jueves, 28 de octubre de 2010

CON LA SIERRA AL ALCANCE DE LA MANO


La villa de Cogolludo marca la divisoria entre las tierras de la Campiña y la comarca serrana del norte de la provincia. Los accidentes hidrográficos, orográficos y paisajísticos, se van sucediendo a cada paso a partir de allí: un pantano, un arroyo, un crestón roquedo, un bosque de pinos…, y pueblos, muchos pueblos en los que apenas vive gente, a derecha e izquierda del camino. Paraísos de verano y valles de silencio y soledad cuando asoman los primeros fríos del otoño.
Hace algunas fechas di una vuelta por allí y me detuve en dos de estos pequeños lugares que sirven de preludio al macizo. La tarde era serena, el sol aparecía a cada instante y volvía a ocultarse de nuevo tras el oscuro nubarrón. El termómetro del coche marcaba al exterior seis grados de temperatura. Una tarde cualquiera de un día cualquiera de los que poco a poco nos van acercando a la Navidad. Sin llegar a la presa de Alcorlo, el pueblo que se tragó el pantano, queda a giro de rotonda, con sus casas blancas extendido en la vertiente, el pueblo de Veguillas, el primero de los dos que tengo intención de visitar antes de que comience a cerrar la noche.

Veguillas aparece al término de un corto ramal de asfalto. “Bienvenidos a Veguillas”, se lee sobre el ocre del barro en la panza de una tinaja que hay colocada a la entrada del pueblo. Enseguida la nostálgica fuente, con sus sonoro manar sobre el pilón de piedra; un agua clarísima que nadie bebe y que se perderá en el barranco después de haber pasado por las dos albercas del lavadero, junto al centro social y el edificio de la vieja escuela.
No conseguí ver a nadie en la hora escasa que estuve en Veguillas. El cerro Cabezuelo, el alto de Cabeza Redonda, la Vega, el Prao, y mucho más en la distancia las cumbres serranas del Alto Rey, arropan el impresionante silencio de Veguillas, que se adormece en la media tarde con el rumor de la fuente a la espera de tiempos mejores, del florido mayo en que las casas cerradas volverán a abrir sus puertas, cuando los hijos de los veraneantes corran en bicicleta y griten por las calles, y los mayores salgan a pasear por la carretera aprovechando la bonanza de las tardes serranas.
Veguillas ha contado siempre con una población exigua, muy escasa, pero suficiente como para mantener en funcionamiento el latido de su corazón de pueblo, sobre todo en tiempos ya lejanos, cuando en los primeros avisos del invierno celebraban con júbilo su fiesta patronal de San Martín, el santo que compartió su capa con un mendigo, trasladada hoy al mes de agosto por razones fáciles de adivinar.

Poco más arriba, al cabo de algunos kilómetros en dirección norte, van apareciendo indicadores de carretera en los que se da cuenta de pueblos que con mayor o menor fortuna todavía existen. Dejado atrás Veguillas en su solana, emprendo viaje hacia Semillas, uno de esos pueblecitos que se anuncian junto a la carretera con su correspondiente indicador. Semillas es uno de los tres lugares, con Las Cabezadas y Robredarcas, que compusieron cincuenta años atrás aquel engendro administrativo al que las autoridades competentes pusieron el nombre de Secarro, que como todo cuerpo extraño fue rechazado por el vecindario y vuelto de nuevo a su nombre de origen. Tan sólo Semillas sigue vivo de los tres que fueron. De los otros dos, apenas quedan en Las Cabezadas algunos muros de su iglesia en ruinas, y otro tanto o poco más puede verse en Robredarcas, el compañero de terna.
Entro en Semillas, por segunda vez en mi vida, y lo hago por un ramalillo estrecho de asfalto que cruza entre los arcos de triunfo amarillos a que dan lugar las ramas de los robles con su traje de otoño. A la llegada, el pueblo me es desconocido. Creo que ninguno de los chalés, y mucho menos el flamante edificio del ayuntamiento, existían en mi anterior viaje. La calle de arriba, a la que rotulan con el nombre de “Calle del treinta y uno de mayo” sería cuando mi primera visita un trozo de dehesa o de pradera. Hoy es una saludable avenida en la que concurren el ayuntamiento y alguna de las cómodas viviendas que han venido construyendo durante los últimos años; todas con espacio suficiente alrededor para huerto o jardín, en uno de los parajes más sanos y más cómodos de la sierra.
Al margen de las formas que nos han traído los nuevos tiempos, todavía se pueden ver en Semillas por el barrio de abajo algunas de las viviendas del pueblo antiguo, con sus tejados pesados y herméticos de lajas de pizarra; son los menos, pero todavía posibles de ver aunque no podamos saber por cuanto tiempo. Los alrededores del pueblo son montañas roquedas de color gris y campo abierto donde se da el roble, el peral, las nogueras, y el rebrote de los olmos que murieron cuando la enfermedad.

Por las Callejuelas, justo al final de la calle de la Fuente, cuida de una docena de vacas el señor Francisco, una de las cinco o seis personas que todavía viven en el pueblo de manera continua. Por el señor Francisco supe que han traído al pueblo el agua de la Sierra, y que de un hilillo débil que les ha venido cayendo en la fuente durante todo el verano, ahora son dos chorros abundantes de los que los usuarios se pueden servir. Las maquinarias han estado trabajando durante dos o tres meses, y por fin parece que se ha encontrado una solución al más urgente de los problemas que tenían en el pueblo. Una deficiencia que para el vecindario, sobre todo en verano, resultaba vital.
La temperatura comienza a bajar a medida que avanza la tarde. A pesar de todo, y por indicación de la señora Eugenia que pasaba por allí en aquel momento, bebo un trago de agua nueva del caño de la fuente. Agua riquísima y fresca, qué decir, si estamos en una de las zonas más afortunadas de la provincia en ese sentido. El agua llena en su totalidad la salida del caño, y vierte sobre el pilón limpio y transparente.
- ¿A qué ha venido usted por aquí?
- A ver el pueblo ¿Le parece mal?
- No señor; pero como vienen tantas gentes que no conocemos.
La megafonía del nuevo reloj del ayuntamiento lanza sobre el pueblo y sobre sus alrededores las campanadas justas, las cinco de la tarde, cuando las manillas marcan las diez. Una señora me aclara que no van de acuerdo las campanadas del reloj con la hora que señalan las manillas.
- Con los aparatos, aunque sean nuevos, ocurren a veces esas cosas –le digo.
- Sí señor; pero creo yo que tendrán que venir a componerlo.
Uno agradece la tranquilidad de la tarde en estos pueblos, la claridad amarillenta del último sol y, sobre todo, la amabilidad de las buenas gentes que viven por aquí al margen de los problemas y de las tensiones a que nos someten de continuo los medios de información; pero urge escapar a mediada que pasan los minutos. Las bajas temperaturas se encargan de meter a las gentes en sus casas y de poner los pies en polvorosa a quienes van de camino. A pesar de todo, una visita a estos pueblecitos, aun en el momento menos indicado, no es tiempo perdido. Por el Arroyo Hondo, la Solana, la Casita del Santo y los Costillares, van cundiendo las sombras. Son las seis de la tarde y la anochecida comienza a hacerse notar.

(En la fotografía el señor Francisco cuidando las vacas en las afueras de Semillas)

lunes, 18 de octubre de 2010

LA ORDEN JERÓNIMA Y GUADALAJARA


Casi todos los datos que se conocen referentes al inicio de la Orden de Jerónimos en España proceden del Padre Sigüenza, otro compatriota ilustre, religioso de dicha comunidad y autor entre otros libros de una Historia de la Orden Jerónima. Por él sabemos que el fundador de la Orden en España fue un noble guadalajareño del siglo XIV, don Pedro Fernández Pecha, a quien se le conocería después por Fray Pedro de Guadalajara y al que acompañaron en aquellos primeros pasos su hermano don Alonso y don Fernando Yáñez, éste último de distinguida cuna extremeña.
Llegaron los fundadores desde Villaexcusa, junto al río Tajuña, hasta los altos de Lupiana, por aquel tiempo aldea de Guadalajara, donde un tío del fundador, don Diego Martínez de la Cámara, había levantado años antes una ermita en honor de San Bartolomé Apóstol. Allí se instalaron, y en muy poco tiempo comenzaron a levantarse en los alrededores una serie de pequeñas celdas en las que se fueron aposentando los ermitaños, hombres que dedicaban su tiempo a la contemplación, a la oración y a la penitencia. La carta fundacional de la Orden la concedió el papa Gregorio XI el día 18 de octubre de 1373.
La Orden de Jerónimos cundió con extraordinaria rapidez por toda España, pues, luego de muchas vicisitudes que con tanta claridad y abundancia de datos refiere el Padre Sigüenza, ya había monasterios de la Orden en Guadalupe, El Parral de Segovia, Yuste y San Jerónimo de Madrid, con otros veinte o veinticinco más en sólo medio siglo; para culminar su expansión en el monasterio de El Escorial, morada y panteón de los reyes de España.
Durante varios siglos el monasterio de San Bartolomé de Lupiana fue cabecera de la Orden Jerónima y, aunque no fue mucha su influencia en la provincia, se ha de reseñar como obra suya la fundación del colegio de San Antonio de Portaceli, que tanta importancia habría de tener más tarde como predecesor de la Universidad de Sigüenza.
(En la fotografía, un aspecto del patio interior del Monasterio Jerónimo de San Bartolomé en Lupiana)

viernes, 8 de octubre de 2010

"CASTILLOS DE GUADALAJARA"


Ésta de “Castillos de Guadalajara” es una de las obras que el Dr. Layna Serrano nos dejó como herencia después de una vida dedicada en buena parte al estudio de la provincia, a su historia y a los muchos monumentos con lo que contamos de las más diversas épocas, desde los primeros pobladores de estas tierras hasta bien avanzado el siglo XX, y que en mejores o peores condiciones, existen en la amplia geografía guadalajareña.
Como es fácil advertir por su título, en “Castillos de Guadalajara” está escrito, y magníficamente documentado, todo cuanto se refiere a las antiguas fortalezas que aparecen en la provincia a todo su largo y ancho.
Castilla es tierra de castillos, obvio es decirlo, y Guadalajara una de las provincias castellanas más afortunadas en este tipo de monumentos, como podemos comprobar a poco que viajemos por los caminos y carreteras en cualquiera de sus cuatro comarcas. Alcarria, Sierras, Campiña y Señorío Molinés, toda es tierra de castillos. Auténticos documentos en piedra noble, donde descansa una gran parte de la historia de la provincia y, por extensión, también de Castilla y de España.
La primera edición de este magnífico volumen se publicó en Madrid en el año 1933, y otra segunda, también en la capital de España, en 1959; dos publicaciones, tanto la de una como la de la otra edición, que causaron sensación en aquel momento y que supuso toda una fortuna para los estudiosos el poderlas consultar, y mucho mas el poderlas poseer como propias. Un inconveniente que ya no existe; pues en el año 1993, coincidiendo con el primer centenario del nacimiento de su autor, la editorial Aache -muy joven por entonces- que regenta el Dr. Herrera Casado, emprendió la aventura de publicar en edición de lujo la obra completa de don Francisco Layna Serrano, su antecesor como Cronista Oficial de la Provincia; y así, comenzando por los cuatro tomos de la “Historia de Guadalajara y sus Mendozas”, fueron apareciendo uno tras otro todos los volúmenes que completan la obra del eminente historiador desaparecido, siendo éste de los “Castillos de Guadalajara” uno de ellos, para mí el más interesante después de la obra colosal de los Mendozas. Desde entonces, la obra de Layna Serrano, completa o en volúmenes, se encuentra en Aache al alcance de todos.

El libro está publicado en papel de excelente calidad, medidas 19,5 x 27,5, con 494 páginas de denso contenido, pastas duras forradas en tela, y un sinfín de fotografías en color y en blanco y negro, dibujos, planos, en superior calidad; siendo hasta cuarenta, si no recuerdo mal, el número de fortalezas que en él se estudian con meticulosidad, presentadas por riguroso orden, según las distintas cuencas o comarcas geográficas de la provincia.
La fotografía de la portada del libro que reproducimos, corresponde a la torre del homenaje del castillo de Zafra, situado en la sierra molinesa de Caldereros.

domingo, 3 de octubre de 2010

LA CIUDAD DONDE VIVIMOS



Guadalajara es la capital de la provincia de su mismo nombre; situada al Suroeste de la misma, a sólo 18 kilómetros por carretera de la provincia de Madrid. Su número de habitantes, inclui­dos los de los pueblos anexionados, de Iriepal, Taracena, Usanos y Valdenoches, es de 80.500 aproximadamente. La altura sobre el nivel del mar es de 707 metros, ocupando como asiento la margen izquierda del río Henares y dando vista a su fértil vega.
Es incierto el origen de Guadalajara. Parece ser que los carpetanos fundaron la primera Arriaca antes de la dominación romana, a escasa distancia de la Guadalajara actual, en el Valle del Henares al otro lado del río. Por ella pasaría más tarde la gran vía romana que unió las ciudades de Mérida y Zaragoza.
Los árabes la conquistaron en los primeros años de la inva­sión, siglo VIII, y cambiaron su nombre celtíbero por el de Wad-al-hayara o Wadi-l-hiyara, que viene a significar "río de las piedras" o "valle de las fortalezas" según la acepción por la que uno se incline. La reconquistó, según dice leyenda, Alvar Fáñez de Minaya, pariente del Cid, en la noche de San Juan del año 1085, sin que los moros hubieran ofrecido la menor resistencia para evitarlo. La Historia por su parte no está del todo de acuerdo con la leyenda, cuya escena en abier­ta noche de luna recoge el escudo de la ciudad. Durante sus reinados, Alfonso VII y Fernando III le concedieron fueros propios, y algunos privile­gios más otros reyes de Castilla. En 1460 el rey Enrique IV le otorgó el título de ciudad, tiempo aquel en el que ya había aparecido sobre el cielo arriacense la estrella familiar de los Mendoza, quienes la impulsaron, la engrandecieron sobremanera, trayendo a Guadalajara las primi­cias del arte renacentista, de lo que el flamante Palacio de los Duques del Infantado es una luminosa muestra.
La marcha de los Mendoza a Madrid en el siglo XVII, y los saqueos del ejército austriaco de 1706 y 1710, durante la Guerra de Sucesión, llevaron a la ciudad al estado de ruina y a una población tan exigua en número de habitantes que apenas superaba los 2.000. En 1813 los franceses destruyeron algunos de los edificios más notables, a los que habría que añadir los que quedaron en estado ruinoso o desaparecieron durante la Guerra Civil de 1936.
De sus aconteceres festivos a lo largo del año cabe señalar en Guadalajara la jornada matinal del día del Corpus Christi, en la que una buena parte de la población recorre las calles princi­pales de la zona centro acompañando al Santí­simo Sacramen­to, y a la que tiñe de tradición y de singu­lar colori­do la cofradía multicentenaria de Los Apóstoles. La fiesta en honor de la Virgen de la Antigua, patrona de la ciudad, del 8 de septiem­bre, así como las inmediatas ferias a mediados del mismo mes, acarrean a la capital varios miles de visitantes cada año procedentes del resto de la provincia.
Reliquia monumental de lo que fue Guadalajara en tiempo pasado está patente en palacios, iglesias y conventos, repar­tidos por el casco antiguo, de entre los que cabe señalar el Puente Romano sobre el río Henares, por donde pasó la vía augusta de Mérida a Zaragoza, y que mandó reparar en 1757 el rey Carlos III; los restos de muralla y torreones del Alamín y de Alvar Fáñez, por donde se dice fue reconquistada la ciudad; la iglesia gotico-mudéjar de Santiago, del siglo XV, antiguo convento de Santa Clara; la iglesia concatedral de Santa María de la Fuente, del siglo XIII, antigua mezquita de estilo mudéjar; la Ermita de Nuestra Señora de la Antigua, antes iglesia de Santo Tomé, obra mudéjar del siglo XIII; el Convento de San Francisco, en origen casa de los caballeros Templarios, engrandecido durante varias generaciones por los Mendoza, lugar de enterramiento de aquella linajuda familia, saqueado y profanado por los franceses en 1813; el Palacio de los Duques del Infantado, de finales del siglo XV, máximo exponente de los monumentos civiles guadalajareños y muestra sin igual de la arquitectura renacentista española; el Palacio de don Antonio de Mendoza, del siglo XV, y la Capilla de La Piedad, adosada al mismo, obra de Covarrubias; la Capilla de Luis de Lucena, del siglo XVI, pieza romanico-mudéjar pertene­ciente a la desaparecida iglesia de San Miguel del Monte; la Iglesia de San Ginés, antiguo convento de Santo Domingo de la Cruz, del siglo XVI; la recién restaurada iglesia de Los Remedios, mandada edificar en el siglo XVI por don Pedro González de Mendo­za, obispo de Salamanca; el Convento de Carmelitas de San José, de principios del XVII; la Iglesia de San Nicolás el Real, anti­guo convento de jesuitas, siglo XVII, de extraordinaria orna­mentación barroca; el Panteón de la Duquesa de Sevillano, en estilo románico-lombardo de finales del siglo XIX; los palacios de la Diputación Provincial y del Ayunta­miento, también de finales del XIX y principios del XX respectiva­mente, aparte de algunos palacetes más y capillas a los que habría que añadir varias de las construc­ciones modernas más representati­vas.
Como lugares de recreo en Guadalajara merecen especial referencia el frondoso Parque de la Concordia, el de San Roque y el Zoológico Municipal.
Los deportes cuentan asimismo en la capital con modernas instalaciones, pues, además de la Plaza de Toros de "Las Cru­ces", cuenta con el campo de fútbol "Pedro Escartín" en el Polígono del Balconcillo, los pabellones polideportivos cu­biertos de "San José" y "Municipal", el estadio municipal de atletismo al aire libre de "La Fuente de la Niña", el moderno "Palacio Multiusos", las pisci­nas municipales y otras instalaciones de recreo especiales para la infancia en distintos barrios.
La ola de expansión industrial del cinturón de Madrid ha convertido a Guadalajara durante las dos últimas décadas en un importante foco fabril, siendo los centros principales de indus­tria en la capital los polígonos del Balconcillo y del Henares, lo cual ha traído como consecuencia una ciudad moder­na que sirve de marco a la Guadalajara histórica y monumental. El número de habitantes aumentó de manera sensible con fami­lias llegadas de otros lugares de la provincia, así como del resto de España, reclamadas por los puestos de trabajo que en algún tiempo se dieron en las recién creadas industrias de los dos polígonos.
El crecimiento en población ha hecho necesario que se crearan nuevas barriadas en la periferia, siendo quizá las más conocidas las de Aguas Vivas y Las Lomas, al otro lado del Barranco del alamín, aproximándose al término de Taracena. La llegada del AVE (Tren de Alta Velocidad) ha supuesto un aumento considerable de la población en las cercanías a la Capital.


(En la imagen, la fachada del Palacio de los Duques del Infantado)