miércoles, 24 de febrero de 2010

LOS OBISPOS DE SIGÜENZA


Como diócesis antigua que es, la de Sigüenza ha contado con obispos de nombre reconocido desde los primeros tiempos de la Iglesia en España. Queda constancia de casi todos ellos, gracias a los laboriosos estudios que en época reciente han llevado a cabo algunos investigadores, los cuales dedicaron una buena parte de su tiempo a buscar documentos, a descifrar inscripciones, para así poder, al fin, ofrecer nombres y detalles de más de un cente­nar de mitrados seguntinos de los que queda constancia. Son de un considerable mérito, entre otros, los del Dr. Gómez Gordo, cronista oficial de la ciudad de Sigüenza, así como los del canónigo archivero de la Catedral don Felipe Gil Peces Rata.
Por orden de antigüedad en el desempeño de su prelatura, e indicando los años entre los que transcurrió su servicio a la Iglesia como obispos de Sigüenza, ofrecemos la lista de los 102 prelados que, desde Protógenes, el más antiguo de los obispos conocidos, hasta D. José Sánchez González, el obispo actual, han venido rigiendo los destinos de la diócesis a través de toda su historia. Son los siguien­tes:

Obispos de Sigüenza durante la Reconquista:

PROTÓGENES (589-610) Aproximadamente.
HILDISCLO (633 ?)
WIDERICO (647-656) Aproximadamente.
EGICA (675-679) Aproximadamente.
ELLA (681-684) Aproximadamente.
GUNDERICO (685-693) Aproximadamente.
SISEMUNDO Hacia el año 840 (Periodo musulmán)

Obispos de Sigüenza posteriores a la Reconquista:

D.BERNARDO DE AGÉN (1121-1151)
D.PEDRO DE LEUCATA (1152-1156)
D.CEREBRUNO (1156-1167)
D.JOSCELINO ADELIDA (1168-1177)
D.ARDERICO (1178-1184)
D.GONZALO (I) (1184-....)
FR.MARTÍN DE FINOJOSA (1185-1192)
D.RODRIGO (1192-1221)
D.LOPE (I) (1221-1237)
D.FERNANDO (I) (1239-1250)
D.PEDRO MARTÍNEZ (1251-1259)
D.ANDRÉS (I) (1262-1268)
D.LOPE (II) (1269-1271)
D.GONZALO PÉREZ (1271-1274)
D.MARTÍN GÓMEZ (1276-1277)
D.GONZALO (II) (1278-1282)
D.PEDRO GUTIÉRREZ BSO.(1281-1285)
D.GARCÍA (1291-1299)

Obispos de los siglos XIV y XV

D.SIMÓN GIRÓN DE CISNEROS (1301-1327)
D.ARNALDO (1327-....)
FR.ALONSO PÉREZ DE ZAMORA (....-....)
D.BLASCO DÁVILA (1340-1341)
D.PEDRO (III) (1341-1342)
D.GONZALO DE AGUILAR (1342-1348)
D.PEDRO GÓMEZ BARROSO (1348-1361)
D.JUAN. Abad de SALAS (1361-1375)
D.JUAN GARCÍA MANRIQUE (1376-1381)
D.JUAN CASTROMOCHO (1381-1382)
D.LOPE VILLALOBOS (1383-1388)
D.GUILLERMO (1388-1390)
D.JUAN SERRANO (1390-1402)
D.JUAN DE ILLESCAS (1404-1416)
D.JUAN GONZÁLEZ GRAJAL (1416-1417)
FR.ALONSO DE ARGUELLO (1417-1419)
D.PEDRO DE FONSECA (1419-1422)
D.ALFONSO CARRILLO (1424-1434)
D.ALONSO CARRILLO DE ACUÑA(1434-1446)
D.GONZALO DE SANTA MARÍA (1446-1448)
D.PEDRO GARCÍA DE HUETE (1449-1449)
D.FERNANDO DE LUJÁN (1449-1465)
D.JUAN DE MELLA (1466-1467)
D.PEDRO GONZALEZ DE MENDOZA (1467-1495)
D.BERNARDINO LÓPEZ CARVAJAL (1495-1511)

Obispos de los siglos XVI y XVII

D.FADRIQUE DE PORTUGAL (1512-1532)
FR.GARCÍA DE LOAISA (1532-1540)
D.FERNANDO VALDÉS (1539-1546)
D.FERNANDO NIÑO DE GUEVARA(1546-1552)
D.PEDRO PACHECO (1554-1560)
D.FCO. MANRIQUE DE LARA (1560-1560)
D.PEDRO GASCA (1561-1567)
D.DIEGO DE ESPINOSA (1568-1572)
D.JUAN MANUEL (1574-1579)
FR.LORENZO DE FIGUEROA (1579-1605)
FR.MATEO DE BURGOS (1606-1611)
D.ANTONIO VENEGAS FIGUEROA (1612-1614)
D.SANCHO DÁVILA Y TOLEDO (1615-1622)
D.FRANCISCO DE MENDOAZA (1622-1623)
FR.PEDRO GONZÁLEZ DE MENDOZA (1623-1639)
D.FERNANDO VALDÉS (1639-1640)
D.FDO.DE ANDRADE SOTOMAYOR (1640-1645)
FR.PEDRO DE TAPIA (1645-1649)
D.BARTOLOMÉ SANTOS RISOBA (1650-1657)
D.ANTONIO SARMIENTO LUNA (1657-1661)
D.ANDRÉS BRAVO DE SALAMANCA (1662-1668)
D.FRUTOS PATÓN DE AYALA (1669-1671)
FR.PEDRO GODOY (1672-1677)
FR.TOMÁS CARBONEL (1677-1692)
D.JUAN GRANDE SANTOS (1692-1697)

Obispos de los siglos XVIII y XIX

D.FRANCISCO ÁLVAREZ Y QUIÑONES (1698-1710)
D.FANCISCO SOLÍS (1711-1714)
D.FRANCISCO RODRÍGEZ MENDAROZQUETA(1714-1722)
D.JUAN DE HERRERA (1722-1726)
FR.JOSÉ GARCÍA Y CASTRO (1727-1746)
D.GASPAR VÁZQUEZ TABLADA (1749)
D.FRANCISCO DIAZ SANTOS BULLÓN (1750-1761)
D.JOSÉ LA CUESTA VELARDE (1761-1776)
D.FRANCISCO DELGADO VENEGAS (1769-1776)
D.JUAN DIAZ DE LA GUERRA (1777-1800)
D.PEDRO INOCENCIO BEJARANO(1800-1819)
D.MANUEL FRAILE Y GARCÍA (1819-1837)
D.JOAQUÍN FERNÁNDEZ CORTINA (1848-1850)
D.FRANCISCO DE PAULA BENAVIDES (1858-1876)
D.MANUEL GÓMEZ SALAZAR (1876-1879)
D.ANTONIO OCHOA Y ARENAS (1879-1896)
D.JOSÉ CAPARRÓS Y LÓPEZ (1897)

Obispos del siglo XX

FR.TORIBIO MINGUELLA ARNEDO (1898-1917)
D.EUSTAQUIO NIETO Y MARTÍN (1917-1936)
D.LUIS ALONSO MUÑOYERRO (1944-1950)
D.PABLO GURPIDE BEOPE (1951-1955)
D.LORENZO BERECIARTUA (1955-1963)
D.LAUREANO CASTÁN LACOMA (1964-1981)
D.JESÚS PLA Y GANDÍA (1981-1991)
D.JOSÉ SÁNCHEZ GONZÁLEZ (1991-....)

De toda la extensa relación de prelados que rigieron durante las diferentes épocas de la Historia los destinos de la diócesis, queda recuerdo de su quehacer en beneficio de la Iglesia Segunti­na, y de una buena parte de ellos sus restos mortales enterrados en la catedral.

(En la imagen: "Enterramiento de D. Bernardo de Agén", primer obispo de Sigüenza después de la Reconquista. Catedral)

miércoles, 17 de febrero de 2010

NUESTROS RÍOS: HENARES (y III)



Dejamos atrás los fecundos llanos de la vega del Henares a la salida de Carrascosa. El río nos ha venido siguiendo, o dicho mejor, lo hemos venido siguiendo a él, a lo largo de todo el vallejo por el que cruza hasta las puertas mismas de la villa de Espinosa. Por un momento hemos tenido como compañero de viaje a un tren descomunal cargado de viajeros, de coches sin estrenar y con una decena de vagones cerrados. Por uno de los carrizales que llegan hasta el camino, se junta con el Henares el arroyo Aliendre, casi siempre seco, que viene de Cogolludo. Estamos en la entrada de Espinosa.
El río Henares tiene en Espinosa un paso triunfal, como los emperadores romanos que entraban a la polis hartos de victorias. El río cuela sus aguas bajo los arcos de un puente que, salvando las distancias, me recuerda siempre que paso por allí la bellísima entrada a Salamanca que hay sobre las aguas del Tormes teniendo como fondo las torres de su catedral. Aquí, en Espinosa de Henares, todo es menor si lo comparamos con la conocida estampa de la docta ciudad salmantina, pero podría no serlo, al menos en importancia histórica si algún día se pudiera demostrar con documentación fidedigna que fue en esta villa campiñesa donde vino al mundo Cristóbal Colón, suposición ésta que por el momento no va más allá de ser una más de la lista de ciudades que se discuten el haber sido cuna del descubridor de las Américas, aunque, puesta la mano en el corazón y la mente sobre la verdad objetiva, la villa de Espinosa no necesita de tan honroso título para ser considerada en justicia como una de las poblaciones más importantes de la tierra de Guadalajara.
El Henares a su paso por Espinosa magnifica la imagen de la villa, aunque cuando se consultan documentos de más allá de un siglo no se cuente con el río como importante benefactor del pueblo y de sus habitantes, pues sólo hemos encontrado como afirmación en favor del vecindario que en sus aguas se pescaban barbos y bogas, y que la corriente hacía mover las piedras de un molino harinero que, según se hace constar, no estaba autorizado. En fin, dejamos las cosas como nos las han contado, y no como nos parece a la vista de las anchas superficies de tierra junto a los cauces del río, tierra generosa para el cultivo que algo, o bastante quizás, se habrán favorecido a lo largo de los años y de los siglos del manso Henares que a su lado se esconde entre las choperas.
Antes de llegar a la altura de Cerezo el río abandona definitivamente el talante serrano que arrastra desde su nacimiento en las fuentes de Horna, y en los espejales de sus remansos comienza a teñirse con el azul claro del cielo campiñés, riberas de explotación que habrán de acompañarle hasta su desembocadura en el Jarama todavía muy lejos de allí, por los llanos de Mejorada y de San Fernando en pleno Corredor.
Y el Henares sigue y sigue. Montarrón, Cerezo, Humanes, Mohernando…, nombres arrancados de la vieja encomienda tan asidos al paisaje, al paisanaje, y a la rancia literatura con reminiscencias supervivas lo más lejanas en el tiempo: Por amor a esta dama hice trovas, cantares/ ¡Sembré avena loca ribera del Henares!/ Los refranes antiguos resultan ejemplares:/ Quien arenales siembra no trilla pegujares/. Así cantó el Arcipreste Juan Ruiz, inspirado en cualquiera de las mujeres de esta tierra tan vista y tan pisada por él, y hecha para cruzar el muro de los siglos en dos, en cuatro, en más de seis ocasiones hasta llegar a nosotros, con aquella tan peculiar manera de hacer echando mano al verso monorrimo, el más antiguo de todos, y que los más doctos han dado en llamar de cuaderna vía.
Muy cerca de Heras, el pueblo que tuvo huertas mendocinas, y palacio en el que cuentan las crónicas que llegaron a pasar alguna temporada los Reyes Católicos invitados por el Gran Cardenal; cerca de Heras, repito, recibe el Henares las aguas –siempre cuando las hay- de otro riachuelo con nombre y valle propio: el Badiel, que le viene desde las alcarrias de Almadrones vía Valfermoso, Utande, Valdearenas, y hasta el propio Heras, en cuyo término acaba por sucumbir.
Y así, más o menos cercano a las carreteras y a las vías por las que corre el tren, el Henares sigue su curso camino de la capital por mitad de una vega campiñesa que lleva su mismo nombre, dejando en las orillas pueblos importantes, villas a las que en siglos pasados no les faltó el toque señorial con el que las sellaron familias ilustres, cuyo recuerdo todavía prevalece en casonas y palacetes, en la tienta impresa de polvorientos legajos que, invalidados casi por el pasar del tiempo, continúan ostentando la categoría de primera seña de identidad; siendo tal vez la segunda la riqueza de sus campos, razón por la cual estas villas: Yunquera y Fontanar, principalmente, fueron capaces de soportar el tremendo tirón que durante las últimas décadas sufrieron nuestros pueblos, debilitados seriamente por el fantasma de la emigración desconsiderada hacia las ciudades en busca de nuevas y más cómodas maneras de vivir, hasta el punto de haberse quedado muchos de ellos con una docena, y aun con menos, de habitantes con residencia fija durante el invierno.
Y Guadalajara después, la capital de esta provincia variopinta. “Guad” es río para los árabes. Guadalajara fue “Río de piedras” para los musulmanes que anduvieron por aquí, y el nombre que ellos le impusieron -Wad-al-hayara- perduró sobre el primitivo de Arriaca que debió de tener durante civilizaciones anteriores. La referencia al río de piedras, fue sin duda al Henares, unido desde los primeros pobladores de la misma a la vida, a la economía, al paisaje, y a la personalidad de esta Guadalajara tan diferente en la que nos ha tocado vivir. Y ¿qué decir de Guadalajara? Es demasiado conocida como para detenerse a hablar de ella con el río que la cruza como pretexto. No, lo dejaremos continuar su viaje en andar apresurado, bordeando discretamente los pueblos y las fábricas del Corredor, a cuyo paso van quedando atrás lugares importantes de vieja tradición agrícola, convertidos hoy en paradas industriales de cierta relevancia, como parte del llamado polígono de descongestión de Madrid que llega hasta nosotros. Merecen ser nombrados esos pueblos aunque el río en la actualidad signifique muy poco para ellos; la vida es así de caprichosa, pero sí que años atrás fue el producto de la vega por donde pasa la principal fuente de supervivencia para todos ellos. Cabanillas del Campo, Alovera y Azuqueca de Henares, son los pueblos a los que me refiero, hoy auténticas ciudadelas que, a riesgo de pecar de exagerados, casi nos atreveríamos a decir que han multiplicado por diez, o por veinte quizás, su número de habitantes en los últimos quince años.
El Henares dejará muy pronto la tierra en la que tuvo su origen, su juventud, y hasta una buena parte de su edad madura: la tierra de Guadalajara, para buscar su final más allá de esa Alcalá a la que apellida, después de haber dejado sobre su margen derecha a la antigua Complutum, la ciudad de los saberes y de los recuerdos.
Y así concluyo mi recorrido por el Henares, después de tres entregas, con una frase más que centenaria, pero que me parece oportuna como sello final a la hora del cierre. La he tomado del Diccionario Madoz, donde al hablar del Henares como río de Castilla, termina así: «Es este río uno de los objetos de nuestra geografía que recuerdan con sus nombres aquella transmigración oriental, que dirigida por el prototipo de todos los Hércules tantas memorias dejó por lo largo de la antigua Iberia: la voz oriental nahar es la apelativa que equivale a la nuestra río.» Creo que al aplicarlo al Henares no estoy del todo de acuerdo con lo que se dice en Madoz, pero la frase es hermosa.

(En la fotografía: Puente árabe sobre el río Henares en Guadalajara)

domingo, 14 de febrero de 2010

NUESTROS RÍOS: HENARES (II)


El río Henares, lo que es su corriente muy joven aún, cruza de forma discreta dejando en su ribera izquierda a la Ciudad del Doncel, con sus torres, con su arte, con su historia y con sus recuerdos, sellados en piedra de muchos siglos. El río discurre a trechos escondido entre la maleza, paralelo a la carretera que baja hasta Moratilla y a las vías del ferrocarril con un recorrido más largo. El terreno por el que baja el río es complicado y difícil, retorcido y ocupado por peñascos entre los que el agua y el camino se van abriendo paso.
Moratilla de Henares queda escondido como en una barranquera en la solana. Cuando se viaja desde Sigüenza a Moratilla conviene estar atentos para no pasarse, pues se corre el riesgo de perderse más allá, por un camino de tierra que lleva a ninguna parte. A mí me ocurrió la primera vez que anduve por allí. Las casas de Moratilla se ven al pasar, a mano izquierda al otro lado de la vía.
Es éste un pueblo desconocido para los ajenos a la comarca, un pueblo pintoresco al que la Naturaleza ha favorecido con generosidad. El Henares baja rumoroso junto al pueblo, regando huertos, alimentando fuentes, saltando burlón entre las enormes risqueras por las que se fue abriendo paso desde la tarde de la Creación. Un pueblo para gozar de él y de la naturaleza en vivo que lo rodea al respaldo de los aires fríos, sirviendo de balcón sobre los verdes cuartelillos que cada primavera cultivan los hábiles hortelanos del lugar. Desde lo más alto, el campanario de la iglesia de San Miguel contempla a diario el sereno espectáculo de la veguilla, adormecido cada día y cada noche con el bramido del agua al saltar entre las peñas, con el silencio de las tumbas y de las cruces del cementerio que tiene al pie. Mientras el pueblo sueña llegado el otoño con otro tiempo mejor, el río sigue su rumbo cauce abajo palpando nuevos paisajes por la fría tierra del campo de Sigüenza, hasta llegar a Baides donde casi todo cambia.
El viajero que llega a Baides se encuentra en principio con un pueblo extraño, con un pueblo fuera de lo común con arreglo al concepto de pueblo que tenemos por estas latitudes castellanas. Tanto el río como el caminante al llegar, se encuentran en Baides con que hay que distinguir entre el pueblo y el barrio de la Estación. Son la misma cosa y son a la vez cosas diferentes. Entre el pueblo y el barrio de la Estación (por supuesto que se trata de la del ferrocarril) hay un paseo arbolado de casi un kilómetro de longitud, que el vecindario ha dedicado al personaje más distinguido de cuantos nacieron allí y que se tenga noticia, al escritor Ángel María de Lera, premio Planeta en 1967 y autor de novelas que marcaron época dentro de la narrativa española de posguerra.
No lejos de Baides el Henares recibe las aguas de un arroyo revestido de personalidad: el Salado, que viene desde El Atance, Huérmeces y Viana de Jadraque. Si tomamos por mirador el altillo de junto a la iglesia, el panorama sobre la vega que poco más abajo vitaliza el Henares, es magnífico, pintado de matices según la época del año, y en donde se mezclan por costumbre los cantos de las aves, el soplo del viento sobre las copas de los árboles, y en otro tiempo, y aun ahora, el silbo de las máquinas y el traqueteo de los vagones del tren que atraviesa el valle.
Y luego huertas, y campos de girasol o rastrojeras, y maquinarias potentes rayando en el barbecho, donde los campesinos de tiempo atrás sudaron la gota gorda para sacar adelante una población que acabó por marcharse a la ciudad, huyendo de los inconvenientes que hace cuarenta años comenzaron a platear en el medio rural las nuevas perspectivas de futuro. El trabajo, la sanidad, la educación y crianza de los hijos, la formación de los jóvenes con arreglo a los tiempos, fue, digamos el pretexto más común para huir del terruño y situarse como esclavos de las modernas tecnologías junto a una máquina en las zonas industrializadas. Algo de alivio contra aquel fenómeno supusieron las muy contadas industrias locales, como las de Mandayona o Matillas, cuya chimenea de ladrillo, alta y recta como una vela colosal, todavía nos recuerda al pasar siguiendo el cauce del río, aquellos tiempos ya idos.
Por Matillas cruza el Henares manso y sin hacer ruido. Allí suma a las suyas las aguas de otro histórico de las tierras de Guadalajara, el río Dulce, que le entran por su costado izquierdo, después de un trayecto variado y por exceso interesante del que ya escribimos cumplidamente tiempo atrás. Bujalaro y Jirueque, más el segundo que el primero, reciben al río un poco de costado, pasa por sus términos respectivos, pero a cierta distancia de los pueblos. No obstante, Jirueque le aporta, cuando las hay, las aguas de un arroyo menor al que llaman del Prao de Rizales, que a su vez recibe desde los Cendejas. El Henares escapa después, siguiendo su curso natural y serpenteando a trechos, hasta Castilblanco, un pueblo de ribera.
A la altura de Castilblanco, el río recibe otro chorro importante de agua que le baja de la sierra: el río Cañamares, que poco más arriba se embalsó en Pálmaces y desagua en el Henares justamente aquí, en las orillas de Castilblanco, pueblo campiñés siempre a trasmano que es sombra en la Alameda, canto de pájaros en el ramaje espeso de junto al puente, abierto jardín en la Plaza Mayor, huerta y agua, sobre todo agua. Castilblanco –y quiero recordar que ya lo dije alguna vez- debe todo lo que es al milagro de su agua abundante.
Y a partir de allí, la llanura fecunda se extiende corriente abajo buscando otra confluencia si cabe todavía más importante, la de uno de los ríos serranos de mayor nombradía entre los cientos y más que recorren, en todo lugar y en todas direcciones, la tierra de Guadalajara. Es el Bornova. Siempre en la ancha vega, con la enseña inconfundible del castillo de Jadraque ocupando la cima “del cerro más perfecto del mundo”, según la manida frase del maestro Ortega, que gustó perderse y disfrutar por estos parajes de Castilla en donde asentó la Historia y echó flor la buena Literatura.
Carrascosa de Henares viene después aguas abajo. Es ese pueblo extendido en el llano, tranquilo, tan poco conocido como bien cuidado por sus vecinos, que se distingue al fondo de la vega cuando se contempla el valle desde los altos de Jadraque. Carrascosa disfruta en sus orillas de un Henares joven, con cuerpo casi suficiente como para que se le considere como uno de los ríos principales de la Meseta, y desde luego que lo es, por lo menos dentro del panorama fluvial de nuestra tierra. Hasta Carrascosa se llega por una carretera estrecha que sigue paralela al río y a las vías del tren. Sin duda que se trata de un pueblo privilegiado, con urbanización, una abundante y evocadora fuente vieja, un importante plantel de huertas, y un vecindario abierto y amigable, modelo al fin del ambiente rural por el que pasa el río. Un Henares que continúa su curso por las tierras de Guadalajara, pero que dejamos aquí para continuar junto a sus orillas en otra sesión y en otro momento.

(En la foto, el río Henares a su paso por Baides)

viernes, 12 de febrero de 2010

NUESTROS RÍOS: HENARES (I)


Ningún otro río probablemente, ni de dentro ni de fuera de nuestra geografía provincial, merece el tratamiento de “señor” como el Henares. A pesar de su condición real de segundón, como afluente que es de un gran río, el Henares ha marcado un camino desde el punto mismo de su nacimiento, que a lo largo de la Historia ha dado mucho que hablar, y, sobre todo, mucho que saber. Si alguien, con acertado criterio, calificó al paralelo 40 del globo terráqueo como el paralelo de la civilización, pues así lo es si nos detenemos a considerar la historia moderna, al río Henares habría que llamarle (por mi parte alguna vez lo hice) el río de la cultura, porque también lo es, y si no, pongámonos a considerar la marcada estela cultural que en su breve recorrido ha ido dejando tras de sí a lo largo de los últimos siglos: Sigüenza, Guadalajara, Alcalá, son nombres no sólo habituales, sino sonoros en cualquier tratado de arte o de cultura que se precie, aun por elemental que sea, y los nombres de Fray José, de Buero, de Cervantes, de la vieja Catedral, del palacio de los Duques, de los patios de la Universidad fundada por Cisneros, no son otra cosa sino cuentas de un rosario infinito de nombres gloriosos que tienen por hilo de sujeción el cauce del Henares.
Con el río como compañero de viaje vamos a caminara campo abajo siguiendo, lo más cerca que nos sea posible, los pasos de la corriente. Cuando el espacio del que disponemos no dé para más, pondremos el punto final para continuar otro día, pues el Henares, y sobre todo su entorno, amigo lector, por las razones ya apuntadas y por algunas más, tiene mucho que decir.
La primera novedad con referencia al Henares es que este río tiene un nacimiento conocido, concreto en el espacio, marcado incluso con un pequeño monolito junto al cuál comienzan a salir los primeros borbotones desde el santo suelo, junto a frondosos árboles y en un tapiz áspero de maleza, a cuatro pasos del pueblo de Horna.
Aunque sólo sea porque en sus proximidades quedan las fuentes del Henares, el pueblo de Horna merece ser conocido; pero es que además une a ese interés primero algunos otros, tales como la original torre de un reloj de pesas, con esfera cuadrada de piedra blanca y manillas de un herraje fortísimo, o la severa silueta del campanario con su espadaña plana, o la ermita de la Virgen de Quintanares, solitaria en el campo, donde una noche siniestra del mes de marzo del 73, les robaron la imagen de su Patrona, sin que a las de hoy se haya vuelto a saber de su paradero.
Dejamos Horna, pueblecito a la vera del ferrocarril, del que al pasar junto a él montado en una mulilla blanca, escribió Ortega y Gasset frases como ésta en una impresión sobre la marcha: “Este es un pueblecito cuyo caserío es empleado para arrebujarse por un cerrete cónico: las construcciones forman como los pliegues ascendentes de un capote de paño duro que ciñera el cuerpo. El hueco superior es el lugar que aprovecha la iglesia para levantarse y hacer al valle un gesto”. Nada que poner, y nada que quitar, a la opinión a primera vista del ilustre viajero.
El regato inicial sigue arrastrando valle abajo sus aguas por el campo de Sigüenza, Un camino de nobles rememoranzas por el que de vez en cuando los vecinos de los pueblos sintieron durante décadas el silbido estruendoso de las máquinas del tren, silbido que subía a estrellarse en las madrugadas y en las noches serenas contra el viejo campanario de la iglesia de Cubillas. El pueblo de Cubillas, pretexto apenas para justifi­car en el baile de los siglos la humilde estampa de su igle­sia románica, vigila desde los lejanos tiempos del obispo Don Bernardo, o desde antes quizá, el valle que sirvió de callejón entre las dos Españas, la del norte y la del sur, pasadizo natural entre Aragón y Castilla, vereda de armas y de ideas que dejaron huella al pasar por estas tierras.
Nadie daría un duro por él, por el río, al verlo pasar cerca de estos pueblos que a un lado y al otro de sus orillas se asoman al valle. El caudal del río ya no es el mismo con el que lo vimos nacer en las afueras de Horna, va aumentando, sí, pero muy poco a poco. Los manantiales se suceden desde el principio, pero el Henares no tomará volumen apreciable en su caudal hasta más adelante, hasta que los ríos que bajan de la sierra no viertan sobre él su contenido, y así, con su nueva concepción, retome categoría por las tierras planas de la Campiña, pero eso vendrá más tarde.
Entre Horna y Alcuneza –los dos lugares de junto al río con categoría de pueblo, aunque no de municipio, por estar ambos incorporados al ayuntamiento de Sigüenza- se esconde, no lejos de un puente bajo la vía que aparece a mano derecha, el sitio de Mojares. No encontré a nadie en Mojares la última vez que anduve por allí; era día de mercado y estaban todos en Sigüenza. No hace mucho tiempo, veo comprobando algunos datos del pasado, Mojares fue un importante centro abastecedor de carnes y de productos del campo, aunque su población fue siempre exigua.
Y poco más allá, siempre en dirección poniente que es la dirección que sigue el río, Alcuneza. El pueblo de Alcuneza está recibiendo cierto renombre durante los últimos años debido a los dos restaurantes que asientan en el extinto municipio. Pero Alcuneza es algo más que todo eso. La imagen del pueblo desde la vía del ferrocarril resulta llamativa, con sus viviendas encrestadas sobre una loma ante el telón gris del cerro del Llano; y dentro ya, la Peña de la Torre, que es roca y cueva al mismo tiempo, y la iglesia tantas veces centenaria de la Cátedra de San Pedro en Antioquía, y el río tan joven aún, y la vega… Apenas dejamos atrás el pueblo de Alcuneza, semiescondido al otro lado de las capotas de los árboles, y de nuevo el río con nosotros, el camino nos acerca hasta el desagüe del arroyo Quinto que viene de Guijosa, y que, como casi siempre, llega exhausto, criando juncos y maleza en su interior al amparo de la humedad.
La entrada a Sigüenza por esta dirección se me antoja la más señorial, la más romántica, la más saludable de las tres que yo conozco para pasar a la Ciudad de los Obispos. Concurren a muy poca distancia las vías del tren, la carretera y las corrientes del río pobres aún. Hemos dejado atrás el cruce en el que se anuncian los pueblos de Guijosa, de Cubillas y de Bujarrabal, los tres y por ese orden, ya en los límites con la provincia de Soria hacia Sierra Ministra.
Sigüenza ve pasar por sus orillas las aguas del Henares. ¡Qué decir de Sigüenza! No uno y de pasada, sino cientos de trabajos monográficos se podrían escribir acerca de la histórica Segontia, de la Sigüenza completa y diferente: Medieval, Renacentista y Barroca, importantísimo foco cultural en las tierras de Guadalajara que preferimos, por lo menos en esta ocasión y a la par del río, pasar de largo en busca de nuevas impresiones, de nuevos ambientes, de visiones nuevas, siguiendo de cerca el curso de las aguas. No muy tarde lo haremos saber.
(En la fotografía: Nacimiento del río Henares junto al pueblo de Horna)

sábado, 6 de febrero de 2010

EN EL XXV ANIVERSARIO DEL "NUEVO VIAJE A LA ALCACARRIA"


Se cumplirá, a las puertas del próximo verano, un importante acontecimiento de tipo cultural del que la Alcarria vuelve a ser protagonista. Se trata del XXV aniversario del segundo de los libros que escribió Camilo José Cela, “Nuevo viaje a la Alcarria”, después de una gira literaria por la comarca que muchos años antes universalizó en otro libro publicado en 1948, y traducido a los más importantes idiomas de la tierra.
No pertenezco al reducido grupo de íntimos que tuvo el autor durante su estancia entre nosotros. Mi relación con él se reduce a tres cartas de agradecimiento, manuscritas, que conservo como un tesoro, y a un par de entrevistas con fines periodísticos que me concedió por aquellos años en los que fue nuestro convecino. Debo de reconocer por otra parte, eso sí, que desde muy joven fui un lector asiduo de sus obras, un forofo de sus primeros trabajos y de muchos de sus artículos y relatos que todavía leo con bastante frecuencia.
Durante demasiado tiempo -veinticinco años ya- guardo una cinta de caset con su propia voz, y una cuartilla con la transcripción en letra legible de lo que en ella se dice, plegada entre las páginas de una de las primeras ediciones del “Nuevo viaje a la Alcarria” que publicó Plaza & Janés en el años ochenta y siete; un libro, por cierto, dedicado por el autor. El texto recoge literalmente las palabras que, como remate a la cena de despedida, el viajero improvisó en Pastrana la noche del 14 de junio de 1985. Se encontraban en el acto con el Sr. Cela todos los amigos, fotógrafos, y periodistas que le habían acompañado durante aquellos días en su segundo periplo por tierras de la Alcarria. También se encontraban allí la inmensa mayoría de los alcaldes de la comarca, y por añadidura hasta abarrotar el salón, un grupo de invitados entre los que tuve la suerte de encontrarme. El acto resultó verdaderamente agradable, emotivo y en extremo cordial.
Desde entonces a hoy he leído en varias ocasiones el texto de su despedida en pastrana. Pienso que se le dio muy poca importancia a lo que dijo allí. Algún periódico reprodujo frases literales o se limitó a explicar su contenido en un estilo indirecto. Pese a ser producto de la improvisación, siempre me ha parecido una pieza literaria digna de tal autor. Pienso que de haberlo visto escrito, don Camilo lo hubiera dejado así, sin retocarlo, precisamente él, que como es sabido fue tan aficionado a corregir sus escritos.
Hoy, ya dentro del año en el que se cumple el primer cuarto de siglo de aquel segundo viaje, y como primer homenaje por tal razón al maestro desaparecido, he pensado reproducirlo íntegramente. No es muy largo y no figura en ninguna edición de sus obras completas, por lo menos en lo que yo conozco. Ahí está:

“Señores alcaldes de la Alcarria, mis queridos amigos todos: No hay soberbia que no caiga. Yo, que me preciaba de ser un vagabundo, voy camino de convertirme en fuerza viva, lo que no deja de ser doloroso. Pero como no hay soberbia que no caiga, procuraré agarrarme como a un clavo ardiendo a las circunstancias para tratar de sacarle el debido provecho.
La Alcarria ha sido siempre muy generosa conmigo, sin una sola limitación, sin una sola excepción, sin un solo caso adverso, por lo menos que yo sepa. Y la Alarrai ha sido muy generosa conmigo porque quizá al ver que mi intención era buena, hace 39 años me abrió los brazos de par en par. Yo procuré escribir un libro honesto, con buena letra, tratando de explicar un poco el secreto de esa tierra a la que a la gente no le da la gana ir. No sé si ahora se ha roto ya ese hielo, aunque confío que sí, pero en todo caso, quizá entre todos podamos seguir laborando para que, de una vez para siempre, este país tan hermoso, tan bello, tan delicado y tan acogedor, abra sus puertas de par en par a todos los viajeros.
Quiero recalcar que éste mi nuevo viaje a la Alcarria está discurriendo por unos cauces n mejores ni peores, ciertamente, pero sí distintos del viaje que transcurrió en el año 46, hace ya 39 años. Las circunstancias son diferentes, tanto para la Alcarria como para mí, y esto, naturalmente, deberá ser reflejado en el libro.
Esta mañana, a las personas que me han acompañado, y a las que quiero manifestar públicamente mi gratitud, les decía que no me importaría nada volver a empezar de nuevo -en dirección contraria, por ejemplo- para darle un poco de variedad al asunto. Supongo que dentro de 25 años se me pondrán unas nuevas placas en la alcarria. Lo que sí les prometo es que dentro de 40 años volveré a andar el país, no sé en qué suerte de vehículo, aunque es posible que en una nube, que es donde solemos estar por aquellas alturas los espíritus puros. Muchas gracias a todos”.

El autor gallego nos dejó a su muerte una deuda que saldar por nuestra parte. Pese a su complicado carácter cuando alguien pretendió llegarse hasta él sin las manos ni el corazón limpios, intentando coger el rábano por las hojas y sin tener en cuenta que se trataba de un genio la persona que tenía delante, don Camilo era un hombre cordial, agradecido, educado, cultísimo, una persona que poseía en sus modos y en su conversación el difícil don del impacto, aunque tras de sí, como a menudo ocurre con cualquier compatriota excepcional (estamos en España), haya ido dejando una legión de detractores ladrando en el camino.
Murió Camilo José Cela el día 17 del mes de enero del año 2002. La alcfrria, gracias a él, figura en las bibliotecas de todo el mundo como una tierra con la que hay que contar, con unas gentes honestas que, según escribió en la dedicatoria de su “Viaje a la Alcarria” al doctor marañón: “me trataron bien, a veces con escasez, pero siempre con cariño”. Dejamos así, pues, en su memoria, encendida a perpetuidad la lamparita de nuestro mejor recuerdo.

miércoles, 3 de febrero de 2010

FERIAS, FIESTAS Y FESTIVALES


Hay días a lo largo del año en los que el acontecer festivo, marcado por la diosa Costumbre, hace doblete, o triplete, según, en distintos lugares de la provincia de Guadalajara. Estas fechas que sirven de preludio a los Carnavales son propicias a que esa casualidad suceda. El despertar a la vida tras el invierno se manifiesta desde tiempo inmemorial en acontecimientos populares que, si en alguna época no demasiado lejana se llegaron a olvidar, incluso a desaparecer por diferentes motivos, volvieron a renacer con nuevo ímpetu, también con nuevos matices, por no ser éste en el que ahora vivimos el ambiente natural para su desarrollo. Las fiestas populares -de las que somos tan ricos en los pueblos de Castilla- nacieron como remedio a alguna necesidad, casi siempre relacionada con el quehacer de cada momento, con la agricultura y el pastoreo sobre todo, que hasta no hace tanto fueron casi en exclusiva el medio ordinario de vivir de nuestros abuelos.
Por estas fechas nos encontramos ante dos de esos acontecimientos festivos llegados hasta nosotros por caminos de tradición. Uno de ellos tendrá lugar en una de las villas históricas más conocidas de la Alcarria: Tendilla; el otro en un pueblecito serrano, perdido en aquellos declives violentos del Macizo; un pueblecito tranquilo, saludable, bello como pocos, que en la tarde del sábado anterior a las fiestas de Carnaval se transforma por unas horas, y de los cortes de las montañas rebota de unos a otros el eco de los cencerros sonando a un ritmo marcial: Almiruete, un paraíso solitario, fácil de reconocer extendido en su solana entre robles, pero que la gente suele dejar a un lado sin detenerse en él cuando viaja hacia los Pueblos Negros.

La feria de Tendilla ha sido desde siempre una de las más famosas del reino de Castilla. Si hoy dijéramos que en tiempos de su mayor apogeo solía durar hasta treinta días, seguro que al lector le sonaría a disparate; no obstante, fue así. Los pañeros y tejedores de lienzos que acudían desde Toledo, desde Cuenca, desde Medina del Campo, incluso desde Portugal a paso de caballería; los muleteros, guarnicioneros, plateros, cereros y especieros, venidos así mismo desde tierras lejanas, no lo habrían hecho al menos que la feria gozase de aquella gran importancia y que a los feriantes y compradores se les diese la oportunidad de asistir, por lo menos, en un periodo mucho mayor de fechas en relación con lo que duran ahora. La feria de Tendilla tiene su origen en los años finales de la Edad Media, pues comenzó a celebrarse a mediados del siglo XV, reinando en Castilla Juan II, si bien, serían los Reyes Católicos quienes la confirmaron años después, por real privilegio dado en Sevilla el 6 de diciembre de 1484.
Los años y los siglos han ido transcurriendo desde su fundación, quedando en desuso añosas necesidades, incorporando otras al vivir diario, efecto que en todas aquellas ferias famosas se ha venido acusando tanto en su interés como en su contenido, hasta el punto de haber llegado a desaparecer muchas de ellas, como esta de Tendilla que ahora nos ocupa, durante casi toda la mitad del siglo XX, como bien recuerdan los vecinos de la villa para quienes las ferias de San Matías (24 de febrero, según el calendario) llegó a convertirse durante varias décadas en algo meramente testimonial, cuyo interés pretérito habría que buscarlo en las Relaciones periódicas mandadas por los reyes y en los escritos de los cronistas que se ha tenido la suerte de conservar.
La visión actual de la feria de Tendilla ha quedado reducida en el tiempo a dos jornadas, a un fin de semana en el que acuden multitud de feriantes y curiosos, hasta el punto de convertir al pueblo en un hervidero de personas llegadas de la Capital y de los muchos pueblos de la comarca, con el simple fin de pasar el rato, de ver y comprar. Los puestos y puestecillos se pueden contar por decenas bajo los soportales y en las plazuelas más cercanas, donde se vende de todo: repostería popular, legumbres y otros productos de la tierra, objetos de regalo al uso de nuestros antepasados, ropas y artículos de piel, golosinas, en fin, lo propio de lo que hoy es una feria, pero con mayores posibilidades si cabe en donde elegir. Animan, y distinguen a ésta de otras ferias más o menos afines, las exhibiciones de caballos engalanados, los desfiles de carretas de época, y, desde luego, la ración de migas con un vasito de limonada que pueden conseguir quines tengan la paciencia suficiente como para esperar turno pegados a la cola; platillo de migas y vasito de limonada que se consume después entre la multitud y el murmullo de la gente.
No será tiempo perdido el que se dedique durante unas horas de la mañana a conocer y a vivir la feria de Tendilla. Allí la gente suele ser amable y dadivosa, y el pueblo como tal merece por otros atractivos (más ahora cuando la carretera queda apartada del lugar y de sus calles) una visita de vez en cuando, pues, a pesar de los pesares, sigue siendo una villa señera de nuestro pasado, aun sin penetrar en su historia, de verdad interesante.

Y mientras tanto, quiero pensar que al menos por este año será, pocas horas después de que esto suceda, cuando en un rincón muy concreto de las sierras del norte de nuestra Provincia, por cerros, valles y barrancos, llegue a los oídos del visitante el continuo sonar de los cencerros, anunciando una fiesta antigua, singular, íntima, la de los Botargas y Mascaritas del pueblo de Almiruete, también una de las más auténticas de puro ambiente pastoril que el paso de los siglos ha permitido llegar hasta nosotros.
Los “botargas” de Almiruete son mozos, y las mozas son las “mascaritas”, digamos que la versión del clásico botarga aplicada a las féminas. Suelen ser alrededor de diez o doce los que salen a la calle de cada género en esta interesantísima fiesta anual. Los mozos que habrán de salir vestidos de botargas desaparecen del pueblo poco antes del medio día. Se van a un lugar indeterminado de las montañas, que en teoría nadie en el pueblo debe conocer, y comienzan a hacerse ver en la lejanía, sonando los cencerros que llevan colgados de la cintura, casi con puntualidad, a las cuatro de la tarde. Vienen vestidos de blanco, el pecho y la cintura cruzados con unas tiras negras, las polainas son de un negro riguroso también, y sobre la cabeza llevan una especie de mitra de colorines adornada con flores del campo; el rostro se lo cubren con una careta horrible que ellos mismos se fabrican, unas veces con el forro de la cabeza de algún animal: de un cerdo, de un macho cabrío con la cornamenta propia del animal, otras veces elaboradas de cartón y de trapos.
Los botargas entran al pueblo en fila de a uno, luego recorren el pueblo en orden de a dos, haciendo sonar los cencerros ruidosamente ayudados por una peculiar manera de echar el paso. Al instante salen por otra calle las mascaritas, que se unen a los botargas formando parejas mixtas para seguir dando vueltas y más vueltas por calles y plazuelas, invitando a vino de una bota o arrojando puñados de pelusa a los espectadores.
Durante los últimos años se ha ido popularizando la fiesta. Hubo un tiempo en el que, como otras más, estuvo prohibida por orden gubernativa, si bien el pueblo la volvió a sacar a la luz apenas tuvo ocasión. Cuando la tarde del sábado apunta soleada, las orillas del pueblo se llenan de vehículos, algunos de ellos son de los propios festeros que en su mayoría viven fuera de allí, y otros de los que acuden como espectadores. La fiesta de “Botargas y Mascaritas” de Almiruete es una de las más coloristas y auténticas que se puedan conocer, también de las más sorprendentes si se tiene en cuenta el paraje y el paisaje natural el que se desarrolla. Vivir esta experiencia, como antes apuntamos en la feria de Tendilla, nunca será tiempo perdido. Por lo pronto es una muestra fiel de nuestra cultura autóctona conservada con un más que exquisito decoro.
(La fotografía nos muestra un desfile de carrujes de época en la feria de Tendilla)