jueves, 20 de diciembre de 2012

HORNA, EN LA CUNA DEL RÍO HENARES

            Llegamos a Horna. Es éste un pueblecillo cuyo caserío es empleado para arrebujarse por un cerrete cónico: las construccio­nes forman como los pliegues ascendentes de un capote de paño duro que ciñera el cuerpo. El hueco superior es el lugar que aprovecha la iglesia para levantarse y hacer al valle un gesto. Las proximidades abundan en huertos donde se cultivan patatas, judías y cáñamo. En una ventana pronuncian un apólogo esencial desde sus tiestos unos claveles rojos y una graciosa mata de palma rizada.  (Ortega y Gasset. "El espectador")
             Cuando hace muchos años, más de treinta y tres, me decidí a recorrer los pueblos de Guadalajara uno por uno, hasta acabar con ellos en una primera visita, el empeño me ocupó cerca de diez años. Las cosas eran distintas en los pueblos de lo que son hoy. La gente era por lo general más confiada ante la presencia de un forastero. La verdad es que no faltan motivos para desconfiar en estos tiempos que vivimos, conscientes de la cantidad de hechos lamentables que ocurren a diario y de los que se hacen eco los medios de información, de manera tal vez demasiado preferente. Desde entonces a hoy son bastantes los lugares cercanos a nosotros que han llegado al límite de la despoblación, y es cosa más que corriente viajar hasta ellos y vivir la amarga experiencia de no encontrarte con una sola persona con la que cruzar media docena de palabras apenas entra el otoño.
            Pensaba en esa realidad cuando hace algunas semanas regresaba de mi último viaje al pueblo de Horna, uno de ese rosario de pequeños lugares de Sierra Ministra, que van apareciendo, vega adelante, a partir de Sigüenza junto a la vía del ferrocarril. Estamos en Horna, y son fechas en las que en un día cualquiera, quedados atrás los meses de verano, los pueblos se adormecen, las puertas están cerradas, y el tibio sol de la media mañana proporciona a los campos yermos y a las choperas teñidas de amarillo, una placidez y un encanto que casi nadie aprovecha.
En el pueblo  
            La entradilla, magistral por cierto, me la da hecha la hábil pluma y el florido talento del maestro Orteta y Gasset, que preside el comienzo del presente trabajo. Horna aparece desde la carretera asentado sobre un altillo. Destaca sobre los tejados de las casas la espadaña recortada de la iglesia de San Miguel, con su solemne campanario de tres vanos expuesto a todos los vientos. Al pie, junto a la vía del tren, el apeadero del ferrocarril en estado de ruina. El tren ha sido en tiempos pasados pieza fundamental en la vida de estos pueblos, como así me aseguró en el verano del ochenta y dos Marcelino Pardo, un muchacho de Horna residente en Madrid, que por aquellos días pasaba las vacaciones en su pueblo, «Aunque todos venimos en coche propio, si un día te apetece hacerlo solo desde Madrid o desde Zaragoza, en el tren te pones aquí en un momento.»  Pienso que después de haber visto derruidos los cuatro muros de su antigua estación, aquel fue un privilegio que como tantos más ha pasado a ser historia.
            He subido hasta el pueblo por una entrada en cuesta orientada hacia la otra vega. El coche lo dejo al pie de un castaño frondoso que hay en una especie de placita que preside una casa rural. Un gallo canta en la lejanía; un perro comienza a ladrar apenas me bajo del coche; ocho o diez gatos sestean bajo un coche estacionado a la sombra del castaño. El sol apetece, el ambiente fresco se hace notar junto a las pareces en sombra. Tomo una calle corta que tiene como fondo la torre restaurada del reloj. La torre del reloj se debió de edificar sobre un lateral de la plaza del pueblo tal vez a finales del siglo XVIII. Cuando la vi por primera vez, y subí con Ezequiel hasta lo más alto del torreón donde estaba la maquinaria, el reloj solamente daba las horas, pero no funcionaban las manillas porque le faltaba una pieza. Ezequiel Ruperez era por entonces el herrero de Horna, sordomudo, encargado de subir cada día las pesadas piedras que colgaban del reloj para darle cuerda.
            -Buenos días. ¿Podrían decirme si aún vive Ezequiel, el herrero que cuidaba del reloj?
            - Sí, aún vive. Hará mucho tiempo de eso.
            - Mucho tiempo, sí; como unos treinta años.
            En la fachada del Teleclub hay un azulejo con unos versos de Pedro Lahorascala en homenaje al pueblo de Horna, y en el conjunto de la ancha plaza el frontón de pelota, un tilo de abundosa copa arropando una fuente mural sobre piedra de toba. Al respaldo, el formidable corpachón de la iglesia, con su cumplido pretil a la solana y la puerta cerrada a calicanto. Desde los aledaños de la iglesia contemplo a corta distancia el paso de un convoy de mercancías que no termina nuca. Una estampa poco habitual para los que vivimos al margen del ferrocarril, que cuando menos nos produce una cierta extrañeza.
            En todo viaje a Horna no se debe prescindir de la obligada vista a las fuentes del Henares. Desde el pueblo hasta lo que aquí llaman la Fuente del Jardín, en donde nace el río,  la distancia es corta, un kilómetro o tal vez menos. En ese espacio queda la ermita de la Soledad, herida de muerte, y el puente de la Vía Vieja, de paso encajonado, que llega prácticamente hasta la especie de una pequeña caldera plagada de junqueras, de heno y de matorral, donde en otro tiempo se podía ver brotar el agua de las diversas fuentes que daban lugar al que, a partir de allí, sería el río Henares. Las fuentes, cercadas por el Ayuntamiento de Sigüenza no se ven, porque las cubre la vegetación y porque la sequía ha afectado a la comarca de manera tal, que posiblemente algunas de ellas ni siquiera existan. En su recogido entorno hay robustas nogueras que muestran su fruto en sazón, y otros árboles y arbustos junto a las peñas. Un monolito labrado en piedra, a cuyo pie está la primera de las fuentes, lleva inscrito: “1877. Origen del río Henares”.
      
La cuna del río Henares
            Ya de vuelta, a la altura de la ermita de la Soledad, me cruzo con un hombre que sube desde la vega conduciendo una carretilla cargada con productos de la huerta. Es un señor atento, se llama Enrique y me ha dicho que vive en Alcalá de Henares. Las gentes de estos pueblos son muy amantes de su tierra, y en el caso de Horna se sienten orgullosos de sus dos vegas, la de Nazar y la de Arroyo Mocho. Durante siglos, las despensas de estos pueblos se han visto asistidas por los productos de las huertas, como los que porta Enrique en su carretilla de mano.
            - Y mejores que estos, ya lo creo. La sequía de este año se ha hecho notar. Al pueblo nos han tenido que traer el agua con cisternas este verano; lo que no ha ocurrido nunca.  
            - Esta ermita se les está hundiendo.

            - Ya lo ve. Está muy mal la pobre. Han puesto ahí que no se acerque nadie.
            - Tiene otra mejor ¿verdad?
            - Hombre, claro. La de la Virgen de Quintanares. Aquella es como una catedral. Ni la de Barbatona ni ninguna. Esa es única. No sabe la cantidad de personal que se junta en las romerías. Gentes de todos estos pueblos y de toda España. Nuestra ermita es la mejor que hay. Está cerca de la carretera, según se va a Sigüenza. En la romería de junio nadie sabe la de personal que se juntó allí. Se hace procesión por la pradera, misa, y comida para todos los que van.
            - ¿Gratis?
            - Gratis no. Hay que pagar algo. Es una fiesta muy familiar. La mejor que hay por estos pueblos.
            Pues bien; después de escuchar a nuestro amigo, uno se siente en la obligación de acercarse hasta la ermita de Nuestra Señora de Quintanares, la patrona de Horna, de la que no tenía más noticias que dos, ambas la más de asombrosas: que hace años les robaron la imagen y la tuvieron que sustituir por otra nueva, sacada de fotografías, y el horroroso crimen que no hace mucho se perpetró en aquellos contornos y que nos conmovió a todos.
            Aunque nuestro amigo Enrique, el hortelano de Horna, exageró un poco barriendo a favor de las cosas de su pueblo, es verdad que se trata de un santuario mariano excepcional, situado en pleno campo y que infunde fervor. Se trata de un edificio construido según los usos para la arquitectura religiosa del siglo XVIII, con portada semicircular entre dos contrafuertes. Tiene una especie de hospedería aneja a lo que es la iglesia. Cuenta la tradición que en aquel mismo lugar se apareció la Virgen a una señora del pueblo llamada doña Violante. Además de la romería a principios de verano, de la que nos habló nuestro amigo, se celebra la fiesta mayor el tercer domingo del mes de septiembre, con importante afluencia de romeros procedentes de toda la comarca. La ermita está cerrada, si bien puedo añadir que su interior es de una sola nave, y que, como ocurre en muchas de las de su especie por tantos lugares, en su interior se conservan infinidad de exvotos y de ofrendas donados por sus devotos con antigüedad de siglos. Otro de los lugares privilegiados de la provincia que les aconsejo conocer.

viernes, 23 de noviembre de 2012

"GUADALAJARA Y CUENCA" de Quadrado y De la Fuente



            Para mi uso Guadalajara y Cuenca son las dos provincias más parecidas de nuestra comunidad autónoma, y las que más trato mantienen entre sí sus habitantes de las cinco que forman la región de Castilla La Mancha; de hecho, ambas participan de una comarca común, la Alcarria, que con la Mancha, son las dos comarcas naturales más importantes de todo el Centro de España.

            Pues bien, aparte del blog conjunto que tengo dedicado a las dos provincias, y ciento cincuenta años antes de que éste existiera, un importante autor del siglo XIX, don José María Quadrado, escribió un libro sobre ellas que formó parte de la serie España: sus monumentos y artes, su naturaleza e historia, al que puso como título el nombre de ambas “Guadalajara y Cuenca”, que llevaría el número dos, de los tres que dedicó a Castilla la Nueva; el primero era Madrid y el tercero sería Toledo y Ciudad Real. La primera edición, de 1853, fue aumentada y actualizada con bellos dibujos de Pascó y algunas fotografías de la época en 1885 por Vicente de la Fuente. Un libro que debió de desaparecer enseguida, y que a pesar de su interés quedaría recluido en bibliotecas públicas y particulares, condenado al olvido, y del que tan sólo andaba por ahí alguna ligera reseña, como ésta del Marqués de Lozoya, quien al referirse a la edición completa de la obra, con todas las provincias de España, señaló cómo “su bello lenguaje penetrado de espiritualidad, de emoción, de humanismo…, caso singular, único, al cual es difícil encontrar otro equiparable en su tiempo”.
            En 1978, Ediciones El Albir de Barcelona, sacó al mercado una edición facsimil realmente encomiable. Una edición numerada, de mil ejemplares, de la que tuve la suerte de conseguir uno de ellos, que conservo con un cuidado y un afecto muy especial.
            Este año de 2012, la Editorial Aache de Guadalajara, decidida a apostar por la publicación de libros sobre la provincia alcarreña y sobre el resto de las provincias de la región castellanomanchega en formato digital, ha sacado a la luz, y a la venta, un CD con el texto y las ilustraciones del libro de Quadrado y de la Fuente, sobre cada una de las cinco provincias de la antigua Castilla la Nueva, es decir, Madrid, Toledo, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara, según aprendimos en la escuela, que al menos para mí son libros entrañables que debemos tener y conservar, más todavía los que somos y vivimos en estas tierras, que por lo general y de una manera u otra tenemos el alma y el corazón muy pegados a ellas. La presentación es magnífica, y la reproducción de las ilustraciones originales, dibujos de Pascó y antiguas fotografías, perfecta.         

lunes, 12 de noviembre de 2012

TARDE DE OTOÑO EN SIGÜENZA



            «Hace un año, por este tiempo, me hallaba yo en Sigüenza; una tierra muy roja, por la cual cabalgó Rodrigo, llamado Mi Señor, cuando venía de Atienza, una peña muy fuerte. Hay allí una vieja catedral de planta románica con dos torres foscas, almenadas, dos castillos guerreros, construidos para dominar en la tierra, llenos de pesadumbre, con sus cuatro paredes lisas, sin aspira­ciones irrealizables. Posee aquel terreno un relieve tan rico de planos que, a la luz temblorosa del amanecer, tomaba una ondulación de mar potente, y la catedral, toda oliveña y rosa, me parecía una nave que sobre aquel mar castizo venía a traerme la tradición religiosa de mi raza condensada en el viril de su tabernáculo». (Ortega y Gasset)

            El párrafo que destaco pertenece a un artículo del maestro Ortega y Gasset publicado en "El Imparcial" el 24 de julio de 1911, con el título "Arte de este mundo y del otro". Hoy, más de una vida por medio, la visión de Sigüenza se corresponde casi toda ella con lo que el insigne pensador nos dejó escrito; mucho, por cierto, sobre estos campos adustos del Alto Henares, y en general sobre la franja norteña de la provincia de Guadalajara en donde todavía se conserva, etérea, pero real, la impronta del Campeador.
            Desde Imón hasta Sigüenza las tierras van dejando de ser rojas paulatinamente a partir del torreón de Señigo, que ya no existe; no obstante, todavía quiere verse el tono sanguino del campo en las barbeche­ras que bajan de los cerros, desde los cerros mondos y grises que rodean a Sigüenza, donde los agricultores se emplean en hurgar con las rejas de sus maquinarias las pequeñas parcelas.
            Perdona, lector, que vuelva a insistir sobre un asunto que no me acaba de gustar y mucho menos de convencer, que me enfada y entristece cada vez que paso por aquí; y es que en las calles de estos pueblos que nos acercan a Sigüenza, como en otros de su entorno, más al norte, algún poderoso con carácter oficial empleó el dinero de todos en confundir a la gente. “Ruta de don Quijote” han colocado a centenares en indicadores de carreteras y en las esquinas de casi todas las calles. ¿A qué Quijote se refieren?, me pregunto yo. Al de Cervantes, es seguro que no; y al de Avellaneda es hasta muy posible  que tampoco. Sigüenza, la histórica Sigüenza, sí, al apócrifo referido en segundo lugar. La “Ruta de Don Quijote” está definida y todos sabemos muy bien adonde está, y no es ésta precisamente, es otra de reconocido interés paisajístico y literario, que viene a estar a trescientos kilómetros de distancia más al sur, en la mitad más meridional de nuestra comunicad autónoma, es decir, en la comarca manchega, detalle que supongo debería conocer el iluminado promotor de la idea.
    
Sigüenza, cinco de la tarde
            Al abrir la tarde, la ciudad se ofrece al visitante bajo su uniforme caparazón de tonalidades bermejas, destacando en mitad, no sé si como una nave gigantesca o como una torre de babel, la fachada de la catedral con forma de castillo. Unos cuantos obreros trabajan en la carretera con máquinas de las que mueven la tierra. Abajo los vagones del ferrocarril; al fondo el castillo de los obispos convertido en parador nacional, y en medio, Sigüenza, con sus plazuelas recónditas y los pináculos de sus iglesias encendidos por el sol de las cinco, con sus arquillos y sus soportales; con sus calles pinas, henchidas de un singular encanto e invitan a quedarse allí; con su historia, son su arte, con su leyenda, con sus gentes… Con sus pocas gentes; pues el verano pasó para Sigüenza y en estas tardes de octubre apenas quedan los que son, y no son tantos.


            A la sombra de los árboles casi desnudos en el parque de la Alameda, hay grupos de hombres jugando animadamente una partida de cartas. Alrededor, en corrillo, opinan y discuten los mirones. No se ven clientes en los puestos de bebidas de la Alameda; los encargados se entretienen hojeando revistas con los codos apoyados sobre el mostrador; las sillas y las mesas se ven en torno al establecimiento como un rebaño de ovejas aburridas. Desde las Ursulinas hasta la ermita del Humilladero, pasa una moto a todo correr por el Paseo haciendo un ruido estremecedor. Uno sabe muy bien que no es ésta la hora de la Sigüenza del siglo XXI; pero sí la hora de sorprenderla en su intimidad, de conocerla en el silencio de la media tarde en un día cualquiera, lejos del bullicio del gentío en las épocas y en los momentos más propicios para la concentración de residentes y de visitantes venidos de fuera, junto a los bares de las esquinas. No es necesario en tardes como la de hoy andar por las calles ojo avizor, ni acercar el oído a las piedras roídas de las casonas centenarias o de las iglesias para sentir el latido acorde y acompasado del corazón de la vieja ciudad.
            He subido hasta las puertas de la Catedral por la calle que Sigüenza dedicó en su día a don Manuel Serrano Sanz. En la esquina de la casa donde vivió el ilustre polígrafo, hay una placa de mármol que recuerda sus temporadas de estancia en esta ciudad. Las torres de la Catedral, gemelas y diferentes, me han parecido más esbeltas que otras veces, y las balaustradas de piedra y las almenas adornadas de bolones, más elegantes y artísticas que en ninguna otra ocasión, tal vez porque todas las tengo para mí, porque nadie compartirá  conmigo su visión en este momento.
            La Catedral está sola en su interior. No se advierte el olor a incienso, ni los cantos de los canónigos en las grandes solemnidades. Entre las sombras vamos recorriendo las naves, a una y otra mano los retablos, las imágenes, los cuadros con escenas piadosas en pintura tierna todavía junto a otras con antigüedad de siglos, los escudos episcopales y los epitafios de los enterramientos, tantos y tan difíciles de interpretar. La estatua de don Martín, el Doncel, medita sin que nadie le interrumpa al frío de la piedra, en la penumbra de su propio sepulcro, desde la hornacina que guarda sus huesos dentro la capilla familiar de los Arce. Hay un hombre rezando en silencio, perdido en la oscuridad dentro de la capilla del Santísimo; está sentado sobre uno de los bancos que se alinean por delante de la lamparilla. La falta de luz se acrecienta, se hace casi absoluta al cruzar la girola. Luego las venerables tumbas de los obispos, con sus estatuas yacentes de piedra revestida de pontifical: la de don Bernardo de Agèn, el primero de todos, sobre un lateral de la nave, y la de don Eustaquio Nieto, el obispo mártir, en la capilla de la Purísima. Y sólo a un paso, el altar de Santa Librada, la Patrona de la ciudad, con la urna que contiene lo que queda de sus restos; y el retablo a manera de mausoleo del obispo don Fadrique, capricho del barroco catedrali­cio. Un sacristán, al que rodea un reducido grupo de personas, sale hasta la nave por una puerta y se mete por otra, explicando en voz baja los pormenores históricos y mostrando los artísticos que guarda la Catedral.

Por los viejos barrios

            Otra vez en la calle la pupila ha de acomodarse a la luz natural de la Plaza Mayor, con su larga cadena de arcos guardando el soportal, y la doble galería, también arqueada, del ayuntamiento. Y ahora, buscando nuevas impresiones, hacia el barrio más antiguo, siguiendo la Calle Mayor. A un lado y al otro de la calle empedrada quedan los talleres y las exposiciones de los artesanos seguntinos aprovechando la subida hacia el Castillo. La iglesia de Santiago, con su llamativa portada del XII; las Travesañas, que son dos: la Baja y la Alta, salen a nuestra mano derecha. Por la Travesaña Alta están la Casa del Doncel, la iglesia románica de San Vicente y la plazuela de la Cárcel, por ese orden. Uno teme, a la vista de los últimos retoques en la Plaza del Doncel, que tal vez no se tuvo el cuidado suficiente por conservar la estampa general de aquel rincón en su conjunto; temor que se confirma en el arquillo que dicen de Puerta de Hierro. A estas ciudades hay que tratarlas con mimo, como piezas delicadas de vieja orfebrería a las que puede dañar el más pequeño desliz. El Arco del Portal Mayor, un rincón para estampa de calendario; y luego la calle de Valencia, otro mundo, hemos salido de la Sigüenza medieval y hemos vuelto otra vez a la de varios siglos más tarde.
            Por la calle de San Roque -estamos en el barrio del obispo Díaz de la Guerra- me viene a la memoria el recuerdo de la familia Santos, los pintores de Sigüenza: don Fermín, y sus hijos Antonio y Raúl, de tan feliz memoria. Más adelante, para concluir y descansar si se quiere al pie de los plataneros en unos bancos de piedra, la plazuela de las Cruces, uno de los rincones más apetecibles y románticos de la ciudad, cuyo encanto se acentúa al caer la tarde, fría ya, de un otoño desigual y cambiante.
            Sigüenza es demasiado para reconocer en el espacio corto de un par de horas; pero es bueno volverla a recordar, pisando aunque sea de tarde en tarde, sus calles empedradas en horas de silencio; un ejercicio gratificante que me atrevería a recomendar, incluso a los propios seguntinos.
            Comenzará a anochecer de un momento a otro. Sigüenza iluminará sus calles dentro de un instante. La cafetera del bar sopla al calentar la leche como las de los viejos tiempos. Me esperan unos cuantos kilómetros de carretera, una hora de camino, o quizá más. A la salida, el espejo retrovisor recoge por un momento a la ciudad levítica con las luces encendidas y con las torres de sus iglesias perdidas en la oscuridad. Es de noche. 

viernes, 2 de noviembre de 2012

LOS CEMENTERIOS, NUESTRA ÚLTIMA MORADA

«Cuando, no sin tener que forcejear antes un poco, logré abrir la carcomida y casi maltrecha puerta del pequeño cementerio que por casualidad había encontrado en mi camino, y éste se ofreció a mi vista, no pude menos que confirmarme en mis ideas. Es imposible ni aun concebir un sitio más agreste, más solitario y más triste, con unan agradable tristeza, que aquel. Nada habla allí de la muerte con ese lenguaje enfático y pomposo de los epitafios, nada la recuerda de modo que horrorice con el repugnante espectáculo de sus atavíos y despojos. Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos rojos y algunos sillares cubiertos de musgo…» (G.A.Bécquer. “Desde mi celda”. Carta III)
 

            Nada más ingrato que hablar de la muerte, y todavía más escribir sobre ella. Esa realidad indiscutible que solemos tratar con tanto pudor y que es tan segura como la misma vida. Las fechas nos imponen hoy de manera indirecta hablar de la muerte. Lo haremos de los cementerios que tanto con ella tienen que ver. Lugares respetables, y por lo general respetado, donde aguardan hasta el toque de trompeta al fin del mundo, los despojos de tantas generaciones de semejantes nuestros.
            Son muy diversos los puntos de vista bajo los que se pueden considerar los cementerios. En nuestra civilización consideramos los cementerios por lo que son y por lo que significan; por su constitución física, teniendo en cuenta la variedad de culturas, y por lo que representan, concepto en el que entran, además, el factor religioso y el costumbrista, según las creencias en el más allá, propias de los distintos pueblos que habitamos la tierra.
            Hay otros factores importantes a considerar en relación con los cementerios y aun con la muerte en sí. Es el factor artístico y literario; por el que recomiendo la lectura en estos días del “Tenorio” de Zorrilla, magistralmente representado por nuestros actores locales en escenario escogidos de nuestra propia ciudad; y, desde luego, leer a Bécquer en la tercera de sus “Cartas desde mi celda”, a la que pertenece el extenso párrafo que sirve de cabecera a este trabajo de hoy. Pienso que nunca se ha tratado a cementerio alguno con tanta delicadeza. La visión romántica del más dulce de nuestros poetas del XIX, se convierte en sublime ante el encuentro casual con un humilde cementerio aragonés, pobrísimo, lejos de toda ostentación, que al autor de las Cartas le salió al paso en una de sus acostumbradas escapadas por los pueblos cercanos al Moncayo, durante su estancia en el monasterio de Veruela. Perdona, lector, que eche mano a una vivencia personal relacionada con el cementerio del que nos habla el poeta. Lo conozco, se trata del viejo cementerio de Trasmoz que queda al pie del ruinoso castillo que, según se dice en otra de las Cartas, el diablo construyó en una noche. Es difícil relacionar el que nos describe el poeta con el que he visto allí en uno de mis viajes, y del que acompaño una fotografía en su estado actual. Han pasado más de ciento cuarenta años y su imagen hoy ha cambiado bastante.
 
            La Real Academia define al cementerio como “Terreno, generalmente cercado, destinado a enterrar cadáveres”. No se puede dar una definición más fría y más carente de afecto que la que nos ofrece la R.A.L. por mucho que se ajuste a la realidad, como es su deber. Dormitorio, necrópolis, camposanto, son algunas más de las denominaciones que se manejan para referirse a los cementerios en los distintos momentos y culturas, según se les considere como lugar de espera hasta el día de la resurrección, como simple ciudad de los muertos, o como tierra sagrada en la que yacen los cuerpos que acompañaron por este mundo a las almas que ya pasaron por el primero de los juicios de Dios.
            No suelen pasar desapercibidos los cementerios ante la mirada de quien esto escribe. Son una lección de respeto, incluso de sociología; pues tengo la convicción de que reflejan el alma de los pueblos.  Sus diferencias, su misterio, su silencio infinito, el modo como se trata a la muerte en cada lugar y en cada país, llevan siempre implícita toda una serie de variantes en cuyo mensaje resulta interesante penetrar. Con cierta frecuencia, y siempre cuando llegan estas fechas que nos acercan al día de Difuntos, siento la tentación de pararme a pensar, pluma en mano, en estos lugares entrañables donde los que allí habitan se rigen por una sola ley, la del silencio, la del descanso y la paz, aunque perdidos a veces en las oscuras sombras del abandono, siendo algo tan nuestro como lo es el despojo de nuestros propios padres, de nuestros abuelos, de nuestros amigos, eslabones perdidos de la débil cadena que afianza el ser y el no ser de nuestra vida en la tierra.

            La provincia de Guadalajara es un muestrario variadísimo de cementerios, con más de dos siglos de antigüedad muchos de ellos, si se tiene en cuenta que en gran parte de nuestros pueblos fue el interior de las iglesias, o su propio entorno, el campo santo que acogió los restos de quienes nos precedieron durante varias centurias. Los cementerio que conocemos, donde descansan las personas más cercanas a nosotros, en ocho o en diez generaciones, no más, son relativamente recientes; pues por motivos de higiene fueron instalados a una distancia prudencial de las últimas casas, y si algunos están más próximos a donde vive la gente, suelen ocupar la cima de alguna pequeña colina u otero, como ocurre con los de Ledanca y Alhóndiga, a título de ejemplo.
            Las ruinas de ciertas iglesias medievales, con sus portadas románicas y sus arcos multicentenarios, también se dan hoy como ideal camposanto en alguna de las nobles villas próximas a nosotros: Atienza, Uceda, Albalate de Zorita… El resto, se distinguen por su grado de ostentación, según comarcas, figurando a la cabeza el cementerio de la capital de provincia, donde nos sorprenden ricos panteones levantados con piedra noble: mármol, granito, alabastro en la escultura de un sin fin de imágenes y símbolos. La cara opuesta la encontramos en casi un centenar de ellos repartidos por ahí; son los humildes cuadriláteros de piedra tapiada, asegurados con una humilde portezuela de madera roída por los años y por el abandono, o de herrería en los de mejor fortuna, que se cierra con un viejo cerrojo, un trozo de cadena, o un simple clavo corredizo oxidado y sucio. Es cierto que durante los últimos veinte o treinta años, son muchos los pueblos de la provincia de Guadalajara que se han volcado en favor de sus cementerios, un detalle de sensibilidad manifiesta que de verdad les honra.
            Hace algunos años tuve ocasión de visitar como turista uno de los más importantes cementerios de Europa, el Monumental de la ciudad de Milán, como así le llaman. Es todo un enorme museo al aire libre de escultura en piedra. Allí decrece el sentido religioso y sentimental propio del sitio, en favor de lo meramente artístico. Las tumbas muestran esculpidas en granito, cuando no vaciadas en bronce, escenas que transmiten al hombre la cara más amarga de la muerte: la figura de la esposa que llora sin consuelo, abrazada a la fría losa de la tumba del esposo; niños que depositan velas encendidas sobre la losa que cubre el cuerpo de su madre muerta; o de un profundo romanticismo, como el de la joven mujer que sujeta un crucifijo en su mano lánguida, reposando en su lecho de muerte, imagen que tomé en fotografía y que reproduzco en este mismo comentario.
 
            La muerte es la hora de la Justicia, de la Justicia con mayúscula, de la única y verdadera Justicia. El momento supremo en el que al hombre no se le juzga por lo que ha sido, ni por lo que representó en vida, y mucho menos por el papel que le haya tocado desempeñar dentro del gran teatro del mundo, donde todos somos actores. Cervantes, uno de los españoles con la mente más clara de todos los tiempos, nos presenta en el capítulo XII de la segunda parte del Quijote, esta reflexión puesta en boca de su escudero, como réplica a otra previa de su señor acerca de la muerte: «Brava comparación -dijo Sancho-, aunque no tan nueva, que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.»  
            Sé muy bien que en el contacto habitual con los lectores cada semana, hoy me he salido del hilo marcado por costumbre. Es cierto. Pero los primeros vientos del mes de noviembre soplan siempre en esa dirección, como en un intento de recordarnos cada año, que la muerte es un hecho real, que antes que nosotros estuvieron otros ocupando nuestro propio lugar, que la vida corre como caballo desbocado y que nada es más cierto que tenemos una fecha de caducidad, a la que día a día nos vamos aproximando   
 
(FOTOS: Pertenecen al cementerio de Uceda, en la extinta iglesia románica de Santa María de la Varga; al cementerio becqueriano de Trasmoz (Zaragoza); al Panteón de los Marqueses de Villamejor en Guadalajara; y al Cementreio Monumental de Milán (Italia).

sábado, 27 de octubre de 2012

ESTABLES Y SU "CASTILLO DE LA MALA SOMBRA"



            Los ríos de menor caudal, que a manera de gigantesco entramado recorren la provincia de Guadalajara, acusan de manera notoria las condiciones climatológicas habidas durante los últimos meses. Viajo casi pegado a él en la misma dirección que el río Mesa desde el empalme da carretera en la cuesta de Anquela. El Mesa, al que en otros viajes he visto correr por estos valles a punto de desbordarse después de una larga temporada de lluvias y de deshielos, baja exangüe, casi seco, y paralelo a ella, la carretera que sigue hasta Milmarcos, ya en los confines con el reino de Aragón.
            Establés, término de mi viaje en esta mañana, lo tengo a un paso. Una casita, a manera de venta deshabitada junto al empalme, me da la bienvenida al pueblo con letras bien visibles escritas sobre el muro. La tranquilidad de los campos es absoluta en estos parajes. Tierras solitarias, asperones de aliagas en las escarpas con sus clásicas florecillas gualdas, planos infecundos de piedras parameras, sabinas en los linderos cercanos luciendo sus afiladas copas de un verde intenso. Por el saliente, pueblo a la vista, rompe el costillar de la loma en el horizonte la imagen plomiza del castillo que dicen “de la mala sombra”, mientras que una pequeña ermita al lado del camino, los tejados ocre de las primeras casas, me ponen en razón de que el viaje de ida ha terminado por hoy.
            Una estampa distinta a aquella otra eminentemente rural de cuando lo conocí. La viviendas nuevas que el pueblo tiene en su entorno, son verdaderas mansiones de lujo que han ido fluyendo, como espontáneas, durante los último diez o quince años.
            Después de tanto tiempo, empiezo a echar en falta a aquellas buenas gentes que conocí, que tan bien me atendieron, y que aquí me dejé en calidad amigos. No recuerdo haberlos vuelto a ver después, pero quedan en mi memoria y en mis escritos, como el señor Pedro Cejudo, que dejando su carretilla junto al olmo de la plaza, entró a su casa sin que yo se lo pidiera, cogió la llave de la iglesia y me invito a verla. Una visita de las que permanecen en la memoria por su originalidad. La iglesia estaba en obras de restauración de la techumbre, lo que nos permitió verla por dentro en tales condiciones y subir hasta el campanario, ver los campos de alrededor desde la altura, y comprobar la antigüedad de la campana mayor inscrita sobre el bronce: “fundida en 1895”.
            En el barrio del Castillo fueron las señoras Goya y su vecina Ángeles, las que nos entretuvieron unos instantes en simpática conversación. Eran por entonces las dos únicas vecinas del barrio de arriba. « ¿Riñen alguna vez? -les pregunté-, y la señora Goya me respondió con la verdad en la boca y el corazón en la mano: Pues, mire usted, cuando pinta.» Mucho me temo que en este viaje -la experiencia me lo dice- las cosas no sean exactamente igual. Los pueblos han mejorado mucho, en su aspecto exterior sobre todo, pero durante ciertas épocas del año se están quedando vacíos.
            Hace unos instantes que he llegado a la plaza. Ésta es una plaza grande, abierta, muy diversa, en donde hay de todo lo que en una plaza de pueblo debe haber: un merendero con su mesa y sus asientos de cemento; una barbacoa con tres parrillas y su horno correspondiente, la fuente a cuatro pasos, la torreta del reloj y el frontón de pelota en mitad. El monumento de la plaza por excelencia es el tronco muerto, voluminoso, del viejo olmo concejil, que, a pesar de sus doscientos años de vida, llegué a conocer vivo en viaje precedente. Sobre el frontis de piedra labrada en forma de espadaña, rematada en un ligero bolón, hay una placa de color negro en donde está escrito: “Al alcalde Santiago Sanz Gonzalo, por su ayuda desinteresada por conseguir el agua para Establés. 13-agosto-1993.”

            Ahora toca subir hasta el barrio de arriba en donde está el castillo. El famoso castillo se ve desde todas partes. Raro es el rincón del pueblo desde el que no aparezcan los muros, o algún resto de la torre como remate por encima de las casas.
            A mitad de camino, calle en cuesta, se pasa junto a la escalinata de piedra que sube hasta la puerta de la iglesia. La puerta de la iglesia está cerrada. Desde el pretil se advierte en los alrededores del pueblo el cerro de la Mesa en la media distancia, y más allá otras elevaciones que tal vez pertenezcan al término municipal de Aragoncillo, mientras que en la plana intermedia queda la ermita de San Juan, fuera de nuestro alcance, en el paraje desde el que se bajó el agua al pueblo.
            Calle Bajo el Castillo, calle del maestro D. Materno Conesa. Ésta última en homenaje de gratitud a un educador del pasado, detalle poco común que honra al pueblo. Es una calle que acoge con su mismo nombre a unas cuantas callejuelas más del barrio alto. Y al cabo, el edificio en estado de ruina por el que principalmente  el pueblo de Establés aparece en los legajos del pasado, sobre todo por la extraña manera como al parecer cuenta la tradición que se construyo. Este castillo, pese al estado de ruina en el que lo encuentro, está en mejores condiciones que la mayoría de los de su especie de nuestra provincia en estado de abandono. Nunca fue importante por los hechos históricos que dentro de él pudieron tener lugar en el pasado, sí, en cambio, por las extrañas circunstancias en las que se construyó; pues si bien en unos primeros tiempos el pueblo estuvo gobernado por los señores de Molina y por su Fuero, en el siglo XV pasó a ser pertenencia de los señores duques de Medinaceli, los cuales mandaron a Establés a un capitán de su confianza, de nombre Gabriel de Ureña, al que encomendaron la misión de levantar en el pueblo una fortaleza, suponemos que para su exclusivo servicio como bastión de defensa. La tradición que dejó escrita el licenciado Diego de Elgueta en su trabajo “Relación de las cosas notables del Señorío de Molina” nos cuenta aquella manera originar de construir el castillo, de la siguiente manera. Las palabras textuales con las que la noticia ha llegado hasta nosotros, son éstas:
            «Lo edificó -escribe el cronista- un caballero llamado Don Gabriel de Ureña y no se sabe en qué tiempo fuese, sino que quedó fama de las muchas tiranías que usaba para edificarlo, porque las piedras y vigas que le parecieron buenas para su castillo, las tomaba de las casas de los labradores y siendo necesario para esto les derribaba las casas y salía a los caminos, y a los pasajeros les quitaba las bestias para llevar los materiales a su castillo y les tomaba los bueyes de labor por fuerza para esto, y muchos los mataban y aforraban las puertas con los cueros  (de los bueyes se supone, no de las personas), Y que el maestro de la obra era tuerto y nunca usó de regla ni de compás, y bien se conoce en la obra que se atendía más a la fortaleza que a la policía.»
             Esta clase de innobles villanos, ladrones sin escrúpulo, saqueadores y asesinos, se movieron muy a sus anchas durante la Baja Edad Media, sin que la Corona de Castilla se atreviese a poner las cosas en orden, abusando, claro está, de su condición de hidalgos, frente al desamparo total de los humildes lugareños. No es el único caso que conocemos, sin que haya necesidad de salir de los límites de la provincia, incluso de las tierras de Molina.
            Tengo la espléndida mole tardomedieval delante de los ojos. Inhabitable, naturalmente, pero donde se aprecian algunos detalles interesantes. Su planta es de forma cuadrada, de sólida mampostería recubierta de sillarejo. En sus esquinas aparecen algunos cubos de comedida geometría, y en una de ellas, la situada al mediodía, se encuentra la torre del homenaje. Sus nuevos propietarios han reconstruido parte de él. Las viviendas del pueblo llegan hasta el mismo castillo. 

            Habrás advertido, amigo lector, que hasta el momento no hablo de persona alguna con la que haya podido conversar en el espacio de tiempo que duró mi visita a este pueblo tan escondido y tan singular. Es todo lo contrario a cuando lo visité por primera vez, de lo que doy referencia más arriba. No vi a persona alguna por sus calles, pese a haber sido una de esas apacibles mañanas de sol de nuestros pueblos, en donde apenas abre la primavera muchos de nuestros pueblos se tornan en verdaderos paraísos, y éste lo es. Quiero recordar que alcancé a ver de lejos a una señora relativamente joven, con aspecto de ciudad, sentada bajo sombrilla a la puerta de una casona inmensa, señorial, de nueva planta, ocupada en la lectura de una revista. Fue cuando salía del pueblo, iniciado ya el viaje de vuelta.  

lunes, 8 de octubre de 2012

CANTALOJAS FRENTE A LOS NUEVOS TIEMPOS


   
         Con sonoros toques de campana, tomados del Big-Ben de la ciudad de Londres, el reloj del ayuntamiento anuncia por todo el pueblo, y por sus alrededores hasta más allá del puente de las Lumbreras, que son las once de la mañana. Lunes, primero de octubre del año en curso. La Plaza Mayor está desierta; bueno, desierta no, hay un coche estacionado al lado de la fuente y un perro solitario pasa por la esquina en donde está la puerta de la Secretaría. En muchos pueblos llaman la Secretaría a los despachos del ayuntamiento. No hay nadie sentado a las mesas en la puerta del bar ni bajo la carpa de lona blanca junto al ayuntamiento. Las cuatro banderas del balcón, nuevas, impecables, como acabadas de sacar de la fábrica, penden con sus emblemas y sus colores por encima del Portalejo. Sobre el muro de piedra la placa transparente con la que el pueblo agradeció en su día el rodaje de la película Flores de otro mundo: “En agradecimiento a Iciar Bollaín por la película Flores de otro mundo. Cantalojas 3 de mayo de 2001” se lee escrito sobre el cristal. Suena el claxon de un furgón de venta ambulante que viene hacia la plaza. De un lado al otro de la Calle Mayor todavía se conservan las tiras de banderas con las que se adornó el pueblo en las pasadas fiestas de San Julián y que han conseguido soportar las lluvias de los últimos días. San Julián Hospitalario es el patrón del pueblo y el titular de la parroquia, un santo francés de la Edad Media cuya biografía a modo de leyenda escribió Gustave Floubert.
            No es éste, y muy poco se le parece, aquel otro Cantalojas de los sufridos agricultores y del pastoreo en el que pasé, regentando su escuela de niños, algunos de los años más felices de mi juventud. Ha cambiado todo, y ha cambiado mucho para bien o para mal, según el ángulo desde donde se mire. Para bien, porque Cantalojas es hoy un pueblo privilegiado, cómodo, ideal en donde pasar, en contacto con la naturaleza, unos cuantos meses del año en un ambiente saludable; para mal, al menos para mí, porque su población se ha visto reducida a una quinta parte de lo que antes fue, y apenas cuenta con algo más de una docena de niños, cuando a principio de los años ochenta llegó a superar la redonda cifra del centenar entre sus dos escuelas. No obstante, y procurando ser lo más objetivo que uno puede ser, debo manifestar que como pueblo en donde vivir, podemos contar a Cantalojas entre los diez o los quince pueblos más recomendables de la provincia de Guadalajara, incluso a pesar del sambenito que alguien le colgó en algún conocido medio de información, de ser el pueblo más frío de España, afirmación que considero exagerada y en todo caso difícil de demostrar.

Un pueblo diferente     
            Durante los últimos treinta años, impulsado tal vez por su indudable belleza montaraz, porque los medios de transporte particulares se han prodigado de forma increíble en todos los niveles sociales, o porque el turismo interior va tomando poco a poco la importancia que le corresponde, se ha popularizado a niveles extraprovinciales un paraje muy concreto de su término municipal: el Hayedo de Tejera Negra, fragmento predilecto de la Sierra Norte, al que ya se le exaltó durante el Medievo en la pluma de un rey de Castilla, Alfonso XI, en el Libro de la Montería, y que pasados más de nueve siglos sin contar con él, perdido entres sus cuatro montañas, ha vuelto a recuperar aquella importancia primitiva, y aun mayor, no por la caza de osos que habitaron en él, sino por la belleza del paisaje serrano, enriquecido con las variantes tonalidades del color de las hayas en estas primeras semanas del otoño. Los visitantes del hayedo -el más meridional de Europa, junto al de Montejo de la Sierra en la provincia de Madrid, dentro de la misma masa forestal- se cuentan por millares, y en número creciente cada temporada.

            Todos nuestros pueblos han cambiado su aspecto, puedo dar fe con suficiente conocimiento de causa. Las grandes aglomeraciones y el estrés que inevitablemente  lleva consigo la vida en la ciudad, trae como consecuencia el regreso a los pueblos, no como lugar de trabajo ni como residencia permanente, sino de esparcimiento y de descanso. A esa realidad, común a la mayor parte de nuestro medio rural, Cantalojas une el reclamo de el Hayedo a lo largo de casi todo el año, pero de manera especial en estas fechas, circunstancia que ha ido aumentando durante los últimos veinte años de forma progresiva e importante, favorecida por la instalación de establecimientos de acogida y de servicio de los que hasta entonces carecía, y ahora abiertos al público durante todo el año, entre los que se deben contar dos casas rurales debidamente acondicionadas: “Castillo de Diempures” en la Plaza Mayor, nueva, moderna y espaciosa, y “Valdicimbrio” en la calle Sol Baja, recóndita y de singular tipismo; un hostal restaurante, “El Hayedo”, ejemplar entre los de su especie, con estupendos salones, servicios de bar, WIFI, y una esmerada atención a su clientela; otro bar junto a la Plaza en la Calle Mayor; una tienda muy al día con productos de primera necesidad, objetos de regalo y alquiler de apartamentos de temporada; una residencia de ancianos, panadería, y en fin, todo lo imprescindible para hacer frente a la vida de manera muy distinta a como lo fue antes.
            El turismo puede y debe ser una salida para que varios de estos pueblos puedan soportar el acusado tirón a los que le someten las nuevas maneras de vivir; y los trabajos del campo, especialmente la ganadería, encuentren, como así se está haciendo, el debido acoplamiento a los nuevos sistemas, con maquinaria e instalaciones adecuadas.
            Durante los meses de invierno el número de habitantes en Cantalojas tal vez no llegue a completar el centenar, cantidad que se duplica en los fines de semana y se llega a multiplicar por cuatro, o tal vez más, durante los meses de verano. La afluencia de turistas amantes de la naturaleza, aunque en cantidades exiguas no cesa, incluso durante los meses de invierno; fenómeno que se advierte ir en aumento de año en año, a pesar de la comprometida situación socioeconómica que estamos atravesando, francamente grave, y que afecta a unos más que a otros en todos los sectores del país.

Su famosa feria de ganado
            El próximo día 12 se celebrará en Cantalojas su tradicional feria de ganado, una de las más antiguas y de las más conocidas en todas estas provincias castellanas de la región Centro, que después de haber desaparecido durante las dos últimas décadas del siglo XX, volvió a renacer años después con un notable aumento en su popularidad. La que antes había sido una feria de compraventa de ganado, ha pasado a ser una a manera de exposición de los mejores ejemplares de ovino y vacuno casi de manera exclusiva, pertenecientes a las cabañas de algunos ganaderos locales y de los pueblos limítrofes, con premios de la Diputación Provincial a los propietarios de las mejores reses. Se trata de una jornada eminentemente festiva, con abundancia de puestos de feria en los que se vende de todo, especialmente de productos derivados del campo y del costumbrismo rural de toda la comarca serrana de ambas Castillas, y en la que el número de asistentes se suele contar por varios centenares y los vehículos ocupan todas las calles y los alrededores del pueblo. Este año, también por gentileza de la Institución Provincial, los asistentes se encontrarán con la sorpresa de una carretera nueva de llegada al pueblo, ancha, perfecta, como nunca se llegó a soñar. 


            Los campos del entorno se encuentran secos a consecuencia de la obstinada sequía que desde hace meses vino sufriendo la comarca. La falta de lluvia, y siempre a la espera de que el tiempo atmosférico se corrija en breve, nos va a privar un año más de las deliciosas setas de cardo, de los boletus, y de los níscalos (méculas les dicen en estos pueblos) que en temporadas precedentes se dieron en abundancia. Los coches particulares y los autobuses de los excursionistas al Hayedo durante estas fechas, son un chorreo continuo, procedentes de toda Guadalajara y del resto de las provincias de nuestra comunidad autónoma.
            Primeros días del mes de octubre. La fuerza del sol ha pedido aquella intensidad de uno de los veranos más calurosos de los último treinta o cuarenta años. Pudiera ser éste, amigo lector, el momento oportuno para conocer uno de los mejores pueblos de la Transierra castellana, si es que todavía no lo conoces, en donde la gente vive en paz, la naturaleza sigue siendo una provocación a pesar de los pesares, y el medio natural se nos ofrece gratuito, fantástico, al que tan sólo se le da su verdadero valor cuando se vive lejos de él.                    

viernes, 21 de septiembre de 2012

EN SIGÜENZA A CUERPO DE REY


                                          
            Unas fotografías del Castillo tomadas allá por los años sesenta, parte del tesoro fotográfico del archivo Mas, que reproduce en blanco y negro una antigua guía de turismo, me llevaron, muy de pasada, a visitar de nuevo el parador de Sigüenza. Parece increíble. Piedra y cascotes, torreones y murallas desgranados, desidia y desolación sobre la señera colina de Sigüenza, ha vuelto a ser lo que fue, o quizá más de lo que fue, por obra y gracia del sentido común y de la invio­lable filosofía del reciclaje, de que si no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor, sí que el legado de los siglos quedó ahí para algo, y que en tiempos de discordia o de concordia la obra de los hombres tiene tanto que aprovechar.
            Los trabajos de restuaración del ruinoso Castillo de Sigüenza, según la guía de turismo a la que antes me referí, es más un deseo que un proyecto factible a corto plazo. Lo escribe un maestro de la literatura especializada, Cayetano Enríquez de Salamanca, y dice así: "Ha sido declarado Monumen­to Nacional y parece que va a ser salvado de la ruina total provocada por la desidia, más devastadora que las huestes guerreras, para ser dedicado parcialmente a Parador Nacional de turismo, previa su restauración."
            El rumor dejó de serlo por fortuna, y en cuatro años no completos, de 1972 a 1976, el solar en ruinas del histórico Castillo de Sigüenza se tornó en edificio magnífico, ejemplar, auténtica muestra de la arquitectura guerrera castellana de la Baja Edad Media, convertido a impulsos del tiempo a algo muy distinto en sus fines a lo que antes fue, en un Parador Nacio­nal de Turismo modélico, completo, inmenso, equipado debida­mente, en medio de una comarca ideal para cumplir con su nuevo cometido, y por situación al alcance de varias de las más importantes ciudades españolas, entre las que se cuenta Madrid la capital del Estado, cuya distancia hasta Sigüenza por carretera o por ferrocarril podría cubrirse en poco más de una hora con los modernos medios.
            No es intención de quien esto escribe hacer un repaso histórico de lo que la colina seguntina pudo ser desde las civilizaciones que muchos siglos atrás la tomaron como asien­to, no. Tampoco de la fortaleza en sí como producto del tiempo y de la Historia. Nos basta saber que en su concepción actual tuvo origen por la primera mitad del siglo XII, que se comple­tó tres siglos después, y que en una de las torres fue reclui­da por su propio marido el rey Pedro I, el Cruel o el Justi­ciero, doña Blanca de Borbón. De la capacidad de su patio de armas, hoy convertido en hermoso jardín, nos da idea el dato que refleja la Historia, según el cuál el Cardenal Mendoza llegó a concentrar dentro de él en alguna ocasión hasta 1000 infantes y 400 caballos. Hablamos de cinco siglos atrás. Sobre todo ello hay que dar paso a la constancia histórica, a la suposición y a la leyenda, todo un ingrediente imprescindible para sacar el verdadero jugo de la época a este tipo de edifi­cios en la vida actual.
            El Castillo-Parador de Sigüenza con las torres parejas de la Catedral es la verdadera enseña de la ciudad. Ambos edifi­cios se encargan, ya en la distancia, de poner en situación al individuo antes de pisar sus calles. Luego, una vez allí, la verdad de cada cosa, el ambiente medieval, renacentista y barroco, de sus barrios más representativos, se encargará de llenar de contenido el ánimo del recién llegado, de dejarle impresa al cabo de unas horas la sensación de haberse dado de bruces con una ciudad distinta, con un reducto de la Historia que lo llena todo.

            Acabamos de llegar a la ancha explanada de piedra en la que paran los automóviles, al pie de las dos torres que en el siglo XIV mandó levantar el obispo Girón de Cisneros. Sendas banderas se alzan por encima de las almenas en cada una de ellas. Más adelante el cuidado jardín, el pozo castillero de viejo brocal, la fuente surtidor en el patio de armas. Hay algunas personas sentadas junto a las mesas colocadas a lo largo del muro. La recepción, al otro lado de las puertas de cristal, queda en la primera estancia como protegida por cuatro columnas de piedra. Y a partir de allí los diferentes salones nobles del castillo dedicados a los más diversos menesteres: Salón del Trono, salón de Doña Blanca, salón Cardenal Mendoza, salón Cardenal Cisneros, salón restaurante, bar..., y en las plantas superiores las ochenta o más habita­ciones de las que dispone el parador, dispuestas a recibir a quienes precisen de su servicio.
            En la segunda planta, disimulada al cabo de un pasillo de considerable longitud que lleva a las habitaciones, hay un pasadizo estrecho, tan estrecho que el paso a través de él está reservado a personas cuyo grosor no sobrepase, digamos, los límites de lo ordinario. El estrecho pasadizo da a la capilla de la fortaleza. Aunque restaurada en su totalidad, la capilla mantiene la estructura de su origen tardorrománico del siglo XIII, y alcanza a verse al completo desde la altura, en visión cenital de perfecto dominio sobre toda ella. Es ese uno de los rincones más auténticos y entrañables del Parador. Los más lujosos, en cambio, podrían ser las habitaciones con cama bajo dosel, al uso de los grandes señores de la época, donde estar y sentirse "a cuerpo de rey", como muy bien se anuncia el Parador en uno de los folletos explicativos.

(En las fotos: Aspecto actual del patio del castillo, y su estado después de la Guerra Civil)

lunes, 10 de septiembre de 2012

PAISAJE, HISTORIA Y COSTUMBRES DE LA BAJA ALCARRIA


           
 Estamos en una de las comarcas más singulares de toda la geografía regional. Los pequeños pueblos deshabitados como Torronteras, Hontanillas y Villaescusa de Palositos, son el contrapunto con otros focos de población situados en las inmediaciones de la Central de Trillo, cuya presencia trajo a las áridas tierras alcarreñas a gentes y familias de otros rincones de España.
            De no haber sido por el azul de las aguas de sus embalses, encadenados en los cauces del Tajo y del Guadiela: Entrepeñas, Buendía, Bolarque, que ponen su nota coloristas y veraniega delante de los ojos, casi nos atreveríamos a habla de la Alcarria Baja como de una comarca semidesierta, pasto del sol impío en esta Castilla reseca, donde por todo contar las abejas liban en los abrigos y en las ásperas vertientes de las colinas, repta el lagarto, y se crían sin control la maraña, el rebollo y el carrasquillo, al amparo de su propio infortunio.
            Pero no es así, o por lo menos no es todo así. Estas tierras, con mayor o menor fortuna, robaron a la naturaleza y a los siglos una serie de encantos, muchos de ellos insólitos, que arrastran al visitante delicado y al estudioso haciéndoles volver e interesarse por ellas.
            Pocas comarcas naturales de nuestro suelo han sido apetencia de tantos investigadores de la Historia, arqueólogos, artistas de la pluma y del color, como lo es la Alcarria; atraídos muchos de ellos por su pasado, de cuya autenticidad es testimonio el hacha de piedra, la leyenda, la insignia en piedra antigua de familias hidalgas que nacieron y que vivieron por aquí, el arco románico, la cueva horadada o el mosaico de tiempo de los césares, y de los que por razones de espacio nos habremos de ocupar a partir de aquí más o menos someramente.

Monsalud, Alcocer y la Giralda de Escamilla.
Ruinas y más ruinas, memorial de pretéritas maneras de hilar la vida de los pueblos, el Monasterio de Monsalud, como a medio camino entre Sacedón y Alcocer, es reliquia más de siete veces centenaria de uno de los focos en donde la religiosidad y la cultura castellana debieron de florecer con un resplandor mayor.
            Las aportaciones oficiales intentaron durante algunos años salir al paso de la penuria y de la desolación que, en no más de un siglo, consiguieron acabar con uno de los más importantes monasterios cistercienses que desde el siglo XII habían empezado a extenderse por los campos de Castilla. La Alcarria tuvo dos de estos importantes cenobios medievales, a saber: el de Monsalud, cuyo despojo medianamente sostenido al que nos acabamos de referir, vale la pena conocer; y el de Óvila, a la vera del Tajo en tierras de Trillo; aquel que en el año 1030 se fue desmoronando piedra a piedra, con el fin de ser replantado en los Estados Unidos; propósito que no se llegó a cumplir porque la Guerra Civil se puso por medio, y sus venerables sillares se vieron esparcidos por calzadas y por jardines de América y de la propia España.
            El monasterio de Monsalud, que había contado con la protección de Alfonso VIII de Castilla. Terminó su periodo de esplendor a finales del siglo XIII con más de cien monjes bernardos que dedicaron sus vidas a la oración y al trabajo en este lugar de la Alcarria, con la presencia siempre en la memoria de su primer abad, Fortún Donato, discípulo de San Bernardo, a quien sucedieron durante más de un siglo otros abades de origen francés y centroeuropeo.
            La monumental iglesia del siglo XIII, anuncio del inminente arte ojival que ya se había empezado a extender por Europa; su sala capitular gótica, y el claustro del XVI con marcadas afecciones renacentistas, son la complacencia del sorprendido viajero que al llegar a Monsalud suspira por otra joya más que nunca se debió dejar que se perdiera.
            Estrella y meca de añosas devociones populares lo fue la venerada imagen de Nuestra Señora de Monsalud, abogada contra la rabia, la melancolía y el mal del corazón, en torno a la cuál se han contado y escrito leyendas la mar de sugestivas.

De fiestas, usos y costumbres
            Y más allá Alcocer, otra perla olvidada del pasado, a quien lamen los pies en permanente fricción las aguas del pantano de Buendía. Se discute si es éste o aquel otro ya desparecido del valle del Jalón el Alcocer que cuenta en la vida y en la muerte de Rodrigo de Vivar. Hace muchos años se dejó perder de su acervo costumbrista una tradición de siglos, La fiesta de las Mayordomas, vuelta a recuperar con nuevos brios en un esfuerzo por parte de todos, hecho con resultado feliz en el que algo tuve que ver, creo que bastante. Mujeres ataviadas con trajes de época, espejos, medallas, y llamativas cintas de colores, en memoria de aquellas otras que según la tradición burlaron a las huestes musulmanas que seguían por tierras de Castilla los restos del Campeador, desde Levante a su definitiva morada burgalesa en donde se guardan.
            Allí, en la antigua villa que fuera cabecera de la Hoya del Infantado, queda el recuerdo de su primera señora, bellísima dicen, y amante de reyes, doña Mayor Guillén, recluida en Alcocer a petición propia hasta el día de su fallecimiento en 1267. El principal monumento de Alcocer es su iglesia parroquial, de gótica  hechura, con detalles románicos, góticos y renacentistas, que la convierten en un verdadero muestrario de las más notables corrientes arquitectónicas del pasado. Aparte de su singular campanario, es un detalle insólito que la iglesia cuente asimismo con una girola catedralicia tras el presbiterio.

    Muy cerca de Alcocer queda la villa de Millana, notable por sus recias casonas nobiliarias de tiempo de los calatravos, su monumental escudo heráldico de la familia Astudillo, y el tambor románico de la portada de su iglesia. Y Escamilla, rincón mesetario de trigos y encinares, que absorbe el interés de quienes lo visitan atraídos por el alarde neoclásico del campanario de la torre. Cuatro cuerpos se suceden en vanos, cornisas, balaustradas y otras filigranas de piedra, para concluir sobre lo más alto con su famosa Giralda, original en madera de corazón de sabina, que un rayo destrozó, y que ha sido sustituida, creo que con poca fortuna, por una figurilla bailarina de metal que brilla con el sol. Entre la Giralda de Escamilla y el también malogrado Mambrú de Arbeteta, corren en el decir de las gentes de la comarca enternecedoras historias de amor.
            El término municipal de El Recuenco se interna a manera de dentellón en la provincia de Cuenca. Su extensa vega corre pueblo abajo dejando en retaguardia los voluminosos peñascos de caliza que dan nombre a esta villa rayana.
            El Recuenco cuenta en su particular historia con la página, siempre recordada, de sus desaparecidos hornos de vidrio, elegante menaje palaciego de cristal moldeado en diversidad de tonos, del que todavía se conservan algunos ejemplares en salones que ahora visitan los turistas y que son, dicen, piezas únicas de considerable valor, tanto artístico como testimonial.
            Y nos vamos a quedar aquí en esta primera salida. Continuaremos la semana próxima colándonos por pasillos serranos, con sabor a Alcarria, para situarnos de nuevo en esta tierra sin par, y emprender una nueva ruta. La Alcarria de Guadalajara en su conjunto ocupa la mitad aproximadamente de la superficie total de la provincia. Una tierra que todo el mundo ha oído decir, sobre todo por la obra de Cela que la inmortalizó y la extendió por los cinco continentes; pero que todavía, como escribió nuestro Nobel, sigue siendo, aunque no tanto como en su tiempo, “un hermoso país al que a la gente no le da la gana ir”, por lo menos en la medida de sus merecimientos.

(En las fotografías: Una calle de Alcocer; El campanario de La Giralda de Escamilla; y la La Plaza Mayor de Millana)