El río Henares, lo que es su corriente muy joven aún, cruza de forma discreta dejando en su ribera izquierda a la Ciudad del Doncel, con sus torres, con su arte, con su historia y con sus recuerdos, sellados en piedra de muchos siglos. El río discurre a trechos escondido entre la maleza, paralelo a la carretera que baja hasta Moratilla y a las vías del ferrocarril con un recorrido más largo. El terreno por el que baja el río es complicado y difícil, retorcido y ocupado por peñascos entre los que el agua y el camino se van abriendo paso.
Moratilla de Henares queda escondido como en una barranquera en la solana. Cuando se viaja desde Sigüenza a Moratilla conviene estar atentos para no pasarse, pues se corre el riesgo de perderse más allá, por un camino de tierra que lleva a ninguna parte. A mí me ocurrió la primera vez que anduve por allí. Las casas de Moratilla se ven al pasar, a mano izquierda al otro lado de la vía.
Es éste un pueblo desconocido para los ajenos a la comarca, un pueblo pintoresco al que la Naturaleza ha favorecido con generosidad. El Henares baja rumoroso junto al pueblo, regando huertos, alimentando fuentes, saltando burlón entre las enormes risqueras por las que se fue abriendo paso desde la tarde de la Creación. Un pueblo para gozar de él y de la naturaleza en vivo que lo rodea al respaldo de los aires fríos, sirviendo de balcón sobre los verdes cuartelillos que cada primavera cultivan los hábiles hortelanos del lugar. Desde lo más alto, el campanario de la iglesia de San Miguel contempla a diario el sereno espectáculo de la veguilla, adormecido cada día y cada noche con el bramido del agua al saltar entre las peñas, con el silencio de las tumbas y de las cruces del cementerio que tiene al pie. Mientras el pueblo sueña llegado el otoño con otro tiempo mejor, el río sigue su rumbo cauce abajo palpando nuevos paisajes por la fría tierra del campo de Sigüenza, hasta llegar a Baides donde casi todo cambia.
El viajero que llega a Baides se encuentra en principio con un pueblo extraño, con un pueblo fuera de lo común con arreglo al concepto de pueblo que tenemos por estas latitudes castellanas. Tanto el río como el caminante al llegar, se encuentran en Baides con que hay que distinguir entre el pueblo y el barrio de la Estación. Son la misma cosa y son a la vez cosas diferentes. Entre el pueblo y el barrio de la Estación (por supuesto que se trata de la del ferrocarril) hay un paseo arbolado de casi un kilómetro de longitud, que el vecindario ha dedicado al personaje más distinguido de cuantos nacieron allí y que se tenga noticia, al escritor Ángel María de Lera, premio Planeta en 1967 y autor de novelas que marcaron época dentro de la narrativa española de posguerra.
No lejos de Baides el Henares recibe las aguas de un arroyo revestido de personalidad: el Salado, que viene desde El Atance, Huérmeces y Viana de Jadraque. Si tomamos por mirador el altillo de junto a la iglesia, el panorama sobre la vega que poco más abajo vitaliza el Henares, es magnífico, pintado de matices según la época del año, y en donde se mezclan por costumbre los cantos de las aves, el soplo del viento sobre las copas de los árboles, y en otro tiempo, y aun ahora, el silbo de las máquinas y el traqueteo de los vagones del tren que atraviesa el valle.
Y luego huertas, y campos de girasol o rastrojeras, y maquinarias potentes rayando en el barbecho, donde los campesinos de tiempo atrás sudaron la gota gorda para sacar adelante una población que acabó por marcharse a la ciudad, huyendo de los inconvenientes que hace cuarenta años comenzaron a platear en el medio rural las nuevas perspectivas de futuro. El trabajo, la sanidad, la educación y crianza de los hijos, la formación de los jóvenes con arreglo a los tiempos, fue, digamos el pretexto más común para huir del terruño y situarse como esclavos de las modernas tecnologías junto a una máquina en las zonas industrializadas. Algo de alivio contra aquel fenómeno supusieron las muy contadas industrias locales, como las de Mandayona o Matillas, cuya chimenea de ladrillo, alta y recta como una vela colosal, todavía nos recuerda al pasar siguiendo el cauce del río, aquellos tiempos ya idos.
Por Matillas cruza el Henares manso y sin hacer ruido. Allí suma a las suyas las aguas de otro histórico de las tierras de Guadalajara, el río Dulce, que le entran por su costado izquierdo, después de un trayecto variado y por exceso interesante del que ya escribimos cumplidamente tiempo atrás. Bujalaro y Jirueque, más el segundo que el primero, reciben al río un poco de costado, pasa por sus términos respectivos, pero a cierta distancia de los pueblos. No obstante, Jirueque le aporta, cuando las hay, las aguas de un arroyo menor al que llaman del Prao de Rizales, que a su vez recibe desde los Cendejas. El Henares escapa después, siguiendo su curso natural y serpenteando a trechos, hasta Castilblanco, un pueblo de ribera.
A la altura de Castilblanco, el río recibe otro chorro importante de agua que le baja de la sierra: el río Cañamares, que poco más arriba se embalsó en Pálmaces y desagua en el Henares justamente aquí, en las orillas de Castilblanco, pueblo campiñés siempre a trasmano que es sombra en la Alameda, canto de pájaros en el ramaje espeso de junto al puente, abierto jardín en la Plaza Mayor, huerta y agua, sobre todo agua. Castilblanco –y quiero recordar que ya lo dije alguna vez- debe todo lo que es al milagro de su agua abundante.
Y a partir de allí, la llanura fecunda se extiende corriente abajo buscando otra confluencia si cabe todavía más importante, la de uno de los ríos serranos de mayor nombradía entre los cientos y más que recorren, en todo lugar y en todas direcciones, la tierra de Guadalajara. Es el Bornova. Siempre en la ancha vega, con la enseña inconfundible del castillo de Jadraque ocupando la cima “del cerro más perfecto del mundo”, según la manida frase del maestro Ortega, que gustó perderse y disfrutar por estos parajes de Castilla en donde asentó la Historia y echó flor la buena Literatura.
Carrascosa de Henares viene después aguas abajo. Es ese pueblo extendido en el llano, tranquilo, tan poco conocido como bien cuidado por sus vecinos, que se distingue al fondo de la vega cuando se contempla el valle desde los altos de Jadraque. Carrascosa disfruta en sus orillas de un Henares joven, con cuerpo casi suficiente como para que se le considere como uno de los ríos principales de la Meseta, y desde luego que lo es, por lo menos dentro del panorama fluvial de nuestra tierra. Hasta Carrascosa se llega por una carretera estrecha que sigue paralela al río y a las vías del tren. Sin duda que se trata de un pueblo privilegiado, con urbanización, una abundante y evocadora fuente vieja, un importante plantel de huertas, y un vecindario abierto y amigable, modelo al fin del ambiente rural por el que pasa el río. Un Henares que continúa su curso por las tierras de Guadalajara, pero que dejamos aquí para continuar junto a sus orillas en otra sesión y en otro momento.
Moratilla de Henares queda escondido como en una barranquera en la solana. Cuando se viaja desde Sigüenza a Moratilla conviene estar atentos para no pasarse, pues se corre el riesgo de perderse más allá, por un camino de tierra que lleva a ninguna parte. A mí me ocurrió la primera vez que anduve por allí. Las casas de Moratilla se ven al pasar, a mano izquierda al otro lado de la vía.
Es éste un pueblo desconocido para los ajenos a la comarca, un pueblo pintoresco al que la Naturaleza ha favorecido con generosidad. El Henares baja rumoroso junto al pueblo, regando huertos, alimentando fuentes, saltando burlón entre las enormes risqueras por las que se fue abriendo paso desde la tarde de la Creación. Un pueblo para gozar de él y de la naturaleza en vivo que lo rodea al respaldo de los aires fríos, sirviendo de balcón sobre los verdes cuartelillos que cada primavera cultivan los hábiles hortelanos del lugar. Desde lo más alto, el campanario de la iglesia de San Miguel contempla a diario el sereno espectáculo de la veguilla, adormecido cada día y cada noche con el bramido del agua al saltar entre las peñas, con el silencio de las tumbas y de las cruces del cementerio que tiene al pie. Mientras el pueblo sueña llegado el otoño con otro tiempo mejor, el río sigue su rumbo cauce abajo palpando nuevos paisajes por la fría tierra del campo de Sigüenza, hasta llegar a Baides donde casi todo cambia.
El viajero que llega a Baides se encuentra en principio con un pueblo extraño, con un pueblo fuera de lo común con arreglo al concepto de pueblo que tenemos por estas latitudes castellanas. Tanto el río como el caminante al llegar, se encuentran en Baides con que hay que distinguir entre el pueblo y el barrio de la Estación. Son la misma cosa y son a la vez cosas diferentes. Entre el pueblo y el barrio de la Estación (por supuesto que se trata de la del ferrocarril) hay un paseo arbolado de casi un kilómetro de longitud, que el vecindario ha dedicado al personaje más distinguido de cuantos nacieron allí y que se tenga noticia, al escritor Ángel María de Lera, premio Planeta en 1967 y autor de novelas que marcaron época dentro de la narrativa española de posguerra.
No lejos de Baides el Henares recibe las aguas de un arroyo revestido de personalidad: el Salado, que viene desde El Atance, Huérmeces y Viana de Jadraque. Si tomamos por mirador el altillo de junto a la iglesia, el panorama sobre la vega que poco más abajo vitaliza el Henares, es magnífico, pintado de matices según la época del año, y en donde se mezclan por costumbre los cantos de las aves, el soplo del viento sobre las copas de los árboles, y en otro tiempo, y aun ahora, el silbo de las máquinas y el traqueteo de los vagones del tren que atraviesa el valle.
Y luego huertas, y campos de girasol o rastrojeras, y maquinarias potentes rayando en el barbecho, donde los campesinos de tiempo atrás sudaron la gota gorda para sacar adelante una población que acabó por marcharse a la ciudad, huyendo de los inconvenientes que hace cuarenta años comenzaron a platear en el medio rural las nuevas perspectivas de futuro. El trabajo, la sanidad, la educación y crianza de los hijos, la formación de los jóvenes con arreglo a los tiempos, fue, digamos el pretexto más común para huir del terruño y situarse como esclavos de las modernas tecnologías junto a una máquina en las zonas industrializadas. Algo de alivio contra aquel fenómeno supusieron las muy contadas industrias locales, como las de Mandayona o Matillas, cuya chimenea de ladrillo, alta y recta como una vela colosal, todavía nos recuerda al pasar siguiendo el cauce del río, aquellos tiempos ya idos.
Por Matillas cruza el Henares manso y sin hacer ruido. Allí suma a las suyas las aguas de otro histórico de las tierras de Guadalajara, el río Dulce, que le entran por su costado izquierdo, después de un trayecto variado y por exceso interesante del que ya escribimos cumplidamente tiempo atrás. Bujalaro y Jirueque, más el segundo que el primero, reciben al río un poco de costado, pasa por sus términos respectivos, pero a cierta distancia de los pueblos. No obstante, Jirueque le aporta, cuando las hay, las aguas de un arroyo menor al que llaman del Prao de Rizales, que a su vez recibe desde los Cendejas. El Henares escapa después, siguiendo su curso natural y serpenteando a trechos, hasta Castilblanco, un pueblo de ribera.
A la altura de Castilblanco, el río recibe otro chorro importante de agua que le baja de la sierra: el río Cañamares, que poco más arriba se embalsó en Pálmaces y desagua en el Henares justamente aquí, en las orillas de Castilblanco, pueblo campiñés siempre a trasmano que es sombra en la Alameda, canto de pájaros en el ramaje espeso de junto al puente, abierto jardín en la Plaza Mayor, huerta y agua, sobre todo agua. Castilblanco –y quiero recordar que ya lo dije alguna vez- debe todo lo que es al milagro de su agua abundante.
Y a partir de allí, la llanura fecunda se extiende corriente abajo buscando otra confluencia si cabe todavía más importante, la de uno de los ríos serranos de mayor nombradía entre los cientos y más que recorren, en todo lugar y en todas direcciones, la tierra de Guadalajara. Es el Bornova. Siempre en la ancha vega, con la enseña inconfundible del castillo de Jadraque ocupando la cima “del cerro más perfecto del mundo”, según la manida frase del maestro Ortega, que gustó perderse y disfrutar por estos parajes de Castilla en donde asentó la Historia y echó flor la buena Literatura.
Carrascosa de Henares viene después aguas abajo. Es ese pueblo extendido en el llano, tranquilo, tan poco conocido como bien cuidado por sus vecinos, que se distingue al fondo de la vega cuando se contempla el valle desde los altos de Jadraque. Carrascosa disfruta en sus orillas de un Henares joven, con cuerpo casi suficiente como para que se le considere como uno de los ríos principales de la Meseta, y desde luego que lo es, por lo menos dentro del panorama fluvial de nuestra tierra. Hasta Carrascosa se llega por una carretera estrecha que sigue paralela al río y a las vías del tren. Sin duda que se trata de un pueblo privilegiado, con urbanización, una abundante y evocadora fuente vieja, un importante plantel de huertas, y un vecindario abierto y amigable, modelo al fin del ambiente rural por el que pasa el río. Un Henares que continúa su curso por las tierras de Guadalajara, pero que dejamos aquí para continuar junto a sus orillas en otra sesión y en otro momento.
(En la foto, el río Henares a su paso por Baides)
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