viernes, 2 de noviembre de 2012

LOS CEMENTERIOS, NUESTRA ÚLTIMA MORADA

«Cuando, no sin tener que forcejear antes un poco, logré abrir la carcomida y casi maltrecha puerta del pequeño cementerio que por casualidad había encontrado en mi camino, y éste se ofreció a mi vista, no pude menos que confirmarme en mis ideas. Es imposible ni aun concebir un sitio más agreste, más solitario y más triste, con unan agradable tristeza, que aquel. Nada habla allí de la muerte con ese lenguaje enfático y pomposo de los epitafios, nada la recuerda de modo que horrorice con el repugnante espectáculo de sus atavíos y despojos. Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos rojos y algunos sillares cubiertos de musgo…» (G.A.Bécquer. “Desde mi celda”. Carta III)
 

            Nada más ingrato que hablar de la muerte, y todavía más escribir sobre ella. Esa realidad indiscutible que solemos tratar con tanto pudor y que es tan segura como la misma vida. Las fechas nos imponen hoy de manera indirecta hablar de la muerte. Lo haremos de los cementerios que tanto con ella tienen que ver. Lugares respetables, y por lo general respetado, donde aguardan hasta el toque de trompeta al fin del mundo, los despojos de tantas generaciones de semejantes nuestros.
            Son muy diversos los puntos de vista bajo los que se pueden considerar los cementerios. En nuestra civilización consideramos los cementerios por lo que son y por lo que significan; por su constitución física, teniendo en cuenta la variedad de culturas, y por lo que representan, concepto en el que entran, además, el factor religioso y el costumbrista, según las creencias en el más allá, propias de los distintos pueblos que habitamos la tierra.
            Hay otros factores importantes a considerar en relación con los cementerios y aun con la muerte en sí. Es el factor artístico y literario; por el que recomiendo la lectura en estos días del “Tenorio” de Zorrilla, magistralmente representado por nuestros actores locales en escenario escogidos de nuestra propia ciudad; y, desde luego, leer a Bécquer en la tercera de sus “Cartas desde mi celda”, a la que pertenece el extenso párrafo que sirve de cabecera a este trabajo de hoy. Pienso que nunca se ha tratado a cementerio alguno con tanta delicadeza. La visión romántica del más dulce de nuestros poetas del XIX, se convierte en sublime ante el encuentro casual con un humilde cementerio aragonés, pobrísimo, lejos de toda ostentación, que al autor de las Cartas le salió al paso en una de sus acostumbradas escapadas por los pueblos cercanos al Moncayo, durante su estancia en el monasterio de Veruela. Perdona, lector, que eche mano a una vivencia personal relacionada con el cementerio del que nos habla el poeta. Lo conozco, se trata del viejo cementerio de Trasmoz que queda al pie del ruinoso castillo que, según se dice en otra de las Cartas, el diablo construyó en una noche. Es difícil relacionar el que nos describe el poeta con el que he visto allí en uno de mis viajes, y del que acompaño una fotografía en su estado actual. Han pasado más de ciento cuarenta años y su imagen hoy ha cambiado bastante.
 
            La Real Academia define al cementerio como “Terreno, generalmente cercado, destinado a enterrar cadáveres”. No se puede dar una definición más fría y más carente de afecto que la que nos ofrece la R.A.L. por mucho que se ajuste a la realidad, como es su deber. Dormitorio, necrópolis, camposanto, son algunas más de las denominaciones que se manejan para referirse a los cementerios en los distintos momentos y culturas, según se les considere como lugar de espera hasta el día de la resurrección, como simple ciudad de los muertos, o como tierra sagrada en la que yacen los cuerpos que acompañaron por este mundo a las almas que ya pasaron por el primero de los juicios de Dios.
            No suelen pasar desapercibidos los cementerios ante la mirada de quien esto escribe. Son una lección de respeto, incluso de sociología; pues tengo la convicción de que reflejan el alma de los pueblos.  Sus diferencias, su misterio, su silencio infinito, el modo como se trata a la muerte en cada lugar y en cada país, llevan siempre implícita toda una serie de variantes en cuyo mensaje resulta interesante penetrar. Con cierta frecuencia, y siempre cuando llegan estas fechas que nos acercan al día de Difuntos, siento la tentación de pararme a pensar, pluma en mano, en estos lugares entrañables donde los que allí habitan se rigen por una sola ley, la del silencio, la del descanso y la paz, aunque perdidos a veces en las oscuras sombras del abandono, siendo algo tan nuestro como lo es el despojo de nuestros propios padres, de nuestros abuelos, de nuestros amigos, eslabones perdidos de la débil cadena que afianza el ser y el no ser de nuestra vida en la tierra.

            La provincia de Guadalajara es un muestrario variadísimo de cementerios, con más de dos siglos de antigüedad muchos de ellos, si se tiene en cuenta que en gran parte de nuestros pueblos fue el interior de las iglesias, o su propio entorno, el campo santo que acogió los restos de quienes nos precedieron durante varias centurias. Los cementerio que conocemos, donde descansan las personas más cercanas a nosotros, en ocho o en diez generaciones, no más, son relativamente recientes; pues por motivos de higiene fueron instalados a una distancia prudencial de las últimas casas, y si algunos están más próximos a donde vive la gente, suelen ocupar la cima de alguna pequeña colina u otero, como ocurre con los de Ledanca y Alhóndiga, a título de ejemplo.
            Las ruinas de ciertas iglesias medievales, con sus portadas románicas y sus arcos multicentenarios, también se dan hoy como ideal camposanto en alguna de las nobles villas próximas a nosotros: Atienza, Uceda, Albalate de Zorita… El resto, se distinguen por su grado de ostentación, según comarcas, figurando a la cabeza el cementerio de la capital de provincia, donde nos sorprenden ricos panteones levantados con piedra noble: mármol, granito, alabastro en la escultura de un sin fin de imágenes y símbolos. La cara opuesta la encontramos en casi un centenar de ellos repartidos por ahí; son los humildes cuadriláteros de piedra tapiada, asegurados con una humilde portezuela de madera roída por los años y por el abandono, o de herrería en los de mejor fortuna, que se cierra con un viejo cerrojo, un trozo de cadena, o un simple clavo corredizo oxidado y sucio. Es cierto que durante los últimos veinte o treinta años, son muchos los pueblos de la provincia de Guadalajara que se han volcado en favor de sus cementerios, un detalle de sensibilidad manifiesta que de verdad les honra.
            Hace algunos años tuve ocasión de visitar como turista uno de los más importantes cementerios de Europa, el Monumental de la ciudad de Milán, como así le llaman. Es todo un enorme museo al aire libre de escultura en piedra. Allí decrece el sentido religioso y sentimental propio del sitio, en favor de lo meramente artístico. Las tumbas muestran esculpidas en granito, cuando no vaciadas en bronce, escenas que transmiten al hombre la cara más amarga de la muerte: la figura de la esposa que llora sin consuelo, abrazada a la fría losa de la tumba del esposo; niños que depositan velas encendidas sobre la losa que cubre el cuerpo de su madre muerta; o de un profundo romanticismo, como el de la joven mujer que sujeta un crucifijo en su mano lánguida, reposando en su lecho de muerte, imagen que tomé en fotografía y que reproduzco en este mismo comentario.
 
            La muerte es la hora de la Justicia, de la Justicia con mayúscula, de la única y verdadera Justicia. El momento supremo en el que al hombre no se le juzga por lo que ha sido, ni por lo que representó en vida, y mucho menos por el papel que le haya tocado desempeñar dentro del gran teatro del mundo, donde todos somos actores. Cervantes, uno de los españoles con la mente más clara de todos los tiempos, nos presenta en el capítulo XII de la segunda parte del Quijote, esta reflexión puesta en boca de su escudero, como réplica a otra previa de su señor acerca de la muerte: «Brava comparación -dijo Sancho-, aunque no tan nueva, que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.»  
            Sé muy bien que en el contacto habitual con los lectores cada semana, hoy me he salido del hilo marcado por costumbre. Es cierto. Pero los primeros vientos del mes de noviembre soplan siempre en esa dirección, como en un intento de recordarnos cada año, que la muerte es un hecho real, que antes que nosotros estuvieron otros ocupando nuestro propio lugar, que la vida corre como caballo desbocado y que nada es más cierto que tenemos una fecha de caducidad, a la que día a día nos vamos aproximando   
 
(FOTOS: Pertenecen al cementerio de Uceda, en la extinta iglesia románica de Santa María de la Varga; al cementerio becqueriano de Trasmoz (Zaragoza); al Panteón de los Marqueses de Villamejor en Guadalajara; y al Cementreio Monumental de Milán (Italia).

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