viernes, 23 de noviembre de 2012

"GUADALAJARA Y CUENCA" de Quadrado y De la Fuente



            Para mi uso Guadalajara y Cuenca son las dos provincias más parecidas de nuestra comunidad autónoma, y las que más trato mantienen entre sí sus habitantes de las cinco que forman la región de Castilla La Mancha; de hecho, ambas participan de una comarca común, la Alcarria, que con la Mancha, son las dos comarcas naturales más importantes de todo el Centro de España.

            Pues bien, aparte del blog conjunto que tengo dedicado a las dos provincias, y ciento cincuenta años antes de que éste existiera, un importante autor del siglo XIX, don José María Quadrado, escribió un libro sobre ellas que formó parte de la serie España: sus monumentos y artes, su naturaleza e historia, al que puso como título el nombre de ambas “Guadalajara y Cuenca”, que llevaría el número dos, de los tres que dedicó a Castilla la Nueva; el primero era Madrid y el tercero sería Toledo y Ciudad Real. La primera edición, de 1853, fue aumentada y actualizada con bellos dibujos de Pascó y algunas fotografías de la época en 1885 por Vicente de la Fuente. Un libro que debió de desaparecer enseguida, y que a pesar de su interés quedaría recluido en bibliotecas públicas y particulares, condenado al olvido, y del que tan sólo andaba por ahí alguna ligera reseña, como ésta del Marqués de Lozoya, quien al referirse a la edición completa de la obra, con todas las provincias de España, señaló cómo “su bello lenguaje penetrado de espiritualidad, de emoción, de humanismo…, caso singular, único, al cual es difícil encontrar otro equiparable en su tiempo”.
            En 1978, Ediciones El Albir de Barcelona, sacó al mercado una edición facsimil realmente encomiable. Una edición numerada, de mil ejemplares, de la que tuve la suerte de conseguir uno de ellos, que conservo con un cuidado y un afecto muy especial.
            Este año de 2012, la Editorial Aache de Guadalajara, decidida a apostar por la publicación de libros sobre la provincia alcarreña y sobre el resto de las provincias de la región castellanomanchega en formato digital, ha sacado a la luz, y a la venta, un CD con el texto y las ilustraciones del libro de Quadrado y de la Fuente, sobre cada una de las cinco provincias de la antigua Castilla la Nueva, es decir, Madrid, Toledo, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara, según aprendimos en la escuela, que al menos para mí son libros entrañables que debemos tener y conservar, más todavía los que somos y vivimos en estas tierras, que por lo general y de una manera u otra tenemos el alma y el corazón muy pegados a ellas. La presentación es magnífica, y la reproducción de las ilustraciones originales, dibujos de Pascó y antiguas fotografías, perfecta.         

lunes, 12 de noviembre de 2012

TARDE DE OTOÑO EN SIGÜENZA



            «Hace un año, por este tiempo, me hallaba yo en Sigüenza; una tierra muy roja, por la cual cabalgó Rodrigo, llamado Mi Señor, cuando venía de Atienza, una peña muy fuerte. Hay allí una vieja catedral de planta románica con dos torres foscas, almenadas, dos castillos guerreros, construidos para dominar en la tierra, llenos de pesadumbre, con sus cuatro paredes lisas, sin aspira­ciones irrealizables. Posee aquel terreno un relieve tan rico de planos que, a la luz temblorosa del amanecer, tomaba una ondulación de mar potente, y la catedral, toda oliveña y rosa, me parecía una nave que sobre aquel mar castizo venía a traerme la tradición religiosa de mi raza condensada en el viril de su tabernáculo». (Ortega y Gasset)

            El párrafo que destaco pertenece a un artículo del maestro Ortega y Gasset publicado en "El Imparcial" el 24 de julio de 1911, con el título "Arte de este mundo y del otro". Hoy, más de una vida por medio, la visión de Sigüenza se corresponde casi toda ella con lo que el insigne pensador nos dejó escrito; mucho, por cierto, sobre estos campos adustos del Alto Henares, y en general sobre la franja norteña de la provincia de Guadalajara en donde todavía se conserva, etérea, pero real, la impronta del Campeador.
            Desde Imón hasta Sigüenza las tierras van dejando de ser rojas paulatinamente a partir del torreón de Señigo, que ya no existe; no obstante, todavía quiere verse el tono sanguino del campo en las barbeche­ras que bajan de los cerros, desde los cerros mondos y grises que rodean a Sigüenza, donde los agricultores se emplean en hurgar con las rejas de sus maquinarias las pequeñas parcelas.
            Perdona, lector, que vuelva a insistir sobre un asunto que no me acaba de gustar y mucho menos de convencer, que me enfada y entristece cada vez que paso por aquí; y es que en las calles de estos pueblos que nos acercan a Sigüenza, como en otros de su entorno, más al norte, algún poderoso con carácter oficial empleó el dinero de todos en confundir a la gente. “Ruta de don Quijote” han colocado a centenares en indicadores de carreteras y en las esquinas de casi todas las calles. ¿A qué Quijote se refieren?, me pregunto yo. Al de Cervantes, es seguro que no; y al de Avellaneda es hasta muy posible  que tampoco. Sigüenza, la histórica Sigüenza, sí, al apócrifo referido en segundo lugar. La “Ruta de Don Quijote” está definida y todos sabemos muy bien adonde está, y no es ésta precisamente, es otra de reconocido interés paisajístico y literario, que viene a estar a trescientos kilómetros de distancia más al sur, en la mitad más meridional de nuestra comunicad autónoma, es decir, en la comarca manchega, detalle que supongo debería conocer el iluminado promotor de la idea.
    
Sigüenza, cinco de la tarde
            Al abrir la tarde, la ciudad se ofrece al visitante bajo su uniforme caparazón de tonalidades bermejas, destacando en mitad, no sé si como una nave gigantesca o como una torre de babel, la fachada de la catedral con forma de castillo. Unos cuantos obreros trabajan en la carretera con máquinas de las que mueven la tierra. Abajo los vagones del ferrocarril; al fondo el castillo de los obispos convertido en parador nacional, y en medio, Sigüenza, con sus plazuelas recónditas y los pináculos de sus iglesias encendidos por el sol de las cinco, con sus arquillos y sus soportales; con sus calles pinas, henchidas de un singular encanto e invitan a quedarse allí; con su historia, son su arte, con su leyenda, con sus gentes… Con sus pocas gentes; pues el verano pasó para Sigüenza y en estas tardes de octubre apenas quedan los que son, y no son tantos.


            A la sombra de los árboles casi desnudos en el parque de la Alameda, hay grupos de hombres jugando animadamente una partida de cartas. Alrededor, en corrillo, opinan y discuten los mirones. No se ven clientes en los puestos de bebidas de la Alameda; los encargados se entretienen hojeando revistas con los codos apoyados sobre el mostrador; las sillas y las mesas se ven en torno al establecimiento como un rebaño de ovejas aburridas. Desde las Ursulinas hasta la ermita del Humilladero, pasa una moto a todo correr por el Paseo haciendo un ruido estremecedor. Uno sabe muy bien que no es ésta la hora de la Sigüenza del siglo XXI; pero sí la hora de sorprenderla en su intimidad, de conocerla en el silencio de la media tarde en un día cualquiera, lejos del bullicio del gentío en las épocas y en los momentos más propicios para la concentración de residentes y de visitantes venidos de fuera, junto a los bares de las esquinas. No es necesario en tardes como la de hoy andar por las calles ojo avizor, ni acercar el oído a las piedras roídas de las casonas centenarias o de las iglesias para sentir el latido acorde y acompasado del corazón de la vieja ciudad.
            He subido hasta las puertas de la Catedral por la calle que Sigüenza dedicó en su día a don Manuel Serrano Sanz. En la esquina de la casa donde vivió el ilustre polígrafo, hay una placa de mármol que recuerda sus temporadas de estancia en esta ciudad. Las torres de la Catedral, gemelas y diferentes, me han parecido más esbeltas que otras veces, y las balaustradas de piedra y las almenas adornadas de bolones, más elegantes y artísticas que en ninguna otra ocasión, tal vez porque todas las tengo para mí, porque nadie compartirá  conmigo su visión en este momento.
            La Catedral está sola en su interior. No se advierte el olor a incienso, ni los cantos de los canónigos en las grandes solemnidades. Entre las sombras vamos recorriendo las naves, a una y otra mano los retablos, las imágenes, los cuadros con escenas piadosas en pintura tierna todavía junto a otras con antigüedad de siglos, los escudos episcopales y los epitafios de los enterramientos, tantos y tan difíciles de interpretar. La estatua de don Martín, el Doncel, medita sin que nadie le interrumpa al frío de la piedra, en la penumbra de su propio sepulcro, desde la hornacina que guarda sus huesos dentro la capilla familiar de los Arce. Hay un hombre rezando en silencio, perdido en la oscuridad dentro de la capilla del Santísimo; está sentado sobre uno de los bancos que se alinean por delante de la lamparilla. La falta de luz se acrecienta, se hace casi absoluta al cruzar la girola. Luego las venerables tumbas de los obispos, con sus estatuas yacentes de piedra revestida de pontifical: la de don Bernardo de Agèn, el primero de todos, sobre un lateral de la nave, y la de don Eustaquio Nieto, el obispo mártir, en la capilla de la Purísima. Y sólo a un paso, el altar de Santa Librada, la Patrona de la ciudad, con la urna que contiene lo que queda de sus restos; y el retablo a manera de mausoleo del obispo don Fadrique, capricho del barroco catedrali­cio. Un sacristán, al que rodea un reducido grupo de personas, sale hasta la nave por una puerta y se mete por otra, explicando en voz baja los pormenores históricos y mostrando los artísticos que guarda la Catedral.

Por los viejos barrios

            Otra vez en la calle la pupila ha de acomodarse a la luz natural de la Plaza Mayor, con su larga cadena de arcos guardando el soportal, y la doble galería, también arqueada, del ayuntamiento. Y ahora, buscando nuevas impresiones, hacia el barrio más antiguo, siguiendo la Calle Mayor. A un lado y al otro de la calle empedrada quedan los talleres y las exposiciones de los artesanos seguntinos aprovechando la subida hacia el Castillo. La iglesia de Santiago, con su llamativa portada del XII; las Travesañas, que son dos: la Baja y la Alta, salen a nuestra mano derecha. Por la Travesaña Alta están la Casa del Doncel, la iglesia románica de San Vicente y la plazuela de la Cárcel, por ese orden. Uno teme, a la vista de los últimos retoques en la Plaza del Doncel, que tal vez no se tuvo el cuidado suficiente por conservar la estampa general de aquel rincón en su conjunto; temor que se confirma en el arquillo que dicen de Puerta de Hierro. A estas ciudades hay que tratarlas con mimo, como piezas delicadas de vieja orfebrería a las que puede dañar el más pequeño desliz. El Arco del Portal Mayor, un rincón para estampa de calendario; y luego la calle de Valencia, otro mundo, hemos salido de la Sigüenza medieval y hemos vuelto otra vez a la de varios siglos más tarde.
            Por la calle de San Roque -estamos en el barrio del obispo Díaz de la Guerra- me viene a la memoria el recuerdo de la familia Santos, los pintores de Sigüenza: don Fermín, y sus hijos Antonio y Raúl, de tan feliz memoria. Más adelante, para concluir y descansar si se quiere al pie de los plataneros en unos bancos de piedra, la plazuela de las Cruces, uno de los rincones más apetecibles y románticos de la ciudad, cuyo encanto se acentúa al caer la tarde, fría ya, de un otoño desigual y cambiante.
            Sigüenza es demasiado para reconocer en el espacio corto de un par de horas; pero es bueno volverla a recordar, pisando aunque sea de tarde en tarde, sus calles empedradas en horas de silencio; un ejercicio gratificante que me atrevería a recomendar, incluso a los propios seguntinos.
            Comenzará a anochecer de un momento a otro. Sigüenza iluminará sus calles dentro de un instante. La cafetera del bar sopla al calentar la leche como las de los viejos tiempos. Me esperan unos cuantos kilómetros de carretera, una hora de camino, o quizá más. A la salida, el espejo retrovisor recoge por un momento a la ciudad levítica con las luces encendidas y con las torres de sus iglesias perdidas en la oscuridad. Es de noche. 

viernes, 2 de noviembre de 2012

LOS CEMENTERIOS, NUESTRA ÚLTIMA MORADA

«Cuando, no sin tener que forcejear antes un poco, logré abrir la carcomida y casi maltrecha puerta del pequeño cementerio que por casualidad había encontrado en mi camino, y éste se ofreció a mi vista, no pude menos que confirmarme en mis ideas. Es imposible ni aun concebir un sitio más agreste, más solitario y más triste, con unan agradable tristeza, que aquel. Nada habla allí de la muerte con ese lenguaje enfático y pomposo de los epitafios, nada la recuerda de modo que horrorice con el repugnante espectáculo de sus atavíos y despojos. Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos rojos y algunos sillares cubiertos de musgo…» (G.A.Bécquer. “Desde mi celda”. Carta III)
 

            Nada más ingrato que hablar de la muerte, y todavía más escribir sobre ella. Esa realidad indiscutible que solemos tratar con tanto pudor y que es tan segura como la misma vida. Las fechas nos imponen hoy de manera indirecta hablar de la muerte. Lo haremos de los cementerios que tanto con ella tienen que ver. Lugares respetables, y por lo general respetado, donde aguardan hasta el toque de trompeta al fin del mundo, los despojos de tantas generaciones de semejantes nuestros.
            Son muy diversos los puntos de vista bajo los que se pueden considerar los cementerios. En nuestra civilización consideramos los cementerios por lo que son y por lo que significan; por su constitución física, teniendo en cuenta la variedad de culturas, y por lo que representan, concepto en el que entran, además, el factor religioso y el costumbrista, según las creencias en el más allá, propias de los distintos pueblos que habitamos la tierra.
            Hay otros factores importantes a considerar en relación con los cementerios y aun con la muerte en sí. Es el factor artístico y literario; por el que recomiendo la lectura en estos días del “Tenorio” de Zorrilla, magistralmente representado por nuestros actores locales en escenario escogidos de nuestra propia ciudad; y, desde luego, leer a Bécquer en la tercera de sus “Cartas desde mi celda”, a la que pertenece el extenso párrafo que sirve de cabecera a este trabajo de hoy. Pienso que nunca se ha tratado a cementerio alguno con tanta delicadeza. La visión romántica del más dulce de nuestros poetas del XIX, se convierte en sublime ante el encuentro casual con un humilde cementerio aragonés, pobrísimo, lejos de toda ostentación, que al autor de las Cartas le salió al paso en una de sus acostumbradas escapadas por los pueblos cercanos al Moncayo, durante su estancia en el monasterio de Veruela. Perdona, lector, que eche mano a una vivencia personal relacionada con el cementerio del que nos habla el poeta. Lo conozco, se trata del viejo cementerio de Trasmoz que queda al pie del ruinoso castillo que, según se dice en otra de las Cartas, el diablo construyó en una noche. Es difícil relacionar el que nos describe el poeta con el que he visto allí en uno de mis viajes, y del que acompaño una fotografía en su estado actual. Han pasado más de ciento cuarenta años y su imagen hoy ha cambiado bastante.
 
            La Real Academia define al cementerio como “Terreno, generalmente cercado, destinado a enterrar cadáveres”. No se puede dar una definición más fría y más carente de afecto que la que nos ofrece la R.A.L. por mucho que se ajuste a la realidad, como es su deber. Dormitorio, necrópolis, camposanto, son algunas más de las denominaciones que se manejan para referirse a los cementerios en los distintos momentos y culturas, según se les considere como lugar de espera hasta el día de la resurrección, como simple ciudad de los muertos, o como tierra sagrada en la que yacen los cuerpos que acompañaron por este mundo a las almas que ya pasaron por el primero de los juicios de Dios.
            No suelen pasar desapercibidos los cementerios ante la mirada de quien esto escribe. Son una lección de respeto, incluso de sociología; pues tengo la convicción de que reflejan el alma de los pueblos.  Sus diferencias, su misterio, su silencio infinito, el modo como se trata a la muerte en cada lugar y en cada país, llevan siempre implícita toda una serie de variantes en cuyo mensaje resulta interesante penetrar. Con cierta frecuencia, y siempre cuando llegan estas fechas que nos acercan al día de Difuntos, siento la tentación de pararme a pensar, pluma en mano, en estos lugares entrañables donde los que allí habitan se rigen por una sola ley, la del silencio, la del descanso y la paz, aunque perdidos a veces en las oscuras sombras del abandono, siendo algo tan nuestro como lo es el despojo de nuestros propios padres, de nuestros abuelos, de nuestros amigos, eslabones perdidos de la débil cadena que afianza el ser y el no ser de nuestra vida en la tierra.

            La provincia de Guadalajara es un muestrario variadísimo de cementerios, con más de dos siglos de antigüedad muchos de ellos, si se tiene en cuenta que en gran parte de nuestros pueblos fue el interior de las iglesias, o su propio entorno, el campo santo que acogió los restos de quienes nos precedieron durante varias centurias. Los cementerio que conocemos, donde descansan las personas más cercanas a nosotros, en ocho o en diez generaciones, no más, son relativamente recientes; pues por motivos de higiene fueron instalados a una distancia prudencial de las últimas casas, y si algunos están más próximos a donde vive la gente, suelen ocupar la cima de alguna pequeña colina u otero, como ocurre con los de Ledanca y Alhóndiga, a título de ejemplo.
            Las ruinas de ciertas iglesias medievales, con sus portadas románicas y sus arcos multicentenarios, también se dan hoy como ideal camposanto en alguna de las nobles villas próximas a nosotros: Atienza, Uceda, Albalate de Zorita… El resto, se distinguen por su grado de ostentación, según comarcas, figurando a la cabeza el cementerio de la capital de provincia, donde nos sorprenden ricos panteones levantados con piedra noble: mármol, granito, alabastro en la escultura de un sin fin de imágenes y símbolos. La cara opuesta la encontramos en casi un centenar de ellos repartidos por ahí; son los humildes cuadriláteros de piedra tapiada, asegurados con una humilde portezuela de madera roída por los años y por el abandono, o de herrería en los de mejor fortuna, que se cierra con un viejo cerrojo, un trozo de cadena, o un simple clavo corredizo oxidado y sucio. Es cierto que durante los últimos veinte o treinta años, son muchos los pueblos de la provincia de Guadalajara que se han volcado en favor de sus cementerios, un detalle de sensibilidad manifiesta que de verdad les honra.
            Hace algunos años tuve ocasión de visitar como turista uno de los más importantes cementerios de Europa, el Monumental de la ciudad de Milán, como así le llaman. Es todo un enorme museo al aire libre de escultura en piedra. Allí decrece el sentido religioso y sentimental propio del sitio, en favor de lo meramente artístico. Las tumbas muestran esculpidas en granito, cuando no vaciadas en bronce, escenas que transmiten al hombre la cara más amarga de la muerte: la figura de la esposa que llora sin consuelo, abrazada a la fría losa de la tumba del esposo; niños que depositan velas encendidas sobre la losa que cubre el cuerpo de su madre muerta; o de un profundo romanticismo, como el de la joven mujer que sujeta un crucifijo en su mano lánguida, reposando en su lecho de muerte, imagen que tomé en fotografía y que reproduzco en este mismo comentario.
 
            La muerte es la hora de la Justicia, de la Justicia con mayúscula, de la única y verdadera Justicia. El momento supremo en el que al hombre no se le juzga por lo que ha sido, ni por lo que representó en vida, y mucho menos por el papel que le haya tocado desempeñar dentro del gran teatro del mundo, donde todos somos actores. Cervantes, uno de los españoles con la mente más clara de todos los tiempos, nos presenta en el capítulo XII de la segunda parte del Quijote, esta reflexión puesta en boca de su escudero, como réplica a otra previa de su señor acerca de la muerte: «Brava comparación -dijo Sancho-, aunque no tan nueva, que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.»  
            Sé muy bien que en el contacto habitual con los lectores cada semana, hoy me he salido del hilo marcado por costumbre. Es cierto. Pero los primeros vientos del mes de noviembre soplan siempre en esa dirección, como en un intento de recordarnos cada año, que la muerte es un hecho real, que antes que nosotros estuvieron otros ocupando nuestro propio lugar, que la vida corre como caballo desbocado y que nada es más cierto que tenemos una fecha de caducidad, a la que día a día nos vamos aproximando   
 
(FOTOS: Pertenecen al cementerio de Uceda, en la extinta iglesia románica de Santa María de la Varga; al cementerio becqueriano de Trasmoz (Zaragoza); al Panteón de los Marqueses de Villamejor en Guadalajara; y al Cementreio Monumental de Milán (Italia).