viernes, 25 de febrero de 2011

SANTORCAZ EN LA ALCARRIA DE MADRID



La Alcarria, la comarca en su conjunto, se extiende en proporciones desiguales por tres de las provincias del centro de España. Guadalajara es la provincia alcarreña por antonomasia y casi por definición; pero también lo son las de Cuenca y Madrid ocupando una extensión menor, aunque no menos significativa. Por una de las franjas limítrofes entre dos de estas provincias que toman parte del puzle alcarreño estoy dispuesto a viajar en la tarde de hoy, uno de esos fugaces atardeceres del mes de diciembre, de brillante sol y de atmósfera clara, que invitan a salir de casa y a tirarse al camino aprovechando la bonanza de la climatología, y marcándose una ruta breve, que al ser posible permita regresar antes de que cierre la noche. Escapar hacia la Alcarria más próxima podría ser una solución razonable. Hace demasiado tiempo que no he pasado por allí y me gustaría contemplar la puesta del sol desde aquel balcón a cuyos pies se extiende, superpoblado, industrial y confuso, el que ahora se llama Corredor del Henares, un nombre que sabe a masificación, a tráfago, a sudor y a ruido de maquinarias.

Desde los altos de Chiloeches avanza en línea recta a lo largo de siete kilómetros hasta las mismas puertas de El Pozo de Guadalajara, el pueblo extendido sobre el primer llano de la meseta alcarreña, al que el azote de la emigración durante los últimos cuarenta años apenas le afectó, y en donde alguien me contó en uno de mis viajes que ya por entonces había tantos vehículos de motor como personas, caso único seguramente en toda España si se tiene en cuenta el censo de población de cada ciudad o de cada pueblo como punto de referencia. No obstante, El Pozo no es un pueblo distinto a los demás, pues está sujeto como todos los demás a la diaria prueba del trabajo. En sus calles se nota el movimiento excepcional de los pueblos anclados en los cruces de caminos, el continuo no parar de gentes que trabajan, el fruto maduro como premio a las audacias y a las noches en duermevela, traducido a lo que se ve en un lugar moderno, optimista, risueño y con ganas de vivir.
Al cruzar por El Pozo es obligado hacer una alto en la pequeña explanada junto a la carretera donde está la picota. La picota de El Pozo, como tantas más, toma parte del paisaje rural, erguida en sitio preferente desde el siglo XVI, momento aquel en el que el pueblo consiguió el título de villazgo. Antes fue sitio de reunión durante siglos de hombres que acudían a sentarse en sus gradas de piedra, ahora es mero elemento decorativo y valiosa enseña de su pasado; los muchos vehículos que circulan junto a la picota suponen una molestia, cuando no un peligro, que acabó con aquellas jugosas tertulias de conversadores.
A cuatro pasos de la picota están el vistoso edificio del nuevo ayuntamiento, las tiendas, los bares y restaurantes, y medio escondida al volver de una esquina la iglesia parroquial de San Marcos Evangelista, una de las mejores muestras del estilo románico-mudéjar que tenemos en la provincia.

Todavía quedan seis u ocho garrotas de sol, que hubiera dicho el viejo pastor del campo alcarreño. Me encuentro en el cruce de carreteras con indicadores que anuncian cuatro direcciones distintas: Guadalajara, Pioz, Los Santos de la Humosa y Santorcaz, uno hacia cada punto cardinal. Pienso que todavía me queda algo de tiempo para aprovechar la tarde. Decido seguir camino adelante hasta Santorcaz, pueblo de la provincia de Madrid, situado a cuatro pasos de la de Guadalajara en plena meseta alcarreña. No conocía Santorcaz y viajaba celebrando la ocasión surgida sobre la marcha de llegar a verlo. Una carretera trazada a línea de cartabón tomando como punto de referencia la torre de la iglesia, me lleva en un decir amén a la plaza de Santorcaz. Nada parecida a la que yo esperaba ver y que tantos españoles recordamos por aquella estupenda serie de Televisión Española en blanco y negro que se llamó “Crónicas de un pueblo”. Treinta años después, aquel Villanueva del Rey Sancho de la serie, el Santorcaz de hoy, se ve que se tomó muy en serio aquello de renovarse o morir, y ahora es un pueblo nuevo y atractivo, un pueblo de muchas cuestas, las mismas que tuvo siempre, donde la gente, pienso yo, debe sentirse a gusto.
En la moderna plaza de Santorcaz, al lado del ayuntamiento, todavía es posible poder ver algún rincón muy concreto de la serie televisiva tal y como era entonces, que yo creo conservan sólo como recuerdo; pero es una plaza nueva y funcional, magníficamente pavimentada, en la que no falta el consabido mesón restaurante de buen aspecto y de reciente instalación, la biblioteca pública, la fuente de piedra, y la bella estampa, calle arriba, de la torre de la iglesia en el punto quizás más elevado del pueblo, donde siglos atrás estuvo el castillo templario de Torremocha, aquel que sirvió de cárcel a clérigos y a famosos personajes de la historia, como el Cardenal Cisneros y nuestra célebre paisana la Princesa de Éboli, entre algunos más. Hoy quedan algunos lienzos de muralla que acogen en su interior a la iglesia local dedicada al obispo San Torcuato.
Tuve la suerte de encontrar abierta la puerta de la iglesia. Antes, desde el fragmento de muralla que acoge a sus pies a la pequeña plaza de toros, eché una mirada un tanto general hacia las casas y los chalés que se ven desde allí en los barrios de abajo, situados en el hondo y en la ladera, algunos cubiertos por la sombra y otros recibiendo muy de lejos el sol dorado de las cinco.
Conocer por dentro la iglesia de San Torcuato, bien vale una visita a Santorcaz, y con mayor razón en el caso de los que vivimos en Guadalajara o en cualquiera de los lugares próximos, que lo tenemos tan cerca.

De la iglesia habría muchos detalles que destacar. Tiene tres naves, además del coro que se aprovecha como capilla en la que tienen lugar los actos litúrgicos en días no festivos durante el invierno; un vía crucis gigante en el que las catorce estaciones son otras tantas pinturas no faltas de valor artístico. El retablo mayor es de los que atraen la atención debido a las imágenes y a los lienzos que lo adornan, y entre ellas la del titular de la parroquia, el obispo San Torcuato, y la pequeña imagen del Niño Jesús de Praga, ocupando el centro de un artístico baldaquino por encima del altar. Tuve ocasión de ver el retablo con detenimiento, incluso de sacarle alguna fotografía, gracias a la gentileza del joven sacerdote que encendió las luces para que lo pudiese hacer. Las capillas laterales del Sagrado Corazón y de Nuestra Señora de Orcález, reciben a diario la visita fervorosa de sus devotos. Y el enorme lienzo de San Cristóbal portando al Niño sobre los hombros, como el de algunas catedrales, donado según consta en el propio cuadro por un feligrés en el año 1667; y otras pinturas más, algunas de ellas copia magnífica de Murillo: la Virgen del Rosario, o San José con el Niño; y el artístico artesonado que cubre la nave central, o la amplia sacristía que, salvando las distancia, me recordó a la famosa de Las Cabezas de la catedral de Sigüenza. Todo ello, al margen de otros detalles más que ahora quizás no recuerde, de entre los que sería justo destacar el orden, la limpieza, y esa impronta mayestática con la que a veces nos sorprenden las iglesias de los pueblos.
Abandoné este importante retazo del campo alcarreño a punto de acabar el día. Por el poniente, un sol sanguino, frío, comenzaba a ocultarse en el horizonte. Las luces de la Navidad alumbraban ya en las calles principales de los pueblos. La noche tomaba posesión de la ciudad en la víspera de la Nochebuena.

jueves, 17 de febrero de 2011

ARTE PLATERESCO PROVINCIAL


La temprana instalación de la familia Mendoza en Guadalajara, su repercusión en el concierto general de la sociedad española durante los siglos XV y XVI, así como el interés de tantos de sus miembros por el arte arquitectónico y ornamental que mostraron a lo largo de aquellos siglos, supuso convertir las tierras de Guadalajara de algún modo en valioso escaparate del arte prerrena­centista más conocido en España por "plateresco", dado que sus formas y cuidados sobre la dura piedra no eran otra cosa sino imitación del quehacer de los plateros en el adorno de muchos edificios que, por suerte, todavía quedan.
Dos nombres, dos: Lorenzo Vázquez y Alonso de Covarrubias, sobre todos los demás, son los principales artífices de casi todo el legado plateresco que aún existe; de ahí que, sin salirnos del entorno específico de esos nombres, podamos señalar como muestra valiosísima de cada uno de ellos la siguiente:
De Lorenzo Vázquez, arquitecto del Cardenal Mendoza, conviene conocer no sólo el trazado, sino la obra conclusa del Palacio de los duques de Medinaceli en Cogolludo; el Palacio de don Antonio de Mendoza en Guadalajara, y el ruinoso Convento de San Antonio en la alcarreña villa de Mondéjar.
Alonso de Covarrubias es el gran impulsor y el decorador supremo de la Guadalajara del siglo XVI en su primera mitad. A él se deben, según las más acertadas apreciaciones, los trazados del retablo mayor de la parroquia de Cifuentes; el de la Capilla del Espíritu Santo de la catedral de Sigüenza y el de la Sacristía de las Cabezas. En Guadalajara ahí está la portada de la iglesia o Capilla de la Piedad, aneja al palacio de don Antonio de Mendo­za, el sepulcro de doña Brianda en la misma capilla; los tres paños del claustro mayor del Monasterio de San Bartolomé de Lupiana, y muy probablemente a él se deba el trazado y parte de la ejecución del Palacio Ducal de Pastrana.
Otras buenas muestras de ese estilo se pueden encontrar en lugares insospechados, tales como la portada de la iglesia de Bujalaro, de la parroquia de Peñalver, o todo el complejo arqui­tectónico ornamental en finísimo gusto del altar de Santa Librada, dentro de la catedral de Sigüenza, y algunas portadas laterales en el claustro interior de la referida catedral.

(En la fotografía "Detalle de la fachada plateresca del palacio de los Duques de Medinaceli en Cogolludo")

jueves, 10 de febrero de 2011

PAISAJE PROVINCIAL


El hecho de que Guadalajara sea una provincia en la que existen cuatro comarcas concretas y bien diferenciadas: la Alca­rria, la Campiña, las Sierras y el Señorío Molinés, nos lleva a pensar, como consecuencia, en paisajes distintos y, a veces, perfectamente contrastados. No es la de Guadalajara una provin­cia desafortuna­da en paisajes, como en apariencia pudiera parecer a quienes viajan por las dos grandes vías de comunicación que la atravie­san: la Carretera Nacional II y el Ferrocarril Madrid-Barcelona. Hay que apartarse a derecha e izquierda de estos importantes caminos para encontrar la sorprendente riqueza paisa­jística que posee.
Las tierras de la Alcarria (Alta y Baja) son ásperas; en ellas se intercalan los campos de labor con los rudos oteros y los vallejuelos por los que suele arrastrar su corto caudal algún riachuelo durante los meses de invierno que, con bastante fre­cuen­cia, se secará en verano. Como vegetación más común en las Alcarrias se cuenta con el cereal que se produce en los llanos, la hortaliza y el mimbre en las vegas de algunos riachuelos, el olivo, el marojo y el carrasquillo en las laderas de los cerros, mientras que en los muchos espacios baldíos de la comarca abundan las plantas aromáticas: tomillo, ajedrea, romero y espliego -éste último pintando el campo con el característico lila de su flor-. En la zona más meridional de la Alcarria, como un anuncio previo de la región manchega que le queda más al sur, el paisaje cambia de decoración presentando grandes extensiones de viñedo, más abundantes en el término municipal y campos cercanos a Mondé­jar.
La Campiña, por lo menos en teoría es tierra llana, aunque nunca falta un cerro y un barranco que la diversifican y le dan un singular carácter. El marrón intenso suele ser el color de las tierras campiñesas, al que acaricia el verde luminoso de los sembrados en primavera y el ocre crudo de las rastrojeras en verano. El paisaje campiñés tiene para sí como momento sublime el de las puestas del sol, encendidas, cárdenas, idílicas. Los fondos plomizos de la Sierra del Ocejón, blancos de nieve en cortas temporadas, imponen a las tierras de pan llevar su nota característica.
Las sierras más importantes son tres: la del Macizo de Ayllón, la de la comarca seguntina y la del Alto Tajo. La más diversa y bucólica de las tres, la del Macizo de Ayllón; la más espectacular, la del Alto Tajo. La serrezuelas que se estiran al borde de los campos sorianos por tierras de Sigüenza (Altos de Barahona, Sierra Ministra), son suaves y de formación anterior a las otras cordilleras y macizos de la provincia. El pino, el quejigo, las hayas, en algunos parajes el boj y en otros la jara, suelen ser por cuanto a vegetación las especies más comunes. No faltan, para deleite de quienes hasta ellas van, barranqueras paradisiacas con solemnes pozas de un agua clarísima y cascadas violentas en el correr de sus ríos, nota incomparable y un tanto desconocida de las comarcas serranas de la provincia.
En el Señorío de Molina predomina el páramo, es decir, tierras llanas, frías e improductivas, en miles de hectáreas de terreno. Las riberas de sus ríos y arroyuelos suelen ser férti­les, aunque el campo molinés en términos generales es pobre y difícil, excepción hecha de los campos trigueros del Noreste, en los términos de Campillo de Dueñas, Tortuera y La Yunta, donde las cosechas de cereal suelen ser importantes. Las sabinas, como ornato paisajístico de grandes superficies molinesas, árbol poco común de hoja perenne, es el que en leguas a la redonda anima los campos del Señorío. Los cortes del Barranco de la Hoz, espectacu­lares y emotivos, rompen en las cuencas del río Gallo lo que aquellas tierras pudieran tener de uniformes y monótonas.

(En la fotografía, "El río Tajo a su paso por Zorita de los Canes")

martes, 1 de febrero de 2011

LA ARTESANÍA DE GUADALAJARA


El escaso número de habitantes que tiene la Provincia, y la gran cantidad de pequeños municipios repartidos por ella (más de 400), han hecho que los efectos de la industria llega­ran hasta el último rincón con cierto retraso respecto a otros núcleos de población enclavados en otras tierras, incluso dentro de la propia Castilla. Ello obligó a que la artesanía tradicional se haya manifestado en algunos lugares de Guadala­jara -más aún cuanto más apartados- hasta el último cuarto del siglo XX como una actividad cotidiana, casi habitual. Herre­ros, carpinteros, alfareros, escultores tejedores, cordeleros, cesteros, esparteros, hilande­ras, guarni­cioneros, han ido desapareciendo poco a poco de la geografía provincial, motivados principal­mente por la competencia insalvable de los productos que da la industria y por los efectos negativos de la emigración.
A pesar de todo, aún es posible observar cómo en los pequeños lugares serranos todavía se carda y se hila la lana, tejiendo con ella después gruesas prendas de abrigo que adquiri­rán más tarde como piezas de colección algunos turis­tas. Hasta hace muy poco se trabajó el esparto para la confec­ción de esteras, aguaderas, esportillos y serones, en Tórtola de Henares y en Chiloeches; los tejedores de La Fuensaviñán y de Romanillos de Atienza movieron sus telares hasta 1986, en tanto que los viejos alfareros de Anguita, Cogolludo, Lupiana, Brihuega, Málaga del Fresno y Zarzue­la de Jadraque, dejaron de producir coinci­diendo con la despobla­ción de sus respectivas comarcas en la década de los años sesenta.
Modernamente, con medios muy distintos a los que emplea­ron sus predecesores, se ha dado un importante impulso al quehacer artesanal, siendo varios jóvenes en diferentes sitios de la Provincia, sobre todo en la comarca de Sigüenza, los que han comenzado a dedicarse a la artesanía con finali­dad mera­mente ornamental. Conviene mencionar a este respecto el magnífico taller de cerámica que mantiene con impensable éxito en Pozancos un joven matrimonio venidos de Madrid (Alfar “El Monte”), o los que en la villa de Jadraque, con venta y exposición junto a la carretera, instalaron hacia los años setenta del siglo XX una familia de artesanos navarros dedicados a trabajar el alabastro artístico (“Alabastros Antonio”), o el taller de escultura en hierro que existe en Alcolea del Pinar junto a la Casa de Piedra (García Perdices). Por otra parte, es cosa corriente encontrar por los pueblos de Guadalajara a ciertos personajes, jubilados casi todos ellos, que se han especializado en realizar pacientes piezas de artesanía y de coleccionismo que bien vale la pena conocer.


(En la foto, exposición de figuras de alabastro en uno de los talleres de Jadraque)