Estamos en
una de las comarcas más singulares de toda la geografía regional. Los pequeños
pueblos deshabitados como Torronteras, Hontanillas y Villaescusa de Palositos,
son el contrapunto con otros focos de población situados en las inmediaciones
de la Central de Trillo, cuya presencia trajo a las áridas tierras alcarreñas a
gentes y familias de otros rincones de España.
De no haber
sido por el azul de las aguas de sus embalses, encadenados en los cauces del
Tajo y del Guadiela: Entrepeñas, Buendía, Bolarque, que ponen su nota
coloristas y veraniega delante de los ojos, casi nos atreveríamos a habla de la
Alcarria Baja como de una comarca semidesierta, pasto del sol impío en esta
Castilla reseca, donde por todo contar las abejas liban en los abrigos y en las
ásperas vertientes de las colinas, repta el lagarto, y se crían sin control la
maraña, el rebollo y el carrasquillo, al amparo de su propio infortunio.
Pero no es
así, o por lo menos no es todo así. Estas tierras, con mayor o menor fortuna,
robaron a la naturaleza y a los siglos una serie de encantos, muchos de ellos
insólitos, que arrastran al visitante delicado y al estudioso haciéndoles
volver e interesarse por ellas.
Pocas
comarcas naturales de nuestro suelo han sido apetencia de tantos investigadores
de la Historia, arqueólogos, artistas de la pluma y del color, como lo es la
Alcarria; atraídos muchos de ellos por su pasado, de cuya autenticidad es
testimonio el hacha de piedra, la leyenda, la insignia en piedra antigua de
familias hidalgas que nacieron y que vivieron por aquí, el arco románico, la
cueva horadada o el mosaico de tiempo de los césares, y de los que por razones
de espacio nos habremos de ocupar a partir de aquí más o menos someramente.
Monsalud, Alcocer y
la Giralda de Escamilla.
Ruinas y más ruinas, memorial de pretéritas maneras de hilar
la vida de los pueblos, el Monasterio de Monsalud, como a medio camino entre
Sacedón y Alcocer, es reliquia más de siete veces centenaria de uno de los
focos en donde la religiosidad y la cultura castellana debieron de florecer con
un resplandor mayor.
Las
aportaciones oficiales intentaron durante algunos años salir al paso de la
penuria y de la desolación que, en no más de un siglo, consiguieron acabar con
uno de los más importantes monasterios cistercienses que desde el siglo XII
habían empezado a extenderse por los campos de Castilla. La Alcarria tuvo dos
de estos importantes cenobios medievales, a saber: el de Monsalud, cuyo despojo
medianamente sostenido al que nos acabamos de referir, vale la pena conocer; y
el de Óvila, a la vera del Tajo en tierras de Trillo; aquel que en el año 1030
se fue desmoronando piedra a piedra, con el fin de ser replantado en los
Estados Unidos; propósito que no se llegó a cumplir porque la Guerra Civil se
puso por medio, y sus venerables sillares se vieron esparcidos por calzadas y
por jardines de América y de la propia España.
El
monasterio de Monsalud, que había contado con la protección de Alfonso VIII de
Castilla. Terminó su periodo de esplendor a finales del siglo XIII con más de
cien monjes bernardos que dedicaron sus vidas a la oración y al trabajo en este
lugar de la Alcarria, con la presencia siempre en la memoria de su primer abad,
Fortún Donato, discípulo de San Bernardo, a quien sucedieron durante más de un
siglo otros abades de origen francés y centroeuropeo.
La
monumental iglesia del siglo XIII, anuncio del inminente arte ojival que ya se
había empezado a extender por Europa; su sala capitular gótica, y el claustro
del XVI con marcadas afecciones renacentistas, son la complacencia del
sorprendido viajero que al llegar a Monsalud suspira por otra joya más que
nunca se debió dejar que se perdiera.
Estrella y
meca de añosas devociones populares lo fue la venerada imagen de Nuestra Señora de Monsalud, abogada
contra la rabia, la melancolía y el mal del corazón, en torno a la cuál se han
contado y escrito leyendas la mar de sugestivas.
De fiestas, usos y
costumbres
Y más allá
Alcocer, otra perla olvidada del pasado, a quien lamen los pies en permanente
fricción las aguas del pantano de Buendía. Se discute si es éste o aquel otro
ya desparecido del valle del Jalón el Alcocer que cuenta en la vida y en la
muerte de Rodrigo de Vivar. Hace muchos años se dejó perder de su acervo
costumbrista una tradición de siglos, La
fiesta de las Mayordomas, vuelta a recuperar con nuevos brios en un
esfuerzo por parte de todos, hecho con resultado feliz en el que algo tuve que
ver, creo que bastante. Mujeres ataviadas con trajes de época, espejos,
medallas, y llamativas cintas de colores, en memoria de aquellas otras que
según la tradición burlaron a las huestes musulmanas que seguían por tierras de
Castilla los restos del Campeador, desde Levante a su definitiva morada
burgalesa en donde se guardan.
Allí, en la
antigua villa que fuera cabecera de la Hoya del Infantado, queda el recuerdo de
su primera señora, bellísima dicen, y amante de reyes, doña Mayor Guillén,
recluida en Alcocer a petición propia hasta el día de su fallecimiento en 1267.
El principal monumento de Alcocer es su iglesia parroquial, de gótica hechura, con detalles románicos, góticos y
renacentistas, que la convierten en un verdadero muestrario de las más notables
corrientes arquitectónicas del pasado. Aparte de su singular campanario, es un
detalle insólito que la iglesia cuente asimismo con una girola catedralicia
tras el presbiterio.
Muy cerca
de Alcocer queda la villa de Millana, notable por sus recias casonas
nobiliarias de tiempo de los calatravos, su monumental escudo heráldico de la
familia Astudillo, y el tambor románico de la portada de su iglesia. Y
Escamilla, rincón mesetario de trigos y encinares, que absorbe el interés de
quienes lo visitan atraídos por el alarde neoclásico del campanario de la
torre. Cuatro cuerpos se suceden en vanos, cornisas, balaustradas y otras
filigranas de piedra, para concluir sobre lo más alto con su famosa Giralda, original en madera de corazón
de sabina, que un rayo destrozó, y que ha sido sustituida, creo que con poca
fortuna, por una figurilla bailarina de metal que brilla con el sol. Entre la Giralda de Escamilla y el también
malogrado Mambrú de Arbeteta, corren
en el decir de las gentes de la comarca enternecedoras historias de amor.
El término
municipal de El Recuenco se interna a manera de dentellón en la provincia de
Cuenca. Su extensa vega corre pueblo abajo dejando en retaguardia los
voluminosos peñascos de caliza que dan nombre a esta villa rayana.
El Recuenco
cuenta en su particular historia con la página, siempre recordada, de sus
desaparecidos hornos de vidrio, elegante menaje palaciego de cristal moldeado
en diversidad de tonos, del que todavía se conservan algunos ejemplares en
salones que ahora visitan los turistas y que son, dicen, piezas únicas de
considerable valor, tanto artístico como testimonial.
Y nos vamos
a quedar aquí en esta primera salida. Continuaremos la semana próxima
colándonos por pasillos serranos, con sabor a Alcarria, para situarnos de nuevo
en esta tierra sin par, y emprender una nueva ruta. La Alcarria de Guadalajara
en su conjunto ocupa la mitad aproximadamente de la superficie total de la
provincia. Una tierra que todo el mundo ha oído decir, sobre todo por la obra
de Cela que la inmortalizó y la extendió por los cinco continentes; pero que
todavía, como escribió nuestro Nobel, sigue siendo, aunque no tanto como en su
tiempo, “un hermoso país al que a la gente no le da la gana ir”, por lo menos
en la medida de sus merecimientos.
(En las fotografías: Una calle de Alcocer; El campanario de La Giralda de Escamilla; y la La Plaza Mayor de Millana)
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