martes, 8 de julio de 2008

ESTATUAS PUEBLERINAS


ESTATUAS PUEBLERINAS

Como en un intento de hacer perpetua su memoria, es costumbre universal rendir testimonio de reconocimiento a ciertas personas en público homenaje. Políticos, deportistas, héroes mitológicos, artistas, cerebros privilegiados, han sido a lo largo de toda la historia de la Humanidad carne de estatua preferente, cuando no exclusiva. No así el común de los mortales como colectivo, sencillamente porque la labor callada de tantos personajes anónimos no entra en la cuenta como merecedora de tales deferencias en bronce o en piedra berroqueña, capaz de presidir, sirviendo como modelo a generaciones venideras, el centro de una plaza pública o de una glorieta en cualquier ciudad.
Cuatro pueblos de la provincia de Guadalajara han tenido el bonito gesto de romper esa norma: Peñalver, al melero alcarreño; Bujalaro, al emigrante de los años sesenta; Anquela del Ducado, por partida doble, al hombre y a la mujer campesina; y Fuentes de la Alcarria, a la mujer alcarreña, con fina escultura de mármol colocada a la entrada del pueblo en mitad de un romántico jardinillo, junto a la muralla.

EL APOSTOLADO DE ALMADRONES


SOBRE EL APOSTOLADO DE ALMADRONES

Es verdad que las circunstancias que se dan en la vida, extrañas, caprichosas, y tantas veces fatales, la tomaron con nuestro patrimonio durante el pasado siglo; y así, palacios, monasterios, iglesias, obras de arte de extraordinario valor que fueron parte de nuestra riqueza por siglos y generaciones, resulta que apenas quedan en el recuerdo de los mayores y en algunos trabajos de nuestros cronistas como páginas rotas del libro de nuestra cultura autóctona, y no precisamente a título de reivindicación, porque ante lo ya perdido no hay nada que reivindicar, sino para que quede escrito en nuestra conciencia que Guadalajara, en las cuatro direcciones de su mapa provincial fue toda un museo, una exposición variadísima de elementos únicos, de los que hoy todavía nos queda una buena muestra que el público debiera conocer, y sobre todo el público que vive aquí, nosotros mismos, tan dados a saltar fronteras en busca de impresiones nuevas sin habernos planteado siquiera conocer lo que tenemos dentro, y que sigue siendo mucho aunque en otro tiempo tuvimos más. El siglo XX, siguiendo con empeño la ristra de fatalidades del anterior, fue el siglo de nuestro expolio, y sobre ello, con toda la indignación e impotencia que el caso exige, volvemos a insistir.
Como admirador incondicional de la obra del Greco, se me remueve en las celdillas del alma con bastante frecuencia la falta de aquel valioso tesoro que durante dos siglos se guardo en la iglesia de Almadrones, varios cuadros salidos de la mano, o cuando menos del taller, del pintor cretense. No fue una pérdida baladí la que sufrió el patrimonio guadalajareño con la pérdida para siempre de aquellos cuadros, sino pareja a la desaparición desgraciada de tantos retablos, de tanta imaginería, o de monasterios medievales como el de Óvila que, visto a setenta años de distancia no demuestra sino uno más de los atropellos a los que es capaz de llegar la estupidez humana cuando los auténticos valores -y los culturales siempre lo son- están por demás.
La verdad es que me he propuesto seguir la pista del Apostolado de Almadrones hasta donde me ha sido posible, y este es el momento de llegar al lector con algo más concreto de lo que le pude ofrecer en mi anterior referencia de meses atrás; pues debo decir que por lo menos tres de aquellos cuadros los he tenido delante de mis ojos en fechas muy recientes, incluso los he podido fotografiar, para que los amantes de la pintura puedan reconocerlos y para que los vecinos y amigos del pueblo al que pertenecieron sepan dónde están y puedan verlos. Son tres los que en este momento se muestran en el Museo del Prado, una ínfima porción de la obra del maestro y una tercera parte de los que hubo colgados durante dos siglos en la iglesia de Almadrones, ya que, según he podido saber, fueron nueve los que se llevaron del pueblo, creo que con intención de ponerlos a salvo de un posible saqueo durante la Guerra Civil, pero que jamás volvieron a verse ocupando su puesto en el ábside y en los muros laterales de aquella iglesia, cuando la guerra hace más de sesenta y cuatro años que termino.
Desde Almadrones los cuadros se llevaron al Fuerte militar de San Francisco en Guadalajara, lugar en el que los vio el Marqués de Lozoya y se percató -tampoco para ello se necesita ser un refinado experto- de que se trataba de un apostolado del Greco casi completo. Lo componían las figuras correspondientes a El Salvador, Santiago el Mayor, Santo Tomás, San Pablo, San Juan, San Andrés, San Lucas, San Mateo y San Simón. Dos de aquellos personajes bíblicos, San Pablo y San Lucas, no pertenecieron exactamente al grupo de los doce apóstoles elegidos por Jesucristo, pero sus figuras también contaban allí. Los expertos aseguran que su ejecución pertenece muy a la última época del pintor y que por eso faltaban algunos, pura especulación; lo que sí parece cierto es que formaban parte importante de una fundación con la que, a principios del siglo XVIII, regaló a su pueblo natal don Miguel del Olmo, obispo de Cuenca e hijo ilustre de Almadrones.
Acabada la guerra los nueve lienzos fueron limpiados y restaurados en el Museo del Prado con intención, se supone, de ser devueltos a su lugar de procedencia en la Diócesis de Sigüenza. En el año 1946, como así consta en la carteleta de presentación que los acompaña en el Museo, compro el Ministerio de Educación Nacional cuatro de ellos para que en lo sucesivo se pudiesen mostrar en donde ahora están; fueron los cuatro primeros que nombro en la anterior relación, es decir: El Salvador, Santiago el Mayor, Santo Tomás y San Pablo. Los cinco restantes se entregaron al obispado de Sigüenza y fueron vendidos y exportados al Nuevo Mundo. En museos norteamericanos están los cinco, y muy en concreto en la Fundación Clowes de Indianápolis se encuentra el que al decir de los estudiosos puede considerarse el mejor de todos: San Mateo, aunque si mi opinión personal pudiera servir para algo, debo decir que El Salvador del Museo del Prado nada tiene que envidiar a las muchas réplicas sobre el mismo tema, salidas del taller toledano de Domenico Greco, que por el mundo existen. De los cuatro cuadros que el Ministerio de Educación Nacional compró para ser expuestos en el Museo del Prado, sólo se exponen tres, juntos los tres en la misma sala. El de San Pablo no está, o por lo menos yo no lo vi colgado junto a los otros tres en mi reciente visita..
En una publicación reciente sobre la persona y la obra de D.Luis Alonso Muñoyerro, natural de Trillo y obispo que fue de Sigüenza, escrita hace años por A. de Federico Fernández, y convertida en libro por el canónigo archivero de la Catedral D.Felipe Gil Peces Rata, se esclarece con la transcripción de documentos auténticos el qué y el porqué de la enajenación por parte del obispado de los cuadros del Greco. Se debió, sin duda, a una necesidad apremiante de medios económicos para poner otra vez en marcha el Seminario y proceder al arreglo de algunas iglesias dañadas durante la Guerra Civil, entre ellas la del propio pueblo de Almadrones. Se pagó por el Apostolado incompleto un millón de pesetas, siendo titular de la diócesis como prelado, según se aclara en el informe, Mons. Pablo Gurpide; por supuesto con los permisos y aprobaciones debidas por parte del Cabildo.
Siendo así, desde luego que justificamos el hecho, al menos por cuanto a quien esto escribe se refiere. De Isabel la Católica se sabe que vendió gran parte de sus joyas para poder llevar a cabo las campañas de América. Pero tengo en contra que no se pusiera, en el caso que nos ocupa, la condición de que los cuadros no saliesen de España, motivo por el que nos seguimos lamentando.
No sé si resultará muy costoso devolver los nueve cuadros al sitio de donde desaparecieron. Me refiero, naturalmente, a reproducciones fotográficas, ahora que los modernos sistemas son capaces de hacer verdaderas maravillas en ese menester. Pienso que alguien se debería preocupar por lo menos de intentarlo. Por mi parte, sabida la pobre calidad de una pintura reproducida en tamaño de pequeña estampa, y en blanco y negro para mayor desajuste de lo que los cuadros son, es lo que con mucho gusto ofrezco a los lectores como complemento gráfico a este trabajo. Son las tres pinturas que en un tamaño aproximado a 75 x 60 (el de Santiago firmado con iniciales griegas) se muestran al publico en el museo madrileño, colgados en una de las salas que el Prado dedica al más grande de los pintores griegos que eligió nuestro país, incluso nuestra comunidad autónoma (la ciudad de Toledo) para vivir, para pintar y también para morir, después de haber enriquecido a la pintura española con una obra grandiosa.

domingo, 6 de julio de 2008

AGUAS VIAJERAS


AGUAS VIAJERAS

Acabo de pasar por Sacedón, uno de los pueblos de la Alcarria a orillas del río Tajo, que tiene ligeramente a sus espaldas la presa de Entrepeñas, principio del embalse del mismo nombre que en algún momento, junto con el de Buendía, llegó a ser la mayor reserva de agua dulce dentro de la Península Ibérica. El abuso constante y desmedido, el continuo desangrado de aquellas reservas, unido a los muchos años de sequía que la Región Centro viene soportando, han dado al traste con las esperanzas y con las ilusiones que los ribereños habían ido forjando en su imaginación durante aquellos primeros años de abundancia, en que hasta se llegó a conocer al conjunto de ambos embalses alcarreños como el “Mar de Castilla”, los “Lagos de Castilla”, y otras denominaciones muy en la misma línea.
Vinieron los años de sequía y el agua de los embalses fue desapareciendo hasta límites tales que no quedó siquiera un mínimo para que pudiese vivir la pesca que contenía, para que las barcas de los aficionados siguiesen ancladas en su medio natural, y no varadas entre el fango o en la tierra seca. Algunos de los hoteles que surgieron en sus orillas en horas de promesa, se han ido abandonando, o hundiendo, que es peor, y la Alcarria ha dejado de ser mar y ha vuelto a convertirse en el sequedal que fue siempre.
Las abundantes lluvias de la pasada primavera apenas se han dejado notar en el contenido de los embalses; sí, en cambio, se ha vuelto a abrir el grifo y el trasvase rebosa en su caminar hacia el último de la terna: el pantano de Alarcón en tierras de Cuenca, víctima como ellos, adonde llegan las aguas de los otros dos para que con las suyas propias que recibe del Júcar, viajen río abajo hasta las huertas, los campos de golf, incluso -dicen las malas lenguas- hasta los depósitos de algunas ciudades que la emplean, si llega el caso, para el barrido de calles a presión de manguera.
En la imagen, el agua de la Alcarria en el momento que llega como aportación a la “solidaridad nacional”, vía trasvase. ¿Aportación correspondida…? Castilla fue siempre tierra de quijotes.

DIÁLOGOS CON LA PROVINCIA


DIÁLOGOS CON LA PROVINCIA

La provincia a la que se refiere el libro es la de Guadalajara, y los “diálogos” son eso: conversaciones mantenidas sobre la marcha con medio centenar de personas relacionadas todas ellas con esta provincia. Se trata del primer libro que escribí, en el que se recogen aquellas cincuenta entrevistas que en el año 1979 mantuve con otros tantos personajes de la más distinta condición: desde un Premio Nóbel (Camilo J. Cela) o un académico de la RAE (Manuel Seco), hasta un humilde pastor de la trashumancia (Encarnación Herranz) o un enfermo de lepra del sanitario de Trillo (Antonio Naranjo), lo más diverso de la sociedad del momento, con sus inquietudes, sus experiencias, y sus maneras diferentes de andar por la vida, pasó por las páginas de “Nueva Alcarria”, primero, con una frecuencia semanal, y de esta edición en forma de libro, con el título de “Diálogos con la provincia”, un año después.
Lo publicó, en los talleres zaragozanos de Tipo-Línea el año 1980, la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja, ahora Ibercaja, edición única que se agoto enseguida al ser entregado como obsequio a sus clientes al poco de aparecer, mientras que hubo existencias.

(el detalle)

“FERMÍN SANTOS ALCALDE

Mis ojos tuvieron que ver el mundo
de manera distinta a los demás niños

Si la ocasión ha venido hoy sola a la mano, coincidiendo con su reciente exposición en Guadalajara, no ha sido otra cosa sino adelantarse en unas se­manas a mi viejo propósito por conocer de cerca la personalidad de Fermín Santos. La figura del pintor de Gualda no podía faltar, de ningún modo, en ésta ya larga lista de hombres y de mujeres de la tierra, que cada semana, por una u otra causa, atraen nuestra atención.
Más que en ningún otro caso es preciso conocer al personaje antes de hablar con él; pues, si su forma de hacer en el arte ha encontrado los mejo­res elogios por parte de críticos de la talla de Campoy, Chavarri y Prados López, entre otros; contando, además, con el pláceme autorizadísimo del eminente maestro que perdimos, don José Camón Aznar, quien no dudó nunca en dar a nuestro hombre la categoría de figura universal en el mundo de la pintura, como continuador genuino de la línea iniciada por Goya, creo que hay en Fermín Santos algo todavía más valioso que admirar .
Fermín Santos es un hombre de origen humilde y esta condición la ha hecho siempre como una constante de su vida. Jamás quiso subirse al pedes­tal de las vanidades y ocasiones tentadoras ha tenido, precisamente porque conoce la humildad de sus principios. El pintor, que tiene hoy su obra incluida en el Museo Vaticano y en el de Arte Español Contemporáneo, re­cuerda con dolor, pero también con cariño, aquellos años interminables de su niñez, en los que, por necesidades familiares urgentes, hubo de vagar ofreciendo sus dibujos por los bares y las tabernas del Madrid de los años veinte.
-¿Cómo fue aquello, don Fermín?
-Aquello lo recuerdo con detalles desde chico. No tendría yo más de seis años cuando la afición me llevaba a hacer garabatos en el Colegio de San Rafael, cerca de la estación de «las pulgas» y cerca también de la prade­ra de San Isidro. Sí, tuve una infancia fuerte y nada alegre. Mis ojos tu­vieron que ver el mundo de una manera distinta a los demás niños.
-Al igual que lo bueno, también lo malo pasa en este mundo en que vi­vimos. Hoy, la familia Santos Viana se me antoja una familia feliz en el fondo, entre otras cosas porque allí se le rinde a la pintura culto unánime. Fermín Santos es esposo y padre de pintores, ¿esto es una ventaja o un in­conveniente?
-Es una gran satisfacción para mí estar rodeado de toda la familia cuando les gusta el arte. Yo creo que es algo que, tanto a mí como a mis hi­jos ya mi esposa, nos ha ayudado mucho.
-¿En qué forma sigue usted ligado a la provincia?
-Bien. Yo paso largas temporadas en la provincia, concretamente en Sigüenza. La última temporada allí ha sido de cinco meses. Como nacido en Guadalajara, no se me olvida; la llevo siempre en el arte y en el corazón.
-¿Tiene muchos amigos?
-Sí. Tengo muchos amigos.
-¿Quiénes suelen ser sus amigos?
-Pues, tengo amigos de muchas clases y de los más distintos estamentos y categorías sociales. Son amigos míos, generalmente, todas las personas que tienen buenos sentimientos.
-¿Cuándo pinta Fermín Santos?
-A todas horas; incluso durmiendo.
-¿Está usted satisfecho de su obra?
-Sí que estoy satisfecho. Decir que no lo estoy sería faltar a la verdad, pero tengo que hacer mucho todavía.
-¿Recuerda con cariño especial a alguno de sus maestros?
-Recuerdo con cariño especial a todos los que me enseñaron y creo que sería injusto destacar a uno determinado. Todos mis maestros me sirvieron de mucho.
-¿Cuál es ese trabajo del que usted se deshizo y ahora le gustaría recu­perar?
-Pues mire: no es uno, son muchos los cuadros y dibujos de los que tu­ve que disponer en su momento y ahora me gustaría tener de nuevo como míos, pero reconozco que es algo imposible de conseguir y casi prefiero no pensar en ello.
-¿Hay algún tema que le gustaría llevar al lienzo?
-Sí. Me gustaría pintar, con todo su encanto, con todo su misterio, la esencia de la vida. Es muy difícil, pero me gustaría.
-¿Qué es más grato para un pintor, la naturaleza o su propia imagina­ción?
-Todo cuanto existe debe ser grato para los ojos y para el alma del pin­tor, pues de esta manera puede jugar con su imaginación sin limitar sus ho­rizontes.
En la actualidad cuenta el pintor con setenta años y una lucidez envi­diable. Veo sus ojos cansados, su porte elegante y su conversación sencilla y llena de cordialidad. Hablando con Fermín Santos uno descubre que es ad­mirablemente llano en su palabra y en su idea, como corresponde a un ca­ballero del arte llamado a trascender sobre su propio tiempo, donde afortu­nadamente todavía se encuentran semejantes nuestros a quienes admirar sin condiciones.”

martes, 1 de julio de 2008

LA SEÑORA DE DIEMPURES


LA SEÑORA DE DIEMPURES

En las más agrestes sinuosidades de la sierra del Alto Sorbe, término municipal de Cantalojas y a media hora de camino a pie desde las últimas casas, existen todavía las ruinas de un viejo castillo enriscado sobre la vertical de profundos precipicios por cuyo fondo corren, limpias como el cristal, las aguas de algunos arroyos que nacen al pie de las montañas. De este castillo tan sólo se conoce su nombre: “Diempures”, con el que se cita en el Fuero de Atienza marcando el límite entre los antiguos comunes de Sepúlveda, Ayllón, y de la propio villa de Atienza, al tiempo que servía como punto de vigilancia por aquellas tierras por ser paso obligado entre los reinos de Aragón y Castilla. De su historia se sabe muy poco, el flujo romántico de una leyenda que el tiempo se ha encargado de tirar al olvido, mientras que las pesadas losas de pizarra que elevaron sus muros iban desapareciendo, arrancadas por los lugareños de los pueblos más próximos, y que utilizaban después para levantar las paredes que servirían de cerco a las humildes praderas de su propiedad.
Del castillo de Diempures solamente queda en pie la oquedad del portón de entrada, el ojal de alguna saetera, y un trozo de lienzo testimonial de piedra y argamasa orientado hacia la vertiente del barranco por la que asoma el sol cada mañana. Lo demás es soledad y silencio en todo aquel paraje durante los crudos inviernos de la sierra, sin otra señal de vida en todo su entorno que el mugido de las vacas y de los ternerillos que pastan en los hierbazales cercanos, el graznido de los cuervos durante el día o del búho en cuanto cierra la noche, y el bufido del viento sobre los cortes de las peñas en los atardeceres de vendaval o de cellisca, siempre en fechas cercanas a la Navidad. ¡Ah!, y el gemido lastimero de un alma en pena que vaga por toda la eternidad -bien en la corriente de las aguas, bien entre la espesa fronda de los pinos- por los alrededores del castillo pagando su culpa.
Se cuenta que por aquellos años oscuros de la Baja Edad Media, este castillo, con una numerosa dotación de bravos guerreros y varias leguas de tierra y de bosque alrededor, pasó por herencia a un caballero de la nobleza castellana de nombre don Iván de Zúñiga, afín a la familia reinante y casado con una joven mujer, muy bella y de corazón generoso, llamada doña Isabel de Mendoza, tierno retoño de una familia vascongada que años atrás acababa de fijar sus raíces en tierras de Castilla.
Sucedió que un día se hizo presente en el patio de armas de la fortaleza un mensajero de la Corte, pidiendo al señor del castillo de parte del rey, que se incorporase con todos los jinetes y hombres de a pie que pudiese reclutar en sus territorios, al ejército castellano que en fechas inmediatas partiría hacia Portugal en un intento de unir aquel importante pedazo de la Península a la corona de Castilla.
Con el feliz matrimonio vivía en Diempures un pariente lejano de doña Isabel tan joven como ella, Alonso de Vargas, al que los Zúñiga acogieron por caridad cuando murieron sus padres en una epidemia de peste que años atrás había diezmado la comarca. Los amigos más íntimos y otras personas de confianza de don Iván le habían advertido en diferentes ocasiones de la dudosa condición del primo de su mujer -el joven doncel admitido como uno más en el seno de la familia- y de que no les parecía sensato mantener en los mismos salones y habitaciones del castillo a dos personas jóvenes y de distinto sexo. Consejos que don Iván siempre rechazó, arguyendo que los motivos de agradecimiento que tenía el joven Alonso, tanto con él como con su esposa, serían la mejor protección y seguridad de ambos ante cualquier eventualidad, bien encontrándose él presente como en sus reiteradas ausencias.
El señor de Diempures se incorporó con todos los efectivos armados que pudo conseguir a las huestes del rey Juan, quien en tan sólo unas semanas consiguió reunir, con la notable aportación de una buena parte de los nobles de Castilla, un ejército superior en número que el de su homónimo el monarca portugués. Con doña Isabel de Mendoza y el doncel Alonso de Vargas sólo quedó en el castillo una reserva insignificante de damas de servicio, y una escuadra de soldados para cubrir los puestos de vigilancia con sus correspondientes relevos durante las veinticuatro horas del día.
La vida en la fortaleza transcurrió sin ningún incidente durante los primeros meses de ausencia de su señor, hasta que un mal día llegó la noticia de que la mesnada de don Iván había sido derrotada por los portugueses con el resto del ejército castellano en Aljubarrota. Se dijo además que el propio rey se vio obligado a huir para salvar su vida en un caballo prestado por don Pero González de Mendoza, señor de Guadalajara y pariente lejano de doña Isabel, y que se daba por hecho seguro que don Iván de Zúñiga, señor de Diempures, como el propio don Pero, habían muerto con la mayor parte de los suyos peleando en la batalla.
No es preciso reseñar cómo tomó la noticia doña Isabel de Mendoza; pues es lo cierto que cayó en un estado de depresión que la dejó indefensa frente a la ambición y los malvados instintos de su protegido, el cuál no dudó en utilizar toda clase de estratagemas y de engaños para apoderarse del castillo y hacerse dueño de todas sus tierras.
Con el correr de los días la situación para la infeliz doña Isabel se iba haciendo cada vez más insostenible. Un estado de profunda inconsciencia se fue apoderando de ella y de sus actos poco a poco. Muchas horas del día y todas las de la noche las pasaba llorando y rezando dentro de su camarín, ausente de todo lo que ocurría a su alrededor.
Una de aquellas noches interminables, Alonso de Vargas entró en la estancia de la señora con la perversa intención de hacerse dueño por la fuerza también de su persona, lo mismo que antes lo había hecho del castillo y de todas sus pertenencias. Al verlo aparecer, Isabel se levantó de un salto y, con la mayor discreción que le fue posible para no alarmar a la servidumbre que descansaba en habitaciones cercanas a la suya, escapó por la escalinata interior de la torre del homenaje hasta lo más alto del castillo. Era una noche de luna. Las hojas de los álamos brillaban reflejando a raudales el resplandor frío del astro de la noche. De tiempo en tiempo se sentía a lo lejos el aullido de los lobos y el silbo de los búhos en la sombra densa del cercano pinar. Doña Isabel, destemplada por el frío húmedo de la noche, se había recogido en el ángulo que quedaba en sombra entre dos almenas mirando a las estrellas. Poco después sintió los pasos de su primo que avanzaban cada vez más cerca por el fondo de la escalera.
No podía escapar. Alonso la encontró encogida, asustada y jadeante, en aquel sombrío rincón de lo alto del castillo. La forzó asiéndola de los brazos hasta ponerla en pie. La intentó abrazar. Hubo entre los dos un violento forcejeo. Doña Isabel hubiese preferido morir mil veces antes que sentirse deshonrada por aquel infame. En un momento de descuido consiguió arrancarle la daga que el traidor llevaba enfundada a la cintura en el equipo de campo que vestía aquella noche, y se la clavó en su propio pecho. El grito de dolor se oyó en todo el castillo. El cuerpo de la infeliz, herido de muerte, se desplomó en los brazos de Alonso y cayó al suelo en medio de un charco de sangre. Aterrado ante lo que acababa de ver, Alonso dio un paso largo hacia atrás y se precipitó en el vacío por un lateral de la torre. Su cuerpo se estrelló contra las peñas sobre las que asientan los muros del castillo, saliendo despedido hasta el fondo del barranco.
Un débil hilo de voz se pudo escuchar por aquellos alrededores en la noche cerrada. Era la voz de Isabel que, en su agonía, maldecía al desgraciado Alonso, pidiendo a la Divina Providencia que en cada noche de luna su alma vagase errante por entre los bosques y los profundos abismos que rodean al castillo.
A la mañana siguiente, los servidores de la fortaleza descubrieron horrorizados el cuerpo muerto de doña Isabel humedecido por el relente de la madrugada, mientras que de Alonso de Vargas tan sólo apareció, desgarrado en girones y manchado por su propia sangre, algún retazo de su traje de campo y varios huesos descarnados entre la maleza, junto a las corrientes del arroyo. Los lobos habían dado buena cuenta de su cadáver aquella misma noche.
En los pueblos de la comarca no queda rastro alguno del terrible suceso que durante años y décadas estuvo en la conciencia de todos. El tiempo se ha encargado de borrar el recuerdo de aquel hecho abominable, que ni siquiera aparece en crónicas de la época, porque no las hay. Algunos pastores, de aquellos que años atrás pasaban las noches vigilando sus ganados al amparo de las ruinas del castillo, llegaron a decir que cuando el viento azotaba con fuerza contra las esquinas de las peñas, se podía oír, mezclado con el viento y con el rumor de las aguas del arroyo, el gemido lánguido y doliente de Alonso de Vargas que penaba su delito en las noches de luna.


José Serrano Belinchón. "Nueva Alcarria", 18.VII.2008

LA AEROSTACIÓN EN IMÁGENES


LA AEROSTACIÓN EN IMÁGENES

De las distintas actividades de tipo cultural que tan a menudo se vienen celebrando en Guadalajara, hace un par de semanas asistí a una que me interesó especialmente. Se trataba de presentar al público asistente el “Catálogo digitalizado de la Sección de Aeronáutica de la colección fotográfica Latorre y Vegas, elaborado por los técnicos del Centro de la Fotografía y la Imagen Histórica de Guadalajara, con el asesoramiento de don Carlos Lázaro Ávila, historiador especialista en temas de aerostación y aviación, y que fue presentado por don Antonio Montero Romero”, transcrito al pie de la letra el programa de mano.
El tema de la Aerostación en General, y muy en particular el de la Aerostación en Guadalajara, me ha interesado desde que en el otoño del año 87 pasé un par de horas, en extremo agradables, escuchando en su propia voz y revisando algunos álbumes de fotografías antiguas, que él me iba enseñando en su casa de Azuqueca, con el general Vives Camino, un nombre ilustre, siempre unido al de su padre el general Vives Vich, fundador de la Aeronáutica Española, ahora en primera línea de actualidad al conmemorarse el primer centenario de la aviación en España.
El de la ciudad de Guadalajara, porque las cosas del destino son así, es un nombre marcado con letras mayúsculas en la todavía breve historia de la Aviación, un dato desconocido para tantos de los que aquí somos, como tantos otros datos más de nuestro pasado que la gente ignora, deficiencia que no parece importarnos en exceso, lo que no deja de tener su pinta de gravedad, sobre todo si se tiene en cuenta que de nuestro pasado, tanto cultural como histórico y humano, es de lo que podemos vanagloriarnos con cierto fundamento, y que por ende conviene hacerlo saber a los miles de ciudadanos que durante los últimos diez años se han venido incorporando a nuestro vivir diario.
Desde la aparición más que curiosa de las fotografías que integran la colección Latorre y Vegas, el compromiso de Guadalajara con la Aviación y el de la Aviación con Guadalajara es mucho mayor, pues al decir de los entendidos que tomaron la palabra en el acto de presentación del legado, estas fotografías han venido a confirmar la importancia de nuestra ciudad y de sus instalaciones pretéritas, ya centenarias, en los misterios del vuelo.
La cosa fue así de sencilla: dos economistas de nuestra ciudad, Alejandro Latorre uno, y Luis Vegas otro, con su equipo de trabajadores y de máquinas para la construcción, se disponen a vaciar una vivienda antigua de la calle Benito Chavarri para adaptarla a las necesidades de su nuevo destino. En algún rincón del viejo inmueble hay una cesta de mimbre con álbumes de fotografías polvorientos y placas de cristal impresas en su interior. Dudan sobre qué hacer con ello. No saben de qué son ni de cuando son debido a su mal estado. Deciden, por fin, salvarlas de la piqueta y dejar todo aquello, tal y como apareció, en un pasillo de sus despachos, donde ha debido pasar varios años ocupando un espacio. Se interesaron en que el fotógrafo de la Diputación, Alfonso Romo, amigo de uno de los dueños, les orientara más o menos acerca de lo que aquello era y de lo que podría llegar a ser con el debido tratamiento. Los dueños donan todo aquel material a la Diputación, y enseguida Alfonso Romo con el asesoramiento de Carlos Lázaro, van dando valía y clasificando tanto fotografías como clichés, limpiando negativos muy pacientemente, para hacerles llegar en las debidas condiciones al Centro de Fotografía Histórica de la entidad provincial, conde Celestino del Amo, De Pedro, y el propio Carlos Lázaro, delicada y concienzudamente culminaron la labor de catalogar, informatizar, y crear una ficha individual para el millar y medio de fotografías de las que consta la colección, a la que se conoce y se conocerá en lo sucesivo con el nombre de sus donantes, Latorre y Vega.
Sobre quien fue o quienes fueron los autores y primeros dueños de tan importante riqueza gráfica, no hay duda de que lo fueron los hermanos Fernández Palacios, vecinos de Guadalajara y ya desaparecidos, como por la antigüedad de su obra cabría suponer.
El control al que se han sometido las fotografías es riguroso. Se trata al cabo de un tesoro gráfico de extraordinario valor. Tan sólo para su publicación, y previo documento firmado como recibo, se hace entrega de alguna copia en el departamento que dirige Plácido Ballesteros en la Biblioteca de Investigadores. La calidad de las imágenes es buena o muy buena, a pesar de los pesares, como podrá comprobar el lector en las tres que ofrecemos en este trabajo a título de muestra, aunque susceptibles de ser mejoradas todavía con los medios técnicos actuales al alcance de todos.
Hoy nos han interesado las fotografías referentes a la Aerostación, todas ellas tomadas en el Polígono de Guadalajara, pero el contenido total del hallazgo abarca mucho más: fábrica de Hispano Suiza, paisajes, ambiente urbano, costumbres, y en fin, todo lo que rodeó el vivir diario de unos buenos aficionados a la fotografía, que tuvieron el bonito gusto de tomar por suya y de perpetuar en sus placas aquella Guadalajara de cien años atrás, aunque por olvido, o por dejadez, o por Dios sabe por qué, no dieron en sacarlas a la luz para la posteridad, deficiencia que la suerte o el ángel bueno de Guadalajara, se ocuparon de subsanar un poco con la colaboración de todos, de donantes y empleados de la Diputación especialmente.
La Historia de la Aerostación, sobre todo en sus inicios, es la mar de interesante. Todo su misterio se basa en el conocido Principio de Arquímedes. Si no estoy equivocado, fueron los franceses Esteban y José Montgolfier quienes el día 5 de junio de 1783 consiguieron despegarse del suelo sobre la barquilla de un globo, ante la enloquecida expectación de la gente que contemplaba la escena increíble en la plaza de Annonay. Dos meses más tarde, animado por el éxito de los Montgolfier, otro físico francés llamado Charles repitió la hazaña, empleando hidrógeno en lugar de aire caliente para elevar la inmensa bola en el Campo de Marte. El 7 de enero de 1785, es decir, a menos de dos años desde las primeras pruebas, lograron consumar con éxito la travesía de Dover a Caláis los doctores Blanchard y Deffies, con medios poco más perfeccionados. Seguido a éstos, y en el cenit de la fiebre de los intrépidos por alcanzar altura, Gay-Lussac salió con su globo del patio del Conservatorio de Artes y Oficios de París, y en seis horas pudo recorrer ciento veinte kilómetros, subiéndole el número de pulsaciones hasta 122 por minuto a consecuencia de la altura. Pero habría de ser mucho después, en 1862, cuando el profesor de Meteorología de Greenwich, Mr. Glaisher, el que alcanzaría los nueve mil doscientos metros por encima del suelo, llegando a encontrar una temperatura tan baja a tales alturas, que perdió el habla, se le empañó la vista, y su cuerpo cayó a tierra exánime tras el intento.
En España se dio cabida a la Aerostación, destinada a operaciones militares, a finales del año 1884, y por Real Decreto de 15 de diciembre de aquel año, se incorporó la tal disciplina al Cuerpo de Ingenieros. De su ser y estar en Guadalajara escribiremos en otra ocasión, aprovechando el primer centenario de la Aviación en España. Asunto en el que nuestra capital tiene tanto que decir, que recordar a los más metidos en edad, y que enseñar a las generaciones nuevas de guadalajareños. Eso será en otra ocasión, Dios mediante. Por hoy, vale.

JSB. “Nueva Alcarria” 2003

DE VIAJE CON ORTIZ ECHAGÜE


DE VIAJE POR ESPAÑA CON ORTIZ ECHAGÜE

Ha sido el casual descubrimiento de un libro ilustrado por él, la única razón que tengo para traer a las páginas de nuestro diario la personalidad y la obra de este hombre excepcional, don José Ortiz Echagüe, un guadalajareño nacido en nuestra capital de provincia en el año 1886, y del que en su tierra se habla muy poco, casi nada, si bien existen abundantes motivos para hacerlo, a la vista de la densa obra que dejó al morir en su doble vocación: la fotografía, y los ingenios aeronáuticos; ésta última como hijo de un lugar: Guadalajara, y de un tiempo en el que su ciudad natal surgió como pionera en el campo de la aeronaútica, coincidiendo, más o menos, con la primera década del siglo XX.
Ortiz Echagüe pasó una buena parte de su niñez en la ciudad de Logroño, destino militar de su padre por aquellos años. En 1903 regresó a Guadalajara como alumno de la Academia de Ingenieros Militares. Su preparación fue fugaz y en extremo provechosa; pues a sus veintitrés años ya se encontraba en el norte de África como responsable del Servicio de Fotografía Aérea, misión que llevó a término con el mayor agrado por su parte, y que le sirvió a la vez para desarrollar en él su segunda gran pasión: la fotografía, que, a pesar de los importantes cargos que llegó a desempeñar en otras actividades, sería ésta la que le haría merecedor del general reconocimiento del que se hizo merecedor, no sólo en vida, sino también después de su muerte, acaecida en Madrid en 1980, ya cerca de cumplir su siglo de existencia.
Como lo que aquí principalmente nos interesa de su actividad profesional es la fotografía, tan sólo señalaremos los datos más sobresalientes de su quehacer como industrial, a los que dedicó la mayor parte de su vida, y que fueron su responsabilidad como fundador y primer presidente de la C.A.S.A. (Construcciones Aeronáuticas S.A.) en 1923, y más tarde, en 1950, fundador también y presidente de la primera industria española en la fabricación de automóviles, la S.E.A.T. Como prueba de la desbordante vitalidad de este guadalajareño simpar, ahí queda el dato de haber traspasado la barrera del sonido a bordo de en un reactor norteamericano, con motivo de unas pruebas técnicas en el año 1959, cuando ya contaba con una edad de 73 años.

De sus primeros pasos
Pero nuestro “Viaje por España con Ortiz Echagüe” como titula el presente trabajo, no lo vamos a hacer en la barquilla de un dirigible, ni de un reactor como hubiera parecido lo más razonable después de lo dicho; no. Lo haremos dándolo a conocer como fotógrafo, como uno de los tres fotógrafos más importantes del mundo, según lo consideró en 1935 la revista American Photography.
Como se ha podido ver en lo hasta ahora dicho, Ortiz Echagüe fue un gran impulsor de la modernidad a través de la industria en las primeras décadas del siglo XX. Su creación, en cambio, a través de la fotografía, no siguió los mismos caminos, quizás porque temía que con el fuerte impulso de la industrialización se llegase a perder una buena parte de la cultura rural española, como, efectivamente, ha venido ocurriendo tiempo después. De ahí que sus motivos principales fuesen las fiestas y costumbres populares, los castillos, los trajes, el folclore, los tipos más característicos del ambiente pueblerino, sin distinguir a favor de unas o de otras a las distintas regiones de España, que las fotografió todas, incluso una buena serie de placas con tipos y lugares del continente africano forman parte de su legado.
La primera cámara fotográfica que cayó en sus manos fue en el año 1898, regalo familiar, seguramente con motivo de sus primeros doce años. No mucho después, en 1903, realizó la más famosa quizás de toda su obra, Sermón en la aldea, tomada en el interior de una iglesia, con el orador revestido en el púlpito y el pueblo al pie, quieto y silencioso, pues el tiempo de exposición fue de medio minuto. Por entonces consiguió retratar al rey Alfonso XIII, un privilegio reservado tan sólo a los buenos profesionales.
El procedimiento empleado por nuestro fotógrafo fue puramente artesanal. Realizaba casi todos sus trabajos usando la técnica francesa del carbon-fresson, con la que consiguió un efecto aterciopelado y ligeramente rugoso en sus trabajos.

Una obra gigantesca
La obra de Ortiz Echagüe superó con creces los 28.000 negativos y cerca de 1.500 positivos originales, y que, por haber empleado en su ejecución la técnica antes dicha gozan de una originalidad y de una belleza insuperables. Las pocas obras que hoy se puedan conseguir de este autor en subastas, se pagan a precio de oro, siempre corriendo el riesgo de que se trate de una buena copia, si el interesado en adquirirla no es experto en ese tipo de obras. Sus herederos, considerando imposible por ellos mismos conservar como merece tan valioso legado, estimaron oportuno donar la mayor parte de la obra, tanto en fotografías como en negativos, a la Universidad de Navarra, cuyo Fondo Fotográfico se encarga de montar exposiciones frecuentes en diversas ciudades de España y del mundo.
Con una buena selección de sus trabajos, y con los medios de impresión entonces al uso, Ortiz Echagüe dejó publicada una extraordinaria tetralogía, divida por temas, según resulta fácil adivinar por el título de cada uno de los volúmenes que la integran: “España, tipos y trajes”, publicado en 1933; “España, pueblos y paisajes”, 1938; “España mística”, 1943, y “Castillos y alcázares”, 1956.
El tomo que dio motivo a este trabajo y del que hago referencia al principio del mismo, es el segundo de esta tetralogía, “España, pueblos y paisajes”, lleva un interesante y extenso prólogo de Azorín, en el que recoge los primeros acontecimientos de nuestra historia, y repasa con ese estilo admirable que es el suyo, una por una las distintas regiones de España en sus paisajes y sus costumbres. Creo que se trata de un ejemplar de la segunda edición, publicado en 1942. Contiene este volumen un centenar largo de fotografías en blanco y negro, y unas cuantas en color que desmerecen del resto de la obra. La reproducción de algunas de ellas, que acompañan este escrito como documento gráfico a tanta palabra escrita, está sacada de ese mismo tomo. Alguna de ellas fue tomada de la Guadalajara de los años treinta, como la de un rincón de Molina que aquí destacamos con las ruinas de su castillo al fondo. Las demás, aunque al ser trasladadas al papel de prensa y en un tamaño reducido, resten casi todo su valor a las originales de las que son copia, nos marcan, cuando menos, la línea artística de este guadalajareño ilustre, que dejó para España centenares y centenares de instantáneas inamovibles en un intento de parar la marcha del tiempo, pues ese es, además, otro de los fines de la fotografía como documento, incluso como valiosa aportación para la historia reciente y para el estudio de los pueblos, que ya va comenzando a tener un valor y una trascendencia considerables.
En tanto, vamos tomando nota de este nombre, el de José Ortiz Echagüe, un guadalajareño que nació para servir a sus semejantes, coetáneos y posteriores en el correr de los tiempos, y a fe que lo hizo bien.

José Serrano Belinchón
. “Nueva Alcarria” 14.III.2008

HA ESTALLADO LA PAZ


HA ESTALLADO LA PAZ

No se trata sólo del título de una importante novela de posguerra que popularizó Gironella en aquel renacer de la narrativa castellana de los años cuarenta. Es la imagen pura y real que intenta demostrar al hombre que la paz es posible, cuando se olvidan tantas cosas como conviene que olvidar y que en nada contribuyen al anhelado bienestar de la sociedad, ahora más que nunca tan necesitada de entendimiento entre los hombres, dejando al margen toda afectación política, étnica o religiosa.
La imagen me resulta conmovedora cada vez que la miro. Dos especies de animales domésticos nacidas para no entenderse, perros y gatos, sino para odiarse y perseguirse por simple instinto natural, han encontrado la hora de entablar amistad, seguramente porque en sus cortos alcances -más largos a veces que los de los hombres- han descubierto que por los caminos del odio, de la violencia y de la enemistad, no se llega a ninguna parte y siempre traen el dolor como consecuencia. No se trata de una composición fotográfica, que por otra parte resultaría muy difícil de conseguir. Fue tomada del más riguroso natural en Cantalojas una tarde de verano del año 1997, junto a la puerta de la panadería.