependiendo de que el año haya sido o no generoso en lluvias— al Tajuña, al punto de cruzar la carretera, pero sin llegar a hacerlo; eso sí, con la torre y las vaguadas de Horche como testigo más arriba, en las laderas del poniente.

(En la foto, Vega del río Ungría a su paso por Caspueñas)