Las puertas
del Patio de los Leones están abiertas. Dentro de los históricos muros del
palacio se escucha el sórdido murmullo del silencio. Las puertas del palacio
están abiertas de par en par. Desde la calle, el patio interior del palacio
ofrece una visión romántica. No hay nadie en el patio de columnas. Se adivina a
través de la piedra el tic-tac arrítmico del corazón muerto de tantos
personajes célebres como vivieron allí, y que por un instante van pasando por
delante de las cortinas de la imaginación como en un desfile de disfraces: el
insigne Cardenal, cuya estatua en bronce tengo junto a mí; la Reina Viuda, que
murió en la más estricta soledad dentro de alguno de los salones; el prisionero
rey francés en traje de fiesta; un retoño, hijo del general Hugo y de nombre
Víctor, al que los franceses, y sobre todo las francesas, adoran con entregada
reverencia, de lo que soy testigo. Este palacio, frío como la tarde en los
preludios de la Navidad, tiene su espacio en la mente y en el corazón de
algunos de los habitantes de esta tierra y, desde luego, en no pocas de las más
notables páginas de la Historia.
Por las calles
solitarias
La ciudad
ha comenzado a sentir el peso irresistible de las últimas tardes del otoño. La
temperatura es de sólo dos grados en el termómetro digital que hay junto al
Palacio. Guadalajara toma a estas horas avanzadas del día ese aspecto
misterioso propio de las viejas ciudades castellanas, adormiladas, como un poco
ajenas a las venturas y desventuras de los tiempos, con sus complacencias y sus
sobresaltos. Una mujer joven conduce por la acera un cochecito de niño. El pequeño viaja abrigadito, con su naricilla roja, embutido en un traje de plumas que tan sólo le permite asomar el rosado de su carita redonda. Un hombre de edad se arropa con una gabardina roída, mira a través de la luna de cristal las bandejas con bizcochos borrachos, con lazos de miel que se exponen en el escaparate de la pastelería. Las casas por aquí, si uno se detiene a observarlas, se da cuenta de que son casas hermosas, restauradas con mucha dignidad y con mucho estilo, casas puestas al día sin haber perdido un ápice del encanto de lo antiguo, adornadas con molduras que invitan a recordar, a pensar en aquella otra Guadalajara de los años de Clarín, de los que vivieron antes que nosotros. Entre dos balcones de la segunda planta, un azulejo recuerda al caminante que “En esta casa nació el año 1916 nuestro ilustre dramaturgo D. Antonio Buero Vallejo. El Ayuntamiento de Guadalajara en su 75 cumpleaños. Diciembre
En el
primer tramo de la Calle Mayor, el que de momento no está en obras, ya han
instalado la luminaria que anuncia la llegada inminente de la Navidad. Sin
salir de este espacio céntrico de la que bien podríamos conocer como la
Guadalajara Renacentista, o Mendocina quizás, si tenemos en cuenta a tantas
personalidades de aquel linaje como pasaron por estos pagos durante los siglos
XVI y XVII. Henos ahora delante dos monumentos arquitectónicos de excepcional
interés, muy ligados con nuestro pasado. Me refiero a la iglesia de Santiago
Apóstol, antiguo convento de Madres Clarisas, cuya fundación se debe a doña
Berenguela de Castilla, y el patio enrejado de otro viejo convento, el de la
Piedad, fundado por doña Brianda de Mendoza, a cuyo respaldo queda el palacio
de don Antonio de Mendoza (Instituto de Bachillerato) del que resulta
singularmente llamativa la portada plateresca de su iglesia, escondida y
sombría, obra del ingenio creador del maestro Alonso de Covarrubias. Y poco más
allá, en la otra acera, el pomposo frontispicio neomudéjar de la Casa de
Correos, una de las más representativas y elegantes de la Guadalajara de cien
años atrás, frente a la que vale la pena detenerse unos instantes, mirar y
admirar.
Hacia la placita de la Concatedral
De paso hacia la concatedral de Santa María de la Fuente, -ahora todo visible como fondo a una plaza reciente de concepción moderna- ahí tenemos el campanario en espadaña del “palomarcillo” de San José, convento de las Madres Carmelitas, con los emblemas -uno a cada lado de la hornacina donde aparece la estatua en piedra del santo titular-, de las familias Mendoza y Frías. Se oye sonido de campanas. Las campanas del convento tañendo a oración y el ruido inevitable de los vehículos que vienen y van por la Carretera de Zaragoza, son como la discordancia entre dos tiempos, entre dos maneras de ser y de vivir difícilmente conciliables, que como en pocos sitios quedan aquí representadas por la paz y el silencio interior de la clausura, y el bullicio tantas veces ensordecedor del mundo que se manifiesta de puertas hacia afuera. Hay pequeños establecimientos, algunas tiendas con las luces encendidas a un lado y al otro de la calle.
La fachada del palacio de los Marqueses de Villamejor -palacio de la Cotilla, para entendernos- se adorna al exterior con unos cipreses. El ciprés es árbol de fronda perpetua que evoca en todo tiempo momentos tristes; estos atardeceres moribundos del otoño, con los que la ciudad vieja se identifica casi religiosamente, tienen a esta hora su mejor enseña en el palacio de los Marqueses de Villamejor, residencia que fue del célebre Conde de Romanones, hoy una más de esas joyas menos conocidas del siglo XVIII que todavía se pueden ver y admirar en esta Guadalajara de nuestros amores y de nuestros infortunios, al lado de otras que no muy tarde visitaremos y que a menudo nos van saliendo al paso al andar por algunas calles de la ciudad.
Los aleros, el friso y los cupulinos con los que rematan los cubos de las esquinas en la capilla de Luís de Lucena, obra magnífica del siglo XVI y resto perviviente de la desaparecida iglesia de San Miguel, significan el punto final, la meta de un paseo que podía haber sido mas prolongado por la Guadalajara soñolienta que a estas alturas se comienza a tornar entre dos luces.
Y más abajo
la concatedral de Santa María, con su torre mudéjar erguida sobre el cogollo de
la ciudad antañona, con sus portadas en herradura de inconfundible sabor
moruno. A un lado, convertido -pienso que de forma provisional- en aparcamiento
de coches, el solar del que fuera en otro tiempo palacio de los Mendoza, la
primitiva casa de tan ilustre familia, donde nació el día de la Cruz de 1428 el
cardenal don Pedro González de Mendoza, el “tercer rey de España”, como se le
llamó en tiempo de los Reyes Católicos, conocida su influencia en la corte del
nuevo estado del que era Canciller. Y no muy lejos, reconstruido en su
totalidad para otros usos, con las piedras de la portada original como
reliquia, otro palacio histórico, el de los Guzmán, donde vino al mundo don
Nuño Beltrán de Guzmán, fundador de la otra Guadalajara, la mejicana, que es
capital del estado de Jalisco, cuyo nombre, como el de tantos más que vieron la
luz por primera vez en estos alrededores y en siglos diferentes, nos resultan
señeros, casi míticos, como estas piedras de la Guadalajara antigua que en una
tarde cualquiera, una tarde fría del mes de diciembre, me han servido -y espero
que a ti también, amigo lector- para recordar que las ciudades, igual que las
personas, tienen un presente, pero también un pasado, aunque como en el caso
preciso de Guadalajara, un pasado que contrasta con lo que hoy más nos parece
preocupar, pero que prevalece por encima del tiempo, de las ideologías y de las
personas, aunque no siempre se las considere en su justo valor.
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