sábado, 27 de octubre de 2012

ESTABLES Y SU "CASTILLO DE LA MALA SOMBRA"



            Los ríos de menor caudal, que a manera de gigantesco entramado recorren la provincia de Guadalajara, acusan de manera notoria las condiciones climatológicas habidas durante los últimos meses. Viajo casi pegado a él en la misma dirección que el río Mesa desde el empalme da carretera en la cuesta de Anquela. El Mesa, al que en otros viajes he visto correr por estos valles a punto de desbordarse después de una larga temporada de lluvias y de deshielos, baja exangüe, casi seco, y paralelo a ella, la carretera que sigue hasta Milmarcos, ya en los confines con el reino de Aragón.
            Establés, término de mi viaje en esta mañana, lo tengo a un paso. Una casita, a manera de venta deshabitada junto al empalme, me da la bienvenida al pueblo con letras bien visibles escritas sobre el muro. La tranquilidad de los campos es absoluta en estos parajes. Tierras solitarias, asperones de aliagas en las escarpas con sus clásicas florecillas gualdas, planos infecundos de piedras parameras, sabinas en los linderos cercanos luciendo sus afiladas copas de un verde intenso. Por el saliente, pueblo a la vista, rompe el costillar de la loma en el horizonte la imagen plomiza del castillo que dicen “de la mala sombra”, mientras que una pequeña ermita al lado del camino, los tejados ocre de las primeras casas, me ponen en razón de que el viaje de ida ha terminado por hoy.
            Una estampa distinta a aquella otra eminentemente rural de cuando lo conocí. La viviendas nuevas que el pueblo tiene en su entorno, son verdaderas mansiones de lujo que han ido fluyendo, como espontáneas, durante los último diez o quince años.
            Después de tanto tiempo, empiezo a echar en falta a aquellas buenas gentes que conocí, que tan bien me atendieron, y que aquí me dejé en calidad amigos. No recuerdo haberlos vuelto a ver después, pero quedan en mi memoria y en mis escritos, como el señor Pedro Cejudo, que dejando su carretilla junto al olmo de la plaza, entró a su casa sin que yo se lo pidiera, cogió la llave de la iglesia y me invito a verla. Una visita de las que permanecen en la memoria por su originalidad. La iglesia estaba en obras de restauración de la techumbre, lo que nos permitió verla por dentro en tales condiciones y subir hasta el campanario, ver los campos de alrededor desde la altura, y comprobar la antigüedad de la campana mayor inscrita sobre el bronce: “fundida en 1895”.
            En el barrio del Castillo fueron las señoras Goya y su vecina Ángeles, las que nos entretuvieron unos instantes en simpática conversación. Eran por entonces las dos únicas vecinas del barrio de arriba. « ¿Riñen alguna vez? -les pregunté-, y la señora Goya me respondió con la verdad en la boca y el corazón en la mano: Pues, mire usted, cuando pinta.» Mucho me temo que en este viaje -la experiencia me lo dice- las cosas no sean exactamente igual. Los pueblos han mejorado mucho, en su aspecto exterior sobre todo, pero durante ciertas épocas del año se están quedando vacíos.
            Hace unos instantes que he llegado a la plaza. Ésta es una plaza grande, abierta, muy diversa, en donde hay de todo lo que en una plaza de pueblo debe haber: un merendero con su mesa y sus asientos de cemento; una barbacoa con tres parrillas y su horno correspondiente, la fuente a cuatro pasos, la torreta del reloj y el frontón de pelota en mitad. El monumento de la plaza por excelencia es el tronco muerto, voluminoso, del viejo olmo concejil, que, a pesar de sus doscientos años de vida, llegué a conocer vivo en viaje precedente. Sobre el frontis de piedra labrada en forma de espadaña, rematada en un ligero bolón, hay una placa de color negro en donde está escrito: “Al alcalde Santiago Sanz Gonzalo, por su ayuda desinteresada por conseguir el agua para Establés. 13-agosto-1993.”

            Ahora toca subir hasta el barrio de arriba en donde está el castillo. El famoso castillo se ve desde todas partes. Raro es el rincón del pueblo desde el que no aparezcan los muros, o algún resto de la torre como remate por encima de las casas.
            A mitad de camino, calle en cuesta, se pasa junto a la escalinata de piedra que sube hasta la puerta de la iglesia. La puerta de la iglesia está cerrada. Desde el pretil se advierte en los alrededores del pueblo el cerro de la Mesa en la media distancia, y más allá otras elevaciones que tal vez pertenezcan al término municipal de Aragoncillo, mientras que en la plana intermedia queda la ermita de San Juan, fuera de nuestro alcance, en el paraje desde el que se bajó el agua al pueblo.
            Calle Bajo el Castillo, calle del maestro D. Materno Conesa. Ésta última en homenaje de gratitud a un educador del pasado, detalle poco común que honra al pueblo. Es una calle que acoge con su mismo nombre a unas cuantas callejuelas más del barrio alto. Y al cabo, el edificio en estado de ruina por el que principalmente  el pueblo de Establés aparece en los legajos del pasado, sobre todo por la extraña manera como al parecer cuenta la tradición que se construyo. Este castillo, pese al estado de ruina en el que lo encuentro, está en mejores condiciones que la mayoría de los de su especie de nuestra provincia en estado de abandono. Nunca fue importante por los hechos históricos que dentro de él pudieron tener lugar en el pasado, sí, en cambio, por las extrañas circunstancias en las que se construyó; pues si bien en unos primeros tiempos el pueblo estuvo gobernado por los señores de Molina y por su Fuero, en el siglo XV pasó a ser pertenencia de los señores duques de Medinaceli, los cuales mandaron a Establés a un capitán de su confianza, de nombre Gabriel de Ureña, al que encomendaron la misión de levantar en el pueblo una fortaleza, suponemos que para su exclusivo servicio como bastión de defensa. La tradición que dejó escrita el licenciado Diego de Elgueta en su trabajo “Relación de las cosas notables del Señorío de Molina” nos cuenta aquella manera originar de construir el castillo, de la siguiente manera. Las palabras textuales con las que la noticia ha llegado hasta nosotros, son éstas:
            «Lo edificó -escribe el cronista- un caballero llamado Don Gabriel de Ureña y no se sabe en qué tiempo fuese, sino que quedó fama de las muchas tiranías que usaba para edificarlo, porque las piedras y vigas que le parecieron buenas para su castillo, las tomaba de las casas de los labradores y siendo necesario para esto les derribaba las casas y salía a los caminos, y a los pasajeros les quitaba las bestias para llevar los materiales a su castillo y les tomaba los bueyes de labor por fuerza para esto, y muchos los mataban y aforraban las puertas con los cueros  (de los bueyes se supone, no de las personas), Y que el maestro de la obra era tuerto y nunca usó de regla ni de compás, y bien se conoce en la obra que se atendía más a la fortaleza que a la policía.»
             Esta clase de innobles villanos, ladrones sin escrúpulo, saqueadores y asesinos, se movieron muy a sus anchas durante la Baja Edad Media, sin que la Corona de Castilla se atreviese a poner las cosas en orden, abusando, claro está, de su condición de hidalgos, frente al desamparo total de los humildes lugareños. No es el único caso que conocemos, sin que haya necesidad de salir de los límites de la provincia, incluso de las tierras de Molina.
            Tengo la espléndida mole tardomedieval delante de los ojos. Inhabitable, naturalmente, pero donde se aprecian algunos detalles interesantes. Su planta es de forma cuadrada, de sólida mampostería recubierta de sillarejo. En sus esquinas aparecen algunos cubos de comedida geometría, y en una de ellas, la situada al mediodía, se encuentra la torre del homenaje. Sus nuevos propietarios han reconstruido parte de él. Las viviendas del pueblo llegan hasta el mismo castillo. 

            Habrás advertido, amigo lector, que hasta el momento no hablo de persona alguna con la que haya podido conversar en el espacio de tiempo que duró mi visita a este pueblo tan escondido y tan singular. Es todo lo contrario a cuando lo visité por primera vez, de lo que doy referencia más arriba. No vi a persona alguna por sus calles, pese a haber sido una de esas apacibles mañanas de sol de nuestros pueblos, en donde apenas abre la primavera muchos de nuestros pueblos se tornan en verdaderos paraísos, y éste lo es. Quiero recordar que alcancé a ver de lejos a una señora relativamente joven, con aspecto de ciudad, sentada bajo sombrilla a la puerta de una casona inmensa, señorial, de nueva planta, ocupada en la lectura de una revista. Fue cuando salía del pueblo, iniciado ya el viaje de vuelta.