domingo, 18 de diciembre de 2011

HOMENAJE A JUAN PABLO II


Con asistencia de más de doscientas personas al acto, pese a las bajas temperaturas en la mañana del pasado día 10, la ciudad de Guadalajara inauguró en la glorieta de la avenida que lleva su nombre, una estatua en bronce a tamaño natural del recordado pontífice Juan Pablo II, hoy beato de la Iglesia. De esta manera, la capital de provincia se une al homenaje universal que el mundo católico dedica al personaje tal vez más influyente del siglo XX.


Como asistentes, varias autoridades civiles y religiosas, entre las que se encontraba el obispo de la diócesis, Mons. Atilano Rodríguez, que bendijo el nuevo monumento, y el alcalde de la ciudad, don Antonio Román, quien en su breve parlamento destacó la aportación de Juan Pablo II a la historia reciente. La magnífica estatua es obra del escultor Oscar Alvariño.  

martes, 13 de diciembre de 2011

DOS NOVELISTAS OLVIDADOS

            Revolviendo hace unos días varios legajos, folletos y libros antiguos, de los que todos tenemos guardados en alguna parte como curiosas piezas de colección, pero que no utilizamos nunca después de haberlos leído hace tiempo por primera vez, me encontré con dos publicaciones curiosísimas, con dos ejemplares escritos por autores de esta tierra. Creo que vale la pena sacarlos del fondo del arca donde duermen el sueño del olvido, y dedicarles por una vez este espacio semanal de reconocimiento y de homenaje a sus autores respectivos en el diario de su provincia, dejando al margen los años que han pasado desde que aquellas imprentas de los años veinte del pasado siglo, y aun anteriores, trajeron al mundo la novedad editorial de dos paisanos nuestros que, por una u otra razón, seguro que muy diferentes, se arriesgaron a publicar sendas historias, pese a los muchos inconvenientes que suponemos encontrarían para conseguirlo en aquellos tiempos, las cuales hemos tenido la suerte de que a través de un siglo hayan podido llegar hasta nosotros.
            En Literatura, lo mismo que en cualquier otra rama del Arte, es muy difícil poder conseguir un puesto sobre el podium de los excelsos; son infinitos los factores que intervienen para conseguirlo, y tantos los que lo logran al fin, tal vez sin haberlo pretendido, en su mayoría después de su muerte, cuando el público lector reconoce sus valores como aportación personal a la Literatura, un arte en el que los menos buenos arguyen que ya está todo descubierto, cosa que no es verdad.
            Los libros no tienen fecha de caducidad; ahí está para comprobarlo cómo se suceden a través de los siglos las grandes obras de los autores clásicos, casi desde los inicios de la civilización en los distintos continentes. Lo que sí ocurre es que los libros pierden interés con el pasar del tiempo, que su contenido quizás merezca la estima de un grupo más o menos reducido de personas, lo que lo lleva inevitablemente a morir, o lo que es lo mismo, a ocupar un sitio “in aeternum” en las cárceles del olvido.
            Algunos autores acaban sus días en el anonimato más estricto, tal vez porque las circunstancias le vinieron adversas, porque fueron inconstantes, o porque el manantial de la inspiración carecía de contenido. Son esos personajes incógnitos que ahí están, autores que optaron por no exprimir hasta la última gota el limón de sus posibilidades, y ahí nos quedó enterrado con ellos su trabajo impreso, atravesando el túnel de los siglos con el nombre en bandolera de su autor sobreviviendo a sus contemporáneos gracias a la huella, difícil de borrar, de la palabra impresa. A estos últimos, cada cuál con sus matizaciones y diferencias, podrían pertenecer nuestros dos personajes de hoy, de cuya obra y de una manera fugaz pasamos a ocuparnos.


“La flor de la Alcarria”

            La primera de las obras que hoy traemos a nuestro escaparate se titula “La flor de la Alcarria”,  impresa en el año 1890 y publicada por la librería de Fernando de Fe, Carrera de San Jerónimo 2, de la capital de España. Sus autores son dos adelantados de la villa de Horche: Tomás Bravo Lucas e Ignacio Calvo y Sánchez, el segundo de ellos no es otro que el autor del famoso Quijote, escrito en latín macarrónico, que tradujo y escribió muy a su modo, siendo seminarista en la ciudad de Toledo. La flor de la Alcarria lleva por subtítulo el de “Silueta de una predestinada”, y en él se recoge una historia de la vida real, ocurrida en la villa de Horche, en la que Margarita, su primer personaje, era hija única de una familia de campesinos, agraciada en su porte y bellísima de presencia, que abandonó la casa paterna siendo muy joven, para dedicarse en la ciudad a menesteres nada acordes con la educación que había recibido de sus honrados padres.
            Siendo bailarina, Margarita envenenó en la habitación del hotel al marqués Octavio Lallana, hecho que puso en guardia a los grandes del país y alertó a la policía hasta que fueron capaces de descubrir a la autora del crimen, a Margarita, la bella horchana de la que estaban enamorados los hombres de medio mundo, pues el suceso que dio argumento a la novela tuvo lugar en una de las grandes ciudades de Sudamérica.        El juicio constituyó en su tiempo uno de los acontecimientos que hoy hubiera llenado miles de páginas en las revistas del corazón. Pero es el caso, que el fiscal, enamorado de la muchacha como todos los hombres que la conocieron, admitió a pie juntillas los argumentos del abogado defensor, quien intentó demostrar que el crimen se había perpetrado en legítima defensa -lo que no pareció ser cierto-, y el juez, en medio del regocijo general de los asistentes que llenaban la sala, la declaró libre de toda culpa. La narración termina así:

            Sin embargo, la absuelta no se hacía participar de la satisfacción general. Aprovechando la confusión y sin que nadie lo notara, Margarita apuró el contenido de un frasquito.
            Cuando en la sala del Colegio de Abogados se reunieron defensor y defendida, ésta no pudo pronunciar más que estas palabras:
            -Cuando los jueces se equivocan, los reos se hacen justicia...
            Nuestra protagonista caía al suelo y poco después moría entre violentas convulsiones.”

            Un drama tremendo, real y muy al gusto de la época; un tiempo en el que imperaban los aires del realismo en la literatura, con algo de poso todavía de un romanticismo que parecía resistirse a desaparecer.


“La reina de los Cantones”

            La otra novela de autor guadalajareño a la que deseo referirme se titula “La reina de los Cantones”. La escribió Pedro Gamo en 1925, y fue publicada en los talleres coruñeses de tipografía El Noroeste.
            Pedro Gamo nació en Congostrina en 1898, fue ante todo poeta y autor de un libreto de zarzuela titulado “Los maletas”. Pedro Gamo tiene una placa conmemorativa en las calles de su pueblo natal. El autor de esta novela estudió en el Seminario de Sigüenza, y luego de una preparación adecuada ejerció como empleado e inspector de Hacienda en las ciudades de La Coruña, Barcelona y Madrid. La reina de los Cantones es un reflejo del acontecer diario en la ciudad gallega allá por los años veinte del pasado siglo, la vida ciudadana en torno a un personaje singular, Lucía Daveiga, una vampiresa de la belle epoque que durante algún tiempo fue la sensación en los paseos coruñeses de Los Cantones, un monumento en vivo con figura de mujer, sobre el que convergían cada tarde las miradas ávidas de los jóvenes y de la mayor parte de los caballeros de la ciudad.
            De esta manera relata López -uno de los personajes de la novela- a Rodrigo de Mendoza la aparición de la sirena en los bulevares coruñeses:

            “Hombre, al decir su historia quise decir lo que de ella se susurra. Lleva en La Coruña dos años, Se ignora de adonde vino. De la noche a la mañana hizo su aparición en el paseo; primero en compañía de una viejecita, luego en la de esas señoritas que ahora viste, cautivando desde el primer momento la atención y las miradas de todos. Ha tenido pretendientes a millares... Ha destrozado corazones sin ton ni son... A todos sonríe y a todos calabacea... Debe de ser un diablillo en forma de ángel y, sin embargo, ahí la ves, se pasea triunfal. ¿Quién será, quién no será? Misterio sobre misterio... ¡Pero bonita ya es la condenada!”

            La historia, bien escrita y de pura creación, sirve de pretexto al autor para contar fielmente, paso a paso, las formas de vivir, los tipos de gentes y de personajes tan distintos; las estampas diarias de la ciudad porteña, donde con frecuencia regresan a su tierra de origen hombres y mujeres que proceden de Cuba; las costumbres locales de la época desfilando a distancia por las cien páginas del libro, y siempre, en un primerísimo plano, los amores difíciles, tiernos a veces, a veces odiosos, entre Lucía Daveiga y Rodrigo de Mendoza, muy al gusto, por cierto, del carácter sentimental y chispeante de nuestros abuelos.
            A uno, que ha creído conveniente detenerse ante la personalidad y la obra escrita de estos eruditos de nuestra tierra, que se esforzaron por inmortalizar su nombre, dejando de paso como herencia un retazo del ambiente que les tocó vivir, bien le gustaría que de ello quedase constancia. Tres nombres sacados del olvido para la lista de guadalajareños en la literatura: Tomás Bravo Lecea, natural de la villa de Horche, que gustó colaborar con el más ilustre de sus paisanos, Ignacio Calvo, y Pedro Gamo Ortega, nacido en Congostrina -pueblo en el que años atrás tuve ocasión de conocer y de  charlar durante largo rato con su hermano Dionisio, que me regaló un ejemplar de la novela-, hombre inquieto, personaje destacado a quien los vientos de la casualidad anduvieron zarandeando de un lado para otro, pero que dejó una meritoria obra escrita, envuelta tal vez en el costoso hatillo de los sacrificios y que ha servido para volverse a hacer presente entre sus paisanos, así como sesenta años después de su muerte en Madrid. 

viernes, 2 de diciembre de 2011

UN CRUCERO EN AGUAS DE LA ALCARRIA


            Apenas ha transcurrido un mes de aquella memorable experiencia, cuando imponderables de salud ya vencidos me permiten llevar al papel escrito el relato de tan singular viaje. Entretanto dos acontecimientos cuando menos reseñables: una intervención quirúrgica de cierta importancia, de la que me recupero con éxito, y un hecho trascendente en la vida española, como lo han sido las elecciones generales ya resueltas. Lo uno y lo otro, porque la vida sigue a un ritmo imparable, han pasado a ser historia. Confiamos en que todo haya sido para bien.
            Fue un compromiso de amistad que deberíamos cumplir, producto de la generosidad de un matrimonio amigo, el de Carlos Tamayo, miembro activísimo de la Real Liga Naval Española, presidente de la delegación “Mares de Castilla” y editor de la revista “Lago y Montaña” -una de las pocas en su genero que realmente vale la pena leer-, y de su esposa Elisa, quien junto a mi mujer, Paquita, y a mí, naturalmente, teníamos proyectado desde antes de verano vivir unas horas de navegación tierra adentro por uno de nuestros pantanos; deseo que por motivos particulares de disponibilidad, tuvimos que aplazar hasta bien avanzado el mes de octubre.
            Carlos y Elisa pasan una buena parte del año en su chalet de la Sierra de Altomira, y como gentes de la mar tienen su barca motora varada de forma permanente en el Club Náutico del pantano de Bolarque. Digamos que en uno de los parajes menos conocidos para el común de los mortales, incluidos los de la propia Alcarria, y más espectaculares a considerar dentro de una provincia, como es la de Guadalajara, afortunada en bellezas naturales como saben muy bien nuestros lectores.
            Ahora, cuando parecen estar muy a la orden del día los cruceros marítimos por el Mediterráneo, o por algunas de las costas más selectas del norte de Europa, me atrevo a considerar como tal el recorrido, de sólo unas horas, por el pantano de Bolarque en toda su longitud y anchura, donde no faltan motivos importantes que conocer, y que admirar desde la corta distancia, con una perspectiva nada habitual, la misma que ofrece la costa vista desde el mar, la que ofrecen algunos rincones de la Alcarria contemplados desde las tranquilas aguas del pantano. Toda una experiencia que recomiendo a nuestros lectores, y que desearía que el tiempo y las circunstancias se encargaran de popularizar como uno de los atractivos más interesantes que Guadalajara, y en concreto los pueblos ribereños de la sierra de Altomira (Albalate, Almonacid y algunos otros) tomasen como proyecto de futuro a medio plazo y de manera reglada, contando con que está casi todo dispuesto para madurar la idea, y que durante cinco o seis meses cada años -de primeros mayo a finales octubre- ocasionaría a la comarca importantes ganancias, con algunos que otros puestos de trabajo por añadidura. Es posible que llevarlo a término no sea tan fácil como a mí me lo parece, o tal vez sí. La idea queda ahí mientras paso a dar cuenta de lo que fue nuestro particular “crucero”, nombre que le corresponde según la definición número seis que da el Diccionario de la Real Academia de la Lengua para esta palabra.

El viaje
            Nuestros amigos lo tenían todo preparado para el viaje: ligera ropa de abrigo, refrescos y viandas, y, por supuesto, su potente barca de motor con suficiente carburante para la travesía. La mañana nos regalo una temperatura agradable, el cielo con algunas nubes, y las aguas tranquilas. No nos cruzamos con otra embarcación durante el recorrido, el pantano, pues, fue todo para nosotros.
            A una y otra orilla los declives a trechos violentos de la sierra -peñascos y maleza, algunos troncos quemados por el voraz incendio de años atrás, cuya cicatriz como recuerdo queda a la vista a lo largo de casi todo el trayecto-, y de trecho en trecho algo interesante que ver o que comentar, a cuya altura se hacía obligado desacelerar la potencia del motor.
            Cuatro escalas se pueden considerar las más interesantes de extremo a extremo del embalse, desde el embarcadero del Club Náutico hasta los límites con el pantano de Buendía, que marcó el final de nuestra aventura: A saber: la presa de Bolarque, las ruinas del famoso Desierto, el Castillo de Anguix alzado sobre las peñas, y la ermita patronal de la Virgen de los Desamparados de Buendía.          

Motivos de interés
            Minutos después de zarpar en el embarcadero pasamos frente a la Presa del pantano. Es una larga historia la de la construcción de esta presa, iniciada en 1567 por empeño del entonces comendador de Zorita don Fernando Ortiz, quien ya pensó en la posibilidad disponer de las aguas embalsadas, con el fin de convertir en productivas las tierras de toda la comarca. Inundaciones, crecidas del río Guadiela, todo tipo de inconvenientes en cadena, dieron al traste repetidas veces con las obras obligando a empezar de nuevo; pero pudo más el tesón del comendador por conseguir su propósito, de manera que veinte años después, en 1587, la presa se dio por concluida. En junio de 1910, el rey Alfonso XIII inauguró la central hidráulica que tiene al pie.
            Junto a una pequeña cala lateral nos explica Carlos cómo en uno de los momentos más comprometidos del incendio, la Patrulla Auxiliar Marítima tuvo que rescatar en aquel mismo sitio a catorce bomberos, rodeados por el fuego con grave peligro de sus vidas.
            - Fue algo espantoso. El fuego consiguió cruzar de una orilla a la otra del pantano. 
             Y poco más adelante, las venerables ruinas del famoso Desierto de Bolarque con algunas de las pequeñas ermitas u oratorios repartidas por sus inmediaciones. Este convento fue fundado hacia el año 1512, llegando a su final definitivo en el 1835, con la expulsión de los monjes y el edificio requisado tras la llamada Ley de Desamortización. En la colegiata de Pastrana se conservan algunos enseres, cuadros e imágenes, y varios recuerdos procedentes del extinto cenobio, cuyas ruinas situadas en la solana entre la vegetación, esperan su total desaparición al paso de los años, y de los siglos.
            Y al fondo, dibujando un paisaje extraordinariamente único, el Castillo de Anguix, encaramado sobre el soberbio roquedal que, aprovechando la tranquilidad de la mañana,  vemos cómo se refleja en las aguas del embalse. Lo único que queda del castillo son unos cuantos muros con la torre del homenaje adornando la adusta silueta de la sierra. Se trata en su origen de una construcción medieval, del siglo XII, vuelto a reedificar prácticamente en su totalidad cuatro siglos después, cuando estas tierras estaban integradas en el concejo de Huete. Después pasaría a pertenecer al rey Enrique IV de Castilla; más tarde fue propiedad del primer conde de Tendilla, y finalmente posesión de los marqueses de Mondéjar. En la actualidad es parte de una finca particular de propiedad privada.
            Con el característico ruido del motor batiendo las aguas y dejando tras de nosotros una larga estela, que dividía la superficie del pantano en dos mitades a todo lo largo, entramos en la provincia de Cuenca. El pantano de Buendía debe de estar muy cerca de donde en este momento nos encontramos. Medio oculta bajo las peñas, algo similar a lo que ocurre en tierras de Molina con la ermita de la Virgen de la Hoz, tenemos junto a nosotros el pequeño santuario de la Patrona de Buendía, Nuestra Señora de los Desamparados. Venerable rincón de devociones al que ahora, con los nuevos sistemas de acceso -se llega en coche-, y la conveniente adaptación de su entorno junto al embalse, las autoridades y el pueblo de Buendía lo han convertido en uno de los lugares de recreo más estimables de toda la Alcarria. Naturalmente que recomendamos a nuestros lectores que lo conozcan, y que lo disfruten. Desde Guadalajara, o desde cualquier otro punto de la provincia, son todo facilidades para llegar aquí por vía terrestre.
            Y justamente allí, junto a los solemnes cortes rocosos que cubren el santuario, dimos por concluido el viaje. Pienso que dedicamos el mismo tiempo en el viaje de regreso que en el de ida. Los motivos eran los mismos; pero con diferente orientación iban tomando un interés distinto.
            Otra más de las maravillas naturales de la Alcarria que enriquecen el acervo provincial, donde la naturaleza, en colaboración con la mano del hombre, ha regalado para gozo y disfrute al hombre de hoy.

(En la foto: "Y al fondo el castillo de Anguix")
Nueva Alcarria, 2-XII-2011

lunes, 21 de noviembre de 2011

CON ORTEGA Y GASSET POR LOS PUEBLOS DEL ALTO HENARES


            Hoy habrás de otorgarme, amigo lector, la licencia de andar por una comarca muy concreta de nuestra geografía de la mano de uno de los más grandes de la literatura y del pensamiento que ha dado nuestro país en los últimos siglos, el maestro Ortega y Gasset, eminente viajero por la piel de España, que nos dejó unas páginas memorables como consecuencia de su andar a lomos de una mula blanca por “por tierras de Castilla”, como así es el título de su trabajo, y que forma parte de la obra en varios tomos que el autor publicó bajo la portada genérica  de “El Espectador”. Maestro del pensamiento y divo del mejor trato en el manejo de nuestro idioma, don José nos otorgó en herencia el resultado de su periplo que de nuevo, tras haberlo vuelto a leer por vez enésima, me dispongo a recorrer a la par de su palabra ajustada y magistral:

            «Los pueblos de esta tierra, salvo curiosos casos -escribe el maestro-, son súbitas apariciones que aguardan al viandante puestos en sus barrancos o celadas tras una ladera. No se los ve hasta que se está muy próximo. De lejos se los confunde con la tierra ocre labrada por las aguas en las batientes de los cerros.» Recuerdo ahora cómo la duquesa de Pardo Bazán, en otra crónica viajera bastante similar a la del ilustre filósofo madrileño, plasmó en su cuaderno de apuntes una visión lóbrega, lastimosamente real, de estas vegas ahora semidesiertas en las que tan sólo cuando llega el otoño, rompe el silencio de sus atardeceres el silbato del ferrocarril y el azote de los vientos sobre las espadañas de sus iglesias y sobre las esquinas de sillar de sus viejas torres.  
            Horna, Guijosa, Mojares, Alcuneza, Cubillas, son algunos de esos lugares que reposan adormecidos y mermados desde hace más de un cuarto de siglo por aquellos pagos. Todos ellos, con un censo inferior a las doscientas almas en su conjunto, están acogidos en lo administrativo como barrios anejos al ayuntamiento de Sigüenza, y con esa ciudad forman, de manera conveniente pero hasta cierto punto antinatural, el todo absoluto del moderno municipio seguntino.

            Horna, el más alejado de todos, rayano ya con los campos de Medinaceli por Sierra Ministra, es tal vez, si no el más importante, sí el más carismático y el más representativo de los pueblos situados en el valle. En el término de Horna, no lejos de las últimas casas del lugar clavadas en la umbría, en medio de una praderilla pedregosa al pie de robustos nogales y de románticas acacias, brota a borbotones del santísimo suelo, en la llamada Fuente del Jardín, el río Henares, el que durante varios siglos tajó por sus vegas un carril que alguien llamó de la civilización, como así testifican con su pasado y presente las viejas ciudades universitarias de Sigüenza y Alcalá, y la propia capital de Guadalajara, cuyas orillas lame, foco de esplendores culturales y de mecenazgos de altura en tiempo de los Mendoza.
            El pueblecito de Horna ofrece hoy al visitante, dentro de su poquedad, un curioso torreón del siglo XVIII para el reloj municipal, una espectacular espadaña de sillería sobre el antiguo edificio de su iglesia, y un paraje acogedor cercano al pueblo, en el que se encuentra la ermita patronal de la Virgen de Quintanares, con multitudinaria romería en aquella pradera donde refiere la tradición que la Madre de Dios se apareció a una distinguida mujer de la villa de nombre Violante.
            Con referencia al Horna que tiempo atrás conociera el maestro Ortega durante su viaje por aquellas tierras en pleno mes de agosto, dijo que «es un pueblecillo cuyo caserío es empleado para arrebujarse por un cerrete cónico: las construcciones forman como los pliegues ascendentes de un capote de paño duro que ciñera un cuerpo. Las proximidades abundan en huertos donde se cultivan patatas, judías y cáñamo» . Son ochenta años los que han debido transcurrir desde entonces. Horna, sus casas y sus calles ofrecen un aspecto diferente, más acorde con los nuevos tiempos y con las nuevas maneras de vivir, pero se encuentra sin manos jóvenes, sin gente que sea capaz de sacar adelante su vega fértil.

            Alcuneza es tal vez el segundo pueblo en importancia, aunque el número de habitantes que todavía sostiene pudiera ser ligeramente mayor al de cualquier otro. Se tiene noticia de su existencia desde tiempos muy antiguos, por los menos desde los años del rey ancho IV el Bravo de Castilla, del que todavía existe un documento fechado en 1288, en el que se hace referencia a esa heredad. El nombre parece provenir del Al-kunaysa de los árabes, que quiere decir “la iglesia”, seguramente por ser éste el edificio más antiguo y el que más destaca del pueblo por su situación. Nuestro autor escribe, refiriéndose a él y a su situación sobre la costra del suelo mesetario: «El valle se estrecha anunciando un recodo, donde va a desembocar en otro valle. En el vértice de este recodo, del otro lado de las aguas y vigilando ambos valles, aparece agarrado a una cuesta el caserío de Alcuneza, un pueblo alerta».
            Se ve que no llegó a entrar en Alcuneza el ilustre pensador. De haberlo hecho, hubiese tocado su curiosidad la Peña de la Torre, una roca descomunal en cuyas oquedades abiertas por el exclusivo arte de la Naturaleza, aparecen cuevas oscuras y muy profundas que las gentes del pueblo solían utilizar como almacén de aperos, de establo o de porqueriza. La iglesia es un bello ejemplar de origen románico, procedente quizás de las primeras décadas del siglo XIII. El arquillo de entrada ataja el paso al jardín con una verja de hierro, y dos campanas cuelgan mudas en sus respectivos de la espadaña mirando al poniente. La iglesia de Alcuneza está dedicada a la Cátedra de San Pedro en Antioquia, y en ella se venera la imagen de un Cristo que las gentes del lugar tienen por muy milagroso.

           Cubillas y Mojares duermen el largo sueño de su soledad uno sobre el alto y otro en los fondos del valle del Henares, uno a la derecha y otro a la izquierda del río, de la carretera que lleva hasta Medinaceli y de las vías del ferrocarril. Son los dos lugares más despoblados de aquella comarca, reservas de calma y de silencio que apenas se rompe durante el verano y en los fines de semana de otoño y primavera. Según acabo de comprobar, con en datos de diferentes épocas, apenas si Cubillas superó en algún momento el medio centenar de habitantes, pese a sus muchos siglos de antigüedad, como bien atestigua su iglesia de San Juan Bautista, con todo merecimiento entre nuestras estampas más señeras del arte románico rural. Y mojares, tal para cual, despoblado y escondido junto a una fértil ribera que dio de todo y que en buena parte abasteció durante siglos al mercado de Sigüenza.

            No me resisto a incluir, aunque separado de contexto, este manojo de frases, fruto de reflexión, del maestro Ortega; resumen de cuanto vio y escribió durante aquel viaje, y que pasado el tiempo se nos antoja ajustado, distinto pero ajustado, en homenaje a aquella tierra, pura esencia de la literaria Castilla:

            «¡Esta pobre tierra de Guadalajara y Soria, esta meseta superior de Castilla!... ¿Habrá algo más pobre en el mundo? Yo la he visto en tiempo de la recolección, cuando el anillo dorado de las eras apretaba los mínimos pueblos en un ademán alucinado de riqueza y esplendor. Y, sin embargo, la miseria, la sordidez triunfaba sobre las campiñas y sobre los rostros como un dios adusto y famélico atado por otro dios más fuerte a las entrañas de esta comarca.
            Pero esta tierra que hoy podría comprarse por treinta dineros como el evangélico “azeldama”, ha producido un poema -el Myo Cid- que allá en el fin de los tiempos, cuando venga la liquidación del planeta, no podrá pagarse con todo el oro del mundo.»

NOTA: Recientemente sus oriundos han restaurado y reconstruido el pueblecito de Mojares. Algunas de sus viviendas son nuevas, posee un magnífico restaurante y una casa rural modélicos. Se encuentra ocupado durante una buena parte del año.
(En la fotografía: aspecto actual de la iglesia románica de Cubillas)

sábado, 12 de noviembre de 2011

LA CANTIGA 142

            Acorde con el tiempo y con el lugar, se me ocurre traer a esta página una muestra de la literatura añeja relacionada directamente con esta tierra nuestra. Añeja, porque se trata de una de las más conocidas y de las más cantadas de aquella obritas en verso del rey Alfonso X, sus famosas Cantigas, escritas en galaicoportugués a mediados del siglo XII; y  en el presente ejemplo relacionada con esta tierra nuestra, pues el hecho al que se refiere ocurrió precisamente aquí, en aguas del Henares a su paso por Guadalajara:
          
            Esto foi en o río, que chamar

            soen Fenares, u el Rey caçar

            fora, et un seu falcón foi matar

            en el hua garça muit´en desdén.
 
            Las "Cantigas de Santa María" son 420 composiciones escritas en ricas y variadas formas métricas, en las que se narran otras tantas leyendas relacionadas con la intervención de la Virgen como protectora en el quehacer de los hombres. Se pueden dividir en dos grupos distintos según su contenido: ejemplos puramente líricos y de alabanza, o narra­tivos, que son los más, y en ellos se cuenta la actuación sobrenatural de la Señora en algunos asuntos humanos, por lo general acontecimientos en caso límite. A este último grupo corresponde la Cantiga 142, la famosa cantiga de la garza, modelo en su estructura y como tal una de las más conocidas de nuestra literatura medieval.

            Ocurrió, como dice la primera estrofa, en las corrientes del río Henares, adonde el rey Alfonso había venido a cazar; uno de sus halcones alcanzó y llegó a matar una garza; pues, con­fiando en su clara superioridad, el halcón se hizo ense­guida con su víctima en las alturas, se lanzó sobre ella, y de un golpe duro consiguió quebrarle un ala. La garza cayó al agua, pero era tal la corriente del río, que los perros no pudieron entrar a recogerla, de manera que, impuesto por fuerza mayor, se habría de dar la pieza por perdida. Mas el Rey no se conformó con ello, gritó en medio de la concurrencia pi­diendo que algún osado hiciera frente a las aguas del río, alcanzara la garza y la trajera hasta él:
          
            Mas el Rey deu voces. «Quen sera, quen

            que entre pola garça e a mi

            a traga logu´e aduga aqui?»

            E un d´Aguadalffajara assi

            disse: «Sennor, eu adurey aquen

            do río».

            «Señor, yo se la traeré a este lado del río», le dijo uno de Guadalajara. Y se metió al Henares con su botas, que no se las quitó, dice así la Cantiga, y se llegó hasta la garza, y la cogió por la cabeza e intentó volver porque se sentía muy honrado en dar la garza al Rey; pero el ímpetu el agua le hizo perder el equilibrio y dar vueltas alrededor, lo sumergió varias veces hasta que perdió el sentido. Acudió a la Virgen:
           
            Ca a força d´agua assi o pres

            que o mergeu duas veces ou tres;

            mas el chamou a Virgen muy cortes,

            que pariu Jesu-Crist´en Belleen.

            Y todos al mismo tiempo se unieron a la súplica del desafortunado; también el Rey, que en medio de la zozobra de todos, que daban por perdida tanto a la garza como a la vida del atrevido rescatador, levantó su voz para anunciar que no le pasaría mal alguno, que no lo habría de consentir la Madre espiritual que nos guarda y nos tiene bajo su poder:

             E todos a chamaron outro tal,

            mas el rei disse: «Non averá mal;

            ca non querrá a Madr´ espirital

            que nos guarda e nos en poder ten.»

             A pesar de la voz en grito del monarca, que era palabra de rey, todos allí daban por muerto al leal servidor. «No está muerto, a fe mía -les dijo el Rey-; porque no lo querrá aque­lla que está siempre con Dios y que no nos abandona.» Y se cumplió al momento lo predicho por el rey castellano, que como premio a su confianza pudo tomar al instante la garza que le trajo hasta la orilla el fiel vasallo.
 
            E assi foi; ca logo sen mentir

            o fez a Virgen do río sayr

            vivo e sao e al Rey vir

            con ssa garça que trouxe ben dalen.

            E foy-a dar log´al Rey manaman,

            que beizeu muit´a do bon talan

            por este miragre que fez tan gran,

            e todos responderon log´: "Amen."
         
            La historia que se cuenta es sencilla y harto elemental; tampoco podemos saber si tiene como base un hecho cierto o se trata de mera literatura, de ficción, que por haber llegado hasta nosotros desde tiempos que escapan de la memoria, volviendo a emparejar a esta tierra con los prime­ros vagidos de nuestro idioma convertido en arte, pueda ser­vir, cuando menos, para afianzar en aquellos que todavía lo duden, la excelente posición de nuestros lugares dentro de la cultura española desde sus orígenes, unas veces como escenario de acontecimientos dignos de permanecer escritos (éste es el caso), otras como cuna o residencia por vida de personajes notables, mecenas y artífices de la peana sobre la que se apoya casi todo lo que ahora somos. De ello dan fe los múlti­ples monumentos que todavía lucen su piedra vieja en las orillas de nuestros pueblos, bien en forma de castillo en ruinas, de monasterio, de ermita o de catedral; bien en mano­jos de versos rancios como las jarchas, las cantigas, los poemas épicos, los romances viejos, o la poesía lírica del Arcipres­te, en donde aún se respiran los aires puros de la tierra de Guadalajara.

(En la fotografía: el río Henares a su paso por Guadalajara)

domingo, 23 de octubre de 2011

EL ENCANTO DE LA CIUDAD VIEJA

Por la Avenida del Ejército hasta la explanada del Palacio del Infantado, el viento de la tarde arrastra las hojas secas caídas de los árboles. Los relieves de la fachada, en el más importante de nuestros monumentos civiles, reciben de soslayo el soplo gélido del viento de poniente. Son las cinco, tal vez algunos minutos más. La pelambre en piedra bien labrada de los dos salvajes tenantes que sostienen el enorme medallón de los Mendozas, parece que se rizan todavía más con las bajas temperaturas, preludio de una noche de hielos. Hacia el norte, difuminadas por la distancia, las cumbres de la lejana sierra muestran al caminante las primeras nieves de un invierno a punto de llegar. Ha lucido el sol, un sol frío y taciturno, un sol de color naranja que va dejando sus últimos reflejos en los aleros de los edificios que nos acercan a la Calle Mayor, un sol que acaba por esconderse allá lejos, por donde expelen las chimeneas de la fábrica de cristal.

            Las puertas del Patio de los Leones están abiertas. Dentro de los históricos muros del palacio se escucha el sórdido murmullo del silencio. Las puertas del palacio están abiertas de par en par. Desde la calle, el patio interior del palacio ofrece una visión romántica. No hay nadie en el patio de columnas. Se adivina a través de la piedra el tic-tac arrítmico del corazón muerto de tantos personajes célebres como vivieron allí, y que por un instante van pasando por delante de las cortinas de la imaginación como en un desfile de disfraces: el insigne Cardenal, cuya estatua en bronce tengo junto a mí; la Reina Viuda, que murió en la más estricta soledad dentro de alguno de los salones; el prisionero rey francés en traje de fiesta; un retoño, hijo del general Hugo y de nombre Víctor, al que los franceses, y sobre todo las francesas, adoran con entregada reverencia, de lo que soy testigo. Este palacio, frío como la tarde en los preludios de la Navidad, tiene su espacio en la mente y en el corazón de algunos de los habitantes de esta tierra y, desde luego, en no pocas de las más notables páginas de la Historia.

Por las calles solitarias
            La ciudad ha comenzado a sentir el peso irresistible de las últimas tardes del otoño. La temperatura es de sólo dos grados en el termómetro digital que hay junto al Palacio. Guadalajara toma a estas horas avanzadas del día ese aspecto misterioso propio de las viejas ciudades castellanas, adormiladas, como un poco ajenas a las venturas y desventuras de los tiempos, con sus complacencias y sus sobresaltos.

            Una mujer joven conduce por la acera un cochecito de niño. El pequeño viaja abrigadito, con su naricilla roja, embutido en un traje de plumas que tan sólo le permite asomar el rosado de su carita redonda. Un hombre de edad se arropa con una gabardina roída, mira a través de la luna de cristal las bandejas con bizcochos borrachos, con lazos de miel que se exponen en el escaparate de la pastelería. Las casas por aquí, si uno se detiene a observarlas, se da cuenta de que son casas hermosas, restauradas con mucha dignidad y con mucho estilo, casas puestas al día sin haber perdido un ápice del encanto de lo antiguo, adornadas con molduras que invitan a recordar, a pensar en aquella otra Guadalajara de los años de Clarín, de los que vivieron antes que nosotros. Entre dos balcones de la segunda planta, un azulejo recuerda al caminante que “En esta casa nació el año 1916 nuestro ilustre dramaturgo D. Antonio Buero Vallejo. El Ayuntamiento de Guadalajara en su 75 cumpleaños. Diciembre 1991”; un privilegiado, uno de esos personajes con los que la fortuna suele regalar a ciudades como ésta muy de siglo en siglo; para mi uso el más notable y universal de los hijos de esta tierra en la era moderna.  

            En el primer tramo de la Calle Mayor, el que de momento no está en obras, ya han instalado la luminaria que anuncia la llegada inminente de la Navidad. Sin salir de este espacio céntrico de la que bien podríamos conocer como la Guadalajara Renacentista, o Mendocina quizás, si tenemos en cuenta a tantas personalidades de aquel linaje como pasaron por estos pagos durante los siglos XVI y XVII. Henos ahora delante dos monumentos arquitectónicos de excepcional interés, muy ligados con nuestro pasado. Me refiero a la iglesia de Santiago Apóstol, antiguo convento de Madres Clarisas, cuya fundación se debe a doña Berenguela de Castilla, y el patio enrejado de otro viejo convento, el de la Piedad, fundado por doña Brianda de Mendoza, a cuyo respaldo queda el palacio de don Antonio de Mendoza (Instituto de Bachillerato) del que resulta singularmente llamativa la portada plateresca de su iglesia, escondida y sombría, obra del ingenio creador del maestro Alonso de Covarrubias. Y poco más allá, en la otra acera, el pomposo frontispicio neomudéjar de la Casa de Correos, una de las más representativas y elegantes de la Guadalajara de cien años atrás, frente a la que vale la pena detenerse unos instantes, mirar y admirar.

Hacia la placita de la Concatedral
            De paso hacia la concatedral de Santa María de la Fuente, -ahora todo visible como fondo a una plaza reciente de concepción moderna- ahí tenemos el campanario en espadaña del “palomarcillo” de San José, convento de las Madres Carmelitas, con los emblemas -uno a cada lado de la hornacina donde aparece la estatua en piedra del santo titular-, de las familias Mendoza y Frías. Se oye sonido de campanas. Las campanas del convento tañendo a oración y el ruido inevitable de los vehículos que vienen y van por la Carretera de Zaragoza, son como la discordancia entre dos tiempos, entre dos maneras de ser y de vivir difícilmente conciliables, que como en pocos sitios quedan aquí representadas por la paz y el silencio interior de la clausura, y el bullicio tantas veces ensordecedor del mundo que se manifiesta de puertas hacia afuera. Hay pequeños establecimientos, algunas tiendas con las luces encendidas a un lado y al otro de la calle. 

            La fachada del palacio de los Marqueses de Villamejor -palacio de la Cotilla, para entendernos- se adorna al exterior con unos cipreses. El ciprés es árbol de fronda perpetua que evoca en todo tiempo momentos tristes; estos atardeceres moribundos del otoño, con los que la ciudad vieja se identifica casi religiosamente, tienen a esta hora su mejor enseña en el palacio de los Marqueses de Villamejor, residencia que fue del célebre Conde de Romanones, hoy una más de esas joyas menos conocidas del siglo XVIII que todavía se pueden ver y admirar en esta Guadalajara de nuestros amores y de nuestros infortunios, al lado de otras que no muy tarde visitaremos y  que a menudo nos van saliendo al paso al andar por algunas calles de la ciudad.

            Los aleros, el friso y los cupulinos con los que rematan los cubos de las esquinas en la capilla de Luís de Lucena, obra magnífica del siglo XVI y resto perviviente de la desaparecida iglesia de San Miguel, significan el punto final, la meta de un paseo que podía haber sido mas prolongado por la Guadalajara soñolienta que a estas alturas se comienza a tornar entre dos luces.

            Y más abajo la concatedral de Santa María, con su torre mudéjar erguida sobre el cogollo de la ciudad antañona, con sus portadas en herradura de inconfundible sabor moruno. A un lado, convertido -pienso que de forma provisional- en aparcamiento de coches, el solar del que fuera en otro tiempo palacio de los Mendoza, la primitiva casa de tan ilustre familia, donde nació el día de la Cruz de 1428 el cardenal don Pedro González de Mendoza, el “tercer rey de España”, como se le llamó en tiempo de los Reyes Católicos, conocida su influencia en la corte del nuevo estado del que era Canciller. Y no muy lejos, reconstruido en su totalidad para otros usos, con las piedras de la portada original como reliquia, otro palacio histórico, el de los Guzmán, donde vino al mundo don Nuño Beltrán de Guzmán, fundador de la otra Guadalajara, la mejicana, que es capital del estado de Jalisco, cuyo nombre, como el de tantos más que vieron la luz por primera vez en estos alrededores y en siglos diferentes, nos resultan señeros, casi míticos, como estas piedras de la Guadalajara antigua que en una tarde cualquiera, una tarde fría del mes de diciembre, me han servido -y espero que a ti también, amigo lector- para recordar que las ciudades, igual que las personas, tienen un presente, pero también un pasado, aunque como en el caso preciso de Guadalajara, un pasado que contrasta con lo que hoy más nos parece preocupar, pero que prevalece por encima del tiempo, de las ideologías y de las personas, aunque no siempre se las considere en su justo valor.          

jueves, 6 de octubre de 2011

TURISMO PROVINCIAL



Son infinitas las posibilidades turísticas de la provincia de Guadalajara y, a pesar de todo, esta tierra, salvo en parcelas muy concretas, sigue siendo desconocida para el gran público. La riqueza monumental que le ha quedado como herencia de su propia historia; la variedad y cantidad de parajes irrepetibles que guarda dentro de su entorno, en cualquiera de las cuatro comarcas características que la integran; las magníficas comunicaciones que posee, y su inmejorable situación geográfica para ser vista, hacen suponer que las tierras de Guadalajara, sin excepción, constituyan en el futuro una de las más interesantes ofertas turísticas y culturales que España tiene para darse a sí misma, y a su vez para ofrecer al mundo.

Las villas de Sigüenza, Atienza, Pastrana, y la propia capital de provincia, son auténticos museos al aire libre, con monumentos, muchos de ellos, únicos en su especie. Monumentos que a la vez guardan en su interior todo un caudal interminable de arte antiguo, en las más diversas modalidades que el hombre del pasado fue capaz de manifestar su ingenio. No merece la pena, en un tratado tan reducido como éste, ponerse a enumerar una por una las muestras irrepetibles que se guardan en el secreto arcón de la Guadalajara desconocida. "El Doncel" de la catedral de Sigüenza, los famosos tapices flamencos de la colegiata de Pastrana, la joya arquitectónica del palacio de los duques del Infantado, la ermita románica de Santa Coloma en Albendiego, por ejemplo, podrían ser el inicio de una serie de valores repletos de interés que no acabaría nunca.

Rincones insólitos de reconocido mérito, como los pueblos del Macizo de Ayllón, o el Barranco de la Hoz, o el Alto Tajo; fiestas de antiquísimo o desconocido origen, como "La Caballada" de Atienza, o "La Soldadesca" de Hinojosa; la variedad de un folclore autóctono cuyo principio sería imposible de determinar en el tiempo, como ocurre con los típicos botargas y todo el dechado de color y de ritmo ancestral que llevan en su entorno; la más que importante gastronomía provincial, reflejo muy personal de la gastronomía de Castilla; el pozo sin fondo de la artesanía popular en cada una de las comarcas; villas en ruina, como la visigoda de Recópolis; ríos aptos para la pesca, como lo son los de las sierras del norte o del sureste, sin olvidar la riqueza piscícola de los embalses alcarreños cuando estos se encuentran, por lo menos, a mitad de su capacidad; el testimonio histórico y documental de tantos de sus pueblos cargados de resonancia: Hita del Arcipreste, Palazuelos, Molina de Aragón; el recuerdo en piedra caduca de sus viejos monasterios del Císter, de los que aún queda señal; el peso abrumador de su historia y el ingenio de las leyendas que sobre escenarios guadalajareños tomaron cuerpo; las piedras parlantes de medio centenar de castillos y fortalezas, casi todas ellas de origen medieval; los palacios renacentistas, tan ligados a la gran familia de los Mendoza; las casonas molinesas, a lo largo y a lo ancho de los pueblos y villas del Señorío; las infinitas muestras que el Arte Románico dejó en estas tierras como señal; el tesoro en pinturas y grabados prehistóricos que encierran sus cuevas rupestres; la cantera de hijos ilustres cuya cuna aquí quedó para el resto de los sglos... son, en fin, motivos más que sobrados por los que el público de otras tierras se habrá de interesar. Todo ello, claro está, siempre que exista una política que lo apoye, y un interés por parte de los ciudadanos por abrir sus puertas a quienes vienen desde lejos de aquí. Instalaciones hoteleras están comenzando a surgir durante los últimos años, aunque no suficientes, tal vez ante la ventura de una autentica consolidación del turismo en estas tierras.

(En la fotografía: Capilla de los Arce (El Doncel) en la catedral de Sigüenza) 

viernes, 30 de septiembre de 2011

LA UNIVERSIDAD DE SIGÜENZA


Contó la ciudad de Sigüenza con una de las universidades más prestigiosas y más conocidas de su tiempo. Tuvo como predecesor aquel importante centro cultural al antiguo Colegio Jerónimo de San Antonio de Portacoeli, sito en los arrabales de la ciudad al otro lado del río, y que había sido fundado en el año 1746 por el canónigo y arcediano de Almazán don Juan López Medina.

Fue instituida como Universidad en 1489, mediante bula otorgada por el Papa Inocencio VIII a petición del Cardenal don Pedro González de Mendoza, en abril de aquel mismo año. En ella se concedieron los grados de bachiller, licenciado, maestro y doctor, primero en Artes, Teología y Cánones, y más tarde también en Filosofía y Lógica. Ya a mediados del siglo XVI (año 1551) se crearon las facultades de Derecho Civil y Canónico, así como la de Medicina. Fueron notables durante aquellos años algunos profesores de la Universidad Seguntina, tales como el propio Fray José de Sigüenza, Pedro Ciruelo que enseñó Filosofía, Pedro Guerrero maestro en Teología, y Juan López de Vidania que fue el primer catedrático de Medicina que tuvo la Universidad.

Con el siglo XVII comenzó el retroceso en aquel prestigioso centro universitario. Se intentó cambiar el lugar de su emplaza¬miento (de extramuros al centro de la ciudad) como así se hizo; la calidad de la enseñanza comenzó a desmerecer y a quedarse anticuada; por falta de alumnos se hubieron de suprimir las facultades de Derecho y Medicina en 1771; se crearon nuevos colegios en su entorno (San Martín, San Felipe, San Bartolomé) que fueron asumiendo parte de las disciplinas que en ella se impartían; y así hasta la reforma de 1807 que acabó con ella. Años después, se intentó reavivar de nuevo la llama de sus recuerdos universitarios, volviendo a la apertura de algunas de las clases como un simple Colegio Mayor, para llegar a la clausura definitiva en el año 1837.

En memoria de aquella antigua condición de ciudad estudiantil, en nuestros días la Universidad de Alcalá ha constituido a Sigüenza como sede de sus famosos cursos de verano, que cada año se vienen desarrollando con gran éxito.

jueves, 15 de septiembre de 2011

PASTRANA EN LA VIDA DE MORATÍN

   
         Pesan sobre el viejo casco de Pastrana nombres con hondo significado en la vida española. Larga sería la relación si se fuese a tomar la debida nota de cada uno de ellos; de nombres y de apellidos famosos que, por una u otra razón, en éste o en aquel tiempo, por ella anduvieron y en allí dejaron marcada su huella perdurable, de manera que aún hoy suelen aparecer como engarzados en la fulgurante historia de la villa. Pastrana -y huelga en ello toda pasión- es historia, es piedra noble, es recuerdo, es seño­río, y, a pesar de todo ello, es como un remanso de orden y de sosiego en la solana del Arlés, que a veces se rompe con estrépi­to, a consecuencia, precisamente, del peso de su historia, de la perpetua señal que le dejaron los siglos, tan difícil de entender en este tiempo nuestro, cuando unas veces por más y otras por menos, el hombre se siente incapaz de calibrar el exacto valor del pasado. Pastrana ha sido desde el siglo XVI un foco ardiente de contradicciones. Jamás se resignó a pasar de puntillas sobre el alfombrado rudo de los tiempos. Es su sino; tal vez, su voca­ción; seguro que su encanto. Siempre que las circunstancias deciden dejarla en su propia paz, en la paz de sus campos y de sus casonas viejas, Pastrana es un pueblo hermoso, un libro abierto de saberes que a uno le gusta descubrir, o simplemente recordar de vez en cuando allí en su sitio.

            La costanilla por la que se entra y se sale de Pastrana es la calle de Moratín. Han pasado dos siglos desde que el memorable autor neoclásico anduvo por allí. El sólido edificio de las Monjas de Arriba fue su casa y por su nombre todavía se la conoce. Los Moratín, don Nicolás y don Leandro, tenían raíces familiares clavadas en este lugar de la Alcarria. La madre de don Nicolás y abuela, por tanto, de don Leandro, era natural de Pastrana. Se llamó doña Inés González Cordón y fue hija de uno ricos labrado­res de la villa, que al casarse con un madrileño oriundo de Asturias, don Diego Fernández de Moratín, hubo de marchar a vivir a la Villa y Corte, aunque sin abandonar por definitivamente, ni ella ni sus descendientes, la tierra solar de sus mayores, y si alguna vez lo hicieron lo fue muy lejos y muy en contra de su voluntad. No obstante, hay que acusar a los Moratín, y muy en especial a don Leandro, de que estos parajes ásperos de la Alcarria, que en tantas ocasiones le acogieron, no figuren siquiera con una vaga referencia dentro del entorno argumental de su obra (Pecado de omisión que se ha vuelto a repetir en la obra de alguno de nues­tros más notables autores); pues tan sólo en su "Diario" deja caer el detalle en el que afirma que su abuela materna, doña Inés, era natural de Pastrana.

            La vida de Leandro Fernández de Moratín fue una de las más complicadas de cuantas han seguido, como su propia sombra, a los hombres y mujeres que consiguieron entrar y sentarse bajo los oropeles de la Historia. No fue la del insigne dramaturgo una vida cómoda y fácil, precisamente. Cuando andaba en su primera juventud -veinte años- murió su padre; y con los doce reales de salario que recibía como pago a sus servicios en la joyería del Palacio Real, había de mantenerse él y mantener a su madre, lo que le obligó a no pocas renuncias, incluso de orden sentimental, pues el lamentable estado de pobreza en que se encontraba alejaría de él a Paquita Muñoz, su amor de juventud, quien habría de ser años después la musa volandera que inspiraría la más célebre de sus obras de teatro:"El sí de las niñas", donde el autor critica la cerrada obstinación de aquellos padres que disponen del corazón de sus hijas, haciéndolas casar con quien a ellos les parece el mejor partido.

            Asegura el autor en su "Diario" que siempre deseó recuperar el patrimonio de sus mayores, sobre todo la casa de Pastrana, en donde retirarse temporalmente buscando el sosiego y la paz que le negaba la Corte. Así lo hizo en cuanto tuvo ocasión, y así se preparó como refugio la Villa de los Duques en la que, todo hace pensar, escribió muchas de sus mejores páginas.

            Muy bien debió probar al carácter introvertido y solitario del autor su retiro de Pastrana. Moratín iba marcado con el sello de los intelectuales de valía a los que suele zarandear el mundo en el que se desenvuelven. Nada por tanto nos debe extrañar que anhelase los días de Pastrana como una liberación, como un navegar a gusto en las tranquilas aguas de su personalidad, como un lugar único en el que sacar a la luz lo que llevaba dentro.

            Anduvo luego por París. En su regreso a España pierde una plaza como encargado de la biblioteca del colegio Imperial, lo que le proporciona tema suficiente para escribir "La derrota de los pedantes". En su retiro de Pastrana escribirá más tarde "La comedia nueva, o El Café" que estrenaría con sonoro éxito en 1792. París, Londres, Italia, otra vez Madrid con un sueldo más que aceptable que le preparará Godoy como Secretario de Interpre­tación de Lenguas... Largas vacaciones estivales le llevarán a Pastrana; tiempo de retiro que aprovecha para leer y, sobre todo, para escribir. En alguna de aquellas temporadas compone "La Huertada", sátira contra el dramaturgo García de la Huerta, y concluiría "El sí de las niñas", que habría de tardar cinco años en estrenarse y que la censura prohibiría definitivamente poco más tarde. Era el final del invierno de 1806. El autor decidió no escribir más teatro, y dedicarse en lo sucesivo a la literatu­ra didáctica tan bien considerada en su tiempo, y libre por naturaleza de poderse encontrar con ideas enfrentadas.

            Con la guerra de 1808 Moratín dejaría su casa de Pastrana y con ella la paz y el sosiego del que tantas veces gozó. Un continuo vaivén de circunstancias adversas, de fechas y de luga­res, dan con su persona en Valencia, en Barcelona, en el exilio francés de burdeos, y en el París de los primeros románti­cos donde moriría en 1828, precisamente en el domicilio de Manuel Silvela, amigo íntimo y heredero de tantos diarios, cartas y otros escritos que se encargaría de poner en orden y de publicar más tarde.

            Moratín dejó como legado su casona familiar de Pastrana a la Inclusa de Madrid. Años después pasaría a pertencer a otro ilustre autor madrileño, don Ramón de Mesonero Romanos, adquirida en pública subasta como uno más de los bienes que hacia 1835 había incautado la Ley de Desamortización. Ya en nuestro tiempo la hemos conocido dedicada a tareas docentes, a colegio regido por religio­sas, a escuela-hogar y a otras funciones educativas, si bien, los muros del edificio, los viejos pasillos de la casona y la antigua huerta que tuvo a su alrededor, recuerdan la figura y la persona­lidad del autor de "La comedia nueva".

(En la foto, "Casa de Moratín en Pastrana")

viernes, 9 de septiembre de 2011

POR LAS VERTIENTES DEL RÍO CABRILLAS


            Si alguna porción de tierras se da en la provincia de Guadalajara que se preste como ninguna otra a lo exótico, a lo legendario, a lo increíble, es precisamente aquella, la que próxima a las fuentes del Tajo sirve de límite entre las tres provincias: Guadalajara, Cuenca y Teruel, y de divisoria de aguas entre dos cordilleras también diferentes: el Sistema Central de las Castillas y el Ibérico que baja desde Aragón.

            Taravilla, Peñalén, Peralejos, Poveda de la Sierra, son para cualquier amante de los campos y de los paisajes, nombres señeros que vienen repletos de connotaciones excelentes, casi inaccesibles. Nombres de parajes remotos donde se puede dejar a la imaginación que vuele a su santo capricho, sin miedo a que llegue, por florida que sea, a la verdad de cuanto por allí se da.

            Desde los altos de Orea discurren las aguas vírgenes del río Cabrillas abriendo paso entre los barrancos que les quedan al pie, en busca de otras tierras mansas que las acojan. Son aguas frías de cañada y de torrontera, aguas que salieron a la luz en las falducas escarpadas de los montes y que bajan hasta el cauce común arrastrándose en suaves canalillos como de cristal líquido, jolgorio a veces de truchas y alevines, revitalizador de la corriente que arrancaron casi en la cumbre misma del pico de la Nevera, el más galán de todas aquellas cumbres afines a la Sierra del Tremedal.

            El río Cabrillas se enseñorea de un paisaje simpar por los alrededores de Checa, uno de los pueblos con mayor fortuna en bellezas naturales con que se pueda soñar, y allí se bebe las aguas de otro arroyuelo saltarín que atraviesa el pueblo. Entre Checa y Peralejos levanta su crestón plomizo el Pico del Cuerno, de 1663 metros de altura sobre el nivel del mar, que no es poco decir. Y río adelante Chequilla, el irrepetible lugarejo de Chequilla, espectacular y diferente como él solo, con sus casas blancas que crecieron entre los peñascos fantasmales que hay a su alrededor, raza de gigantes en roca fuerte vecinos del pinar y de los huertos, que comanda el mítico Trascastillo. En las afueras de Chequilla -y bien conocido es en horas de bullicio por toda la comarca- se encuentra la única plaza de toros natural que existe en el Planeta. Las rocas -figúrense- sirven de burladeros y de tendidos en los que se acomoda la gente, mientras que la lidia tiene lugar abajo, sobre la pradera, en el rellano que queda entre las peñas.

            El cauce del Cabrillas deja a mano izquierda el otro paraíso de junto al Tajo: Peralejos de las Truchas, el de las recias casonas que en otro tiempo fueron cuna de personajes y de familias distinguidas, y al salir desciendo buscando las puestas del sol con dirección al Pico de la Machorra, otro mito de aquella peculiar orografía.

            Más adelante recoge las aguas, cuando las hay, del arroyo Jándula, al poco de haber regado, campo atrás, las huertas de Megina, otro paraíso anónimo que adorna con su estampa aquellas tierras frías y preside con la mirada atenta hacia todas las tierras de la vega, la torre campanario por encima de las últimas casas al final de la cuesta. Luego, dejando a un lado y al otro los campos de Traid, de Pinilla, de Terzaga, y de Poveda en dirección contraria, la corriente baja mansa o precipitada, depende, hasta las proximidades de Taravilla.

            El pueblo de Taravilla, a pesar de su mérito y de sus encantos bien visibles como pueblo serrano, hubiera pasado a un discreto olvido a no ser por los impresionantes alrededores con los que cuenta en dirección al Tajo. En las enrevesadas tierras de Taravilla conviene detenerse a disfrutar el sosegada paz, a dar quehacer a los sentidos y a la imaginación por ser aquellas tierras de ornatos y de rememoranzas insospechadas. Desde los altos de la pista se oyen al pie los murmullos enardecidos de la chorrera entre la masa de los pinares. Muy cerca de allí la famosa “Laguna”, paraje romántico que se goza reflejando como en un espejo inmenso el azul de los cielos sobre la limpia superficie de sus aguas. Por allí precisamente, por las profundidades inaccesibles de la laguna tan cargadas de misterio, deben de andar envueltas entre el lodo de los siglos las joyas y la rica pedrería de Florinda, la hija del Conde don Julián, que prefirió mandar al demonio todo su atalaje, antes de que los moros invasores se hicieran con él por la violenta razón de la fuerza. La Muela del Conde, el cerro de leyenda donde los nativos aseguran que tuvo su casa el Conde don Julián, queda por aquellos alrededores entre el olor penetrante a campo, al pastoso aroma de los pinos y al de las florecillas silvestres de la vertiente donde las abejas sacan cada primavera las finas mieles de la serranía.

            Y luego Peñalén, como remate al cabo del día, con todo el encanto provocador de su vecina la Serranía de Cuenca a cuatro pasos, al que gusta sumar la gracia particular de su propia imagen. Peñalén, como varado en el centro mismo de la amplia caldera que forman los montes, lima su piel poco a poco con el soplo delicado de los fríos vientos ibéricos que descienden hasta el barranco en espiral, dibujando sobre su celaje de embudo los puros contornos de una caracola etérea, parto de los montes.
            Aguas abajo, como por encanto también como lo parece todo por aquellas sierras, el Cabrillas desaparece, se lo sorben de un trago las corrientes del Tajo para engordar su cauce y adentrarse en los primeros llanos de la Alcarria con discreción, dejando atrás olvidados para siempre los cien avatares de su juventud.

(En la imagen, una panorámica del pueblo de Peñalén)