viernes, 30 de septiembre de 2011

LA UNIVERSIDAD DE SIGÜENZA


Contó la ciudad de Sigüenza con una de las universidades más prestigiosas y más conocidas de su tiempo. Tuvo como predecesor aquel importante centro cultural al antiguo Colegio Jerónimo de San Antonio de Portacoeli, sito en los arrabales de la ciudad al otro lado del río, y que había sido fundado en el año 1746 por el canónigo y arcediano de Almazán don Juan López Medina.

Fue instituida como Universidad en 1489, mediante bula otorgada por el Papa Inocencio VIII a petición del Cardenal don Pedro González de Mendoza, en abril de aquel mismo año. En ella se concedieron los grados de bachiller, licenciado, maestro y doctor, primero en Artes, Teología y Cánones, y más tarde también en Filosofía y Lógica. Ya a mediados del siglo XVI (año 1551) se crearon las facultades de Derecho Civil y Canónico, así como la de Medicina. Fueron notables durante aquellos años algunos profesores de la Universidad Seguntina, tales como el propio Fray José de Sigüenza, Pedro Ciruelo que enseñó Filosofía, Pedro Guerrero maestro en Teología, y Juan López de Vidania que fue el primer catedrático de Medicina que tuvo la Universidad.

Con el siglo XVII comenzó el retroceso en aquel prestigioso centro universitario. Se intentó cambiar el lugar de su emplaza¬miento (de extramuros al centro de la ciudad) como así se hizo; la calidad de la enseñanza comenzó a desmerecer y a quedarse anticuada; por falta de alumnos se hubieron de suprimir las facultades de Derecho y Medicina en 1771; se crearon nuevos colegios en su entorno (San Martín, San Felipe, San Bartolomé) que fueron asumiendo parte de las disciplinas que en ella se impartían; y así hasta la reforma de 1807 que acabó con ella. Años después, se intentó reavivar de nuevo la llama de sus recuerdos universitarios, volviendo a la apertura de algunas de las clases como un simple Colegio Mayor, para llegar a la clausura definitiva en el año 1837.

En memoria de aquella antigua condición de ciudad estudiantil, en nuestros días la Universidad de Alcalá ha constituido a Sigüenza como sede de sus famosos cursos de verano, que cada año se vienen desarrollando con gran éxito.

jueves, 15 de septiembre de 2011

PASTRANA EN LA VIDA DE MORATÍN

   
         Pesan sobre el viejo casco de Pastrana nombres con hondo significado en la vida española. Larga sería la relación si se fuese a tomar la debida nota de cada uno de ellos; de nombres y de apellidos famosos que, por una u otra razón, en éste o en aquel tiempo, por ella anduvieron y en allí dejaron marcada su huella perdurable, de manera que aún hoy suelen aparecer como engarzados en la fulgurante historia de la villa. Pastrana -y huelga en ello toda pasión- es historia, es piedra noble, es recuerdo, es seño­río, y, a pesar de todo ello, es como un remanso de orden y de sosiego en la solana del Arlés, que a veces se rompe con estrépi­to, a consecuencia, precisamente, del peso de su historia, de la perpetua señal que le dejaron los siglos, tan difícil de entender en este tiempo nuestro, cuando unas veces por más y otras por menos, el hombre se siente incapaz de calibrar el exacto valor del pasado. Pastrana ha sido desde el siglo XVI un foco ardiente de contradicciones. Jamás se resignó a pasar de puntillas sobre el alfombrado rudo de los tiempos. Es su sino; tal vez, su voca­ción; seguro que su encanto. Siempre que las circunstancias deciden dejarla en su propia paz, en la paz de sus campos y de sus casonas viejas, Pastrana es un pueblo hermoso, un libro abierto de saberes que a uno le gusta descubrir, o simplemente recordar de vez en cuando allí en su sitio.

            La costanilla por la que se entra y se sale de Pastrana es la calle de Moratín. Han pasado dos siglos desde que el memorable autor neoclásico anduvo por allí. El sólido edificio de las Monjas de Arriba fue su casa y por su nombre todavía se la conoce. Los Moratín, don Nicolás y don Leandro, tenían raíces familiares clavadas en este lugar de la Alcarria. La madre de don Nicolás y abuela, por tanto, de don Leandro, era natural de Pastrana. Se llamó doña Inés González Cordón y fue hija de uno ricos labrado­res de la villa, que al casarse con un madrileño oriundo de Asturias, don Diego Fernández de Moratín, hubo de marchar a vivir a la Villa y Corte, aunque sin abandonar por definitivamente, ni ella ni sus descendientes, la tierra solar de sus mayores, y si alguna vez lo hicieron lo fue muy lejos y muy en contra de su voluntad. No obstante, hay que acusar a los Moratín, y muy en especial a don Leandro, de que estos parajes ásperos de la Alcarria, que en tantas ocasiones le acogieron, no figuren siquiera con una vaga referencia dentro del entorno argumental de su obra (Pecado de omisión que se ha vuelto a repetir en la obra de alguno de nues­tros más notables autores); pues tan sólo en su "Diario" deja caer el detalle en el que afirma que su abuela materna, doña Inés, era natural de Pastrana.

            La vida de Leandro Fernández de Moratín fue una de las más complicadas de cuantas han seguido, como su propia sombra, a los hombres y mujeres que consiguieron entrar y sentarse bajo los oropeles de la Historia. No fue la del insigne dramaturgo una vida cómoda y fácil, precisamente. Cuando andaba en su primera juventud -veinte años- murió su padre; y con los doce reales de salario que recibía como pago a sus servicios en la joyería del Palacio Real, había de mantenerse él y mantener a su madre, lo que le obligó a no pocas renuncias, incluso de orden sentimental, pues el lamentable estado de pobreza en que se encontraba alejaría de él a Paquita Muñoz, su amor de juventud, quien habría de ser años después la musa volandera que inspiraría la más célebre de sus obras de teatro:"El sí de las niñas", donde el autor critica la cerrada obstinación de aquellos padres que disponen del corazón de sus hijas, haciéndolas casar con quien a ellos les parece el mejor partido.

            Asegura el autor en su "Diario" que siempre deseó recuperar el patrimonio de sus mayores, sobre todo la casa de Pastrana, en donde retirarse temporalmente buscando el sosiego y la paz que le negaba la Corte. Así lo hizo en cuanto tuvo ocasión, y así se preparó como refugio la Villa de los Duques en la que, todo hace pensar, escribió muchas de sus mejores páginas.

            Muy bien debió probar al carácter introvertido y solitario del autor su retiro de Pastrana. Moratín iba marcado con el sello de los intelectuales de valía a los que suele zarandear el mundo en el que se desenvuelven. Nada por tanto nos debe extrañar que anhelase los días de Pastrana como una liberación, como un navegar a gusto en las tranquilas aguas de su personalidad, como un lugar único en el que sacar a la luz lo que llevaba dentro.

            Anduvo luego por París. En su regreso a España pierde una plaza como encargado de la biblioteca del colegio Imperial, lo que le proporciona tema suficiente para escribir "La derrota de los pedantes". En su retiro de Pastrana escribirá más tarde "La comedia nueva, o El Café" que estrenaría con sonoro éxito en 1792. París, Londres, Italia, otra vez Madrid con un sueldo más que aceptable que le preparará Godoy como Secretario de Interpre­tación de Lenguas... Largas vacaciones estivales le llevarán a Pastrana; tiempo de retiro que aprovecha para leer y, sobre todo, para escribir. En alguna de aquellas temporadas compone "La Huertada", sátira contra el dramaturgo García de la Huerta, y concluiría "El sí de las niñas", que habría de tardar cinco años en estrenarse y que la censura prohibiría definitivamente poco más tarde. Era el final del invierno de 1806. El autor decidió no escribir más teatro, y dedicarse en lo sucesivo a la literatu­ra didáctica tan bien considerada en su tiempo, y libre por naturaleza de poderse encontrar con ideas enfrentadas.

            Con la guerra de 1808 Moratín dejaría su casa de Pastrana y con ella la paz y el sosiego del que tantas veces gozó. Un continuo vaivén de circunstancias adversas, de fechas y de luga­res, dan con su persona en Valencia, en Barcelona, en el exilio francés de burdeos, y en el París de los primeros románti­cos donde moriría en 1828, precisamente en el domicilio de Manuel Silvela, amigo íntimo y heredero de tantos diarios, cartas y otros escritos que se encargaría de poner en orden y de publicar más tarde.

            Moratín dejó como legado su casona familiar de Pastrana a la Inclusa de Madrid. Años después pasaría a pertencer a otro ilustre autor madrileño, don Ramón de Mesonero Romanos, adquirida en pública subasta como uno más de los bienes que hacia 1835 había incautado la Ley de Desamortización. Ya en nuestro tiempo la hemos conocido dedicada a tareas docentes, a colegio regido por religio­sas, a escuela-hogar y a otras funciones educativas, si bien, los muros del edificio, los viejos pasillos de la casona y la antigua huerta que tuvo a su alrededor, recuerdan la figura y la persona­lidad del autor de "La comedia nueva".

(En la foto, "Casa de Moratín en Pastrana")

viernes, 9 de septiembre de 2011

POR LAS VERTIENTES DEL RÍO CABRILLAS


            Si alguna porción de tierras se da en la provincia de Guadalajara que se preste como ninguna otra a lo exótico, a lo legendario, a lo increíble, es precisamente aquella, la que próxima a las fuentes del Tajo sirve de límite entre las tres provincias: Guadalajara, Cuenca y Teruel, y de divisoria de aguas entre dos cordilleras también diferentes: el Sistema Central de las Castillas y el Ibérico que baja desde Aragón.

            Taravilla, Peñalén, Peralejos, Poveda de la Sierra, son para cualquier amante de los campos y de los paisajes, nombres señeros que vienen repletos de connotaciones excelentes, casi inaccesibles. Nombres de parajes remotos donde se puede dejar a la imaginación que vuele a su santo capricho, sin miedo a que llegue, por florida que sea, a la verdad de cuanto por allí se da.

            Desde los altos de Orea discurren las aguas vírgenes del río Cabrillas abriendo paso entre los barrancos que les quedan al pie, en busca de otras tierras mansas que las acojan. Son aguas frías de cañada y de torrontera, aguas que salieron a la luz en las falducas escarpadas de los montes y que bajan hasta el cauce común arrastrándose en suaves canalillos como de cristal líquido, jolgorio a veces de truchas y alevines, revitalizador de la corriente que arrancaron casi en la cumbre misma del pico de la Nevera, el más galán de todas aquellas cumbres afines a la Sierra del Tremedal.

            El río Cabrillas se enseñorea de un paisaje simpar por los alrededores de Checa, uno de los pueblos con mayor fortuna en bellezas naturales con que se pueda soñar, y allí se bebe las aguas de otro arroyuelo saltarín que atraviesa el pueblo. Entre Checa y Peralejos levanta su crestón plomizo el Pico del Cuerno, de 1663 metros de altura sobre el nivel del mar, que no es poco decir. Y río adelante Chequilla, el irrepetible lugarejo de Chequilla, espectacular y diferente como él solo, con sus casas blancas que crecieron entre los peñascos fantasmales que hay a su alrededor, raza de gigantes en roca fuerte vecinos del pinar y de los huertos, que comanda el mítico Trascastillo. En las afueras de Chequilla -y bien conocido es en horas de bullicio por toda la comarca- se encuentra la única plaza de toros natural que existe en el Planeta. Las rocas -figúrense- sirven de burladeros y de tendidos en los que se acomoda la gente, mientras que la lidia tiene lugar abajo, sobre la pradera, en el rellano que queda entre las peñas.

            El cauce del Cabrillas deja a mano izquierda el otro paraíso de junto al Tajo: Peralejos de las Truchas, el de las recias casonas que en otro tiempo fueron cuna de personajes y de familias distinguidas, y al salir desciendo buscando las puestas del sol con dirección al Pico de la Machorra, otro mito de aquella peculiar orografía.

            Más adelante recoge las aguas, cuando las hay, del arroyo Jándula, al poco de haber regado, campo atrás, las huertas de Megina, otro paraíso anónimo que adorna con su estampa aquellas tierras frías y preside con la mirada atenta hacia todas las tierras de la vega, la torre campanario por encima de las últimas casas al final de la cuesta. Luego, dejando a un lado y al otro los campos de Traid, de Pinilla, de Terzaga, y de Poveda en dirección contraria, la corriente baja mansa o precipitada, depende, hasta las proximidades de Taravilla.

            El pueblo de Taravilla, a pesar de su mérito y de sus encantos bien visibles como pueblo serrano, hubiera pasado a un discreto olvido a no ser por los impresionantes alrededores con los que cuenta en dirección al Tajo. En las enrevesadas tierras de Taravilla conviene detenerse a disfrutar el sosegada paz, a dar quehacer a los sentidos y a la imaginación por ser aquellas tierras de ornatos y de rememoranzas insospechadas. Desde los altos de la pista se oyen al pie los murmullos enardecidos de la chorrera entre la masa de los pinares. Muy cerca de allí la famosa “Laguna”, paraje romántico que se goza reflejando como en un espejo inmenso el azul de los cielos sobre la limpia superficie de sus aguas. Por allí precisamente, por las profundidades inaccesibles de la laguna tan cargadas de misterio, deben de andar envueltas entre el lodo de los siglos las joyas y la rica pedrería de Florinda, la hija del Conde don Julián, que prefirió mandar al demonio todo su atalaje, antes de que los moros invasores se hicieran con él por la violenta razón de la fuerza. La Muela del Conde, el cerro de leyenda donde los nativos aseguran que tuvo su casa el Conde don Julián, queda por aquellos alrededores entre el olor penetrante a campo, al pastoso aroma de los pinos y al de las florecillas silvestres de la vertiente donde las abejas sacan cada primavera las finas mieles de la serranía.

            Y luego Peñalén, como remate al cabo del día, con todo el encanto provocador de su vecina la Serranía de Cuenca a cuatro pasos, al que gusta sumar la gracia particular de su propia imagen. Peñalén, como varado en el centro mismo de la amplia caldera que forman los montes, lima su piel poco a poco con el soplo delicado de los fríos vientos ibéricos que descienden hasta el barranco en espiral, dibujando sobre su celaje de embudo los puros contornos de una caracola etérea, parto de los montes.
            Aguas abajo, como por encanto también como lo parece todo por aquellas sierras, el Cabrillas desaparece, se lo sorben de un trago las corrientes del Tajo para engordar su cauce y adentrarse en los primeros llanos de la Alcarria con discreción, dejando atrás olvidados para siempre los cien avatares de su juventud.

(En la imagen, una panorámica del pueblo de Peñalén)