domingo, 7 de noviembre de 2010

UN PASEO POR EL PÁRAMO MOLINÉS



Siempre que acierto a caer por aquellos pueblos del Alto Señorío -hecho que ocurre en dos o tres ocasiones a lo largo del año, contando, claro está, con las mejores condiciones climatológicas por aquello de la distancia-, regreso con el sinsabor de no tenerlos más cerca. Todos ellos son pueblos interesantísimos, pero que llevan consigo la fatalidad de encontrarse lejos de todas partes. Confieso que, sin ánimo de desmerecer a pueblo alguno de otras comarcas en los que siempre que fui me encontré como en mi propia casa, es en la mitad norte de la comarca molinesa donde me crucé con la gente más acogedora y afable de todo nuestro mapa provincial; donde el semblante de los pueblos, todavía hoy, nos habla de su pasado con infinitas muestras acerca de la importancia de quienes vivieron allí, timbrando con voluminosos sellos de piedra labrada las fachadas de sus casonas más antiguas. No debemos olvidar que si Guadalajara ha dado una reina (doña María de Molina), un santo y tres beatas, todos, menos una de ellas, habían nacido por allí; y hombres de letras, y médicos notables, y jurisconsultos que hicieron historia, y militares con rango, y altas dignidades de la Iglesia, cuya presencia pasados los años y los siglos, continúa como diluida en el ambiente general por estos lugares.
Hinojosa y Tartanedo son dos de esos pueblos molineses a los que me acabo de referir. Los he visto en ocasiones diferentes y siempre he encontrado en ellos algo por descubrir. Cualquiera de ellos ha mejorado de aspecto de manera bien visible, pero se han ido quedando sin gente que los habite de manera continua. No sé si superarán en mucho el medio centenar de habitantes cada uno, cuando si echamos la mirada atrás, el censo de población no era el doble, sino cinco o seis veces mayor. Sí, es la medida general de un porcentaje elevadísimo de pueblos de agricultores en la mayor parte de España, pero eso no nos debe servir de consuelo a la vista de tantas puertas cerradas, de calles enteras con las casas cerradas en nuestro medio rural del que, directa o indirectamente, procedemos una inmensa mayoría de los que vivimos en las ciudades.
Hemos dejado a Labros atrás, recostado en la ladera. A Hinojosa se llega inmediatamente, sólo unos minutos separan a ambos pueblos. A Hinojosa lo tenemos aquí, a nuestra mano derecha, extendido en el llano, a los pies del cerro peñascoso que las gentes de la comarca conocen por la Cabeza del Cid. Hinojosa, ya desde su entrada, es un pueblo atendido con gusto, un pueblo de calles impecables y de viviendas restauradas que todavía rezuman aquella noble condición de los que fueron sus primeros moradores; casi todas cerradas, eso es verdad; pues tanto en Hinojosa como en el resto de los pueblos de su entorno, las glorias del pasado se han quedado como enquistadas en las piedras y en los escudos.
Aquí la señorial ermita barroca de la Virgen de los Dolores, con inscripción sobre la fachada que uno no consigue descifrar por completo debido a la altura, y el escudo de armas de los garcía Herreros, de cuya familia, don José, canónigo en Valladolid y caballero de la Real Orden de Carlos III, mandó levantar, gallarda y sobria, como regalo al pueblo donde nació. Nada más limpio, más cuidado y más atractivo que el Paseo de la Virgen que tiene delante.
Los Malos, los Ramírez, los Morenos, los Iturbes, además de los García Herreros, conservan en las diferentes calles de Hinojosa las sólidas mansiones que los recuerdan, como testimonio de un pasado lejano escrito en piedra sillar y franqueado con los escudos heráldicos de tantas familias como en siglos atrás habitaron en estas casonas, cerradas hoy a cal y canto.
El olmo viejo de la plazuela, donde se acostumbraba dar la batalla final en la fiesta de la Soldadesca, tampoco existe, ni siquiera el tronco, que sostenido mientras se pudo de forma casi antinatural, acabó por desaparecer y hoy, como casi todo lo grande en Hinojosa, ha pasado a ser recuerdo.
Dejamos el pueblo atrás, pasando de largo dos monumentos más que forman parte de la riqueza monumental del pueblo: la iglesia de San Andrés, que encontré cerrada, y la ermita románica de Santa Catalina, allá en el sabinar camino de Milmarcos, toda una joya de nuestro arte medieval más auténtico. Vamos camino de Tartanedo.
La primera vez que estuve en Tartanedo fue a la salida del invierno del año ochenta y dos. Me impresionó el pueblo y me impresionaron las buenas gentes con las que me encontré en aquel viaje. Y tanto fue así, que en el reportaje que publiqué días después en este mismo periódico, se me ocurrió llamarlo con un apelativo sincero, pero tal vez un poco cursi: “la perla del Señorío”. Es verdad que en todo el Señorío hay algunos Tartanedos más, otras “perlas” a las que referirse en justicia; pero sucedió que a alguien de por allí no le pareció ajustada la apreciación, y dirigió a la redacción del entonces semanario una carta que me pareció injusta e inconveniente, a la que no respondí. Han pasado muchos años desde entonces y a pesar de aquello sigo pensando lo mismo. Pelillos a la mar, el tiempo lo borra todo, aunque no así la verdad de las cosas. Tartanedo, amigo lector, por su historia, por esa nómina de personajes ilustres que ha dado al mundo, por la actual condición de sus gentes -muy escasas, por cierto-, sigue mereciendo no sólo mis respetos, sino también mi admiración.
Cuando se entra en Tartanedo desde Torrubia se hace dejando atrás una ermita y una cruz de hierro que se alza sobre un romántico pedestal de piedra vieja. Si se hace llegando desde Hinojosa, el primero y principal detalle de interés será la fuente pública que nos sale al borde de la carretera. Una fuente que nunca dejó de manar desde los tiempos de su construcción que ya va para dos siglos. Es una fuente de pilón bajo, rectangular, con cuatro caños, de cuyo fondo se levanta un muro de sillería con inscripción latina, en el que se dice cómo fue mandada construir en 1816 por don Manuel Vicente Martínez, arzobispo de Zaragoza y natural de Tartanedo.
Al lado de la fuente y de la carretera se eleva la torre de la iglesia de San Bartolomé, de la que quiero recordar por anteriores visitas su magnífico retablo barroco, que, según me explicó mi amigo alejando Moreno, un hombre cabal ya fallecido, lo regaló don Bartolomé Munguía, cirujano del Rey y natural de Tartanedo. A la torre se sube por una escalera de caracol sin espigón central, una meritoria obra de arquitectura.
La plaza del pueblo está dedicada a la Beata María de Jesús López Rivas, elevada a los altares el 14 de noviembre de 1976, en una ceremonia memorable que acarreó hasta la iglesia de San Pedro en Roma a una buena parte de sus paisanos. La Beata María de Jesús, fue en vida algo así como la mano derecha de Santa Teresa, a manera de asesora o de secretaria. La Santa de Ávila la solía llamar cariñosamente “Mi letradillo”.
Las anécdotas que se cuentan en Tartanedo acerca de sus hijos más insignes son muchas. Recuerdo, para terminar, aquella que me contaron con relación a don Francisco Javier de Utrera, cuya casona familiar nos llama la atención siempre que pasamos por allí. Cuentan que siendo niño, el pequeño Francisco Javier apuntaba buenas maneras para el estudio. El muchacho debió de pedir permiso a su familia para marcharse, seguramente al seminario. Su padre accedió, no sé si de buen grado; pero se cuenta en el pueblo que en el momento de marchar le dijo algo así como: ¡Vete y no vuelvas por aquí hasta que no seas obispo! Y volvió, claro que volvió, siendo obispo de Cádiz.
Pueden suponer nuestros lectores que les aconsejo darse una vuelta por allí aprovechando el tiempo a favor. La excursión puede alargarse por otros pueblos más: Torrubia, con su fuente y su campanario impresionantes; Tortuera la de los hidalgos palacetes; Rueda, más hacia Molina, la cuna del primer obispo de Madrid; y, si sobra tiempo, la propia Molina en donde hay tanto que ver.

(En la fotografía: rollo y ermita en el Paseo de la Virgen. Hinojosa)

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