miércoles, 3 de febrero de 2010

FERIAS, FIESTAS Y FESTIVALES


Hay días a lo largo del año en los que el acontecer festivo, marcado por la diosa Costumbre, hace doblete, o triplete, según, en distintos lugares de la provincia de Guadalajara. Estas fechas que sirven de preludio a los Carnavales son propicias a que esa casualidad suceda. El despertar a la vida tras el invierno se manifiesta desde tiempo inmemorial en acontecimientos populares que, si en alguna época no demasiado lejana se llegaron a olvidar, incluso a desaparecer por diferentes motivos, volvieron a renacer con nuevo ímpetu, también con nuevos matices, por no ser éste en el que ahora vivimos el ambiente natural para su desarrollo. Las fiestas populares -de las que somos tan ricos en los pueblos de Castilla- nacieron como remedio a alguna necesidad, casi siempre relacionada con el quehacer de cada momento, con la agricultura y el pastoreo sobre todo, que hasta no hace tanto fueron casi en exclusiva el medio ordinario de vivir de nuestros abuelos.
Por estas fechas nos encontramos ante dos de esos acontecimientos festivos llegados hasta nosotros por caminos de tradición. Uno de ellos tendrá lugar en una de las villas históricas más conocidas de la Alcarria: Tendilla; el otro en un pueblecito serrano, perdido en aquellos declives violentos del Macizo; un pueblecito tranquilo, saludable, bello como pocos, que en la tarde del sábado anterior a las fiestas de Carnaval se transforma por unas horas, y de los cortes de las montañas rebota de unos a otros el eco de los cencerros sonando a un ritmo marcial: Almiruete, un paraíso solitario, fácil de reconocer extendido en su solana entre robles, pero que la gente suele dejar a un lado sin detenerse en él cuando viaja hacia los Pueblos Negros.

La feria de Tendilla ha sido desde siempre una de las más famosas del reino de Castilla. Si hoy dijéramos que en tiempos de su mayor apogeo solía durar hasta treinta días, seguro que al lector le sonaría a disparate; no obstante, fue así. Los pañeros y tejedores de lienzos que acudían desde Toledo, desde Cuenca, desde Medina del Campo, incluso desde Portugal a paso de caballería; los muleteros, guarnicioneros, plateros, cereros y especieros, venidos así mismo desde tierras lejanas, no lo habrían hecho al menos que la feria gozase de aquella gran importancia y que a los feriantes y compradores se les diese la oportunidad de asistir, por lo menos, en un periodo mucho mayor de fechas en relación con lo que duran ahora. La feria de Tendilla tiene su origen en los años finales de la Edad Media, pues comenzó a celebrarse a mediados del siglo XV, reinando en Castilla Juan II, si bien, serían los Reyes Católicos quienes la confirmaron años después, por real privilegio dado en Sevilla el 6 de diciembre de 1484.
Los años y los siglos han ido transcurriendo desde su fundación, quedando en desuso añosas necesidades, incorporando otras al vivir diario, efecto que en todas aquellas ferias famosas se ha venido acusando tanto en su interés como en su contenido, hasta el punto de haber llegado a desaparecer muchas de ellas, como esta de Tendilla que ahora nos ocupa, durante casi toda la mitad del siglo XX, como bien recuerdan los vecinos de la villa para quienes las ferias de San Matías (24 de febrero, según el calendario) llegó a convertirse durante varias décadas en algo meramente testimonial, cuyo interés pretérito habría que buscarlo en las Relaciones periódicas mandadas por los reyes y en los escritos de los cronistas que se ha tenido la suerte de conservar.
La visión actual de la feria de Tendilla ha quedado reducida en el tiempo a dos jornadas, a un fin de semana en el que acuden multitud de feriantes y curiosos, hasta el punto de convertir al pueblo en un hervidero de personas llegadas de la Capital y de los muchos pueblos de la comarca, con el simple fin de pasar el rato, de ver y comprar. Los puestos y puestecillos se pueden contar por decenas bajo los soportales y en las plazuelas más cercanas, donde se vende de todo: repostería popular, legumbres y otros productos de la tierra, objetos de regalo al uso de nuestros antepasados, ropas y artículos de piel, golosinas, en fin, lo propio de lo que hoy es una feria, pero con mayores posibilidades si cabe en donde elegir. Animan, y distinguen a ésta de otras ferias más o menos afines, las exhibiciones de caballos engalanados, los desfiles de carretas de época, y, desde luego, la ración de migas con un vasito de limonada que pueden conseguir quines tengan la paciencia suficiente como para esperar turno pegados a la cola; platillo de migas y vasito de limonada que se consume después entre la multitud y el murmullo de la gente.
No será tiempo perdido el que se dedique durante unas horas de la mañana a conocer y a vivir la feria de Tendilla. Allí la gente suele ser amable y dadivosa, y el pueblo como tal merece por otros atractivos (más ahora cuando la carretera queda apartada del lugar y de sus calles) una visita de vez en cuando, pues, a pesar de los pesares, sigue siendo una villa señera de nuestro pasado, aun sin penetrar en su historia, de verdad interesante.

Y mientras tanto, quiero pensar que al menos por este año será, pocas horas después de que esto suceda, cuando en un rincón muy concreto de las sierras del norte de nuestra Provincia, por cerros, valles y barrancos, llegue a los oídos del visitante el continuo sonar de los cencerros, anunciando una fiesta antigua, singular, íntima, la de los Botargas y Mascaritas del pueblo de Almiruete, también una de las más auténticas de puro ambiente pastoril que el paso de los siglos ha permitido llegar hasta nosotros.
Los “botargas” de Almiruete son mozos, y las mozas son las “mascaritas”, digamos que la versión del clásico botarga aplicada a las féminas. Suelen ser alrededor de diez o doce los que salen a la calle de cada género en esta interesantísima fiesta anual. Los mozos que habrán de salir vestidos de botargas desaparecen del pueblo poco antes del medio día. Se van a un lugar indeterminado de las montañas, que en teoría nadie en el pueblo debe conocer, y comienzan a hacerse ver en la lejanía, sonando los cencerros que llevan colgados de la cintura, casi con puntualidad, a las cuatro de la tarde. Vienen vestidos de blanco, el pecho y la cintura cruzados con unas tiras negras, las polainas son de un negro riguroso también, y sobre la cabeza llevan una especie de mitra de colorines adornada con flores del campo; el rostro se lo cubren con una careta horrible que ellos mismos se fabrican, unas veces con el forro de la cabeza de algún animal: de un cerdo, de un macho cabrío con la cornamenta propia del animal, otras veces elaboradas de cartón y de trapos.
Los botargas entran al pueblo en fila de a uno, luego recorren el pueblo en orden de a dos, haciendo sonar los cencerros ruidosamente ayudados por una peculiar manera de echar el paso. Al instante salen por otra calle las mascaritas, que se unen a los botargas formando parejas mixtas para seguir dando vueltas y más vueltas por calles y plazuelas, invitando a vino de una bota o arrojando puñados de pelusa a los espectadores.
Durante los últimos años se ha ido popularizando la fiesta. Hubo un tiempo en el que, como otras más, estuvo prohibida por orden gubernativa, si bien el pueblo la volvió a sacar a la luz apenas tuvo ocasión. Cuando la tarde del sábado apunta soleada, las orillas del pueblo se llenan de vehículos, algunos de ellos son de los propios festeros que en su mayoría viven fuera de allí, y otros de los que acuden como espectadores. La fiesta de “Botargas y Mascaritas” de Almiruete es una de las más coloristas y auténticas que se puedan conocer, también de las más sorprendentes si se tiene en cuenta el paraje y el paisaje natural el que se desarrolla. Vivir esta experiencia, como antes apuntamos en la feria de Tendilla, nunca será tiempo perdido. Por lo pronto es una muestra fiel de nuestra cultura autóctona conservada con un más que exquisito decoro.
(La fotografía nos muestra un desfile de carrujes de época en la feria de Tendilla)

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