jueves, 28 de junio de 2012

EL ALTO REY, LA MONTAÑA SAGRADA


            Su verdadero nombre es el de Santo Alto Rey de la Majestad, y se trata de una importante masa montañosa situada entre los pueblos serranos de Bustares y de Aldeanueva de Atienza, cuya altitud alcanza en la cumbre los 1852 metros. Las gentes de aquella comarca celebran cada año en los primeros días del mes de septiembre una tradicio­nal romería a la ermita votiva de Santa María Reina de los Ángeles que se levanta sobre la cima, muy cerca de las  instalaciones militares de seguimiento y orientación para aviones dependiente del Minis­terio del Aire, fuera de uso y en completo abandono desde hace varios años. Las antenas del Alto Rey y los radares del Ejército son, no obstante, desde la ya lejana fecha de su instalación, una parte del paisaje general de aquellas sierras, mirador a la vez sobre una inmensa superficie de las dos Castillas.  

            La leyenda se volcó sobre la Montaña sagrada, y es muy conocida entre los serranos de todo su entorno aquella por la cual se asegura que, en tiempo muy difíciles de precisar, una madre tenía tres hijos que andaban a la gresca casi a diario. Los quiso separar para evitar mayores males, de manera que pudieran verse de continuo, pero que no se pudieran juntar nunca. Los tres quedaron convertidos en montañas, cuyas cumbres se alcanzan a ver en los días de nítida transparencia; son el Alto Rey, el Ocejón y el Moncayo. También era de fe entre los lugareños hasta hace poco tiempo, porque también las leyendas pasan al olvido, la creencia de que la ermita estaba durante la noche guar­dada por un gato, el cual se solía ocultar de día entre los escom­bros de unas ruinas cercanas, donde había una calavera cubier­ta con la piel de un hombre muerto.

            Parece más acorde con la verdad lo que se lee en viejas crónicas, por cuanto se afirma que en los meses cálidos del verano, solían subirse a la cima del Alto Rey los canónigos regulares de San Agustín que habitaban en los llanos del Bornova, por donde todavía se encuentra la ermita de Santa Coloma en las afueras de Albendiego.

viernes, 22 de junio de 2012

Un lugar y un nombre: PRÁDENA DE ATIENZA


Prádena de Atienza, ahora y aquí, metidos y bien metidos en el tercer milenio, sigue siendo para quien esto dice un pueblo entrañable, una reserva rural, un sitio diferente a los demás sitios contando, incluso, a los de su misma sierra. Todo debe de ser por haber llegado tarde a tomar asiento en el tren de la modernidad, como tiempo atrás lo hicieron sus pueblos vecinos, Villares y Gascueña, por ejemplo, situados como él en las faldas de la Montaña Sagrada, del Santo Alto Rey de la Majestad, padre y señor de todas aquellas sierras.
Hasta el año 1965 -solamente treinta y cinco años atrás- los vecinos de Prádena no tuvieron carretera, buena o mal, para salir de su pueblo. La que hay desde Gascueña la hicieron ellos mismos a prestación personal (setenta y dos horas de trabajo cada uno) hasta que pudo entrar en el pueblo el primer coche. Las buenas gentes del lugar, escondidas generación tras generación por aquellos barrancos, eran todos miembros de una misma familia, mezcladas las sangres y vueltas a mezclar en un cóctel, al parecer, con sólo tres ingredientes: los Cerradas, los Somolinos, y algún García. Varios de los habitantes del pueblo eran Cerrada en sus cuatro primeros apellidos.
Prádena de Atienza, amigo lector, con muy pequeñas modificaciones, sigue siendo un pueblo empinado, de paredes negras, de calles negras tiradas cerro abajo como huyendo de la verticalidad impuesta por el paisaje, de viejitas de negro sayal como aquellas que nos pintó Pereda, pero trasladadas un siglo después a esta nueva Tablanca que acorralan las cumbres pizarrosas del Mediodía, de la Ventana, de Peñalarga, del Pico del Gato, de la Peña de la Iglesia, del Cuento del Mojón...; y abajo las aguas vírgenes del arroyo Pelagallinas, perdidas a pies del robledal y de los cerezos antes de su maridaje con el Bornova en la cercana junta.


La Calle Real sube, casi desde el puente del barranco en la espesura, pueblo arriba. De tramo en tramo se ensancha un poquito la Calle Real y aparece una plazuela con una fuente. Tres plazuelas, tres fuentes. Una de ellas, la más alta de las tres, es para uso de los vecinos la plaza del pueblo, donde hay un poquito de bar y sale un camino muletero que empalma algo más adelante con la pista nueva que conduce a Cañamares. Sobre un lateral del primera plazuela se distingue la pequeña iglesia, con escaloncillo donde a veces se reúne la gente del barrio.
La fruta, las hortalizas, el producto del rebaño, y un poco la miel -una miel oscura y espesa, miel de estepa y de las florecillas que salen por los huertos-, es lo que el pueblo de Prádena tiene hoy para ofrecer al mundo. Antes vivieron de las vacas, de las cuatro cabras, y de la leña que llevaban en cargas para vender en Atienza.
Celebran como fiesta mayor la de San Antonio, ahora el primer domingo de agosto, y tienen por costumbre subastar flores (¿no es bonito?) después de la procesión, para cubrir en lo posible los gastos de la fiesta.
Conviene perderse alguna vez por este bellísimo lugar. Ahora es fácil. Todavía se llega a tiempo de comprobar en su propio escenario unas maneras de vivir que desaparecen, pero aún próximas a nosotros.

viernes, 8 de junio de 2012

EL EPISCOPADO SEGUNTINO EN NEGRO SOBRE BLANCO

La histórica ciudad de Sigüenza va unida en el correr de los siglos a la personalidad de sus Obispos. La historia de la ciudad y la de la diócesis de la que es cabecera son una misma cosa. Desde Protógenes en la España visigoda, hasta Mons. Atilano Martínez, nuestro actual prelado, un centenar de mitrados han regido una de las diócesis más importantes de la Iglesia Española durante todo este tiempo.
            D. Felipe Peces Rata, canónigo archivero de la Catedral, conocedor a fondo del presente, y del pasado sobre todo de Sigüenza, ha colocado sobre estas fechas en los escaparates de las librerías una publicación que era necesaria, un libro dedicado a evocar la memoria de todos los titulares del Episcopado Seguntino, desde su institución como tal. El libro se titula Los Obispos en la Ciudad del Doncel, y se presenta acompañado de fotografías de casi todos ellos.
 La cercanía en el tiempo nos hace posible recordar el paso de los últimos prelados que ejercieron su ministerio pastoral entre nosotros. A varios de ellos los hemos llegado a conocer, incluso a tratar personalmente; pero eso, en el largo espacio de catorce siglos de historia, significa muy poco.

La de Sigüenza es una de las diócesis históricas de la Iglesia, que en otros tiempos mantuvo su propia Universidad, mítica hoy y recordada no sin nostalgia, al paso que el nombre de Sigüenza sigue resultando familiar dentro de la cultura española a lo largo de los siglos, siempre, directa o indirectamente, por razón de sus Obispos.
            Don Bernardo de Agén, san Martín de Finojosa, don Pedro González de Mendoza, don Fadrique de Portugal, don Eustaquio Nieto, además de los más próximos a nosotros entre otros muchos, son los protagonistas de este trabajo magistral, salido de las manos doctas y del corazón entregado al servicio de su ciudad natal, de don Felipe Peces, enésimo título de la serie que durante su vida ha dedicado a Sigüenza.

lunes, 4 de junio de 2012

CASTILFORTE: DON DIEGO Y DON ELÍAS


         Castilforte es un pueblo montado sobre un altozano que sorprende al viajero al final de una vega. Se distingue por ser un estupendo mira­dor sobre las tierras que forman la antigua Hoya del Infantado y sobre una buena parte, por añadidura, de los valles y tesos de la Alcarria. Desde Salmerón la distancia es corta para llegar a Castilforte. La Alcarria de Cuenca queda de allí a poco más de un tiro de piedra.
            Es un pueblo original y muy bonito éste de Castilforte. Lo han mejorado mucho desde que lo vi la primera vez. Pero no es su manera de vivir actual lo que nos devuelve a él, ni la cordiali­dad de los pocos hombres y mujeres que allí viven, ni la peana de tierra y rocas donde estuvo el fuerte castillo que le da nombre, ni el paisaje abierto que se domina desde sus contornos. Es la memoria de dos hijos preclaros del lugar, convertidos hoy en mito y en leyenda para sus paisanos, lo que nos ha traído una vez más a la memoria aquel simpático lugar.
            Don Diego Rostriaga y don Elías Gil son los nombres de estos dos hijos ilustres. Don Diego nació en los comienzos y don Elías casi al final del siglo XVIII. Mucho ha llovido desde entonces; pero, tal vez un poco deshumanizados (tómese la palabra en el mejor de sus significados) o a punto de convertirse en mito, el pueblo los sigue recordando con vene­ración y cuenta de ellos cosas admirables. Una de las princi­pales calles del pueblo está dedicada a don Elías. Don Diego Rostriaga, con alguna celebridad más de su familia, la tendrá muy pronto.
            La noticia acerca de estos dos hombres excepcionales la ofreció gentilmente, cumplida y documentada con todas las garantías de credibilidad, Juan Antonio Embid, alcalde del lugar y hombre que -no siempre ocurre así- se preocupa del acontecer cultural de su pueblo, sabiendo muy bien lo que se lleva entre manos.
            Don Diego Rostriaga nació en Castilforte en el año 1713 de una familia de labradores. En su tiempo se alzó a los más altos estamentos de la sociedad española, dedicándose a las artes útiles cuando casi todo andaba en el mundo aún sin descubrir. Fue relojero e instrumentario; su fama llegó muy pronto a la Corte de las Españas. Estudiante de Latín, de Filosofía, de Matemáticas y de Mecánica aplicada a las artes, comenzó a construir por encargo para el entonces príncipe de Asturias y luego el rey Carlos III, máquinas neumáticas, pirómetros y otros instrumentos de Física y de Cálculo. En 1770 se encargaría de construir, con los escasos medios de entonces, las bombas de vapor que se utilizarían para poner en pie los diques de Cartagena.
            Algunos de los relojes del Palacio Real, del Buen Retiro y de la antigua Aduana (luego Ministerio de Hacienda), así como los del convento de San Pascual de Aranjuez, salieron de sus manos y de su ingenio simpar. Una escopeta de viento, que hasta no hace mucho existió en el Instituto San Isidro de Madrid, y dos esferas armilares de la Biblioteca Nacional, son igualmente obra suya
            Nobles y grandes de la más alta sociedad de su tiempo se honraron con su amistad y con poseer alguna obra suya (brúju­las geodésicas, pantómetros, barómetros de mercurio), entre ellos el propio Rey. Murió en Madrid en el año 1783.
            A don Elías Gil, lo conocen en Castilforte los más viejos del lugar por "El Indiano". Fue uno de aquellos españolitos de abiertos horizontes, o de apremiante necesidad como fue su caso, que hace doscientos años marchaban a las Américas en busca de fortuna, y que volvían al cabo del tiempo, muchos de ellos, cargados de riquezas. La literatura popular de la época tuvo, en muchos pueblos y villas de España, tema abundante para contar y decir de sus famosos indianos.
            Familia humilde y de muchos hijos fue la de este don Elías Gil. Siendo niño, se vio obligado a salir del pueblo para sobrevivir. En Madrid vivió en la casa de un tío suyo que trabajaba en la capital de España como empleado del Consejo de indias. Un amigo de aquel tío suyo se lo llevó con él a Améri­ca cuando sólo contaba 11 años. Murió su protector a poco de llegar. El pequeño Elías tuvo que abrirse camino en el Nuevo Mundo sin haber llegado siquiera a la adolescencia, es decir, a la edad mínima precisa para ganarse la vida en un trabajo fuera de cualquier responsabilidad.
            Consiguió una fortuna importante en el mundo de los negocios y con ella se vino a España años después. Destacó por sus ideas liberales en aquel Madrid de la Fontana de Oro y de los sucesivos cambios de gobierno en la tercera década del siglo XIX. Hizo donaciones importantes a su pueblo natal; pero, por cuestiones políticas, al parecer en ciertos momentos tan a contrapelo de sus ideales y de la fama que se había conseguido ganar en la Villa y Corte, tuvo que escapar, y volver de nuevo en un segundo viaje a tierras americanas. Los negocios que emprendió en esta ocasión, le fueron mejor toda­vía que la primera vez, pues conocía las gentes y los mercados que en las tierras el Plata tantas fortunas alimentaron para los aventureros que desde la "Madre patria" dieron en llegar allí con nuevas miras.
            Dedicó don Elías Gil una buena parte de su fortuna a engrandecer su pueblo, a costear las mejoras que Castilforte precisaba para que los 320 habitantes que el pueblo tenía por aquellos años, vivieran con mejores servicios o con mayor holgura, según los casos. Todavía queda a la vista de todos en la Calle Mayor la señorial fachada de su viejo palacete. Costeó, como simple detalle, la fuente pública; durante largo tiempo envió dos mil duros cada año (era una fortuna) para que se repartieran en limosnas; atendió muchos de los gastos de la iglesia local: arreglos del edifico y vestiduras sagradas, sobre todo; dotó a varias chicas casaderas pobres; se puso a su costa un reloj municipal, y pagó diez reales por árbol a cada uno de sus paisanos que plantaran olivos en tierras de su propiedad. Siendo muy anciano cruzó el Atlántico y vino a España sólo a reconocer su pueblo y a despedirse de él. Final­mente, próxima su muerte, dedicó veinte mil reales para que compraran una casa medianamente digna para vivienda del maes­tro, a quien recordó especialmente cuando notó que la vida para él llegaba a su fin. Murió en Montevideo a punto de cumplir los 75 años.
            Una rara especie de hombre, un filántropo de la mejor madera. Un señor de los de antes, dicen en su pueblo, que debido a su comportamiento como "loco de la generosidad", doscientos años después las buenas gentes de Castilforte pronuncian su nombre con respeto, con un gran cariño, casi con veneración, tres ramas al fin del maltrecho árbol de la grati­tud.
 "Nueva Alcarria" año 2000.
(En las fotografías: unaa vista sobre el valle desde el nuevo mirador y la Casa del Indianao)