miércoles, 26 de mayo de 2010

SIMAS DE GUADALAJARA


Dada la composición química del subsuelo en distintos luga­res, la provincia de Guadalajara se ve salpicada de importantes cavernas, algunas de ellas sin final conocido, que desde los tiempos más remotos sirvieron al hombre como refugio en períodos de glaciación, y en cuyas paredes quedó plasmada a perpetuidad la huella de su arte primitivo y de su manera de vivir. Otras, han sido en cualquier caso motivo de leyenda para muchas genera­ciones que, con la debida precaución y respeto por lo que dentro pudiera existir, apenas fueron capaces de explorar hasta su fondo. Por citar algunas de las cuevas subterráneas más significativas, podría muy bien comenzarse por la de Los Casares, a tres kilóme­tros de Riba de Saelices, famosa debido a la gran cantidad de figuras rupestres que en ella se conser­van grabadas en la piedra; otro tanto sucede con la llamada Cueva de la Hoz, en Santa María del Espino, ambas, reconocido su interés espeleológico e históri­co, fueron declaradas en su día monumento nacional.
La Cueva de Villanueva de Alcorón que aparece en la fotografía, a cuyo interior es posible el descenso por más de doscientos escalones; las de Bochorno, Chaparral y Pie Izquier­do en Peralejos de las Truchas; la del Tornero en el término municipal de Checa, con varios kilómetros de profundidad sin final conocido, por la que cruzan verdaderos ríos subterráneos; el llamado Cóncavo de Peñarrubia en Zaorejas, de casi un kilómetro de longitud; la de Las Majadillas en Sacecor­bo; las de los Organillos y Corraliza en las sierras de El Recuen­co; la sima del Pinar entre Cantalojas y Villacadima, con entrada difícil de averiguar en la superficie boscosa, pero de tremenda capacidad y muy poco conocida; la cueva del Gorgocíl, término de Muriel, con la forma de un gigantesco embudo inverti­do, entre otras muchas.
Durante la década de los años sesenta se produjo un importan­te hundimiento del terreno en las inmediaciones de Paredes de Sigüenza, junto a la carretera, del tamaño regular del ruedo en una plaza de toros, lleno de agua y sin fondo visto; se le suele conocer por “la Sima”, cuando en realidad se trata de una torca, al modo de las muchas que en su día fueron apareciendo en la Serranía de Cuenca.

martes, 18 de mayo de 2010

NUESTROS RÍOS: EL GALLO: ( I )



Para mi uso es éste uno de los ríos con mayor carácter de los que surcan en cualquier dirección el mapa de nuestra provincia. Se trata del río molinés por excelencia, algo consustancial con las tierras del Bajo Señorío, pero cuyo nacimiento le discuten, creo que con argumentos válidos, los vecinos de Orihuela del Tremedal en la provincia de Teruel, en donde tienen la figura de un gallo por enseña. Durante algún tiempo sostuve que el Gallo tenía su primera fuente en el campo de Guadalajara, pues así me lo contaron alguna vez en el pueblecito de Chera, pero ante la evidencia de los hechos hube de desistir de aquella teoría y situar su lugar de nacimiento en Orihuela, como es lo correcto. En concreto, en la ya dicha villa turolense tienen un gallo por emblema, naturalmente que haciendo referencia al río molinés que nace en sus proximidades y muere en el Tajo por el Puente de San Pedro.
Lo cierto es que aun poniendo en entredicho su verdadero origen, el Gallo es el río de las tierras de Molina que recorre de Sureste a Oeste, y que, por ser enseña, actúa como factor fundamental sobre la imagen de aquellas tierras, de un modo especial sobre la imagen de la ciudad de Molina.
Desde lo alto del cerro del Castillo en Motos, recuerdo haberme fijado alguna vez en el llano que el pueblo tiene en sus orillas, por donde pasa muy joven todavía el río Gallo, casi un pollito me contó en cierta ocasión un lugareño. Motos, amigo lector, es el pueblo más alejado de la capital de provincia si se viaja por carretera, y en su pasado se recoge el hecho fatal de haber sido en tiempos lejanos la sede del famoso “Caballero de Motos”, de nombre Álvaro de Hita, quien durante la segunda mitad del siglo XV fue contratado por el Común de Molina para vigilar los ganados comunales, pero que muy pronto se empleó en quehaceres bien distintos a los confiados por el Común, pues se construyó un castillo junto al pueblo desde donde, como un experimentado bandolero con la correspondiente cuadrilla a su servicio, se dedicó a robar, a intimidar y a saquear de manera violenta, a los honrados campesinos de la comarca, adueñándose por la ley del más fuerte de sus cosechas y de muchas de sus pertenencias. Fueron los Reyes Católicos los que, sabedores de la conducta y andanzas del célebre “Caballero”, dieron orden tajante de derribar su castillo y de no dejar en pie piedra alguna. Esa es la imagen que el cerro del Castillo presenta hoy, con sólo la ermita de los santos Fabián y Sebastián sobre la loma y el cementerio del lugar expuesto a todos los vientos. Motos es un pueblo chiquito en las riberas del Gallo, donde se repiten las artísticas rejerías de forja que adornan las fachadas de Alustante, su villa más cercana.
Mas era al río al que nos habíamos propuesto seguir sin detenernos excesivamente en las estaciones de su recorrido que son los pueblos; nombres sonoros de lugares con muy vieja raíz, que llegan a entroncar con tantas familias hidalgas como por allí habitaron, y de las que todavía queda el recuerdo en piedra de sus casonas nobiliarias, de sus escudos presidiendo las viejas fachadas, de sus apellidos en extremo ilustres y con no poca resonancia en la España de los siglos XVI y posteriores. En ese sentido, los pueblos de Molina son un verdadero muestrario por sus cuatro sexmas.
Tordellego, Morenilla, Chera, Castilnuevo, son lugares del Bajo Señorío que a más o menos distancia tienen al Gallo por vecino. En las temporadas de sequía, el río baja exangüe por aquel tramo de su recorrido. A la altura de los molinos abandonados que tiene a dos o tres kilómetros de sus últimas casas el pueblo de Morenilla, el Gallo pasa cumplido de corriente en los años generosos en lluvia, y convertido en ruines charcas donde las truchas fenecen por sí solas, durante los veranos desiertos que, para mal de peces y de plantas, no han faltado durante las última décadas.
A su paso por las cercanías de Chera las aguas van aumentando en cantidad y el río en anchura, como efecto de los diferentes arroyos que cerca de allí han vertido en su cauce. La vega de Chera, su producción excelente y la abundancia de vegetación en sus parajes más próximos, son una consecuencia de la humedad que reciben del Gallo, y que durante ciertas épocas del año los convierten en una auténtico vergel, aunque no lo suficiente como para haber retenido a los muchos habitantes que se fueron de allí, pues la fiebre del éxodo durante los últimos tiempos dejó al pueblo en mínimos, excepción hecha de los meses de verano. Chera, incorporado en la actualidad al ayuntamiento de Prados Redondos, es por el milagro de las aguas uno más de los paraísos perdidos por nuestra geografía provincial y que muy pocos conocen.
Y Castilnuevo después siguiendo el curso del río. Por Castilnuevo pasa el Gallo encajado por debajo de un puentecillo estrecho que hay cerca de una ermita que en tiempo pasado debió hacer el servicio de iglesia local; una iglesia solitaria de estampa romántica, becqueriana, repleta por fuera de hierbas y de misterios, donde las lagartijas campean a sus anchas por los muros y se esconden en los agujeros. Y sobre el caserío de Castilnuevo el castillo de los Señores, donde se ha dicho que se inspiró Cervantes para situar la Insula Barataria de su novela inmortal. Algunos almacenes donde encierran las maquinarias y los productos del campo, una escuela que ni siquiera se llegó a estrenar con otras viviendas anexas, y las formas retocadas del que fue su castillo sobre lo alto, completan la imagen total de otro de los lugares por los que pasa el río sigilosamente, fertilizando vegas, camino de la capitalidad del Señorío que queda a cuatro pasos.
Molina de los Caballeros, Molina la Grande, Molina recibe las aguas serranas adornada en el llano con su peineta de murallas y de torres solemnísimas que la vigilan desde la altura. El Giraldo bailarín de la torre de San Francisco es el primero en divisar a distancia el paso del río. Una vez allí, el río se cuela bajo los arcos del puente románico, sin duda la imagen más sugerente de la ciudad y por extensión también la más antigua. A la ciudad de Molina hay que acercarse como se acerca el Gallo, entrar en sus glorias pasadas para llegarla a conocer como merece ser conocida, saber cómo fueron y quienes fueron sus hijos más notables, algunos de ellos nombres de primera fila en nuestra historia nacional con referencia a tiempos muy lejanos. Ciudad señora y ciudad de señores, de familias nobles cuyo recuerdo atravesó el umbral de los siglos no sólo inscritas sobre legajos en los que todavía late la realidad viva de su historia, sino a pie de calle, en palacetes e iglesias repartidas por cualquier plaza o rincón y en los escudos de piedra que los sellan. Si de alguna ciudad castellana se debe hablar por cuanto a su personalidad y carácter bien marcados, ésta es la ciudad de Molina a la vera del Gallo.
Y el río escapa de Molina regando huertas y siguiendo en paralelo la carretera que parte hacia Ventosa. Más adelante le costará ser testigo de uno de los espectáculos naturales más bellos de toda la geografía de España: el Barranco de la Hoz, que él mismo consiguió abrir al paso de los siglos, de muchos cientos de siglos laborando sobre las rocas. De ello hablaremos en otra ocasión dentro de poco, siguiendo su curso.

(En la fotografía, el río Gallo a su paso por el Barranco de la Hoz)

viernes, 14 de mayo de 2010

PAISANOS "BENEMÉRITOS" DEL SIGLO XV


Nos duele, seguro que sí, que a esta tierra nuestra se la reconozca por los extraños más afines y por muchos de lo propios, como la "Provincia de los caciques". Un sambenito que alguien se sacó de la chistera alguna bvez y que ahí está, enquistado en el saber popular sin que se pueda hacer gran cosa por que desaparezca, aparte de dejar correr el tiempo que acaba con todo. La cosa es que, cuando uno hurga sólo un poquito en la personal condición de tantos grandes y de tantos poderosos como nacieron o vivieron aquí, durante el siglo XX sobre todo, habremos que reconocer, mal que nos pese, que a la acusación no le faltan ciertos tintes de verdad. También es cierto que si saltamos los límites de nuestro mapa provincial, nos encontramos con que en mayor o menor medida en todas partes cuecen habas, aunque la nuestra, según parece, sea una caldera un poco mayor.
Los excesivos títulos nobiliarios que familias enteras muy influyentes ostentaron, con riqueza y mando en vidas y haciendas desde los últimos coletazos de la Edad Media, no han favorecido mucho que digamos a las gentes de Guadalajara en toda su extensión, es más, se llegó a crear una conciencia histórica colectiva en la que aquello de que el pez grande se come al chico, pareció siempre algo inherente al espíritu de nuestros paisanos por años y siglos, como si se tratara de algo especialmente nuestro. Evito dar nombres, pues todos ellos brillan con luz propia en el firmamento alcarreño, y la Historia de Guadalajara, también la de España, los recogen para bien o para mal y aquí, a cuatro pasos de nosotros, se guarda en piedra nobiliaria la huella de su pasado.
Podemos presumir -desde luego que sí- de paisanos ilustres que de una manera u otra dejaron mucho de ellos para sus coetáneos y aun para los que vendríamos después, pero no todos. En la memoria del lector seguro que quedó inscrito el nombre de varios, de los que nos honraron con su estar aquí y de otros que no. Sálvese quien pueda.
Hoy vamos a hablar de cuatro de estos ciudadanos de mala ralea, de antihéroes que crió esta tierra, y que, por lo menos en documentos escritos y en el decir de las gentes siguiendo el hilo de la tradición, sus nombres han llegado hasta nosotros y con ellos su pésima condición como ciudadanos de otro tiempo.
Imagínense la Castilla del siglo XV, sobre todo la de su primera mitad bajo el reinado de un monarca inútil y falto de personalidad hasta el extremo, Juan II, y con verdaderas jaurías de nobles por doquier dispuestos a devorar, a devorarse unos a otros y a terminar con la autoridad real que, con la entrada bañada en sangre de los Trastámara, fue debilitándose paulatinamente por falta de autoridad que pusiera coto a los desmanes de los poderosos. Los Reyes Católicos aparecerían después, y una vez conseguida la unidad nacional pondrían las cosas en su sitio. ¿Pero, hasta entonces?
Hasta entonces las tierras de Castilla en general y las de Guadalajara en particular por sus cuatro comarcas, fueron escenario de los desmanes y crueldades a los que se vio sometida la gente humilde, tanto por parte de los poderosos como de los truhanes, que tanto nos da lo uno como lo otro.
Es el caso que en tierras de la Alcarria, puesto que fue en los pueblos de la encomienda de Zorita donde un insurrecto de nombre Juan Ramírez de Guzmán, y de apodo con el que ha pasado a la Historia el de Carne de Cabra, puesto a alzar en alto el brazo fuerte de su poder, se erigió a sí mismo maestre de la Orden de Calatrava, de la que la propia villa de Zorita con su castillo sobre las rocas había llegado a ser cabecera de encomienda, y entre las mil fechorías de las que fue autor y promotor, cuentan a título de muestra la de asolar y sembrar el pánico en todos aquellos pueblos, excepto Auñón, con cuya resistencia no pudo. Mandó derribar el castillo de Almoguera, del que apenas quedó señal, y valiéndose de sus malas artes consiguió liderar la comarca entera durante cierto tiempo, siendo el saqueo el primero y único artículo de su mandato.
La segunda de estas “joyas” tuvo por nombre el de Gabriel de Ureña, constructor y luego señor del castillo de Establés, allá por los primeros valles del Mesa en tierras de Molina. De este individuo no sabemos el mote por el que en su tiempo se le conoció, aunque seguro que lo tuvo, pero sí que nos queda el apelativo por el que se registró en las páginas de la Historia el castillo que mandó construir y que todavía se conoce por el Castillo de la mala sombra. Hombre cruel y sanguinario, impío fustigador de aquellas buenas gentes campesinas, y de cuya conducta me habló hace algunos años un viejo labrador de su pueblo. Es la verdad limpia tal y como se ha contado en Establés durante generaciones. Así me lo explicó el vecino Pedro Cejudo en aquella ocasión: «Yo he oído contar que ponía a un vigilante en aquel puntal que le decimos La Centinela, a ver quién pasaba por abajo. Si venía alguno con maderas o cosas que le podían servir, lo mandaba detener, se lo traían al castillo a la fuerza, le quitaban lo que llevaba y lo ponían a trabajar ahí. Si se negaba a hacer lo que le mandaban se veía colgao en lo alto de ese cerro que le decimos La Horca. Al castillo se le ha llamado siempre “de la mala sombra” sólo por eso.» Lo que queda del castillo está en Estables como recuerdo, destacando por encima de las viviendas y dejando en el pueblo una velada visión de extrañeza. Quién sabe si la sombra de su primer dueño deambulará por allí como alma en pena.
Pero estoy seguro de que la huella más profunda de su paso por las tierras en las que anduvo fue la del Caballero de Motos. Su verdadero nombre era Álvaro de Hita, pues se tiene por casi seguro que fue en la villa de Hita donde nació tan ilustre personaje. Se sabe de él que fue contratado por el Común de Molina para que vigilase los ganados comunales, que en aquel siglo serían, sin duda, la principal fuente de riqueza de aquella comarca; pero el cumplió con su misión de manera bien distinta a la que tenía por encargo, pues al hilo de la falta de autoridad existente y de la proliferación de granujas por toda Castilla, no tuvo mejor idea que la de construirse un castillo en el cerro de Motos, desde donde, como el más temible de los bandoleros conocidos y por conocer, se dedicó a robar al mando de una cuadrilla de malhechores a su costa, a saquear y a intimidar con violencia a los honrados lugareños de los pueblos en todo aquel contorno, maltratando a las personas y apoderándose de sus escasas pertenencias. Su fama fue tal, que los Reyes Católicos, sabedores de las andanzas y desmanes del Caballero, dieron la orden tajante de derribar su castillo sin que quedase piedra sobre piedra, como así continúa cinco siglos después.
Y la lista no acaba. Al punto de concluir este trabajo me viene a la memoria el nombre de otro desaprensivo más de los que durante aquel siglo vivieron en esta tierra. Se llamaba don Juan Ruiz de los Quemadales, o Juan Ruiz de Molina, aunque el apelativo común por el que se popularizo en aquella comarca fue el de El Caballero Viejo. Allí usó y abusó hasta hacerse dueño de campos y de pueblos enteros, tales como El Pobo, Santiuste de Molina, Embid, Teros, Tortuera y Guisema. No fue un cualquiera el Caballero Viejo, puesto que ejerció de jurista y como guerrero posiblemente al servicio del rey, ya que fue Juan II de Castilla quien le dio permiso para edificar en 1434 el castillo de Santiuste, cerca de Corduente, que todavía se conserva rehabilitado en parte. El sistema que usó para enriquecerse fue algo más benévolo que el que habían empleado sus predecesores, pues algunas de las posesiones las consiguió por dinero, otras por la fuerza, y todas de un modo abusivo.
La verdad es que con el Caballero Viejo no contaba hoy a la hora de ponerme a escribir, pero ahí quedan también su nombre y su obra como noticia. Seguramente que si seguimos hurgando en la memoria o consultando escritos, la lista sería mayor. Eso sí, estos personajes son la excepción, afortunadamente. La lista de paisanos honorables que vivieron por aquellos años, y en siglos posteriores, supera con creces a esta ilustre carroña. No obstante, buena es la sal, y la pimienta, y el vinagre como condimento, y las sombras en las mejores pinturas de los grandes maestros. Es el contraste, la variedad que da relieve a la condición humana y que de alguna manera ha marcado a fuego nuestro carácter, o por lo menos a mí, así me lo parece.

Nueva Alcarria, año 2002
(En la fotografía, el Castillo de Establés en la actualidad. Detalle)

sábado, 8 de mayo de 2010

GUADALAJARA, CINCUENTA AÑOS DE BUENAS LETRAS


Costó trabajo arrancar, poner de nuevo en su sitio la tradición española del buen lustre en el lenguaje escrito después de la Guerra Civil. El miedo a la represión durante los primeros años de posguerra -importante escollo a salvar por el crítico y más todavía por el creador literario-, dio lugar a un breve paréntesis que rompería en 1942 “La familia de Pascual Duarte” de Cela y la novela “Nada” de Carmen Laforet dos años más tarde, Premio Nadal en sus comienzos, que marcaría el inicio de una lista de verdaderas glorias de nuestra narrativa en lengua castellana, y en las que Guadalajara, sus tierras y sus gentes, contaron a lo largo de todos estos años de manera excepcional.
Con relación a esta provincia, el acontecimiento literario más importante de estos sesenta y cinco años, por la trascendencia que tendría después, fue la aparición en 1948 del “Viaje a la Alcarria” de Camilo José Cela, publicado por la Revista de Occidente con fotografías de Karl Wlasak, que no sólo supuso un renacer del género, por entonces bastante olvidado, sino que su autor lo dotó de un soplo literario muy por encima de lo meramente documental que los libros de viajes habían tenido hasta entonces. Es preciso ser un genio para pisar con éxito en terrenos aparentemente tan sencillos, y C.J.Cela lo era. Si la Alcarria es conocida en el mundo, y sobre todo en el mundo afín a la literatura, es algo que se debe en un porcentaje altísimo al autor gallego. Un dato muy importante a tener en cuenta no sólo por ésta, la de sus contemporáneos, sino por sucesivas generaciones de guadalajareños, que no dudo habrán de interesarse agradecidos, con la perspectiva que dan los años, al desaparecido Premio Nóbel, que regaló a esta tierra una de las piezas más celebradas de la Literatura Española de posguerra.
A finales del año 1950 aparece en los escaparates de las librerías una narración corta, una especie de cuento fantástico en el que el protagonista es un niño, emigrante con su familia al Madrid de la posguerra, al que expulsaron de la escuela por hablar con un vocabulario ininteligible y que su madre retuvo encerrado en una habitación como castigo. El nombre del niño era Alfanhuí, la obra escrita “Industrias y andanzas de Alfanhuí”, y el autor un muchacho de veintitrés años nacido en Roma de padres españoles, Rafael Sánchez Ferlosio de nombre, conocedor de estas tierras, de sus secretos y de sus misterios, que sitúa una buena parte de su trabajo en Guadalajara, en el campo de Guadalajara, y sus personajes -sin duda imaginarios- son gentes que viven aquí, como el maestro alquimista don Zana, los segadores, los pescadores del Henares, las viejitas que “tienen los huesos de alambre y mueren después de los hombres y después de los álamos. Se ahogan en los vados del Henares y se las lleva la corriente, flotando como trapos negros.”
Ignacio Aldecoa -seguimos en los años cincuenta-, eligió como escenario y cárcel para el personaje principal de su novela “Con el viento solano”, de nombre Sebastián y perseguido por la justicia, a la villa de Cogolludo; y a ella dedicó un sinfín de párrafos descriptivos que deben contar en el nutrido conjunto de obras del siglo XX dedicadas a nuestra tierra.
En el año 1962 fue cuando otro autor, José Luís Sampredro, hoy académico de la Real de la Lengua, novelista insigne, barcelonés de nacimiento y economista de profesión, cosechó uno de los más importantes éxitos de su producción literaria con "El río que nos lleva",una novela que hablaba de los gancheros, aquellos españoles de los años cuarenta que se ganaban el sustento conduciendo, río abajo, los troncos de madera, las famosas maderadas desde Peralejos hasta Aranjuez. El relato se sucede al paso de la corriente, y desde Peralejos de las Truchas hasta el último meandro que describe el Tajo más allá de Zorita: paisajes, maneras de vivir, acontecimientos, y a veces también personas, pertenecen a ese entorno de pueblos y de lugares por los que pasa el río, Serranía y Alcarria, que años después llevarían al cine.
Las costumbres, personajes, gracias y desgracias de una importante comarca del Alto Señorío de Molina, la de Labros y su entorno, quedaron impresas para la posteridad en una buena novela de costumbres titulada “La Gaznápira”, de Andrés Berlanga, periodista nacido en Labros el año 1941. En ella cuenta el autor, a través de una muchacha de pueblo que acaba siendo periodista famosa, la crónica de las décadas de posguerra en la vida rural española asentada sobre el pedestal de Monchel, pueblo molinés en el que es fácil de adivinar al propio Labros.
En 1999, un autor vascongado y residente en la Alcarria durante largas temporadas, el periodista Manuel Leguineche, publicó un libro que para quien esto dice es de lo mejor que se ha escrito acerca de Guadalajara y que bien merece no sólo estar aquí, sino también para su autor el mayor de los reconocimientos. Me refiero a “La felicidad de la tierra”, un libro para leer y para volver a leer, como corresponde a la obra de un maestro. Cañizar, Torre del Burgo, Hita, Torija, la finca del Tejar de la Mata, son los principales lugares de los que se habla, y en donde viven una buena parte de los personajes, reales y conocidos, que desfilan por sus páginas. Debo confesar que a este libro de Leguineche, todo un clásico, lo miro frecuentemente con la sana intención de aprender de él, como obra maestra que es.
Ramón Hernández, María Antonia Velasco, Francisco García Marquina, son nombres que deseo añadir a esa sucinta relación de autores que han tenido a Guadalajara como motivo durante la última mitad del siglo XX.

lunes, 3 de mayo de 2010

ANA Y TERESA EN PASTRANA


Hace poco tiempo anduve por Cifuentes en cuyo castillo nació el año 1540 Ana de Mendoza, princesa de Éboli, y hace menos tiempo aún he visitado Pastrana por enésima vez, villa donde murió en febrero de 1592 y donde reposan sus restos en sólida urna de piedra dentro la cripta de la Colegiata, mandada edificar por su propio hijo. La coincidencia, y el recuerdo siempre candente de doña Ana de Mendoza, tan unido a su vida novelesca, casi me obliga a escribir acerca de su personalidad una vez más, quizá sin aportar nada nuevo a lo que ya conoce sobre ella el ávido lector; pero al menos sí con el deseo de intentarlo.
Se ha escrito mucho sobre la princesa de Éboli, yo creo que desde el día siguiente al de su fallecimiento, pero sobre todo durante los últimos cinco o diez años por plumas bien diferentes y con intenciones bien distintas. Es verdad que esta mujer llevó una vida agitada en exceso, fue noticia permanente en su tiempo y los sigue siendo siglos después. Hizo y le ocurrieron muchas cosas fuera de lo corriente en una personalidad de su condición, pero estoy seguro de que su vida no dio para tanta elucubración, para tanta crónica y tanto relato como se ha escrito a costa de ella, haciendo rotar la imaginación de continuo en torno a cuatro o seis detalles principales que marcaron su existencia y olvidando otros, principales también, que la acompañaron hasta el día de su muerte.
Tengo por seguro que casi siempre se han utilizado como ingrediente unas gotitas de hiel para amargar su memoria, y que sobre su persona encontraron el terreno mullido y bien abonado los autores de la leyenda negra en su época y en los siglos posteriores, de manera que su figura se ha marcado en las páginas de la Historia maltrecha y fatal. Es verdad que su temperamento la llevó frecuentemente al escepticismo, como veremos después, pero algo en su favor debiera aparecer a la hora de juzgarla, cosa que casi nunca ocurre. Por mi parte la he defendido siempre en lo que su comportamiento tenía de defendible: había sufrido desde niña con aquel fatal accidente que la marcó durante toda su vida: se casó, o la casaron, con un hombre que por la edad podría haber sido su padre; dio a luz diez hijos que con más o menos ayuda fue sacando adelante; actuó de juguete de los poderosos hasta morir abandonada y recluida en su propio palacio por mandato del Rey a la edad de 52 años. Son razones que me han movido siempre a tratarla con respeto y con benevolencia, a reconocer el porqué de su conducta a la que los historiadores se suelen asir de forma despiadada.
Hoy quiero evocar el recuerdo de la Princesa de Éboli con referencia a los últimos meses de su vida encerrada en las habitaciones de su palacio de Pastrana, donde parece ser que le era permitido recibir visitas, previo paso por la censura real.

Teresa de Jesús, la Santa de Ávila que honró a Pastrana con su presencia y fundó en la villa dos conventos carmelitas, hacía diez años que había muerto en Alba de Tormes. Muy seguido al fallecimiento de la Madre Reformadora la opinión popular urgió de la Jerarquía de la Iglesia que se iniciara de inmediato su proceso de beatificación. Al Padre Gracián, superior de la Orden, le pareció prudente que pasaran algunos años más antes de iniciar el proceso; pero ante la reiterada insistencia de tantos fieles y de tantos clérigos que conocían de su labor y de su virtud, accedió a que comenzaran los trabajos de investigación y de estudio acerca de la personalidad, la vida, y en este caso también de los milagros debidos a la intervención de la Madre Teresa, a la vez que nombraba postulador a fray Martín de Almonacid, un joven carmelita descalzo, docto y virtuoso, discípulo de San Juan de la Cruz, sobre quien desde entonces (finales del año 1591) cayó la responsabilidad de buscar testimonios entre las personas que conocieron en vida a la futura beata, y que sirviesen para justificar su fallecimiento en olor de santidad, que todos conocían pero que era preciso demostrar ante el órgano competente de la Iglesia con rigurosa documentación.
Fray Martín de Almonacid quiso ser auxiliado en tan costoso quehacer por un antiguo escribiente de notaría llamado Juan Betanzos, hombre entrado en edad, de carácter libertino y en ocasiones malicioso, al que se le advirtió que en sus escritos no se anduviese por las ramas y que fuese objetivo y veraz hasta el extremo en el resultado de sus investigaciones. La recomendación sería cumplida unas veces y otras no. Al final de su vida se le dio la oportunidad de ingresar en la Orden con el nombre de Juan Betanzos de la Madre de Dios.
Pues fue este curioso personaje al que se le dio el encargo de llegarse hasta Pastrana y recabar de la Princesa testimonios personales que pudiesen pasar, como tantos más, a las páginas del postulador. Dejó escrito que la de Éboli lo recibió en su palacio muy justa de servidumbre, para lo que ella había sido en vida de su marido. Vigilaban la puerta del palacio una pareja de alabarderos, no precisamente en honor de la Princesa, sino más bien debido a su condición de encarcelada: «vivía muy encerrada, y aunque podía recibir visitas, nadie quería visitarla no se fuera a entender que ponían en tela de juicio la justicia de su católica majestad de tenerla así presa. Había que conformarse con el trato de criados, con los que jugaba a cartas, y la única ilusión que le quedaba estaba en ganarlos en un juego que llamaban quiñolas, que era del que más gustaba. Así que supo que le pedía hospitalidad caballero que llegaba en carruaje con postillón, no dudó en concedérmela, y aunque bien le aclaré que no era caballero sino servidor, no por eso se mostró menos afanosa para con mi persona. Enferma estaba, aunque no parecía que su mal fuera de muerte; cuidaba de mantener el rostro apartado de la luz, sobre todo por la parte del ojo cubierto. En lo que se dejaba ver no le faltaban afeites y adornos, y en todo iba trajeada como si fuera a ser recibida en la corte. Mucho me dio que pensar en lo que vienen a parar las glorias humanas, pues quien tanto fue y tan halagada, recibía como un homenaje la visita de quien pocos años atrás no le serviría ni para criado. Cualquier cosa que le contara de su tía doña Luisa la embelesaba, y en cuanto a hablar de la Madre al comienzo torció el gesto, pero luego se avino a prestar el testimonio que le pedí.»
Por tanto al testimonio que doña Ana dio al amanuense Juan Betanzos -ya en vísperas de su muerte, que tendría lugar dos o tres meses más tarde-, me hubiese gustado transcribirlo íntegro, pero por sí solo ocupa doble o más que este trabajo completo, por lo que intentaré resumirlo haciendo referencia a algunos de los puntos más significativos. Todo, cabía suponer conociendo el carácter de la Princesa y sus relaciones con la Madre Reformadora, un compendio incansable de despropósitos, tales como que era nieta de un judío converso de la peor clase y del que heredó la afición a los enredos, que ya por entonces los tenía aunque sabía disimularlos muy bien. Por cuanto al Libro de su vida, que la Madre consintió dejarle leer a ruegos del príncipe Ruy Gómez, la Princesa declaró: «Procedí a su lectura, como es costumbre, acompañada de alguna de mis damas, y aun sin torcida intención no pudimos por menos de reirnos viendo cómo contaba de visiones que nosotras no veíamos por ningún lado».
Cuando la Princesa, viuda ya, quiso ingresar de monja en el convento, “por ver de encontrar en el Carmelo la felicidad que no me había dado el mundo”, con todas las damas a su servicio dentro de su propio palacio, la Madre Teresa que estaba por entonces en Segovia ordenó a las monjas del recién fundado convento que se marcharan de allí. Lo hicieron de noche para evitar las complicaciones que, sabida las formas de reaccionar de doña Ana, ya habían previsto. En su declaración al mensajero dijo algo como: «Mas no terminó ahí la venganza de esta mujer, quien no contenta de echarme de mi monasterio lo clausuró amparándose en la noche, como hacen los criminales para sus crímenes. Mandó sayones que sacaran de él, por la fuerza, a las monjas, y de nada valieron los ruegos de mis mayordomos y criados para que volvieran. ¿Qué daño hacían aquellas pobres monjas en Pastrana, para obligarlas a salir de tan ruin manera?»
Cuando el escribano Juan Betanzos entregó el resultado de su trabajo al Padre Gracián para que lo leyera, el Superior sólo le encareció que pidiesen mucho por su alma, que los hombres no somos quienes para juzgarla, y que después de tanto como había padecido es posible que tuviera trastornado el juicio, y que las falsedades que le contó y allí figuraban escritas, es posible que debido a su estado para ella fueran verdades.
Un episodio más de aquel encuentro que bien quedó marcado en el registro general de nuestra Historia. Ana y Teresa, Ana de Mendoza y Teresa de Jesús, una horquilla de damas que coincidieron en un tiempo y en un mismo lugar. Dos caracteres de hierro con ideales distintos, dos maneras dispares de entender y de comportarse en la vida; dos polos opuestos de un conductor de corriente que al juntarse saltan y producen luz; dos damas que con su presencia, a pesar de los pesares, honraron la historia de Pastrana.

(En la foto: Palacio Ducal de Pastrana)