jueves, 29 de septiembre de 2016

EN EL PRIMER CENTENARIO DE ANTONIO BUERO VALLEJO



         Hoy, y no ayer ni el pasado lunes, como he llegado a escuchar en algunos medios de información recientemente, se cumplen cien años del nacimiento en Guadalajara de don Antonio Buero Vallejo, el mejor dramaturgo en lengua castellana de todo el siglo XX. De su importancia como autor lo dejo a la libre opinión de quien leyere. “Historia de una escalera”, “Las Meninas”, “El Tragaluz”, “En la ardiente oscuridad”, “El concierto de San Ovidio”, entre las que he visto representar o he leído, me autorizan sobradamente a juzgar a nuestro personaje, y a celebrar con él que dejase a un lado los pinceles -pues quiso ser pintor, y no dudo que se hubiese abierto camino- y decidirse por la pluma definitivamente y por los folios de papel blanco, para dar salida a su excepcional condición de hombre de letras, como por fortuna para todos, así fue.
         He sido un admirador incondicional de la obra de Antonio Buero Vallejo, también de su persona desde el día que tuve ocasión de conocerlo, de escucharlo y de hablar con él; momento que volvió a repetirse algunas veces más, en dos de ellas con motivos muy concretos a los que me voy a referir; momentos de esparcimiento, que son los que nos permiten conocer más de cerca y con mayor profundidad a las personas.
         Me refiero en primer lugar a una multitudinaria cena de “Populares de Nueva Alcarria”, en la que me correspondió estar muy cerca de él y poder escucharle. Otra, años después en la desaparecida Casa de Guadalajara, en la madrileña plaza de Santa Ana, con motivo de la imposición a ambos de la insignia oficial de la Casa, el “Melero de plata”, en el mismo acto. Un encuentro de carácter familiar, donde en petit comité (cinco personas tan sólo) compartimos, tras el acto público, mesa y mantel, con prolongada tertulia hasta muy altas horas de la noche. Éramos el propio Sr. Buero, el poeta Ramón de Garciasol, el presidente de la Casa, José Ramón Pérez Acevedo, otro directivo de la misma cuyo nombre no recuerdo, y un servidor. Don Antonio Buero Vallejo y su coetáneo y amigo don Miguel Alonso Calvo, que fue el verdadero nombre del ilustre poeta campiñés, se lo pasaron en grande contando historias y viejos recuerdos de su niñez en Guadalajara, que por tratarse de ellos son parte de la historia de la ciudad.
         Ha pasado el tiempo, y ahora, con motivo del primer centenario de su nacimiento, me he recreado en sacar de la memoria aquellos momentos, revisar sus cartas manuscritas, que un día me pidió su biógrafo Mariano de Paco y que, con permiso de su autor, ofrecí algunas de ellas en fotocopia. Hoy me he puesto a escribir este par de cuartillas en su memoria; jamás tendré mejor ocasión.
         La fotografía de Mariano Viejo que ilustra este trabajo es de la ya referida noche de los “Populares”. Con  don Antonio Buero compartían mesa el general de división don Félix Alcalá Galiano y señora, una mujer joven acompañante de uno de los políticos de altura que asistieron al acto, el periodista, felizmente  todavía con nosotros, Luis Monje Ciruelo, y el que esto escribe llevando en la mano el típico porroncillo de aguardiente alcarreño; todos con veinte años menos.

         Cuando nuestro hombre cumplió los ochenta le dediqué mi reportaje de “Nueva Alcarria” de aquella semana que titulé “Felices ochenta, don Antonio”. Conservo su amable carta de gratitud. Ahora, nuestro famoso autor no cuenta entre nosotros, sí entre los grandes nombres de la Literatura Española para siempre; pero como en aquella otra ocasión, con este escrito que ya termina, le envío mi más sincero y sentido recuerdo. ¡Felicidades, don Antonio!