martes, 14 de diciembre de 2010

NUESTROS RÍOS: EL MESA


Una amable lectora, doña Nieves L. Arroyo, a la que no tenía el gusto de conocer, me sirvió en bandeja, sin pretenderlo, el poder escribir con cierta periodicidad acerca de los ríos que en todas direcciones, y en cualquiera de sus cuatro comarcas, surcan nuestra provincia. En carta personal me pidió doña Nieves que le informase (y así lo hice) sobre algunas cuestiones elementales que me planteaba en relación con el Mesa, uno de nuestros ríos de escaso relieve que, desde que el mundo es mundo, o por lo menos desde que el hombre habita la tierra, va dejando al pasar por tierras molinesas unos valles irrepetibles, pueblecitos pintorescos cargados de historia y de costumbres ya idas, en mitad de un entorno natural que nadie debiera morirse sin haber andado por ellos alguna vez. Yo lo hice en distintas ocasiones, y su estampa jamás ha escapado de mi memoria.
No sé si alguien podría asegurar con certeza si aquí o allá, si es éste o es aquél, cuál de todos los pequeños manaderos que brotan en el vallejo de los huertos de Selas, debe considerarse en realidad como el nacimiento del río Mesa. Nadie podría asegurarlo, pienso yo; pero nace allí, teniendo por cuna, como casi siempre ocurre, unas piedras y unos yerbajos húmedos.
Por la plana praderilla viaja el regato. Tiene las puestas del sol como destino inmediato, o al menos lo parece. Corre lentamente con dirección a la pequeña villa de Anquela, la del Ducado, no la del Pedregal que nada tiene que ver con esto y desde allí coge demasiado lejos. Sobre las casas blancas de Anquela, el pueblo en escalera, se solaza en la media mañana la iglesia de San Martín, y también desde lo alto, ahora mirando al norte y noreste, se deja ver en la caída un nuevo valle: el principio del Valle del Mesa propiamente dicho, por cuyo fondo escapa el joven arroyuelo después de haberse vuelto sobre sí, después de haber dado un giro violento al otro lado del pueblo porque así lo quieren los cánones de la ley física, de la ley que siempre se cumple porque no anda el hombre de por medio, y así, sumiso y obediente, el arroyo continúa su viaje hacia Turmiel, recogiendo a menudo sobre su delicado lecho el sudor de las laderas por los suaves canalillos que de un lado y otro vienen hacia él.
Turmiel al instante. El pueblo cae a mano izquierda, a muy escasa distancia del río. La carretera corta al pueblo por mitad a todo lo largo. En Turmiel vive de continuo muy poca gente, un par de docenas de habitantes nada más. Las torretas de los palomares, que antes fueron torres vigías, muestran sobre lo alto las piedras del abandono. El río se aparta del pueblo y de la carretera para jamás volverse a encontrar, prefiere seguir su camino a campo través. De allí en adelante parece no querer nada de hombres ni de pueblos. No volverá a encontrarse con carretera alguna hasta las inmediaciones de Mochales, donde se deja ver vitalizando un valle fecundo desde las primeras curvas del camino que bajan desde Amayas. Según la época del año, la vega presenta por allí un aspecto diferente: blanco en primavera cuando los frutales están en flor, verde y carmín de hojas y cerezas cuando entra el verano, tristón y entrañable en otoño, gélido y silencioso en invierno, pero siempre hermoso, provocador, exuberante o escuálido, qué más da; el milagro del agua que pasa se cumple en él escrupulosamente a lo largo de los días y de las estaciones.
Mochales, medio escondido por los cerros y la vegetación de su propia vega, es la patria chica de la beata María Teresa del Niño Jesús y del alcalde Antonio Alba, muertos de manera violeta los dos: la primera por defender su fe como religiosa del convento carmelita de Guadalajara un 24 de julio de 1936; y el segundo por defender a su pueblo y a su patria contra la francesada en aquella guerra sin cuartel de 1808; para mayor humillación, murió ahorcado públicamente delante sus paisanos; la plaza del lugar, como no podía ser menos, lleva su nombre.
El río Mesa, al que ya va mereciendo se le trate de usted cuando pasa por Mochales, brama y salta al pasar regando huertos, abriendo zanjas entre las peñas, distinguiendo y hermoseando un paisaje por pocos conocido.
Hace años me pidieron para la radio —perdona amigo lector que entre en los pasillos de lo personal— que escribiera un guión sobre alguna comarca poco conocida de nuestro país. Elegí el Valle del Mesa para trabajar con él, y he de decir que gocé hasta lo infinito cumpliendo el encargo; pues no es nada frecuente el encontrarse con unas tierras vírgenes tan cargadas de encantos paisajísticos y con tanto interés humano por mucho que se busquen.
Desde Mochales a Villel, la diferencia en altura de las plazas de ambos pueblos va más allá de los cincuenta metros, en tanto que la distancia que los separa apenas supera los tres kilómetros; ello quiere decir que serán muy pocos los remansos, que el agua corre en función de entrenamiento para saltar en cascada, como luego veremos.
La carretera sigue paralela al río camino de Villel, cruzándose de un lado al otro alguna vez antes de llegar al pueblo. Villel de Mesa se ofrece ante los ojos del espectador descolgado en la solana de un cerro que baja a refrescar sus pies en la ribera. Al otro lado del río Pequeño, frente a los jardines de la plaza, hay viejas heredades de hortaliza con las que los campesinos del lugar llenaron cada verano sus despensas. Ahora también, pero no tanto, La falta de manos jóvenes se echa de menos en estos recónditos paraísos que no hace tanto tiempo triplicaron su población sin que faltara el alimento para todos. El río Pequeño vitaliza las huertas más próximas al pueblo. El río Pequeño nace allí mismo, debajo de una roca que los lugareños conocen como la Fuente de la Toba. Paralelo a él, y muy juntos los dos, baja el río Cavero, que es en realidad el río Mesa, pero con otro nombre a su paso por Villel. Se unen los dos poco más adelante. Las ruinas del castillo sobre unas peñas dominan el paisaje río abajo. El pueblo, con su plaza ajardinada y su histórica fortaleza que en mala hora arruinó una chispa el día de la fiesta de San Bartolomé de una año ya lejano, va quedando atrás, mostrando al caminante que se aleja la elegancia de sus viviendas más antiguas y los arcos de la iglesia allá en lo alto. Como fondo, el cerro de las Casas y el llano de la Cueva, bajo un cielo que tiñe de azul en las primeras charcas el agua del río, el Mesa adulto ya que adivina, no lejos de allí, las chorreras de Algar sobre las que ya se asoma.
Algar de Mesa figura en los archivos de mi memoria como uno de los pueblos más bellos de toda la tierra molinesa. Imagínense al pequeño caserío, a manera de anfiteatro, colgado en escalón sobre la profunda vega o barranquera en la que ruge el agua al despeñarse, de una en una, en las cascadas que dibuja el cauce del río al pasar. A veces, los ancianos del pueblo, cuando la ley lo permite, bajan hasta las praderillas que hay al lado del río y tiran el anzuelo de sus cañas en la espuma corriente que se forma al pie de las chorreras. Las truchas pican alguna vez y los pescadores se dan por bien pagados. El pueblo, Algar, acostumbrado al continuo soniquete de las aguas, se alza sobre la orilla izquierda, con la torre parroquial de su iglesia de Santo Domingo por enseña y las casas de los vecinos a un lado y a otro. Aguas abajo, siempre a la vera del río, la ermita patronal de la Virgen de los Albares, solitaria y silenciosa, con algún ramito de flores secas atado al ventanillo, marca el punto final de nuestro recorrido en este día, porque la provincia de Guadalajara acaba allí y preferimos ser respetuosos con lo que no es nuestro.
El Mesa, que no entiende de límites ni de fronteras, sigue abriéndose camino por tierras de Aragón creando paisajes nuevos: Calmarza, Jaraba, el embalse de la Tranquera donde se une al Piedra (otro de nuestros ríos, al menos en su origen) en un cauce común, para concluir entregando sus aguas y su nombre al Jalón muy cerca de la villa de Ateca.


(En la foto: "El río Mesa bajo el puente de Agar")

martes, 7 de diciembre de 2010

TERCER CENTENARIO DE LA BATALLA DE VILLAVICIOSA


Fue el último enfrentamiento que mantuvieron en la llamada Guerra de Sucesión los ejércitos del Archiduque Carlos de Austria y los de Felipe de Anjou, nieto del rey francés; ambos aspirantes al trono de España tras la muerte sin descendencia del último de los reyes de la Casa de Austria, Carlos II El Hechizado. Una vez que la suerte en Valencia pareció decidirse en la batalla de Almansa, el entusiasmo de los soldados del futuro Felipe V fue grande. En diciembre de 1710, los aliados se vieron derrotados definitivamente en Brihuega y en Villaviciosa, lugares vecinos situados en el corazón de la Alcarria. La última de estas batallas fue decisiva. Felipe V personalmente, con el duque de Vêndome, estuvo al frente de su ejército que, al salir victorioso, sirvió para colocarle en el trono e instalar en España la nueva dinastía de los Borbones. Un monolito en los altos alcarreños próximos a Villaviciosa, recuerda aquel enfrentamiento bélico de tanta trascendencia para la moderna Historia de España.
Los actos conmemorativos, con motivo del tercer centenario de tan decisiva batalla, se están celebrando en ambas localidades alcarreñas a lo largo de todo este mes.

(En la fotografía: Monumento conmemorativo existente en Villaviciosa, junto a la carretera, que recuerda al caminante que en aquellos campos se libró la batalla. Fue erigido, según consta grabado sobre la piedra, por el pueblo y el Ejército en diciembre de 1910, segundo centenario)

lunes, 6 de diciembre de 2010

"EL MOLINO DE GUADALAJARA" de JOSÉ ZORRILLA



Hace bastantes años, casi veinte, saqué a la luz en las páginas de “Nueva Alcarria” un estudio de lo que han sido las tierras de Guadalajara en relación con el viejo arte de las buenas letras, la Literaturta. Ya apuntaba allí que este tema daba como para un tratado extenso que alguien, alguna vez, deberá convertir en realidad palpable, con el tiempo que sea preciso y con toda la extensión que merece, dado que materia la hay en abundancia y que el filón literario en torno a estas tierras parece no tener final, como lo demuestra el hecho de que con frecuencia, y donde uno menos pudiera sospechar, se descubre algo nuevo.
Despueés de haber tenido noticia y de haber ojeado con especial empeño el único ejemplar del libro que creo existía en Guadalajara, conseguí hallar este título en un par de enciclopedias especializadas, perdido entre una larga relación de obras poco conocidas del laureado poeta de Valladolid, a quien, como todos sabemos, se deben algunos títulos tan celebrados como Don Juan Tenorio. La obra a la que me refiero lleva el título de El molino de Guadalajara, que aparece, como es norma en el teatro de don José Zorrilla, escrita en verso, aunque no tan inspirada y meritoria como la antes dicha cuyo personaje central no es otro que el famoso seductor de la ciudad de Sevilla.
Pues bien, el único ejemplar del que tuve noticia dormía su sueño de eternidad en los repletos anaqueles del archivo municipal de Guadalajara. Se publicó aquella única edición de la que tenemos noticia, con toda la gravedad y todo el empaque de los libros de aquella época, en el año 1857 (Imprenta de don Cipriano López de Madrid) , contando el autor por aquellos años con una edad de cuarenta años. Ignoro todo lo demás sobre este libro, si se trata de una primera y única edición, aunque sospecho que sí, y si lo fue de larga tirada de ejemplares o si lo fue de corta, lo que en todo caso convierte a la pequeña “joyita” en algo novedoso para las gentes de a pie, y tambiuén, por supuesto, para los estudiosos que de alguna manera se ven, o nos vemos, comprometidos con el estudio de Guadalajara, de sus particularidades y de todo cuanto a ella se refiere . El libro en cuestión procede la biblioteca del viejo Ateneo Caracense, y debió haber sido propiedad de don Fco. Torrubia, cuya firma manuscrita encontré estampada al principio del primer acto.
El molino de Guadalajara de José Zorrilla sitúa la razón histórica de su argumento en la Baja Edad a Media, en la primera mitad del siglo XIV, justo en el mes de diciembre de 1357, y anda en torno a las luchas fratricidas que durante aquellos años se dieron en Castilla entre don Pedro el Cruel y don Enrique de Trastámara, tema que ajustaba como anillo al dedo con el temperamento apasionado y las apetencias de la época, fuente de inspiración inagotable para el pensamiento romántico. Los protagonistas son doña Juana de Villena, condesa de Trastámara; don Pedro Carrillo, escudero del Rey; Juan Pérez; Lucas Ruiz, molinero de Guadalajara; Lucia y otros. Como así corresponde al al teatro romántico, salido de la pluma del más prolífico de nuestros autores del XIX, en El molino de Guadalajara existen escenas varias de un complicado amor:

- Voz corre de que te casas con ella.
- Bachillerías del vulgo.
- Pues lo dan por cosa cierta;
y en verdadqd que harás muy bien,
porque moza más apuesta
no la hay en Guadalajara.
- Va a ser una molinera famosa;
a su salud, Lucas
.

El molino de Lucas Ruiz lo sitúa el autor a la vera del Henares, a su paso por la ciudad y al lado del puente. Los actos primero y cuarto se desarrollan en Guadalajara, mientras que la acción en el segundo y tercero transcurre río abajo, en la vega de Alcalá. La vida medieval de la alta sociedad cortesana ha de convivir, por aquellas del destino y a gusto del autor, con el ambiente plebeyo y tabernero de unos molineros de ribera de muchos siglos atrás:

- Pero, Lucas,
aún hay cosa que de cerca te toque.
- ¿Y es?
- Que esta noche viene el capitán Marchena
a hospedarse en tu molino,
y con una dama.
- ¿Esta noche?
- Esta noche.
- Y te estabas con esa calma.
- No hay priesa;
no haré más que reposar un momento.
- ¿y quién es ella?
- Nadie lo sabe mas que él.
- Hay quien la hace la Condesa
De Trastámara.
- ¿La esposa de don Enrique?
- Panema, Lucas; es cosa del rey.

Pedro Carrillo, en uno de los momentos de mayor tensión, y deseoso de devolver a la condesa doña Juana al lado de su esposo don Enrique, ya casi al fina de la obra ordena a García que contacte con los jinetes del Rey y los guía hasta donde él está por el camino más seguro. Un error de cálculo –o de justificable desconocimiento del terreno- sitúa las primeras Alcarrias más próximas al puente del Henares de lo que realidad están:

-A caballo ponte.
aún puede hacer esa yegua
sin enfriarla otra legua.
Corre, pues, cruza ese monte,
y subiendo hasta Torija,
con mis jinetes darás
y hasta aquí los guiarás
por la vereda más fija:
mira, y de paso, del diestro
llévate los tres caballos
en la espesura a ocultallos
no marquen en rastro nuestro.
Corre, vuela
.

Una historia, como se ve, de pendencias y compromisos. Una historia tramada sobre armazón romántico, con todos los ingredientes fundamentales a su favor del movimiento literario que representó Zorrilla.
Hay que reconocer que apenas si aparece Guadalajara en esta obra de tan distinguido autor, algo así como ocurre con la ciudad de Sevilla en El Tenorio, aunque el título lo justifica casi todo.
Como remate a este sencillo memorial a una obra de teatro romántico, para casi todos desconocida (también lo había sido para mí hasta el día de su descubrimiento), debo decir que, aprovechando la circunstancia de que por aquellos años pude hacerlo, escribí un prólogo a la misma y ordené una nueva publicación de 1.000 ejemplares, a cargo del Patronato de Cultura del Excmo. Ayuntamiento de la ciudad, en la confianza de que fuese representada por alguna compañía de actores de Guadalajara o de la provincia, un deseo que hasta ahora no he visto cumplido. Quiero recordar que fue en la primavera del año 1994. Seguimos esperando lo que algún día pueda ser un acontecimiento cultural importante para esta ciudad que crece y que, al parecer, va despertando lentamente.

lunes, 29 de noviembre de 2010

LA OBRA MONUMENTAL DEL Dr. LAYNA


Días atrás he podido ver cumplida una vieja aspiración. La vida está llena de deseos muchas veces imposibles de verlos llegar a colmo. Fue que como resultado de infinitos juegos malabares por parte del editor, cálculos, trámites y preocupaciones para ver coronado con éxito su proyecto, ha sido posible colocar en mi biblioteca, junto a los otros nueve tomos que integran la colección, el último volumen de las Obras Completas del Dr. Layna Serrano, comenzadas a publicar por Aache —sueño utópico conocida la densidad y lo holgado de su contenido— en el año 1993, coincidiendo con el primer centenario del nacimiento en Luzón de tan ilustre, entusiasta, y prolífico autor.
El Dr. Herrera Casado, como promotor de la obra, y el Ayuntamiento de Guadalajara, como colaborador en la financiación de tan interesante proyecto, sacaron a la luz los cuatro primeros tomos que completan el más voluminoso de los títulos: “Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI”, de lo que me honro haber tenido algo que ver, como responsable en aquel momento de la cultura a nivel municipal y prologuista del segundo tomo.
Se trata de una obra grandiosa. Varios miles de páginas, abundancia de ilustraciones, gráficos y fotografías, aparecen en el contenido total de los diez volúmenes que componen la obra. Un trabajo ímprobo y magníficamente documentado al que el autor dedicó una buena parte de su vida, y en el que se recoge con meticuloso rigor lo más notorio y trascendente que ha ocurrido en nuestro suelo a lo largo de toda su historia, no sólo por cuanto a la capital se refiere —ya de por sí enrevesado y difícil, por la cantidad de familias nobles que vivieron en ella, de linajes plagados de nombres y de ramificaciones que extendieron su influencia hasta más allá de los océanos— sino de toda la provincia en su conjunto: Sigüenza, Atienza, Cifuentes, fortalezas y castillos, monasterios e iglesias… Lo más notable, en fin, de una tierra cuya presencia, tanto en la historia como en la cultura española, se ha dejado sentir en los más importantes acontecimientos a lo largo de todos los siglos.
Las Obras Completas de D. Francisco Layna Serrano, si bien ya lo eran de manera restringida, pueden ser a partir de ahora, una vez concluida su publicación, un pozo inagotable de conocimientos al alcance de todos, la piedra clave sobre la que podrán aprender y contrastar sus saberes todos los historiadores, eruditos, investigadores, cronistas y ratones de biblioteca, interesados por la historia de Guadalajara, tanto en el presente como en los siglos venideros.

domingo, 21 de noviembre de 2010

NUESTROS RÍOS: EL ARLÉS


Habría que verlo antes sobre el terreno y luego decidirse acerca de cuál de los tres o cuatro arroyuelos de la Alcarria, que aparecen por los términos municipales de Alocén, de El Olivar y de Berninches, es en realidad el nacimiento del Arlés, uno de los históricos entre los pequeños ríos que corren por aquellos campos, y que a decir verdad, visto sobre el papel son varios los canalillos que, unas veces con agua y otras sin ella, concurren por los bajos de Berninches formando un estrecho valle, en una sola corriente, escasa en contenido y de muy poca entidad, pero que va regando a su paso importantes parcelillas de hortaliza y de frutal a lo largo de los diferentes términos municipales por los que atraviesa hasta su desembocadura en el Tajo más allá de Pastrana. Muchos recuerdan todavía los tramos de carrizal y de maleza en el río Arlés por la gran cantidad de cangrejos que se criaban en su fondo, aunque eso, para los amantes de la delicia que siempre supone un buen bocado, dádiva generosa de la madre Naturaleza para sus hijos del medio rural, pertenece a tiempos ya idos.
Berninches es el primero de los pueblos alcarreños que tiene a su paso el río cuando apenas ha recibido ese nombre. Importante vega la de Berninches que baja hasta la ermita, ahora junto al nuevo desvío de carretera que lleva a Sacedón. Berninches es un pueblo situado en pendiente, pero con una extraordinaria personalidad bajo las peñas y las carrascas del Alto de la Mata, quedándole a los pies la feraz veguilla que durante años, y siglos también, surtió de abundantes verduras y de fruta excelente las despensas de los honrados campesinos del pueblo, que por siempre vivieron un poco al margen de las principales vías de comunicación. Las párvulas corrientes del arroyo, pero por paradoja viejas como el mundo, fueron testigo de una de las mayores tragedias ocurridas, no sólo en Berninches, sino también en toda la Alcarria, cuando hacia el año 1600 murieron hasta quinientos vecinos en menos de tres meses a consecuencia de una epidemia horrible, lo que obligó a cerrar más de cuatrocientas casas del pueblo y a convertir en campo baldío muchas hectáreas de las que hasta entonces habían sido tierras de labor.
Vega abajo, dejando muy cerca la ermita patronal de la Virgen del Collado, con su augusta pradera y su antigüedad de casi ocho siglos, ahora a la vista de todos después del nuevo trazado de la carretera, las suaves corrientes nos acercan hasta otra villa memorable de la Alcarria: Alhóndiga, célebre por sus huertas al pie del pueblo, por sus viejas y muy singulares tradiciones y por el apacible santuario de la Virgen del Saz que tiene no muy lejos, siguiendo a la vera del arroyo por la carretera que baja hasta Valdeconcha. Tanto ésta de Alhóndiga, como la de Berninches que acabamos de dejar, son villas heridas en su estampa de muchos años tras la desaparición de los frondosos olmos que adornaron sus plazas, y a los que la gente mayor sigue añorando como parte de sus vidas porque en realidad así lo fueron. El Arlés, no obstante, pasa discretamente, riega las menudas parcelillas de huerta que hay junto al pueblo, y se desliza en silencio en busca de nuevos ambientes, de nuevos paisajes dentro de su propio ecosistema, hasta Valdeconcha.
El pueblo de Valdeconcha, escaso en número de habitantes y con buena vega, queda a mano izquierda del paso del arroyo siguiendo la dirección de las aguas. La vega del Arlés continúa en dirección poniente en cuatro o cinco kilómetros más hasta casi su desembocadura. A un lado y a otro terrezuelas de labor sembradas de cereal y de girasoles, y en las vertientes suaves algunos cuartelillos de olivar, algunos de ellos abandonados tal vez por falta de mano de obra que los resucite. Valdeconcha, antiguo y personal como pocos, es de los pueblos que durante las últimas tres o cuatro décadas ha sentido restallar con fuerza en sus carnes el latigazo fatal del despoblamiento. Parajes en atalaya a uno y otro lado de la vega, contemplan desde la altura el correr caprichoso de los tiempos y sus consecuencias en el vivir diario de los hombres: Cerro del Calvario, del Hijar, de la Pinaílla, aparte de algunos otros cuyo nombre desconozco, son testigos de horas y de muertes desde que el mundo existe, de horas sublimes de un pasado lejano, de aquel otoño de 1495, por saltar sobre el tiempo más de cinco siglos, cuando el rey Fernando el Católico tuvo a bien declararlo villa, y así hasta nuestras horas de hoy con el censo en mínimos y el pueblo, en cambio, saludable y rejuvenecido como jamás lo estuvo, naturalmente que por empeño de quienes viven fuera, que guardan allí para las ocasiones su rincón de descanso. Valdeconcha, calle del Barranco, plaza de la Constitución o plaza de la Fuente, se dejó perder el aliento vitalizador de la gente joven, su olmo pomposo de la plaza vieja, y aquellas sustanciosas redadas de cangrejos autóctonos que el riato solía ofrecer cada verano a los legales pescadores de la comarca y a las almas de buena voluntad y perversas inclinaciones que preferían la oscuridad de la noche para llenar la alforja con cesta de mimbres y con linterna de petaca. Que Dios los haya perdonado y devuelva tan exquisita fauna a los fangales y a las junqueras del río. Nada hay que buscar de todo aquello, tan sólo el río y los cuatro cerrucos de la Alcarria encajando el valle, y atrás, sobre el otero, la torre de su iglesia que gusto recordarla con la crucecita de hierro y el gallo de la veleta girando a caprichos del viento.
El campo de Pastrana, y aquella terna de valles que se divisan en distintas direcciones desde el Convento Franciscano (Carmelita por fundación), a los que cantó San Juan de la Cruz en versos memorables. El campo de Pastrana hacia las puestas del sol, es el que eligió el Arlés como final luego de treinta o de cuarenta kilómetros de recorrido. Final de príncipe es el que tiene el río en el campo de Pastrana, muerte a la par que la de la bella Princesa Tuerta que por allí reposa, y con cuya memoria tan mal nos hemos portado los españoles, incluidos una buena parte de sus paisanos.
Huertos, oscuras sombras de laurel, granados en flor, exquisitas verduras de la vega que baja, campesinos que son doctores en el arte de la buena hortelanía y que poco a poco nos van dejando huérfanos…Pastrana. Qué más decir de la Señora de la Alcarria que ya no se haya dicho. Si quieres conocer, amigo lector, una villa con carácter, vete a Pastrana. La villa de los famosos duques, como Castilla entera, no ofrecen la oportunidad de los términos medios en la feria de los afectos, o se la odia o se la quiere con pasión de enamorado. Yo, como casi todos los que hemos andado por allí y entrado en su misterio, preferimos la segunda opción.
Historia y trabajo a pie de ribera, antigüedad y encanto en esta villa que se solaza en la ladera con la mole de la colegiata como señal y el palacio de sus duques por testimonio. En esta villa que se adormece sin considerar que media legua más abajo el Arlés, el humilde arroyuelo de la Alcarria que hoy nos entretiene, muere cada día y cada noche entregando al Padre Tajo todo lo que es, a la sombra de los álamos y de los sargatillos por aquellos sotos en los que el Amado “pasó mil gracias derramando, y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó su hermosura” según dijo el poeta. Humilde cuna y nobilísimo panteón para un río que es sobre todo nuestro, sólo nuestro.

(En la fotografía, valle del Arlés en Pastrana. Al fondo el Convento Carmelita)

lunes, 15 de noviembre de 2010

FUENTES: LA ALCARRIA A LOS CUATRO VIENTOS



Una visita a la villa de Fuentes de la Alcarria, colgada sobre una lengua de terreno junto a la carretera que baja desde Torija a Brihuega, a la que abraza, a manera de inmensa herradura, el barranco donde nace el río Ungría

Recuerdo cómo el día que anduvo por allí don Camilo en su segundo viaje (el 6 de junio de 1985), en la Alcarria hacía un sol de justicia. Hoy también hace sol, pero de menos justicia. Uno siente necesidad de abrigarse para evitar catarros a consecuencia del vientecillo que sube del valle del Ungría. Fuentes de la Alcarria es un pueblo hermoso, un pueblo la mar de original, un pueblo con una sola puerta de entrada y de salida que recibe al mundo bajo un arco de piedra, como en la Roma Imperial se recibía a los Césares y a sus ejércitos al volver victoriosos del campo de batalla.
A Fuentes de la Alcarria se llega por un ramal de carretera estrecha que sale, viajando hacia Brihuega, como a unos quinientos metros antes de encontrarse con el copudo cedro y el ruinoso palacio de Don Luis, uno más de los símbolos de la Alcarria. La entrada a Fuentes está precedida por un jardinillo romántico, a manera de parque infantil, donde en el verano de 1996 se instaló un artístico monumento de mármol blanco en homenaje a la mujer alcarreña. Nada más justo y más acertado como motivo y como lugar. Al sitio se le llama Parque de la Voluntad, y fue inaugurado el 28 de agosto de 1991, coincidiendo, por lo que se puede advertir según la fecha, con la fiesta de San Agustín, patrón del pueblo. A un lado y a otro las profundas barranqueras por donde nace el río Ungría: regato, arroyo, y río después, a medida que va tomando agua de otros manantiales antes de unirse al Matayeguas y desembocar en el Tajuña. Las profundas barranqueras abrazan al pueblo dibujando una especie de herradura, y que al final escapa por la anchurosa vega hacia el poniente, vitalizando las tierras de Valdesaz y de Caspueñas, una de las subcomarcas más interesantes de toda la Alcarria.

Se entra al pueblo hemos dicho bajo un arco de piedra al que precede en mitad de una plazuela la histórica picota. El arco es una puerta abierta en la antigua muralla, y la picota el símbolo de villazgo, lo más importante que hoy queda a la vista de sus pasadas glorias. Fuentes, con su medio centenar de almas, más bien escaso, colgado sobre una loma alcarreña a los cuatro vientos, tuvo una importancia en el pasado que nadie sospecharía hoy a la vista de su soledad y de su silencio. Poseyó murallas, tuvo castillo, y tuvo un señor, don García Barrionuevo de Peralta, que durante la segunda mitad del siglo XVI lo enalteció y enriqueció, como bien merecía la que habría de ser en su tiempo y en el tiempo de sus sucesores, cabecera de un importante señorío que vendría a durar algo más de cien años.
Fuentes de la Alcarria, contando con el espacio tan reducido de terreno que tiene a lo ancho para desenvolverse, es un pueblo de calles estrechas. La Calle Mayor lo recorre por mitad a todo lo largo. A un lado y a otro van surgiendo callejas trasversales, o paralelas que acaban siendo mirador hacia el barranco: Calle de las Bodegas, Calle de la Solana, de la Fragua, de la Casa Vieja, y detrás de la espadaña altiva de la iglesia la Plaza de la Reina María Cristina. Desde el mirador que hay junto a la Plaza de María Cristina se advierten, escalonadas ladera arriba, las nogueras desnudas entre el matorral, y allá a lo lejos, ya en el llano alcarreño junto a la carretera que baja hacia Brihuega, el inequívoco ramaje del cedro en el palacio Don Luis.

En cualquiera de los rincones que nos van saliendo calle adelante al andar por la villa de Fuentes, pudo haber nacido a mediados del siglo XVI el Padre Miguel Urrea, misionero en América, al que los indios chumchos dieron muerte a golpes de martillo el 28 de agosto de 1597, casualmente el mismo día en que en su pueblo natal celebraban la fiesta mayor de San Agustín; o su contemporáneo y homónimo en nombre y apellido, tal vez de la misma familia, el arquitecto Miguel de Urrea, traductor del romano Vitrubio, quien señaló los caminos más convenientes para trasplantar el arte renacentista italiano al gusto español. Alguna de las viejas casonas de la Calle Mayor se nos antojan como posible cuna de cualquiera de ellos, o de ambos quizá.

Se cuenta que tras las victorias de Brihuega y Villaviciosa por parte de los ejércitos del aspirante al trono de España, el francés Felipe de Anjou, más tarde Felipe V, primero de los Borbones que aquí ciñó corona, el propio Rey con un nutrido séquito de incondicionales, hacia las vísperas de la Navidad del año 1710, se dieron cita en la villa de Fuentes para rezar un solemne Tedeum ante la imagen de la Virgen de la Alcarria, en acción de gracias por haber conseguido en aquellos llanos alcarreños la sucesión en el trono vacante que dejó al morir sin hijos el rey Carlos II, después de una serie de batallas sangrientas contra el otro aspirante, el Archiduque Carlos de Austria, y que acabaron allí.
La Virgen de la Alcarria, advocación única que se conoce en toda la Provincia y fuera de ella, es la Patrona de Fuentes. Su imagen se venera en la iglesia del pueblo; es pequeñita en tamaño y luce sobre su cabeza una corona real. La primitiva imagen de la Virgen de la Alcarria desapareció en aquel doloroso verano del año treinta y seis, y sería la que, a ser cierto lo que cuenta la tradición, recibiría el homenaje real en su recoleta iglesia pueblerina días después de concluir la última batalla de la Guerra de Sucesión y primera de las que fueron escenario aquellas tierras; pues los más viejos del lugar todavía recuerdan con horror lo que habría de ocurrir dos siglos más tarde en los encinares vecinos de al otro lado de la carretera, donde se contaron por miles los españoles y los italianos que murieron en un enfrentamiento cruel, absurdo y sin razón, que sólo ha servido para ocupar unas páginas negras en nuestra historia reciente, la Guerra Civil, donde a fin de cuentas no ganó nadie y perdimos todos.

(En la imagen: Monumento a la mujer alcarreña, en el romántico jardín de la villa de Fuentes)

domingo, 7 de noviembre de 2010

UN PASEO POR EL PÁRAMO MOLINÉS



Siempre que acierto a caer por aquellos pueblos del Alto Señorío -hecho que ocurre en dos o tres ocasiones a lo largo del año, contando, claro está, con las mejores condiciones climatológicas por aquello de la distancia-, regreso con el sinsabor de no tenerlos más cerca. Todos ellos son pueblos interesantísimos, pero que llevan consigo la fatalidad de encontrarse lejos de todas partes. Confieso que, sin ánimo de desmerecer a pueblo alguno de otras comarcas en los que siempre que fui me encontré como en mi propia casa, es en la mitad norte de la comarca molinesa donde me crucé con la gente más acogedora y afable de todo nuestro mapa provincial; donde el semblante de los pueblos, todavía hoy, nos habla de su pasado con infinitas muestras acerca de la importancia de quienes vivieron allí, timbrando con voluminosos sellos de piedra labrada las fachadas de sus casonas más antiguas. No debemos olvidar que si Guadalajara ha dado una reina (doña María de Molina), un santo y tres beatas, todos, menos una de ellas, habían nacido por allí; y hombres de letras, y médicos notables, y jurisconsultos que hicieron historia, y militares con rango, y altas dignidades de la Iglesia, cuya presencia pasados los años y los siglos, continúa como diluida en el ambiente general por estos lugares.
Hinojosa y Tartanedo son dos de esos pueblos molineses a los que me acabo de referir. Los he visto en ocasiones diferentes y siempre he encontrado en ellos algo por descubrir. Cualquiera de ellos ha mejorado de aspecto de manera bien visible, pero se han ido quedando sin gente que los habite de manera continua. No sé si superarán en mucho el medio centenar de habitantes cada uno, cuando si echamos la mirada atrás, el censo de población no era el doble, sino cinco o seis veces mayor. Sí, es la medida general de un porcentaje elevadísimo de pueblos de agricultores en la mayor parte de España, pero eso no nos debe servir de consuelo a la vista de tantas puertas cerradas, de calles enteras con las casas cerradas en nuestro medio rural del que, directa o indirectamente, procedemos una inmensa mayoría de los que vivimos en las ciudades.
Hemos dejado a Labros atrás, recostado en la ladera. A Hinojosa se llega inmediatamente, sólo unos minutos separan a ambos pueblos. A Hinojosa lo tenemos aquí, a nuestra mano derecha, extendido en el llano, a los pies del cerro peñascoso que las gentes de la comarca conocen por la Cabeza del Cid. Hinojosa, ya desde su entrada, es un pueblo atendido con gusto, un pueblo de calles impecables y de viviendas restauradas que todavía rezuman aquella noble condición de los que fueron sus primeros moradores; casi todas cerradas, eso es verdad; pues tanto en Hinojosa como en el resto de los pueblos de su entorno, las glorias del pasado se han quedado como enquistadas en las piedras y en los escudos.
Aquí la señorial ermita barroca de la Virgen de los Dolores, con inscripción sobre la fachada que uno no consigue descifrar por completo debido a la altura, y el escudo de armas de los garcía Herreros, de cuya familia, don José, canónigo en Valladolid y caballero de la Real Orden de Carlos III, mandó levantar, gallarda y sobria, como regalo al pueblo donde nació. Nada más limpio, más cuidado y más atractivo que el Paseo de la Virgen que tiene delante.
Los Malos, los Ramírez, los Morenos, los Iturbes, además de los García Herreros, conservan en las diferentes calles de Hinojosa las sólidas mansiones que los recuerdan, como testimonio de un pasado lejano escrito en piedra sillar y franqueado con los escudos heráldicos de tantas familias como en siglos atrás habitaron en estas casonas, cerradas hoy a cal y canto.
El olmo viejo de la plazuela, donde se acostumbraba dar la batalla final en la fiesta de la Soldadesca, tampoco existe, ni siquiera el tronco, que sostenido mientras se pudo de forma casi antinatural, acabó por desaparecer y hoy, como casi todo lo grande en Hinojosa, ha pasado a ser recuerdo.
Dejamos el pueblo atrás, pasando de largo dos monumentos más que forman parte de la riqueza monumental del pueblo: la iglesia de San Andrés, que encontré cerrada, y la ermita románica de Santa Catalina, allá en el sabinar camino de Milmarcos, toda una joya de nuestro arte medieval más auténtico. Vamos camino de Tartanedo.
La primera vez que estuve en Tartanedo fue a la salida del invierno del año ochenta y dos. Me impresionó el pueblo y me impresionaron las buenas gentes con las que me encontré en aquel viaje. Y tanto fue así, que en el reportaje que publiqué días después en este mismo periódico, se me ocurrió llamarlo con un apelativo sincero, pero tal vez un poco cursi: “la perla del Señorío”. Es verdad que en todo el Señorío hay algunos Tartanedos más, otras “perlas” a las que referirse en justicia; pero sucedió que a alguien de por allí no le pareció ajustada la apreciación, y dirigió a la redacción del entonces semanario una carta que me pareció injusta e inconveniente, a la que no respondí. Han pasado muchos años desde entonces y a pesar de aquello sigo pensando lo mismo. Pelillos a la mar, el tiempo lo borra todo, aunque no así la verdad de las cosas. Tartanedo, amigo lector, por su historia, por esa nómina de personajes ilustres que ha dado al mundo, por la actual condición de sus gentes -muy escasas, por cierto-, sigue mereciendo no sólo mis respetos, sino también mi admiración.
Cuando se entra en Tartanedo desde Torrubia se hace dejando atrás una ermita y una cruz de hierro que se alza sobre un romántico pedestal de piedra vieja. Si se hace llegando desde Hinojosa, el primero y principal detalle de interés será la fuente pública que nos sale al borde de la carretera. Una fuente que nunca dejó de manar desde los tiempos de su construcción que ya va para dos siglos. Es una fuente de pilón bajo, rectangular, con cuatro caños, de cuyo fondo se levanta un muro de sillería con inscripción latina, en el que se dice cómo fue mandada construir en 1816 por don Manuel Vicente Martínez, arzobispo de Zaragoza y natural de Tartanedo.
Al lado de la fuente y de la carretera se eleva la torre de la iglesia de San Bartolomé, de la que quiero recordar por anteriores visitas su magnífico retablo barroco, que, según me explicó mi amigo alejando Moreno, un hombre cabal ya fallecido, lo regaló don Bartolomé Munguía, cirujano del Rey y natural de Tartanedo. A la torre se sube por una escalera de caracol sin espigón central, una meritoria obra de arquitectura.
La plaza del pueblo está dedicada a la Beata María de Jesús López Rivas, elevada a los altares el 14 de noviembre de 1976, en una ceremonia memorable que acarreó hasta la iglesia de San Pedro en Roma a una buena parte de sus paisanos. La Beata María de Jesús, fue en vida algo así como la mano derecha de Santa Teresa, a manera de asesora o de secretaria. La Santa de Ávila la solía llamar cariñosamente “Mi letradillo”.
Las anécdotas que se cuentan en Tartanedo acerca de sus hijos más insignes son muchas. Recuerdo, para terminar, aquella que me contaron con relación a don Francisco Javier de Utrera, cuya casona familiar nos llama la atención siempre que pasamos por allí. Cuentan que siendo niño, el pequeño Francisco Javier apuntaba buenas maneras para el estudio. El muchacho debió de pedir permiso a su familia para marcharse, seguramente al seminario. Su padre accedió, no sé si de buen grado; pero se cuenta en el pueblo que en el momento de marchar le dijo algo así como: ¡Vete y no vuelvas por aquí hasta que no seas obispo! Y volvió, claro que volvió, siendo obispo de Cádiz.
Pueden suponer nuestros lectores que les aconsejo darse una vuelta por allí aprovechando el tiempo a favor. La excursión puede alargarse por otros pueblos más: Torrubia, con su fuente y su campanario impresionantes; Tortuera la de los hidalgos palacetes; Rueda, más hacia Molina, la cuna del primer obispo de Madrid; y, si sobra tiempo, la propia Molina en donde hay tanto que ver.

(En la fotografía: rollo y ermita en el Paseo de la Virgen. Hinojosa)

jueves, 28 de octubre de 2010

CON LA SIERRA AL ALCANCE DE LA MANO


La villa de Cogolludo marca la divisoria entre las tierras de la Campiña y la comarca serrana del norte de la provincia. Los accidentes hidrográficos, orográficos y paisajísticos, se van sucediendo a cada paso a partir de allí: un pantano, un arroyo, un crestón roquedo, un bosque de pinos…, y pueblos, muchos pueblos en los que apenas vive gente, a derecha e izquierda del camino. Paraísos de verano y valles de silencio y soledad cuando asoman los primeros fríos del otoño.
Hace algunas fechas di una vuelta por allí y me detuve en dos de estos pequeños lugares que sirven de preludio al macizo. La tarde era serena, el sol aparecía a cada instante y volvía a ocultarse de nuevo tras el oscuro nubarrón. El termómetro del coche marcaba al exterior seis grados de temperatura. Una tarde cualquiera de un día cualquiera de los que poco a poco nos van acercando a la Navidad. Sin llegar a la presa de Alcorlo, el pueblo que se tragó el pantano, queda a giro de rotonda, con sus casas blancas extendido en la vertiente, el pueblo de Veguillas, el primero de los dos que tengo intención de visitar antes de que comience a cerrar la noche.

Veguillas aparece al término de un corto ramal de asfalto. “Bienvenidos a Veguillas”, se lee sobre el ocre del barro en la panza de una tinaja que hay colocada a la entrada del pueblo. Enseguida la nostálgica fuente, con sus sonoro manar sobre el pilón de piedra; un agua clarísima que nadie bebe y que se perderá en el barranco después de haber pasado por las dos albercas del lavadero, junto al centro social y el edificio de la vieja escuela.
No conseguí ver a nadie en la hora escasa que estuve en Veguillas. El cerro Cabezuelo, el alto de Cabeza Redonda, la Vega, el Prao, y mucho más en la distancia las cumbres serranas del Alto Rey, arropan el impresionante silencio de Veguillas, que se adormece en la media tarde con el rumor de la fuente a la espera de tiempos mejores, del florido mayo en que las casas cerradas volverán a abrir sus puertas, cuando los hijos de los veraneantes corran en bicicleta y griten por las calles, y los mayores salgan a pasear por la carretera aprovechando la bonanza de las tardes serranas.
Veguillas ha contado siempre con una población exigua, muy escasa, pero suficiente como para mantener en funcionamiento el latido de su corazón de pueblo, sobre todo en tiempos ya lejanos, cuando en los primeros avisos del invierno celebraban con júbilo su fiesta patronal de San Martín, el santo que compartió su capa con un mendigo, trasladada hoy al mes de agosto por razones fáciles de adivinar.

Poco más arriba, al cabo de algunos kilómetros en dirección norte, van apareciendo indicadores de carretera en los que se da cuenta de pueblos que con mayor o menor fortuna todavía existen. Dejado atrás Veguillas en su solana, emprendo viaje hacia Semillas, uno de esos pueblecitos que se anuncian junto a la carretera con su correspondiente indicador. Semillas es uno de los tres lugares, con Las Cabezadas y Robredarcas, que compusieron cincuenta años atrás aquel engendro administrativo al que las autoridades competentes pusieron el nombre de Secarro, que como todo cuerpo extraño fue rechazado por el vecindario y vuelto de nuevo a su nombre de origen. Tan sólo Semillas sigue vivo de los tres que fueron. De los otros dos, apenas quedan en Las Cabezadas algunos muros de su iglesia en ruinas, y otro tanto o poco más puede verse en Robredarcas, el compañero de terna.
Entro en Semillas, por segunda vez en mi vida, y lo hago por un ramalillo estrecho de asfalto que cruza entre los arcos de triunfo amarillos a que dan lugar las ramas de los robles con su traje de otoño. A la llegada, el pueblo me es desconocido. Creo que ninguno de los chalés, y mucho menos el flamante edificio del ayuntamiento, existían en mi anterior viaje. La calle de arriba, a la que rotulan con el nombre de “Calle del treinta y uno de mayo” sería cuando mi primera visita un trozo de dehesa o de pradera. Hoy es una saludable avenida en la que concurren el ayuntamiento y alguna de las cómodas viviendas que han venido construyendo durante los últimos años; todas con espacio suficiente alrededor para huerto o jardín, en uno de los parajes más sanos y más cómodos de la sierra.
Al margen de las formas que nos han traído los nuevos tiempos, todavía se pueden ver en Semillas por el barrio de abajo algunas de las viviendas del pueblo antiguo, con sus tejados pesados y herméticos de lajas de pizarra; son los menos, pero todavía posibles de ver aunque no podamos saber por cuanto tiempo. Los alrededores del pueblo son montañas roquedas de color gris y campo abierto donde se da el roble, el peral, las nogueras, y el rebrote de los olmos que murieron cuando la enfermedad.

Por las Callejuelas, justo al final de la calle de la Fuente, cuida de una docena de vacas el señor Francisco, una de las cinco o seis personas que todavía viven en el pueblo de manera continua. Por el señor Francisco supe que han traído al pueblo el agua de la Sierra, y que de un hilillo débil que les ha venido cayendo en la fuente durante todo el verano, ahora son dos chorros abundantes de los que los usuarios se pueden servir. Las maquinarias han estado trabajando durante dos o tres meses, y por fin parece que se ha encontrado una solución al más urgente de los problemas que tenían en el pueblo. Una deficiencia que para el vecindario, sobre todo en verano, resultaba vital.
La temperatura comienza a bajar a medida que avanza la tarde. A pesar de todo, y por indicación de la señora Eugenia que pasaba por allí en aquel momento, bebo un trago de agua nueva del caño de la fuente. Agua riquísima y fresca, qué decir, si estamos en una de las zonas más afortunadas de la provincia en ese sentido. El agua llena en su totalidad la salida del caño, y vierte sobre el pilón limpio y transparente.
- ¿A qué ha venido usted por aquí?
- A ver el pueblo ¿Le parece mal?
- No señor; pero como vienen tantas gentes que no conocemos.
La megafonía del nuevo reloj del ayuntamiento lanza sobre el pueblo y sobre sus alrededores las campanadas justas, las cinco de la tarde, cuando las manillas marcan las diez. Una señora me aclara que no van de acuerdo las campanadas del reloj con la hora que señalan las manillas.
- Con los aparatos, aunque sean nuevos, ocurren a veces esas cosas –le digo.
- Sí señor; pero creo yo que tendrán que venir a componerlo.
Uno agradece la tranquilidad de la tarde en estos pueblos, la claridad amarillenta del último sol y, sobre todo, la amabilidad de las buenas gentes que viven por aquí al margen de los problemas y de las tensiones a que nos someten de continuo los medios de información; pero urge escapar a mediada que pasan los minutos. Las bajas temperaturas se encargan de meter a las gentes en sus casas y de poner los pies en polvorosa a quienes van de camino. A pesar de todo, una visita a estos pueblecitos, aun en el momento menos indicado, no es tiempo perdido. Por el Arroyo Hondo, la Solana, la Casita del Santo y los Costillares, van cundiendo las sombras. Son las seis de la tarde y la anochecida comienza a hacerse notar.

(En la fotografía el señor Francisco cuidando las vacas en las afueras de Semillas)

lunes, 18 de octubre de 2010

LA ORDEN JERÓNIMA Y GUADALAJARA


Casi todos los datos que se conocen referentes al inicio de la Orden de Jerónimos en España proceden del Padre Sigüenza, otro compatriota ilustre, religioso de dicha comunidad y autor entre otros libros de una Historia de la Orden Jerónima. Por él sabemos que el fundador de la Orden en España fue un noble guadalajareño del siglo XIV, don Pedro Fernández Pecha, a quien se le conocería después por Fray Pedro de Guadalajara y al que acompañaron en aquellos primeros pasos su hermano don Alonso y don Fernando Yáñez, éste último de distinguida cuna extremeña.
Llegaron los fundadores desde Villaexcusa, junto al río Tajuña, hasta los altos de Lupiana, por aquel tiempo aldea de Guadalajara, donde un tío del fundador, don Diego Martínez de la Cámara, había levantado años antes una ermita en honor de San Bartolomé Apóstol. Allí se instalaron, y en muy poco tiempo comenzaron a levantarse en los alrededores una serie de pequeñas celdas en las que se fueron aposentando los ermitaños, hombres que dedicaban su tiempo a la contemplación, a la oración y a la penitencia. La carta fundacional de la Orden la concedió el papa Gregorio XI el día 18 de octubre de 1373.
La Orden de Jerónimos cundió con extraordinaria rapidez por toda España, pues, luego de muchas vicisitudes que con tanta claridad y abundancia de datos refiere el Padre Sigüenza, ya había monasterios de la Orden en Guadalupe, El Parral de Segovia, Yuste y San Jerónimo de Madrid, con otros veinte o veinticinco más en sólo medio siglo; para culminar su expansión en el monasterio de El Escorial, morada y panteón de los reyes de España.
Durante varios siglos el monasterio de San Bartolomé de Lupiana fue cabecera de la Orden Jerónima y, aunque no fue mucha su influencia en la provincia, se ha de reseñar como obra suya la fundación del colegio de San Antonio de Portaceli, que tanta importancia habría de tener más tarde como predecesor de la Universidad de Sigüenza.
(En la fotografía, un aspecto del patio interior del Monasterio Jerónimo de San Bartolomé en Lupiana)

viernes, 8 de octubre de 2010

"CASTILLOS DE GUADALAJARA"


Ésta de “Castillos de Guadalajara” es una de las obras que el Dr. Layna Serrano nos dejó como herencia después de una vida dedicada en buena parte al estudio de la provincia, a su historia y a los muchos monumentos con lo que contamos de las más diversas épocas, desde los primeros pobladores de estas tierras hasta bien avanzado el siglo XX, y que en mejores o peores condiciones, existen en la amplia geografía guadalajareña.
Como es fácil advertir por su título, en “Castillos de Guadalajara” está escrito, y magníficamente documentado, todo cuanto se refiere a las antiguas fortalezas que aparecen en la provincia a todo su largo y ancho.
Castilla es tierra de castillos, obvio es decirlo, y Guadalajara una de las provincias castellanas más afortunadas en este tipo de monumentos, como podemos comprobar a poco que viajemos por los caminos y carreteras en cualquiera de sus cuatro comarcas. Alcarria, Sierras, Campiña y Señorío Molinés, toda es tierra de castillos. Auténticos documentos en piedra noble, donde descansa una gran parte de la historia de la provincia y, por extensión, también de Castilla y de España.
La primera edición de este magnífico volumen se publicó en Madrid en el año 1933, y otra segunda, también en la capital de España, en 1959; dos publicaciones, tanto la de una como la de la otra edición, que causaron sensación en aquel momento y que supuso toda una fortuna para los estudiosos el poderlas consultar, y mucho mas el poderlas poseer como propias. Un inconveniente que ya no existe; pues en el año 1993, coincidiendo con el primer centenario del nacimiento de su autor, la editorial Aache -muy joven por entonces- que regenta el Dr. Herrera Casado, emprendió la aventura de publicar en edición de lujo la obra completa de don Francisco Layna Serrano, su antecesor como Cronista Oficial de la Provincia; y así, comenzando por los cuatro tomos de la “Historia de Guadalajara y sus Mendozas”, fueron apareciendo uno tras otro todos los volúmenes que completan la obra del eminente historiador desaparecido, siendo éste de los “Castillos de Guadalajara” uno de ellos, para mí el más interesante después de la obra colosal de los Mendozas. Desde entonces, la obra de Layna Serrano, completa o en volúmenes, se encuentra en Aache al alcance de todos.

El libro está publicado en papel de excelente calidad, medidas 19,5 x 27,5, con 494 páginas de denso contenido, pastas duras forradas en tela, y un sinfín de fotografías en color y en blanco y negro, dibujos, planos, en superior calidad; siendo hasta cuarenta, si no recuerdo mal, el número de fortalezas que en él se estudian con meticulosidad, presentadas por riguroso orden, según las distintas cuencas o comarcas geográficas de la provincia.
La fotografía de la portada del libro que reproducimos, corresponde a la torre del homenaje del castillo de Zafra, situado en la sierra molinesa de Caldereros.

domingo, 3 de octubre de 2010

LA CIUDAD DONDE VIVIMOS



Guadalajara es la capital de la provincia de su mismo nombre; situada al Suroeste de la misma, a sólo 18 kilómetros por carretera de la provincia de Madrid. Su número de habitantes, inclui­dos los de los pueblos anexionados, de Iriepal, Taracena, Usanos y Valdenoches, es de 80.500 aproximadamente. La altura sobre el nivel del mar es de 707 metros, ocupando como asiento la margen izquierda del río Henares y dando vista a su fértil vega.
Es incierto el origen de Guadalajara. Parece ser que los carpetanos fundaron la primera Arriaca antes de la dominación romana, a escasa distancia de la Guadalajara actual, en el Valle del Henares al otro lado del río. Por ella pasaría más tarde la gran vía romana que unió las ciudades de Mérida y Zaragoza.
Los árabes la conquistaron en los primeros años de la inva­sión, siglo VIII, y cambiaron su nombre celtíbero por el de Wad-al-hayara o Wadi-l-hiyara, que viene a significar "río de las piedras" o "valle de las fortalezas" según la acepción por la que uno se incline. La reconquistó, según dice leyenda, Alvar Fáñez de Minaya, pariente del Cid, en la noche de San Juan del año 1085, sin que los moros hubieran ofrecido la menor resistencia para evitarlo. La Historia por su parte no está del todo de acuerdo con la leyenda, cuya escena en abier­ta noche de luna recoge el escudo de la ciudad. Durante sus reinados, Alfonso VII y Fernando III le concedieron fueros propios, y algunos privile­gios más otros reyes de Castilla. En 1460 el rey Enrique IV le otorgó el título de ciudad, tiempo aquel en el que ya había aparecido sobre el cielo arriacense la estrella familiar de los Mendoza, quienes la impulsaron, la engrandecieron sobremanera, trayendo a Guadalajara las primi­cias del arte renacentista, de lo que el flamante Palacio de los Duques del Infantado es una luminosa muestra.
La marcha de los Mendoza a Madrid en el siglo XVII, y los saqueos del ejército austriaco de 1706 y 1710, durante la Guerra de Sucesión, llevaron a la ciudad al estado de ruina y a una población tan exigua en número de habitantes que apenas superaba los 2.000. En 1813 los franceses destruyeron algunos de los edificios más notables, a los que habría que añadir los que quedaron en estado ruinoso o desaparecieron durante la Guerra Civil de 1936.
De sus aconteceres festivos a lo largo del año cabe señalar en Guadalajara la jornada matinal del día del Corpus Christi, en la que una buena parte de la población recorre las calles princi­pales de la zona centro acompañando al Santí­simo Sacramen­to, y a la que tiñe de tradición y de singu­lar colori­do la cofradía multicentenaria de Los Apóstoles. La fiesta en honor de la Virgen de la Antigua, patrona de la ciudad, del 8 de septiem­bre, así como las inmediatas ferias a mediados del mismo mes, acarrean a la capital varios miles de visitantes cada año procedentes del resto de la provincia.
Reliquia monumental de lo que fue Guadalajara en tiempo pasado está patente en palacios, iglesias y conventos, repar­tidos por el casco antiguo, de entre los que cabe señalar el Puente Romano sobre el río Henares, por donde pasó la vía augusta de Mérida a Zaragoza, y que mandó reparar en 1757 el rey Carlos III; los restos de muralla y torreones del Alamín y de Alvar Fáñez, por donde se dice fue reconquistada la ciudad; la iglesia gotico-mudéjar de Santiago, del siglo XV, antiguo convento de Santa Clara; la iglesia concatedral de Santa María de la Fuente, del siglo XIII, antigua mezquita de estilo mudéjar; la Ermita de Nuestra Señora de la Antigua, antes iglesia de Santo Tomé, obra mudéjar del siglo XIII; el Convento de San Francisco, en origen casa de los caballeros Templarios, engrandecido durante varias generaciones por los Mendoza, lugar de enterramiento de aquella linajuda familia, saqueado y profanado por los franceses en 1813; el Palacio de los Duques del Infantado, de finales del siglo XV, máximo exponente de los monumentos civiles guadalajareños y muestra sin igual de la arquitectura renacentista española; el Palacio de don Antonio de Mendoza, del siglo XV, y la Capilla de La Piedad, adosada al mismo, obra de Covarrubias; la Capilla de Luis de Lucena, del siglo XVI, pieza romanico-mudéjar pertene­ciente a la desaparecida iglesia de San Miguel del Monte; la Iglesia de San Ginés, antiguo convento de Santo Domingo de la Cruz, del siglo XVI; la recién restaurada iglesia de Los Remedios, mandada edificar en el siglo XVI por don Pedro González de Mendo­za, obispo de Salamanca; el Convento de Carmelitas de San José, de principios del XVII; la Iglesia de San Nicolás el Real, anti­guo convento de jesuitas, siglo XVII, de extraordinaria orna­mentación barroca; el Panteón de la Duquesa de Sevillano, en estilo románico-lombardo de finales del siglo XIX; los palacios de la Diputación Provincial y del Ayunta­miento, también de finales del XIX y principios del XX respectiva­mente, aparte de algunos palacetes más y capillas a los que habría que añadir varias de las construc­ciones modernas más representati­vas.
Como lugares de recreo en Guadalajara merecen especial referencia el frondoso Parque de la Concordia, el de San Roque y el Zoológico Municipal.
Los deportes cuentan asimismo en la capital con modernas instalaciones, pues, además de la Plaza de Toros de "Las Cru­ces", cuenta con el campo de fútbol "Pedro Escartín" en el Polígono del Balconcillo, los pabellones polideportivos cu­biertos de "San José" y "Municipal", el estadio municipal de atletismo al aire libre de "La Fuente de la Niña", el moderno "Palacio Multiusos", las pisci­nas municipales y otras instalaciones de recreo especiales para la infancia en distintos barrios.
La ola de expansión industrial del cinturón de Madrid ha convertido a Guadalajara durante las dos últimas décadas en un importante foco fabril, siendo los centros principales de indus­tria en la capital los polígonos del Balconcillo y del Henares, lo cual ha traído como consecuencia una ciudad moder­na que sirve de marco a la Guadalajara histórica y monumental. El número de habitantes aumentó de manera sensible con fami­lias llegadas de otros lugares de la provincia, así como del resto de España, reclamadas por los puestos de trabajo que en algún tiempo se dieron en las recién creadas industrias de los dos polígonos.
El crecimiento en población ha hecho necesario que se crearan nuevas barriadas en la periferia, siendo quizá las más conocidas las de Aguas Vivas y Las Lomas, al otro lado del Barranco del alamín, aproximándose al término de Taracena. La llegada del AVE (Tren de Alta Velocidad) ha supuesto un aumento considerable de la población en las cercanías a la Capital.


(En la imagen, la fachada del Palacio de los Duques del Infantado)

miércoles, 22 de septiembre de 2010

NUESTROS RÍOS: EL BORNOVA



Supongo que, como casi todos los ríos que corren por el mundo, el Bornova tendrá un nacimiento preciso y reconocido, aunque para mí esta aparente nimiedad constituyó siempre un misterio. En cualquier caso, la fuente primera de la que se alimenta el río Bornova anda por allí arriba, a poco más de un tiro de piedra de la sorprendente laguna de Somolinos en las sierras de Atienza, por otra parte uno de los caprichos de la Naturaleza más curiosos y admirables por la condición y calidad de sus aguas.
Desconozco el porqué, pero es lo cierto que al río Bornova en sus primeros tramos, la gente de aquellos pueblos lo reconoce como río Manadero, incluso con ese nombre aparece anunciado al borde de la carretera en algún indicador oficial. No importa, para nosotros su verdadero nombre fue el de Bornova, escrito con la ortografía en la que aquí aparece, y, salvo mejor opinión si es que la hubiere, seguiremos llamándolo así a lo largo de todo su recorrido de principio a fin, desde la laguna de Somolinos hasta su desembocadura en el Henares, cerca de Miralrío.
El primer accidente a considerar en el breve recorrido del río Bornova, siempre por tierras serranas, es la ya dicha laguna de Somolinos, una extrañeza natural avistada por impresionantes roquedales de caliza que sobrevuelan las aves rapaces, a no menos de 1260 metros de altura sobre el nivel del mar, y que, según los geólogos, es de origen glacial. En la laguna de Somolinos el agua está fría, y la pesca se limita a pequeñísimos ejemplares de una especie fluvial que a menudo se dejan ver desde las orillas. En sus proximidades hay espacios de alto interés, tanto para el recreo como pata la vista, debido a las condiciones especiales del terreno. Y poco más abajo Somolinos, extendido en la solana al pie de un cerro enorme al que le roen la falda por un lateral los buscadores de arena para refractarios, dicen que de calidad excelente. Aguas abajo las albercas de una piscifactoría aprovechando la sana corriente de las aguas, antes de pasar por Albendiego, el pueblo vecino y rival, harto conocido en los medios culturales por aquella joyita del arte medieval que conserva en sus orillas, la pequeña iglesia de Santa Coloma, con su ábside de calados en formas geométricas único en su especie, muestrario incomparable del estilo románico, tan abundante y tan meritorio por todas aquellas sierras.
El Bornova, mientras tanto, se cuela silencioso entre los espinos y las marañas, cortando llanos y praderas, dejando a su paso de trecho en trecho cómodos merenderos y otras estancias de recreo al aire libre, montadas por el hombre durante los últimos años para gozo y disfrute en las saludables tardes del verano junto a cualquier fuente.
Los pueblos por los que ronda el Bornova, media docena de ellos o quizá más, se han ido despoblando poco a poco: Prádena, Gascueña, Villares, Zarzuela, Hiendelaencina, San Andrés y Membrillera, saben mucho de las gracias y desgracias de esta tierra difícil que en cuestión de dos o tres décadas han visto ponerse en mínimos su censo de población. Alcorlo, menos afortunado aún que sus pueblos vecinos, murió bajo las aguas del embalse acabando sus días en aras del progreso, digamos que en holocausto al servicio de las nuevas maneras de vivir. Algunos de los que fueron sus vecinos se suelen reunir una vez cada año en una especie de bosquecillo que hay arriba, junto a la carretera, creo que cada veinticuatro del mes de agosto, para celebrar, más con nostalgia que con júbilo, la que debió de ser en otros tiempos la fiesta de su santo patrón, San Bartolomé Apóstol.
La limpia superficie del pantano brilla como un espejo en la tarde serrana. En el pantano de Alcorlo los peces saltan por aquí o por allá al lado de la presa. Hace ya años que cortaron el cauce del río algo más arriba del pueblo de San Andrés, en la salida del congosto dando ya vistas al pueblo desaparecido. El breve cañón se ve desde la presa flanqueado por tremendos roquedales entre los que baja el reguerillo de agua que escapa del pantano. Aquel vuelve a ser el de nuevo el río Bornova, después de haber salvado el segundo de los accidentes mayores con los que se debía de encontrar a lo largo de todo su recorrido. El primero, lo recordamos, fue la laguna de Somolinos al poco de nacer.
No tenemos espacio material para dejar una constancia más completa de los pueblos de aquella serranía cuyos términos municipales atraviesa el cauce del Bornova. Prádena entre montañas, escondido y escandalosamente bello, con sus casonas negras del más puro estilo rural, mate de pizarra y verde intenso reflejo de las huertas, en donde el agua también toma papeles de protagonista. Y Gascueña magnífico, residencial, siempre al gusto y favor del viajero. Y Villares, restaurado con exquisito gusto y una buena dosis de sentido común, que, sin duda, es el menos común de todos los sentidos, por lo menos en lo que atañe a la puesta al día de muchos de los pueblos. Y Zarzuela, entre la Sierra Gorda y el Santo Alto Rey, olvidado reducto de su famosa alfarería popular, hoy tan sólo en el recuerdo de los mayores de edad. Y Hiendelaencina, en fin, el pueblo con más brillo de todas aquellas sierras, el de las minas de plata, tan importantes en la vida del pueblo que hasta su nombre de pila le robaron; pues para las buenas gentes de la comarca ha sido, es y seguirá siendo Las Minas, así como suena. La fuerza de la costumbre, según la importancia del motivo, acaba a veces hasta con algo tan sagrado como el nombre de las cosas, por muy antiguo y sonoro que sea.
Por Membrillera el Bornova se abre al llano campiñés, busca su final en tierras diferentes. Las choperas tupidas, las huertas de sanísimo producto tratadas sabiamente por campesinos expertos, son el nuevo escenario por el que atraviesa el río en su tramo último; pues poco más abajo, y siguiendo la misma suerte que su otro hermano menor, el Cañamares que también baja de la sierra, acabará uniéndose al Henares poco más allá, cerca de Miralrío, soberbio mirador hacia la vega desde las Eras del Rostro, donde es hasta posible extasiarse en las tardes de verano mirando simplemente el milagro natural de una puesta de sol.

(La fotografía nos muestra la laguna de Somolinos, junto al posible nacimiento del río Bornova)

jueves, 16 de septiembre de 2010

FIESTAS POPULARES DE LA PROVINCIA



Resultaría interminable un estudio detallado acerca de las fiestas tradicionales que se celebran en la provincia de Guadala­jara a lo largo del año, y de hecho existen algunos tratados más o menos completos sobre este tema que, a manera de esbozo, no dejan de ser interesantes.
Guadalajara es tierra variada en climatología, en paisa­je, en carácter de sus habitantes, y, desde luego, en maneras de vivir y en costumbres heredadas. Como tierra unida de raíz a sus ances­tros, conserva infinidad de tradiciones populares, muchas de ellas relacionadas con las que en otro tiempo fueron fiestas mayores, y hoy documentos valiosos de un pasado rico en colorido y en rasgos etnológicos, aportación valiosa para el estudio de viejas culturas.
Las fiestas populares de Guadalajara se abren a lo largo del año con la "Fiesta Niño Perdido" de Valdenuño Fernández; en ella es la botarga su protagonista, a la que acompañan ocho danzantes que pasan varias horas de la mañana pidiendo dinero por todas las casas del pueblo, y luego intervienen en la Misa Mayor bailando algunas de sus tradicionales danzas de paloteo. Tiene lugar el domingo siguiente a la festividad de Reyes.
"Las Hogueras de San Vicente" se celebran en Sigüenza la noche del 22 de enero, fecha en la que parece ser fue recon­quistada la ciudad a los moros por el obispo don Bernardo. Ante la casa de El Doncel se enciende una monumental hoguera.
"La Soldadesca de Mazuecos", en honor de Nuestra Señora de la Paz, se celebra durante y después de la Misa Mayor del día de su patrona, el 24 de enero. Una escuadrilla de muchachos, ataviados al uso de los soldados españoles de los Tercios de Flandes, escoltan al sacerdote oferente y corren la bandera en la procesión por las calles del pueblo.
En los pueblos de Aleas, Arbancón, Beleña y Retiendas, sale a la calle la botarga el día 2 de febrero, fiesta de la Candela­ria. Los actos en cada lugar son de lo más variado. Ese mismo día tiene lugar en El Casar la fiesta popular de la "Carta de Candelas" a la que nos referimos con mayor detalle en otro apartado de este mismo trabajo; en tanto que al día siguiente, es Albalate de Zorita quien se viste de fiesta para honrar con diversos actos y dichos al obispo San Blas, con su botarga y danzantes corres­pondientes.
En Cogolludo y en Espinosa de Henares son famosas durante el día 5 de febrero sus fiestas bajo el mandato de las muje­res, en honor de Santa Águeda. Las féminas -dicen- son las protago­nis­tas y las dueñas del pueblo en esa jornada.
El sábado anterior a la fiesta de Carnaval, salen en Almirue­te las llamadas "Botargas y mascaritas". Es posible que se trate, esta de Almiruete, de una de las fiestas tradiciona­les más autén­ticas de cuantas se celebran en la provincia. Los cencerros que cuelgan de la cintura de los botargas, rompen durante toda la tarde el silencio hermético de aquellas serra­nías.
El domingo de Pentecostés sale en Atienza "La Caballada", fiesta a la que hemos dado en diferente sitio un tratamiento especial. El mismo día se celebra en Ventosa -Barranco de la Hoz- la llamada "Loa del Gallego" con auto sacramental y bailes de paloteo.
La festividad del "Corpus Christi en Guadalajara", tiene desde el siglo XV un carácter muy singular, pues en la proce­sión del Santísimo sale a la calle la llamada Cofradía de los Apóstoles.
Valverde de los Arroyos. "Octava del Corpus". Los elevados montes de aquella sierra son testigos en ese día de una de las más bellas fiestas populares de la provincia, en donde las rondas, los autos sacramentales, y la procesión solemne con el Santísimo Sacramento por los campos acompañado de los danzan­tes, dan una nota insólita a la celebración, colorista y de grato recuerdo para los asistentes que cada año acuden hasta el pueblo en mayor cantidad.
Los danzantes y botarga de la "Fiesta de San Acacio", actúan en Utande la penúltima semana del mes de junio. La danza más conocida de todo su repertorio es la de "Los peludi­llos".
A la Cofradía militar de Nuestra Señora del Carmen la conocen en Molina de Aragón por el apelativo de "Los Cangre­jos", debido, sin duda, a la indumentaria roja con la que se visten los cofrades. También se llama "Compañía de Caballeros de doña Blan­ca". Sale en procesión, con gran colorido, aires marciales y visibles connotaciones milita­res, el 16 de julio de cada año.
"La Machada" de Bocígano es una fiesta eminentemente pasto­ril. Los mozos se disfrazan de zagales, de mayorales y de machos. Realizan bruscos movimientos a los que llaman "quie­bros y requie­bros"; luego comen migas de pastor en la plaza del pueblo. Suele celebrarse el penúltimo fin de semana del mes de agosto.
La última de las fiestas mayores tiene lugar en el pueblo serrano de Majaelrayo. Es la de los "Danzantes del Santo Niño". El atalaje que visten los botargas y los danzantes es similar al que lucen en Valverde de los Arroyos durante la Octava del Corpus; también las danzas que se ejecutan tienen en el fondo un cierto parecido. Se vienen celebrando durante la mañana del primer domingo del mes de septiembre.


(En la fotografía: un aspecto de la Calle Mayor de Guadalajara durante la Procesión del Corpus Christi)

jueves, 9 de septiembre de 2010

FUENTES DE GUADALAJARA


Los manantiales, por una u otra razón, fueron siempre pieza de mayor importancia en la vida rural guadalajareña. La provincia de Guadalajara es tierra de fuentes. Los topónimos de sus campos, muchos de los nombres que aún conservan algunos de sus pueblos en las distintas comarcas se derivan de "fuente", de "fontana" o de "hontanar", que en definitiva son variantes de un único término: la palabra "fuente".
Como manantiales de la provincia que se distingan por la enorme cantidad de agua que arrojan a cada instante, conviene tener en cuenta en primer lugar a los cien que, como su nombre indica, se abren a los pies del Cerro del Castillo en Cifuentes, dando lugar de inmediato a la Fuente de la Balsa, y ésta a su vez al río Cifuentes que, a poca distancia de allí, desagua en el Tajo por Trillo. En Abánades, llaman el Canalón a una fuente que surge con gruesos chorros a orillas del pueblo. A dos o tres kilómetros de Horna, surge el agua a borbotones desde el santo suelo, dando lugar, nada menos, que al río Henares.
La fuente de Sopetrán, en los bajos de Torre del Burgo, merece estar aquí por su condición de fuente milagrosa; pues de sus aguas -cuenta la leyenda- se sirvió la Virgen María para bautizar en la fe cristiana al príncipe moro Aly-Maymón.


Al hablar de fuentes artísticas, o espectaculares por la distribu­ción de sus chorros, hay que referirse forzosamente a la Fuente Pública de Albalate de Zorita, con ocho, diez o doce chorros incesantes que vierten sobre un pilón a ras de suelo junto a la carretera; la Fuente Blanquina de Brihuega, cargada de historias y de leyen­das, es pieza clave en la única realidad de la villa alcarreña; la Fuente del Perro, en El Sotillo, o la de Bochones en la Sierra de Pela, se cuentan entre las fuentes anónimas que son en sí todo un espectáculo en el que se ven implicados por igual la Naturaleza y la mano del hombre. En Pastrana, la Fuente de los Cuatro Caños viene a ser como la enseña romántica de la villa, algo así ocurre con las municipales de Arbancón, de Ledanca, de Jadraque, de Atienza, de Valdearenas, de Miedes... Hay otras fuentes camineras, fuentes al servicio de los viajeros de este y de pasados siglos, que le sirven sin pedir nada a cambio un trago largo de sus aguas en las mañanas y en las tardes calurosas del verano, todo un sueño para el sediento: la de la Canaleja en Anquela, la de Fuentelviejo en la carretera de Pastrana, la de extramuros en Yebes, la de las cuestas de Jadraque, podrían contarse entre ellas.

(En la fotografía, la abundosa fuente de Albalate de Zorita)

martes, 31 de agosto de 2010

PUEBLOS MORIBUNDOS Y PUEBLOS MUERTOS



En marzo de 1990 publiqué un largo artículo al que titulaba “Los pueblos muertos". Aunque hubo algún lector del periódico que se molestó por la cruda realidad de aquellas columnas dedicadas a los pueblos abandonados de esta nuestra tierra -quizás por un simple remordimiento de conciencia, del que uno no siempre se acaba de convencer-, no estaba la acción centrada, por lo menos en el referido escrito de marras, en pueblo alguno de manera específica, sino en varios al mismo tiempo. A mitad de aquel trabajo se daban los nombres de dieciséis pueblos de la provincia de Guadalajara en los que habitualmente y de manera continua no vive nadie. Es posible ver en cualquiera de ellos, sobre todo durante los fines de semana y en el buen tiempo, algún alma solitaria moverse por sus calles; pero es sólo entonces, ocasionalmente, de tarde en tarde y coinci­diendo con las temporadas que preludian el estío, que son ya propio verano, o que se alargan por inercia para los más avanzados en edad hasta el día de Difuntos o sus fechas inmediatas, cuando los vientos fríos comienzan a soplar por el llano de las eras. Las casas y las calles a partir de entonces se convierten en auténticos cementerios al aire libre, y en esos pueblos, guste o no a quienes un día se marcharon de él dejándolo solo, apenas se siente el silbido del viento en las esquinas o el estruendo de alguna cubierta que se viene abajo arrancada por el ímpetu del huracán, por el efecto demoledor de la carcoma, por la humedad de tantos inviernos en desamparo, y siempre por el abandono de quienes antes vivieron en él; pero jamás se oye el grito de un niño, el ladrido de un perro ni el canto madrugador del gallo desde lo alto de la barda en el lejano corral. Son los pueblos muertos con todo nuestro pesar, de los que Castilla sabe tanto y nosotros también.

Silencio y ruina
Aprovechando la bonanza de las tardes del verano, tuve a bien hace algunos meses dar un paseo por una de las zonas más olvidadas de la provincia, por donde las viviendas abandonadas de los pueblos se van desmoronando poco a poco, donde hay una fuente que corre sin que su manar constante sirva para nada ni para nadie. Alrededor, tierras de cultivo, tierras frías que de una o dos décadas a hoy trabajan con potente maquinaria agricultores que vienen de fuera. Querencia, Tobes, Torrecilla del Ducado, se llaman estos pueblos situados al norte de nuestra provincia; una lista que podría completarse con otros cuarenta o cincuenta nombres más. Son los pueblos muertos, los pueblos en los que durante todo el año no vive nadie, y las vientos, las lluvias, las fuertes heladas y otras inclemencias, por nombrar tan sólo algunos elementos puramente naturales, van acabando por convertirlos en ruina sin que nadie, ni siquiera sus propios dueños, mueva una mano por ponerle remedio.
No hace mucho he tenido ocasión de releer un hermoso artículo de Miguel Delibes, publicado en un periódico nacional de gran tirada hace más de cincuenta años, cuando la tormenta de la despoblación se comenzaba a cerner sobre los pueblos de Castilla. El ilustre escritor habla en aquel trabajo un pueblo burgalés, Cortiguera, en el que por entonces aún alentaba la vida, una vida lánguida, feble, apenas perceptible -decía él-, donde en sus abandonadas casas de piedra, muchas de ellas con blasón en sus fachadas y airosos arcos de dovelas en sus zaguanes, habitaban dos matrimonios de viejos y dos mujeres viudas, viejas también. Un pueblo moribundo, un pueblo en agonía. Titulaba a su interesante comentario "Los pueblos moribundos".
Ignoro, pero confieso que me gustaría saber, que ha sido de Cortiguera pasado medio siglo de la visita del notable periodista; qué fue de sus dos matrimonios de viejos y de sus dos viudas viejas también; qué fue de los recios muros amarillos de sus casas; qué de aquel aliento de vida lánguida, feble, apenas perceptible.
Justo por aquellos años visité en dos o en tres ocasiones uno de nuestros pueblos muertos, uno de aquellos que integraban la fatídica lista de dieciséis que en 1990 se me ocurrió tildar por muertos. Tenía el pueblo por entonces más de doscientas almas, y pasaban de veinte los niños que a diario acudían a su escuela mixta que regentaba, como Dios le daba a entender, una maestra anciana.
Volví algunos años después y lo encontré completamente vacío, sin una sola alma. Ocho o diez puerta cerradas a cal y canto, nada más, y por toda compañía el ruido del viento al chocar contra las cuatro paredes del campanario. Hice muchas fotografías, eso sí; fotos y más fotos de la bellísima portada románica de la iglesia. Hubiera querido arrancarla de allí, piedra a piedra, y lo hice foto a foto, que es una manera velada de robar para que sirva de alimento al estómago furtivo de los buenos deseos.

La fuerza de la razón
Como a Delibes, me hubiera gustado topar a la vuelta de cualquier esquina con la única viejita de la calle, y lamentarme en su presencia como él se lamentó delante de aquella superviviente de Cortiguera, y hablarle del despoblamiento, y de la desolación, y de la ruina que cunde irreversible.
- Qué pena -le dice a la buena mujer en su artículo el autor de El Camino.
Y la viejita del pelo estoposo y la punzante mirada azul, argumenta en seguida:
- A ellos no les dio pena marchar.
Una lección de profunda filosofía en la que ahora y en la distancia me detengo a recapacitar. Y sigo caminando con la imagina­ción calle arriba por el pueblo abandonado. A derecha e izquierda veo haces apretados de florecillas lila y de malvas en flor; flores silvestres bordeando el pequeño muro de piedras movedizas que entornan la callejuela y a las que nadie mira. Al final, una detrás de otra, las fuentes públicas junto al lavadero chorrean en los pilones de ovas, cantando a duo su rutinaria e inútil salmodia. Sobre mí la bandada de buitres al acecho de la carne muerta que ventean por encima de las nubes. Y advierto con agrado que, como al olmo viejo de Machado, algunas hojas verdes le han salido. Son las viviendas rehabilitadas de última hora, las que los que se fueron, o tal vez sus hijos, han vuelto a poner en orden pensando en el pueblo como terapéutica contra los males del siglo que cada día amenazan con mayor virulencia. Pero el pueblo, éste y otros más, se vuelven a quedar solos apenas el otoño comienza a imponer su ley avistando el invierno.
Los cantos de sirena de los nuevos tiempos dieron lugar, en cuestión de muy pocos años, al éxodo imparable del medio rural que dejó en cuadro a cientos de lugares por toda Castilla con un antiquísimo historial, con siglos y aun con decenas de siglos de existencia. Los duros a seis pesetas es posible que tuvieran su época, pero fue efímera y pienso que engañosa. Se saturó el mercado, por razones que no vienen al caso, y es tiempo de balances, hora de ponerse a echar cuentas con tantos años de historia, de ilusiones por parte de nuestros antepasados que rara vez se llegaron a cumplir, de reflexión ante triste realidad de los campos baldíos y las recias casonas de nuestros abuelos criando amapolas, y malvas, y jaramagos, y zarzas, en el mismísimo suelo del zaguán, o en el de la cocina donde se hacía la vida, recuerdo hoy perdido para tantos de nuestros años de niñez. Es el momento de ajustar cuentas con nosotros mismos, y no de exigir responsabilidades que sólo las podremos encontrar en el loco correr de los años y de las modas, creadores de circunstancias que, a la larga, apenas sirven como filón de experiencias para quienes tengan a bien emplearlas y aprender de ellas.
Ante el efecto cambiante en la vida del hombre, víctima al fin del caprichoso movimiento pendular de los tiempos que en tantas ocasiones sacude con fuerza irresistible, uno se pregunta si todo ha merecido la pena, si habremos acertado dejando morir el viejo escenario de tantos años de nuestro pasado, al que tan reacios somos a renunciar sólo de palabra. Ni las piedras de junto al camino, ni los campos que entornan el ejido, ni el aplomo de las viejas campanas sobre la torre, ni el halo de respeto y de piedad que inspira el solitario cementerio a la caída tarde, me han sabido dar respuesta.

(En la fotografía: Aspecto actual del pueblo de Tobes)

sábado, 21 de agosto de 2010

NUESTROS RÍOS: EL SORBE



¿Dónde, claro Sorbe,
agua limpia del costado
del Ocejón serrano,
espejo de los álamos más verdes,
del azul más despejado,
de los pies niños en los agrios cantos,
la madre lavandera y aquél prado
de la fuente del más dulce dictado?
(Ramón de Garciasol)

No es fácil precisar, como tantas veces ocurre, cuál es y dónde está el nacimiento de un río. Con el Sorbe, uno de los tres que bajan de la Sierra, se da esta circunstancia que, como cabe suponer, impide al escritor precisar sobre ese dato. De los ríos se sabe siempre dónde acaban, pero rara vez puede hablarse con precisión del sitio de su nacimiento. El Henares y el Cifuentes, por ejemplo, podrían ser dos de las más conocidas excepciones en esta provincia.
Es verdad que por las inmediaciones de Galve al río Sorbe ya se le puede considerar como tal. Atrás quedaron los infinitos regatos que brotan al pie de la Sierra de Pela y que unen sus aguas en un pequeño cauce común para formar el Sorbe. Cualquiera de esos regatos podría considerarse como su primera fuente, pero sin que sea posible afirmarlo de manera rotunda respecto a uno de ellos.
A su paso por la pradera que limita con el castillo de los Estúñiga el Sorbe toma categoría de señor. La villa serrana adoptó su apellido tomado del propio río, que a manera de pequeño arroyo parte por mitad a todo lo largo la explanada inmensa en donde hoy pastan las vacas albinas, y antes, cuando sus abuelas lo eran de pelo negro brillante, las gentes de la comarca sacaban a cientos las docenas de cangrejos autóctonos que se criaban en las bocas del río.
El Sorbe se cuela bajo el primero de los puentes marginado por piedras y por arbustos, y así emprende su caminar por parajes menos apacibles, pero infinitamente más espectaculares como compensación. Los pozos Mingón y de la Lucía, los molinos hoy en añoso edificio testimonial, las ruinas de otro castillo del que apenas quedan cuatro piedras, el de Diempures, término municipal de Cantalojas, y la nueva aportación de aguas que le llegan del poniente con olor y sabor a trucha, son la noticia en la que podríamos llamar segunda escala de su recorrido. Los ríos Lillas, de la Zarza, y Sonsaz poco más abajo, convierten al Sorbe una vez dejada atrás la Junta de los Ríos, en una corriente saludable de agua incontaminada, protagonista en varios momentos de su pasar de espectáculos paisajísticos irrepetibles, de soberbios saltos de agua que llegan abriendo pozas entre la peña oscura y laderas de pinar, una dicha para los ojos y para el corazón que tan sólo está permitido gozar -la Naturaleza tiene esas cosas, tal vez como arma de defensa- a los andarines con buenas piernas que gustan saborear, con sano placer, el néctar que en los parajes todavía no profanados por la presencia masiva del hombre, rezuma el campo.
La Huerce, Valdepinillos y Umbralejo -veinte habitantes en total, o quizás treinta-, el último de ellos rehabilitado para que jóvenes de toda España se formen durante ciertas temporadas a lo largo del año, son tres de los pequeños lugares que el sorbe por aquellas alturas va dejando a un lado y al otro de su cauce. Cubres cercanas a los 2000 metros de altura sobre el nivel del mar, y algunas más elevadas aún como el mítico Ocejón, se asoman a las claras corrientes del río todavía impoluto. Los corzos, los jabalíes y el zorro ladino bajan a beber a sus orillas, mientras que las aves rapaces merodean en el azul, ojo avizor, en busca de algo con qué alimentarse. Notas, entre algunas más, que dan carácter a las riberas de montaña, y estas lo son.
El arroyo Seco es otra de las aportaciones que por aquellos valles desaguan en el Sorbe ya cerca de Almiruete, y que al decir de su nombre el caudal más bien cuenta en temporadas de lluvia abundante o de deshielo en las umbrías de los montes. Siguiendo su curso por tramos de remanso, por barranqueras y por angostos según la superficie del terreno tan variada en aquellos lugares, el río va cambiando de paisaje paulatinamente, el terreno se suaviza y van apareciendo en el llano las sementeras de cereal y las solanas en vertiente plantadas de olivos. Las riberas del Sorbe cambian la estampa serrana que traía desde su nacimiento por la campiñesa, y las temperaturas se tornan más benignas. Muriel, uno de los pueblos menos conocidos y más interesantes de su recorrido, podría servirnos como principal referencia de la mocedad del Sorbe.
Y luego Beleña. Por Beleña de Sorbe el río se remansa ante la presa y reserva sus aguas para el servicio de la Capital y de las principales villas y ciudades del Corredor del Henares. Resulta pequeño como depósito de reserva el embalse de Beleña para servir a tantos miles de habitantes, a tantos centenares de industrias para cuyo correcto funcionamiento el agua es elemento fundamental. Se impone solucionar ese problema, para que un largo sesenta por ciento de la población de esta Provincia pueda vivir con arreglo a los tiempos. En tanto, quienes llegan a Beleña se encuentran con un pueblo que ha evolucionado en su favor durante los últimos quince años, con unos alrededores sorprendentes, y con una iglesia románica por añadidura que fue, y lo sigue siendo después de su restauración con mayor motivo, una importante estrella de nuestro patrimonio artístico, con un mensario medieval en relieve único en su especie.
Un poco al rescoldo histórico de Beleña, la que en tiempo pasado debió de ser la villa madre, subsisten en aquellos parajes campiñeses con vocación serrana los pueblos de Torrebeleña y Beleña de Sorbe con el río entre uno y otro. Campos de labor que aguas abajo nos llevan hasta la vega del Henares, donde el Sorbe deja de ser quien es una vez que haya entregado su caudal al Henares muy cerca de Humanes, la villa que por su importancia y mérito ejerce como capitalidad de la comarca campiñesa, teniendo por testigo al cerro de la Muela, el altiplano de Alarilla donde a veces el hombre sueña con ser pájaro.
Sorbe, Henares, Jarama, Tajo, toda una aventura viajera lamiendo paisajes, la que el agua de nuestras sierras ha de vivir hasta llegar al mar, al Mare Tenebrosum de los antiguos, con toda la saudade de un fado en la señorial Lisboa.
(En la fotografía: Puente sobre el río Sorbe bajo la presa del pantano de Beleña)

martes, 10 de agosto de 2010

DE PASO POR MIEDES DE ATIENZA



Otro día mañana pienssan de cavalgar;
es día a de plazo, sepades que non más.
A la sierra de Miedes ellos ivan posar,
de diestro Atiença, las torres que moros las han.
(Cantar de Mio Cid)

Aquello de quien tuvo retuvo y guardo para la vejez se cumple meticulosamente en esta villa de Miedes. Ajusta si miramos atrás en las páginas de la Historia y de la Literatura, que nos llevan, unidos a la villa de Miedes, hasta la entraña misma de la Edad Media; si bien considerando al pueblo en la actualidad, tanto en su urbanismo como en el estado de conservación de la mayor parte de las viviendas que vemos en sus calles y plazas, diríamos que se trata de un pueblo joven, impecable, con una nota característica además que no todos poseen, y es la de la elegancia y el señorío que se desprende de la piedra rojiza en algunos de los palacetes que se alinean en sus calles, subiendo hasta los límites de lo sublime la sorprendente estampa de la Plaza Mayor, con sus esquinas de piedra labrada, su farola capitalina en mitad y sus escudos en altorrelieve que dan fe de todo lo dicho. Los escudos son los de la familia Beladíez, una de las sagas más ilustres que pasaron por aquí y que participaron de manera eficiente en la buena imagen que, al cabo de los siglos, conserva este pueblo de la Alta Serranía.
Desde Atienza se llega hasta Miedes tomando un ramal de carretera que parte de Tordelloso y pasa por Alpedroches. También se puede ir tomando otro desvío que aparece poco más adelante y pasa por Ujados y por Hijes, en un estado infernal, por cierto, en el último tramo. Quienes opten por este camino pasarán justo al pie de la serrezuela árida por la que anduvo el Cid camino del destierro, en cuyos bajos se produce el cereal a pesar de las bajas temperaturas de aquella sierra en sus largos inviernos.

La mañana amaneció despejada. Estamos en verano. Hasta la plaza de Miedes llega una brisa fresquita que sube a lo largo del valle. Sobre los altos peñascosos de poniente merodea una bandada de buitres en busca de alimento. Los tiempos modernos se han convertido en la época más dura de su existir para las aves rapaces. En los estercoleros de los pueblos no se tiran despojos, ni hay restos de animales muertos en las barranqueras. Ocupan su lugar electrodomésticos de desecho y otros cachivaches que en ningún caso podrían servir de alimento a los animales de presa.
Me he encontrado con parejas de veraneantes y grupitos de personas paseando por el arcén de la carretera. En las calles del pueblo se ven señoras que cuelgan al sol la colada en los balcones, y miran y cometan al paso del recién llegado.
- Buenos días tengan ustedes.
- Y buenos que están; sí señor. Aquí da gusto vivir.
Tienen razón las señoras de Miedes; pero cuando pasa el verano todos huimos a la ciudad como alma que lleva el diablo, y los pueblos vuelven a quedarse solos.
La fuente del XVIII, redonda, inmensa, arroja por los cuatro caños sobre el pilón unos chorros que nadie aprovecha. Uno de los caños conserva el canalillo de madera que en tiempos no tan lejanos sirvió para alcanzar el agua hasta los cántaros. El agua ha sido elemento fundamental no sólo en la vida de Miedes, sino también en la de sus pueblos vecinos: Ujados, Hijes y Bañuelos, reconocidos en la comarca por la abundancia y la excelente calidad de las verduras y de las frutas de sus huertas, que los lugareños suelen cuidar como auténticos expertos.
En el reloj del Ayuntamiento acaban de sonar las campanadas de las once. Con los modernos sistemas por medios electrónicos, los relojes municipales de los pueblos dan las campanadas con acento inglés, con el mismo sonido del famoso carillón de la Torre de Londres. Oír para creer.
La Barliguera es la más larga de las calles de Miedes. Hace esquina en la Plaza Mayor con la casa de los Beladíez, al decir de los dos escudos que luce sobre la fachada, y sigue recta hasta llegar al campo. La Calle Real coincide con la carretera y cruza a todo lo largo por la plazuela en donde está la fuente. La Calle de la Iglesia hace ángulo en la esquina del Ayuntamiento y sube hasta la iglesia de Nuestra Señora de la Natividad. El pórtico de la iglesia, a modo de jardín, se adorna con árboles y flores, y en medio hay una columna de piedra que sirve de sostén a una placa-homenaje, donde se recuerda que en Miedes de Atienza nació en 1837 don Eladio Mozas Santamera, fundador del Instituto de Josefinas de la Santísima Trinidad, muerto en olor de santidad y cuyo proceso de beatificación se encuentra, al parecer, bastante adelantado.
Dentro de la iglesia pueden verse al pie del altar las lápidas mortuorias de los Beladíez y de los Somolinos con sus correspondientes escudos de armas, la primera de ellas fechada en 1774, y la segunda en 1601. En la capilla de la Concepción está enterrado un miembro de los Recacha, otra más de las familias distinguidas en el pasado de esta villa serrana.

La antigua villa ha sufrido de manera impía el azote de la despoblación durante los últimos cuarenta años. Su número de habitantes es exiguo. No obstante, intenta sobrevivir haciendo frente a las circunstancias. La agricultura, y en menor escala la ganadería, continúan siendo su principal fuente de riqueza. La población ha envejecido, como en todo el medio rural, pero la maquinaria de la labor y el buen orden procuran sustituir a la falta de manos jóvenes para el trabajo.
En Miedes veneran como patrón a San Antonio de Padua, y rezan como patrona a la Virgen del Puente. El primer domingo del mes de mayo tiene lugar la tradicional romería de Nuestra Señora del Puente, donde, aparte de la función religiosa, se come, se bebe, se baila, y la gente se divierte. El gasto en vino que se consume durante la romería -pienso que seguirá siendo válida la costumbre- corre por cuenta del Ayuntamiento; detalle bastante al uso no sólo en éste, sino en algunos pueblos más de aquellas sierras.
Desde la Plaza Mayor se contempla con diafanidad en la media mañana el morro que dicen del Castillo, donde se alza la cruz de bendecir los campos y los restos de un viejo palomar a manera de torre, otros signos más de esta hermosa villa que, cuando menos, merece una visita como complemento a las muchas que a lo largo del año se hacen a la realenga Atienza que tiene por vecina.


(En la fotgerafía: "Detalle de la plaza de Miedes")