Unas fotografías del
Castillo tomadas allá por los años sesenta, parte del tesoro fotográfico del
archivo Mas, que reproduce en blanco y negro una antigua guía de turismo, me
llevaron, muy de pasada, a visitar de nuevo el parador de Sigüenza. Parece
increíble. Piedra y cascotes, torreones y murallas desgranados, desidia y
desolación sobre la señera colina de Sigüenza, ha vuelto a ser lo que fue, o
quizá más de lo que fue, por obra y gracia del sentido común y de la inviolable
filosofía del reciclaje, de que si no siempre cualquier tiempo pasado fue
mejor, sí que el legado de los siglos quedó ahí para algo, y que en tiempos de
discordia o de concordia la obra de los hombres tiene tanto que aprovechar.
Los trabajos de
restuaración del ruinoso Castillo de Sigüenza, según la guía de turismo a la
que antes me referí, es más un deseo que un proyecto factible a corto plazo. Lo
escribe un maestro de la literatura especializada, Cayetano Enríquez de
Salamanca, y dice así: "Ha sido declarado Monumento Nacional y parece que
va a ser salvado de la ruina total provocada por la desidia, más devastadora
que las huestes guerreras, para ser dedicado parcialmente a Parador Nacional de
turismo, previa su restauración."
El rumor dejó de
serlo por fortuna, y en cuatro años no completos, de 1972 a 1976, el solar en
ruinas del histórico Castillo de Sigüenza se tornó en edificio magnífico,
ejemplar, auténtica muestra de la arquitectura guerrera castellana de la Baja
Edad Media, convertido a impulsos del tiempo a algo muy distinto en sus fines a
lo que antes fue, en un Parador Nacional de Turismo modélico, completo,
inmenso, equipado debidamente, en medio de una comarca ideal para cumplir con
su nuevo cometido, y por situación al alcance de varias de las más importantes
ciudades españolas, entre las que se cuenta Madrid la capital del Estado, cuya
distancia hasta Sigüenza por carretera o por ferrocarril podría cubrirse en
poco más de una hora con los modernos medios.
No es intención de
quien esto escribe hacer un repaso histórico de lo que la colina seguntina pudo
ser desde las civilizaciones que muchos siglos atrás la tomaron como asiento,
no. Tampoco de la fortaleza en sí como producto del tiempo y de la Historia.
Nos basta saber que en su concepción actual tuvo origen por la primera mitad
del siglo XII, que se completó tres siglos después, y que en una de las torres
fue recluida por su propio marido el rey Pedro I, el Cruel o el Justiciero,
doña Blanca de Borbón. De la capacidad de su patio de armas, hoy convertido en
hermoso jardín, nos da idea el dato que refleja la Historia, según el cuál el
Cardenal Mendoza llegó a concentrar dentro de él en alguna ocasión hasta 1000
infantes y 400 caballos. Hablamos de cinco siglos atrás. Sobre todo ello hay
que dar paso a la constancia histórica, a la suposición y a la leyenda, todo un
ingrediente imprescindible para sacar el verdadero jugo de la época a este tipo
de edificios en la vida actual.
El Castillo-Parador
de Sigüenza con las torres parejas de la Catedral es la verdadera enseña de la
ciudad. Ambos edificios se encargan, ya en la distancia, de poner en situación
al individuo antes de pisar sus calles. Luego, una vez allí, la verdad de cada
cosa, el ambiente medieval, renacentista y barroco, de sus barrios más
representativos, se encargará de llenar de contenido el ánimo del recién
llegado, de dejarle impresa al cabo de unas horas la sensación de haberse dado
de bruces con una ciudad distinta, con un reducto de la Historia que lo llena
todo.
Acabamos de llegar a
la ancha explanada de piedra en la que paran los automóviles, al pie de las dos
torres que en el siglo XIV mandó levantar el obispo Girón de Cisneros. Sendas
banderas se alzan por encima de las almenas en cada una de ellas. Más adelante
el cuidado jardín, el pozo castillero de viejo brocal, la fuente surtidor en el
patio de armas. Hay algunas personas sentadas junto a las mesas colocadas a lo
largo del muro. La recepción, al otro lado de las puertas de cristal, queda en
la primera estancia como protegida por cuatro columnas de piedra. Y a partir de
allí los diferentes salones nobles del castillo dedicados a los más diversos
menesteres: Salón del Trono, salón de Doña Blanca, salón Cardenal Mendoza,
salón Cardenal Cisneros, salón restaurante, bar..., y en las plantas superiores
las ochenta o más habitaciones de las que dispone el parador, dispuestas a
recibir a quienes precisen de su servicio.
En la segunda planta,
disimulada al cabo de un pasillo de considerable longitud que lleva a las
habitaciones, hay un pasadizo estrecho, tan estrecho que el paso a través de él
está reservado a personas cuyo grosor no sobrepase, digamos, los límites de lo
ordinario. El estrecho pasadizo da a la capilla de la fortaleza. Aunque
restaurada en su totalidad, la capilla mantiene la estructura de su origen
tardorrománico del siglo XIII, y alcanza a verse al completo desde la altura,
en visión cenital de perfecto dominio sobre toda ella. Es ese uno de los
rincones más auténticos y entrañables del Parador. Los más lujosos, en cambio,
podrían ser las habitaciones con cama bajo dosel, al uso de los grandes señores
de la época, donde estar y sentirse "a cuerpo de rey", como muy bien
se anuncia el Parador en uno de los folletos explicativos.
(En las fotos: Aspecto actual del patio del castillo, y su estado después de la Guerra Civil)
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