Nada más ingrato que hablar de la
muerte, y todavía más escribir sobre ella. Esa realidad indiscutible que
solemos tratar con tanto pudor y que es tan segura como la misma vida. Las
fechas nos imponen hoy de manera indirecta hablar de la muerte. Lo haremos de
los cementerios que tanto con ella tienen que ver. Lugares respetables, y por
lo general respetado, donde aguardan hasta el toque de trompeta al fin del
mundo, los despojos de tantas generaciones de semejantes nuestros.
Son muy diversos los puntos de vista
bajo los que se pueden considerar los cementerios. En nuestra civilización
consideramos los cementerios por lo que son y por lo que significan; por su
constitución física, teniendo en cuenta la variedad de culturas, y por lo que
representan, concepto en el que entran, además, el factor religioso y el
costumbrista, según las creencias en el más allá, propias de los distintos
pueblos que habitamos la tierra.
Hay otros factores importantes a
considerar en relación con los cementerios y aun con la muerte en sí. Es el
factor artístico y literario; por el que recomiendo la lectura en estos días
del “Tenorio” de Zorrilla, magistralmente representado por nuestros actores
locales en escenario escogidos de nuestra propia ciudad; y, desde luego, leer a
Bécquer en la tercera de sus “Cartas desde mi celda”, a la que pertenece el
extenso párrafo que sirve de cabecera a este trabajo de hoy. Pienso que nunca
se ha tratado a cementerio alguno con tanta delicadeza. La visión romántica del
más dulce de nuestros poetas del XIX, se convierte en sublime ante el encuentro
casual con un humilde cementerio aragonés, pobrísimo, lejos de toda
ostentación, que al autor de las Cartas le salió al paso en una de sus
acostumbradas escapadas por los pueblos cercanos al Moncayo, durante su
estancia en el monasterio de Veruela. Perdona, lector, que eche mano a una
vivencia personal relacionada con el cementerio del que nos habla el poeta. Lo
conozco, se trata del viejo cementerio de Trasmoz que queda al pie del ruinoso
castillo que, según se dice en otra de las Cartas, el diablo construyó en una
noche. Es difícil relacionar el que nos describe el poeta con el que he visto
allí en uno de mis viajes, y del que acompaño una fotografía en su estado actual.
Han pasado más de ciento cuarenta años y su imagen hoy ha cambiado bastante.
La Real Academia define al
cementerio como “Terreno, generalmente cercado, destinado a enterrar
cadáveres”. No se puede dar una definición más fría y más carente de afecto que
la que nos ofrece la R.A.L. por mucho que se ajuste a la realidad, como es su
deber. Dormitorio, necrópolis, camposanto, son algunas más de las
denominaciones que se manejan para referirse a los cementerios en los distintos
momentos y culturas, según se les considere como lugar de espera hasta el día
de la resurrección, como simple ciudad de los muertos, o como tierra sagrada en
la que yacen los cuerpos que acompañaron por este mundo a las almas que ya
pasaron por el primero de los juicios de Dios.
No suelen pasar desapercibidos los
cementerios ante la mirada de quien esto escribe. Son una lección de respeto,
incluso de sociología; pues tengo la convicción de que reflejan el alma de los
pueblos. Sus diferencias, su misterio,
su silencio infinito, el modo como se trata a la muerte en cada lugar y en cada
país, llevan siempre implícita toda una serie de variantes en cuyo mensaje
resulta interesante penetrar. Con cierta frecuencia, y siempre cuando llegan
estas fechas que nos acercan al día de Difuntos, siento la tentación de pararme
a pensar, pluma en mano, en estos lugares entrañables donde los que allí
habitan se rigen por una sola ley, la del silencio, la del descanso y la paz,
aunque perdidos a veces en las oscuras sombras del abandono, siendo algo tan
nuestro como lo es el despojo de nuestros propios padres, de nuestros abuelos,
de nuestros amigos, eslabones perdidos de la débil cadena que afianza el ser y
el no ser de nuestra vida en la tierra.
La provincia de Guadalajara es un
muestrario variadísimo de cementerios, con más de dos siglos de antigüedad
muchos de ellos, si se tiene en cuenta que en gran parte de nuestros pueblos
fue el interior de las iglesias, o su propio entorno, el campo santo que acogió
los restos de quienes nos precedieron durante varias centurias. Los cementerio
que conocemos, donde descansan las personas más cercanas a nosotros, en ocho o
en diez generaciones, no más, son relativamente recientes; pues por motivos de
higiene fueron instalados a una distancia prudencial de las últimas casas, y si
algunos están más próximos a donde vive la gente, suelen ocupar la cima de
alguna pequeña colina u otero, como ocurre con los de Ledanca y Alhóndiga, a
título de ejemplo.
Las ruinas de ciertas iglesias
medievales, con sus portadas románicas y sus arcos multicentenarios, también se
dan hoy como ideal camposanto en alguna de las nobles villas próximas a
nosotros: Atienza, Uceda, Albalate de Zorita… El resto, se distinguen por su
grado de ostentación, según comarcas, figurando a la cabeza el cementerio de la
capital de provincia, donde nos sorprenden ricos panteones levantados con
piedra noble: mármol, granito, alabastro en la escultura de un sin fin de
imágenes y símbolos. La cara opuesta la encontramos en casi un centenar de ellos
repartidos por ahí; son los humildes cuadriláteros de piedra tapiada,
asegurados con una humilde portezuela de madera roída por los años y por el
abandono, o de herrería en los de mejor fortuna, que se cierra con un viejo
cerrojo, un trozo de cadena, o un simple clavo corredizo oxidado y sucio. Es
cierto que durante los últimos veinte o treinta años, son muchos los pueblos de
la provincia de Guadalajara que se han volcado en favor de sus cementerios, un
detalle de sensibilidad manifiesta que de verdad les honra.
Hace algunos años tuve ocasión de
visitar como turista uno de los más importantes cementerios de Europa, el
Monumental de la ciudad de Milán, como así le llaman. Es todo un enorme museo
al aire libre de escultura en piedra. Allí decrece el sentido religioso y
sentimental propio del sitio, en favor de lo meramente artístico. Las tumbas
muestran esculpidas en granito, cuando no vaciadas en bronce, escenas que
transmiten al hombre la cara más amarga de la muerte: la figura de la esposa
que llora sin consuelo, abrazada a la fría losa de la tumba del esposo; niños
que depositan velas encendidas sobre la losa que cubre el cuerpo de su madre
muerta; o de un profundo romanticismo, como el de la joven mujer que sujeta un
crucifijo en su mano lánguida, reposando en su lecho de muerte, imagen que tomé
en fotografía y que reproduzco en este mismo comentario.
La muerte es la hora de la Justicia,
de la Justicia con mayúscula, de la única y verdadera Justicia. El momento
supremo en el que al hombre no se le juzga por lo que ha sido, ni por lo que
representó en vida, y mucho menos por el papel que le haya tocado desempeñar
dentro del gran teatro del mundo, donde todos somos actores. Cervantes, uno de
los españoles con la mente más clara de todos los tiempos, nos presenta en el
capítulo XII de la segunda parte del Quijote, esta reflexión puesta en boca de
su escudero, como réplica a otra previa de su señor acerca de la muerte: «Brava comparación -dijo Sancho-, aunque no
tan nueva, que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del
juego del ajedrez, que mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular
oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con
ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.»
Sé muy bien que en el contacto
habitual con los lectores cada semana, hoy me he salido del hilo marcado por
costumbre. Es cierto. Pero los primeros vientos del mes de noviembre soplan
siempre en esa dirección, como en un intento de recordarnos cada año, que la
muerte es un hecho real, que antes que nosotros estuvieron otros ocupando
nuestro propio lugar, que la vida corre como caballo desbocado y que nada es
más cierto que tenemos una fecha de caducidad, a la que día a día nos vamos
aproximando
(FOTOS: Pertenecen al cementerio de Uceda, en la extinta iglesia románica de Santa María de la Varga; al cementerio becqueriano de Trasmoz (Zaragoza); al Panteón de los Marqueses de Villamejor en Guadalajara; y al Cementreio Monumental de Milán (Italia).
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