sábado, 26 de mayo de 2012

LA RADIO DE LOS AÑOS 50-60

                          
            Apenas cruzar la meta, el corredor de fondo se detiene jadeante y vuelve la vista atrás. Es el momento para que tú y yo, amigo lector, volvamos también la vista atrás luego de comprobar cómo pasaron a toda prisa las décadas del siglo XX que nos tocó vivir. En mi memoria aparece como una nebulosa la de los años cincuenta, la década en la que fui niño, que había de influir en el hombre que vino después de manera decisiva. Aquellos fueron los años en los que se tejió el cañamazo sobre el que, pasado el tiempo, había de asentar el hilo de mis ilusiones, de infancia primero y de adolescencia después. Como uno más de los chiquillos que por entonces acudían a diario a la escuela en un pueblo de agriculto­res, no tuve otro contacto con el ancho mundo que aquel que, gratuitamente en cada sobremesa y en cada noche, nos ofrecía el Telefunken que compró mi padre: con ojo mágico y todo, como el de don Eusebio, el médico, que era el mejor aparato que había en el pueblo.
            Pero entremos en materia aunque sólo sea como homenaje de gratitud hacia un medio que lo fue todo en nuestro país durante medio siglo, y que, después de atravesar dos décadas gloriosas, (del 45 al 65) se encontró con el más temible de sus adversarios: la televisión; escollo que consiguió salvar haciendo donación de una buena parte de su cometido, y ahí está de nuevo, acomodada en su parcela, como la televisión lo está en la suya y la prensa escrita en la que le corresponde, según las posibili­dades -similares y distintas- de uno y otro medio.
            La imagen, viva y bullidora aún en los rinconcillos de la mente, perdura muchos años después. Las cinco de la tarde. Los escolares, entre carreras, saltos y gritos, salen de la escuela. Cada grupo de chiquillos escapa por la esquina de la plaza que le lleva a su barrio. Las calles están vacías. Algún anciano dormitea al sol sentado en su sillón de mimbre, junto al perro que duerme estirado sobre la acera. Las mujeres, todas las mujeres, están recogidas al lado del receptor escuchando "Lo que nunca muere"; luego "Un arrabal junto al cielo"; pasado el tiempo "Ama Rosa" de Sautier Casaseca, que mereció subir al cine con Imperio Argentina como protagonista. "Dos hombres buenos" de José Mallorquí, también paralizaría años después las calles de España. Pedro Pablo Ayuso, Matilde Conesa, Eduardo Lacueva, Juanita Ginzo, Matilde Vilariño y algunos más, ponían la voz, y el resto de las mujeres de España la emoción y, a ratos, las lágrimas cada tarde. El comentario con las vecinas vendría a la mañana siguiente, con la radio como fondo anunciando el Colacao, el DDT Chas, los tintes Iberia o el Servetinal, entre "El emigrante" de Valderrama y las "Coplas de picadillo" de Carmen Morell y Pepe Blanco.
            Los sábados por la noche se repite el mismo fenómeno de la escucha masiva; eran programas de radio que entretenían y ponían en tensión a millones de españoles: "Fiesta en el aire" primero, y "Cabalgata fin de semana" después, con canciones en directo, concursos que se hicieron famosos, desfile de humoristas, cuñas publicitarias que llegaron a conseguir entre la gente una popularidad increíble...; y dos voces maestras entre otras muchas: la de Bobby Deglané, un chileno que consiguió con su nuevo estilo revolucionar las maneras de hacer radio, y la de José Luis Pécker, la más señorial, elegante y sonora, de todos los profesionales que por entonces viajaron por las ondas.
            No existían los aparatos portátiles en aquel tiempo, lo que obligaba al público oyente a quedarse en casa para escuchar las radio; y así, se echaban horas y horas de asueto los domingos por la tarde a escuchar las retransmisiones deportivas de Matías Prats y de Enrique Mariñas, desde los distintos campos de fútbol de primera división, o las mañanas de Radio Nacional con los programas religiosos del padre Venancio Marcos, que solían encontrar su punto álgido en las conferencias cuaresmales de Fray Antonio Royo Marín, desde la basílica de Atocha, una emisión que consiguió se instalaran aparatos de radio en algunas iglesias, para que los fieles que en su casa no tuviesen receptor, la pudieran seguir desde los fríos bancos de la parroquia.
            Poco después un programa benéfico, dirigido y presentado por Alberto Oliveras, entró con fuerza desde los micrófonos de Radio Madrid a los hogares de toda España. Se trataba de "Ustedes son formidables", que con el aliciente de algunos compases del Nuevo Mundo de Dvorak como sintonía, y la voz tocadora de conciencias de su presentador, conseguía casi todas las semanas la solución de un caso apremiante de ayuda al prójimo, con la aportación generosa de los radioyentes. Tengo la satisfacción, grande por cierto, de haber colaborado con él desde Valencia durante varios años.

            Los noticiarios de Radio Nacional de España se transmitían a las dos y media de la tarde y diez de la noche, en conexión con toda la radio española por imposición gubernativa. Las voces de Lope Mateo y David Cubedo, sirvieron durante años y años las noticias de España y del mundo a los millones de oyentes que a diario escuchaban "el parte" en todo el país.
            Ante la sospecha de que las noticias les llegasen filtradas por el tamiz de la censura, hubo españoles que, aun a riesgo de ser descubiertos y señalados como no adictos al régimen, escuchaban en privado las noticias que en lengua española emitían a una hora determinada de la noche algunas emisoras extranjeras, tales como Radio París o la BBC de Londres, que solían ofrecer la misma información que la radio oficial, pero con diferentes matices; no así la más comprometida de las emisiones que llegaban desde fuera a través de Radio España Independiente, estación del Partido Comunista que por aquellos años trasladó su equipo emisor desde Moscú a Bucarest. El régimen procuraba interferir la emisión con ruidos incontrolables, por lo que los adictos a dicha fuente de noticias, tenían que hacer juegos malabares con el mando para poderse enterar de lo que en cada momento dictaba el partido. Una revista de la época comentaba, respecto a la llamada Estación Pirenaica, cómo se afirmó varias veces que el régimen de Franco estaba a punto de caer, y que en alguna ocasión también se dijo que los ferrocarriles de Canarias estaban en huelga, cuando al oyente le constaba que en las islas no había trenes. En fin, detalles curiosos y pintorescos de una España sufrida, diferente, a la que poco a poco se le va dando la vuelta como a un calcetín, y en la que todavía queda tanto por hacer y por mejorar. Confiamos en que la radio actual, hija casi irreconoci­ble de aquella de los años cincuenta, pondrá cuanto esté de su parte para conseguir lo antes posible la España de nuestros sueños.
            - Oiga, señor redactor. Creo que se le ha olvidado algo importante.
            - ¡Ah!, pues puede ser. ¿Qué es ello?
            - Los discos dedicados de Radio Andorra ¿no le parece? Menudas trasnochadas en mi pueblo oyendo la radio cada noche...
            - Tiene usted razón, amigo. Disculpe. Yo era muy pequeño entonces y me solía ir a la cama enseguida; pero quiero recordar aquellas listas interminables de nombres que precedían a la emisión de un disco de la Piquer, de Antonio Molina o de Machín. Creo haber oído que el "Madrecita" de Antonio Machín se sirvió a los oyentes después de casi una hora de dedicatorias, en las que los locutores se tenían que turnar cada diez minutos. Las familias, y a veces el vecindario, se reunían hasta altas horas para escuchar los discos dedicados en las noches de invierno.
            - Ahora la cosa queda mejor ¿No le parece?
            - Sí señor, queda mucho mejor, ya lo creo. Muchas gracias.
            - Las gracias a usted, caballero.
(En las fotografías: Con José Luís Pécker en los olivares de Baeza, año 2006; una radio de los años sesenta, y Con Alberto Oliveras, planeando un programa de Formidables en el año 1971)

jueves, 17 de mayo de 2012

PASTRANA, 23 DE ABRIL DE 1961


            Esa es la fecha en la que el insigne académico y Premio Nacional de Literatura, don Alonso Zamora Vicente, firmó un trabajo magnífico, resultado de un viaje fugaz por la comarca divisoria entre la Alcarria de Madrid y la de Guadalajara, y que tuvo a bien incluir en una de sus obras que titula “Libros, hombres, paisajes”, siendo en el último de esos apartados, en el de paisajes, en el que el lingüista madrileño, fallecido en el año 2006, incluyó el trabajo antes referido, y del que pretendo dar aquí noticia completa si es que el espacio del que dispongo nos da para ello; supongo que sí. Tener tal texto delante de los ojos supuso para mí en su día grata novedad, sobre todo por la personalidad del autor que, como otros muchos, se fijó en la Villa Ducal para rellenar de impresiones algunas cuartillas.

            Como en tantos buenos autores, su prosa es reposada, precisa, magistral, pura escuela del bien hacer en el uso del lenguaje, como corresponde a un erudito de esa media docena, pocos más, de hombres doctos sobre los que suelen descansar los pilares de la Academia Española, palacio y meca de nuestro idioma.

            Loeches y Nuevo Baztán, en tierras de Madrid, ocupan la primera parte del hermoso trabajo del maestro Zamora Vicente. Luego se hace referencia, sólo se nombran, La Olmeda, Fuentenovilla, Escairiche, Hontova, Escopete…«Pueblos diminutos, árboles que abren con pasmo sus yemas, frutales en flor. Los labriegos queman los pastizales viejos para obtener el renuevo y llega hasta el coche el perfume de la retama ardiendo y el crepitar de las varas. Entre mimbreras agudas corre, despacio, el Tajuña. Los caseríos se escalonan por las lomas, trepando de espaldas, y la gente se asoma a los portales, gritando a los chicos palabras inexpresivas.» Una descripción general del terreno, y de todo lo que se ve y se mueve en el terreno, y luego… la Villa de los Duques.
 

Pastrana, 1961

            Pastrana, punto de mira para escritores y estudiosos de todos los tiempos desde que Teresa de Ávila anduvo por allí, podría ser un excelente punto de destino en un día de vacación académica (aniversario de la muerte de Cervantes), para un profesor universitario, residente en Madrid por aquellas fechas, y amante de los escenarios en donde se fraguó la Historia y se dio pie y razón a memorables páginas de la buena literatura. Se deja entrever en el texto del profesor Zamora Vicente, que al considerar en aquella visita la realidad palpable de la vieja villa muchos años después, desfilan por su imaginación personajes de todos conocidos, hechos lejanos que registraron los anales de la villa alcarreña en cada momento, sobre los que pasa un poco como de puntillas, olfateando el alma de Pastrana en cada persona, en cada calle, en cada rincón:

            «Pastrana trepa por la loma desde el borde de un arroyo, zigzagueando los callejones estrechos y empinados, asomándose a respirar hacia el valle por los pretiles de piedra. El viejo palacio ducal, residencia de la princesa de Éboli, está medio arruinado. La fachada noble, italianizante, se abre frente al valle, donde unos pinos adolescentes tienden su pompa al sol derretido del atardecer. Ruido de carros, alguna moto impaciente que sube por la angosta travesía. Grupos de labriegos conversan plácidamente, severo el gesto y acordada la voz, por los ángulos de la plaza».

            Pastrana se rejuvenece en las tardes de abril. Se doran las torres del palacio y las espadañas de los conventos. La villa se envuelve en los tules de vieja señora de la Alcarria, y rocía su piel con la brisa de la media tarde y con los aromas de las huertas que riega el Arlés. Las primeras sombras comienzan a extenderse por las plazas y por los caminos; el sol va dejando, poco a poco, su última luz fogosa sobre el cerro del Calvario; el campo se transparenta; la imagen del Sagrado Corazón recibe de frente los rayos de la tarde, los rayos amarillo limón de las seis en una primavera recién estrenada. Pastrana vive:

            «Las mujeres, enlutadas, sentadas junto a los portales en sillas bajas de enea, charlan, tejen, suspiran, llaman a grandes gritos a los niños que juegan por las esquinas mientras devoran enormes trozos de pan empapados en vino con azúcar. Campanas. Por los cobertizos el sol se corta, rígido, y llena de negra intimidad el interior, con sus altares pequeños de la Virgen de la Soledad o del Cristo de los Azotes. La fuente suena entre las paredes blanqueadas de la plazuela, llenándolo todo con su voz fresca y repetida.»

            La vida de los pueblos en toda Castilla, y su imagen, y los modos de ser y de desenvolverse de quienes viven en ellos, han cambiado mucho, en algunas cosas para binen y en otras no tanto. Pastrana, pongámosla de ejemplo por tratarse de la villa que hoy nos ocupa, quizás no llegue a la mitad de habitantes de los que tuvo hace cincuenta años, más o menos, cuando el profesor Zamora Vicente anduvo por allí. A pesar de todo en el pueblo se vive bien, estrenaron colegio, pavimentaron calles, han restaurado el palacio ducal, cuentan con un instituto de Enseñanza Secundaria que antes no tenían, con una feria apícola de alcance nacional y con algunos bares, restaurantes y hospederías, donde atender a los turistas como es debido. Ha perdido, en cambio, durante ese tiempo, un millar largo de habitantes, el encanto casi total de sus huertas en la vega, y el convento de Padres Franciscanos que se hubo de clausurar por falta de vocaciones. Váyase lo uno por lo otro. Queda, esperemos que sea por mucho tiempo, la esencia, lo inamovible, aquello que ni los años ni las modas le podrán quitar: el alma de Pastrana:

            «La Colegial, donde está enterrada la princesa, surge limpia, recién restaurada, y ofrece al visitante el prodigio de su museo, en el que sobresalen los espléndidos tapices del siglo XV, que representan la conquista de Arcila. Un seminarista joven, sonriente y locuaz, acompaña a los visitantes, haciendo comentarios acertados ante cada objeto del museo. Asombra esta riqueza oculta en el campo de la Alcarria, paños, orfebrería, escultura, pintura, documentos, recuerdos de Santa Teresa y de la princesa de Éboli, cuyas vidas coincidieron fugazmente en este lugar. Prodigio del lugarón castellano, de enrevesado callejero, donde un escudo en un chaflán o encima de una puerta pregona la pasada grandeza. Pueblo del color de la tierra que trepa montaña arriba, cotidiana lección de empeño de vivir.»

            Hasta aquí queda transcrito en letra cursiva y dividido en fragmentos, la totalidad del trabajo que tan reconocido autor dedicó a Pastrana. El artículo, largo fruto de un día intenso de andar y ver por tierras de la Alcarria, lleva como título “Naciente primavera”. Lo encontré hurgando a la casualidad por los modernos medios. Lo ignoraba, no sabía de él, de ahí que sea doble la satisfacción que siento al poder transmitirlo a los lectores, tanto a los pastraneros como a los que no lo son, y que viene a reforzar esa idea que mantengo desde antiguo al considerar que Guadalajara, sus pueblos y sus comarcas, son punto de especial interés para eruditos, artistas, y en general para gentes que saben distinguir lo válido de lo mediocre, lo real de lo aparente. El que tantos hombres del arte y de las letras se lleguen hasta nosotros, incluso a fijar su residencia en esta tierra, también lo demuestra. Lástima que muchos de los que aquí somos no estemos en condiciones de apreciarlo, quizás por aquello de que los árboles no nos dejan ver el bosque.

            En cualquier caso, y por estas fechas que son de asentada primavera, valgan las  palabras del docto escritor fallecido, como aliciente para tirarse al camino, para acercarse a Pastrana y a tantos lugares más: pueblos, campos, paisajes, monumentos, villas históricas de la provincia, fiestas populares y acontecimientos diversos, que son o que tienen lugar en esta Guadalajara tan diferente de lo que antes fue, pero que conserva en el medio rural y en sus históricas villas la esencia del pasado. Esta Guadalajara a la que la gente suele acudir como lugar de reposo durante los meses de verano, y que tal vez sea más considerada por los extraños que por los que vivimos aquí. Os dejo en camino.

jueves, 10 de mayo de 2012

NUEVA NOVELA DE AMBIENTE PROVINCIAL


Coincidiendo con el pórtico de la Feria del Libro, que está teniendo lugar en Guadalajara a partir de hoy y durante todo el fin de semana, en la tarde de ayer se celebró un acto cultural importante en el complejo San José de la Diputación Provincial. Se trata de la presentación de la novela, escrita por Pablo Muñoz López, “El legado del vínculo inglés”, editada por Sekotia, y cuya acción transcurre en su mayor parte en la provincia de Guadalajara, principalmente en la ciudad de Sigüenza y en el pueblo de Torre del Burgo, junto al monasterio de Sopetrán.
            Por la repercusión que ha estado teniendo durante las fechas precedentes en las redes sociales, se preveía una importante asistencia de público, como así fue; pues resultaron insuficiente las sillas de la sala multiusos, haciéndose preciso habilitar algunas más para que pudieran acomodarse las personas que asistieron al acto.
 
           Tras la bienvenida al largo centenar de asistentes por parte de la Diputada Provincial de Cultura, Marta Valdenebros, y la correspondiente intervención del editor de la obra, Humberto Pérez Tomé, me correspondió el turno a mí como presentador del libro, que concluiría con las palabras de su autor, Pablo Muñoz, que como cabía esperar fue largamente aplaudido.

            El legado del vínculo inglés es una obra de creación, perfectamente elaborada pese a la condición de ser la primogénita de su joven autor. Acción, misterio, claridad en el texto, son sus principales características, a las que habría que añadir el hecho importante de tratarse de una edición cuidada, dentro de la serie que Sekotia está lanzando al mercado en la colección “narrativa con valores”.
            La firma de ejemplares está teniendo lugar en estos momentos, seis de la tarde en la Feria del Libro, dispuesta como es costumbre sobre estas fechas en el conocido parque municipal de La Concordia.
            Con las decenas de ejemplares que el autor firmó ayer en el acto de presentación, y las que supongo firmará esta tarde en la caseta de la librería LUA, dentro de la Feria, podemos hablar de éxito en el nacimiento de esta novela netamente guadalajareña, como lo es su autor, a la que auguramos un feliz futuro, aún en tiempos difíciles.    

martes, 8 de mayo de 2012

SERRANO SANZ EN LA OBRA DE AZORÍN


Aunque uno está acostumbrado a ello, todavía se suele extrañar gratamente, muy gratamente, cada vez que en las páginas que nos dejaron en herencia los grandes maestros de la Literatura, se encuentra con alguna referencia a las tierras de Guadalajara, a sus gentes, a sus maneras de vivir o de organizarse al cabo de los tiempos, a sus usos y costumbres como esencia de su propio ser. Debo asegurar que Guadalajara ha sido desde siempre, por una u otra razón, motivo permanente en el arte del buen decir, una tierra para las buenas letras; que desde los inicios del castellano como idioma, su nombre estuvo siempre en la punta misma de las plumas de los mejores literatos de todos los tiempos, pudo ser en parte debido a su situación, a su influencia como tierra de paso, a lo variado y singular de su paisaje, a la indudable categoría de algunos de los nacidos aquí a lo largo de los últimos siglos… Vaya usted a saber cual es la causa, pero lo que sí es cierto, es que esta tierra aparece con frecuencia como motivo central en la obra de los autores más significados de todos los tiempos.

            Hace ya algunos años, saltando de acá para allá en las páginas de un libro de artículos, la mar de variopintos como lo suelen ser en la obra periodística de Azorín, me encontré con uno muy especial al que su autor había subtitulado “Intelectualidad”, ahí es nada; y que dedicó en su día, con un cuidado decir como era su estilo, a uno de nuestros personajes más admirables y más olvidados, creo yo, de la provincia de Guadalajara: a don Manuel Serrano Sanz me refiero, un alcarreño de Ruguilla que vivió a caballo entre los siglos XIX y XX, pues nació en 1866 y falleció en 1932, dejando para la posteridad una obra grandiosa. Pero escuchemos la palabra docta del propio Azorín en referencia a nuestro hombre:

            «Su vida fue ensimismamiento y estudio. Amigos y admiradores dedican al erudito un libro-homenaje. La lectura de este volumen es cautivadora. Después de leerlo nos detenemos a meditar. Ha nacido un niño y ha nacido en uno de los más bellos y agrestes paisaje de España. Con una florecita de romero en la mano, florecita azul, podemos ir induciendo, desde la flor a la montaña, desde la flor a la ciudad, toda esta hermosa tierra. La Alcarria es varia y fértil. Dominan en su flora las aromáticas especies silvestres. Sacan de esas flores las silenciosas abejas néctar precioso. La ladera está tapizada de romero, tomillo, cantueso, espliego, mejorana. A lo lejos se ve una montaña azul. Cerca se abre un valle verde, sombreado por frutales. El pueblo se tiende en un declive. Las casas del pueblo son sencillas. Alguna de estas moradas es de recia mazonería…»  


            Nadie podrá dudar que cuando el maestro Azorín escribió este artículo, conocía el pueblo natal de don Manuel Serrano Sanz; había estado en él. Evita en su artículo el nombre del pueblo, pero lo dibuja magistralmente en un solo puñado de palabras. Tal vez lo haya hecho para no distraer la atención del lector en detrimento del personaje. El estilo del maestro impregna de fuerza expresiva su propio decir, reviste de coraza con los brillos de su lenguaje la fulgurante personalidad del amigo, cuya admiración hacia él desea dejar remarcada en su discurso. Pero sigamos, retomando de nuevo la palabra del escritor de Monóvar:

            «El niño se siente ávido del estudio. Le ayudan los propincuos y se ayuda él mismo. El ambiente familiar es favorable a este niño. Estudiando, entre libros, apetente siempre de conocer, pasa el niño de la puericia a la mocedad. Ya sabe mucho. Ya conoce las lenguas antiguas. Ya tiene ambiciones de figurar algún día entre los más doctos. Los libros llenan su cuarto. En sus divagaciones por la ciudad siempre embute en sus bolsillos algún libro ocasional. La Historia extiende ante sus ojos un vasto y enigmático panorama. Como su anhelo son los libros ha entrado en una gran biblioteca. Pertenece al cuerpo de bibliotecarios. En la Nacional pasa las horas del día. Y la Nacional no tiene secretos para él.»

            Una pincelada significativa, exacta, del vivir diario de nuestro hombre, ocupado en su quehacer cercano al hermetismo más riguroso, nos la deja de pasada el autor del artículo en este párrafo, en donde se dibuja el espíritu del hombre de acción en ejercicio permanente, del intelectual en su estado más puro:

            «La vida de Serrano Sanz es sencilla. Ni delicias conejiles, ni laminerías en la mesa, ni retardos perezosos en la cama, ni disipaciones en el deporte. Todo es uniforme, claro y sobrio. Y como vive siempre entre libros, entrándose cada vez más en la Historia, la realidad que lo circunda se va haciendo cada vez para él más lejana. Nota dominante de Serrano y Sanz es la universalidad. No existe en la Historia nada ajeno a su apetencia.»  

Otras referencias
            Don Manuel Serrano Sanz fue cronista oficial de Guadalajara; doctor en Derecho y en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid. En el año 1905 obtuvo plaza como catedrático de Historia Antigua y Media en la Universidad de Zaragoza. En su currículum consta que fue académico de número de la Real de la Historia, y correspondiente de la de la Lengua. Su muerte, acaecida el 6 de noviembre de 1932, le impidió leer el discurso de ingreso en la primera de las dos academias referidas. Dominaba diez idiomas, entre actuales y lenguas muertas. La lectura de caracteres antiguos, tan complicados y desesperantes como nos los suelen presentar los viejos manuscritos, eran para el docto alcarreño un juego apasionante. Lo cuenta Azorín:

            «No hay nada más intrincado que la letra antigua. La letra antigua es un zarzal espinoso. Si en el monte, entre las zarzas, vemos a veces vedijas de lana, entre las letras antiguas queda siempre tal vez algún trecho indescifrado. Indescifrado para Serrano y Sanz, no. Serrano y Sanz lee tan prestamente en las escrituras antiguas como en lo impreso. Ni la letra de los tiempos góticos, ni la “cortesana” del siglo XV, ni la “procesada” ofrecen para él dificultades. Va leyendo Serrano y Sanz de corrido todas estas escrituras inextricables. Y penetra así su mirada por los senos profundos de la Historia, cerrados a los demás mortales.»


            De ahí que a don Manuel le fuera fácil descubrir, al hilo de los legajos y de los roídos documentos, datos históricos de interés que más tarde le permitiesen dar forma a sus mejores publicaciones “Relaciones históricas y geográficas de América”, pongamos por caso, entre otros títulos de excepcional interés sobre la historia del Nuevo Mundo. Los datos biográficos de algunos alcarreños en América, como “Vida y escritos de Fray Diego de Landa y Pedro Ruiz de Alcazar”, consiguieron la referencia fidedigna gracias a sus perseverantes investigaciones.

            «No existe en la Historia -dice Azorín- nada ajeno a su apetencia. Ora escribe sobre los indios chiriguanes, ora sobre los actos originales de las congregaciones celebradas en Valladolid en 1527 para examinar la doctrina de Erasmo, ora sobre los bandos de Orihuela en la primera mitad del siglo XVI, ora sobre las comunidades monásticas y las instituciones de Derecho privado el condado de Ribagorza hasta 1035. Y no faltan unas páginas sobre la escultura madrileña del paleolítico inferior. Y otras páginas sobre el rectángulo homotónico, estudiado geométrica y artísticamente.» 

            El artículo de Azorín es más amplio, más denso, más profundo. Como conclusión, ya por aquellos turbios meses que precedieron a la Guerra Civil, cuando sólo habían transcurrido tres años escasamente de la muerte de Serrano Sanz, el maestro alicantino se lamenta, previendo que la vida y la obra del insigne alcarreño pasarían a la historia de puntillas, envueltas entre el vapor de una nube inconsistente. Por desgracia, ello ha sido así.
            Terminemos, pues, con la acertada frase con la que Azorín concluye este interesante trabajo: «Ningún maestro extrajero de biografías podrá escribir una superior a esta de Masarnau hecha por don José María Quadrado. La de Serrano y Sasnz es un embrión. Vale la pena de ampliarla. Serrano y Sanz representa la más pura, exquisita y universal intelectualidad.»


miércoles, 2 de mayo de 2012

PRIMAVERA EN EL VALLE DEL MESA

            Pienso que a partir de estas fechas son muchos los caminos que se abren para viajar, para alejarse en la distancia con el noble deseo de descubrir cosas nuevas, que si, además, las buscamos en la propia tierra, mucho mejor.
            La zona norte del Señorío de Molina es quizá una de las que más se echan en falta cuando hace tiempo que uno no anda por allí. Se puede ir, bien desde la propia Molina por Rueda de la Sierra, Torrubia y Labros; o bien desde Anquela del Ducado por Turmiel, Anchuela y Labros. Este último itinerario acorta mucho las distancias, aunque la carretera es bastante más deficiente. Labros, por cualquiera de ambas rutas, y Amayas después, son la puerta de entrada al Valle del Mesa.  
            Pocos rincones de nuestra geografía provincial se mues­tran tan apacibles, pensando en unas cuantas horas de expan­sión, o de antídoto contra el estrés las demás presiones del siglo, como aquellas vegas de los rayanos donde por riguroso orden, siguiendo muy a la par las aguas del río, se alinean tres pueblos, tres, que aportan al paisaje, dentro de su variedad singularísima, todos los requisi­tos de un imaginario paraíso.
            Uno, que ha tenido a bien peregrinar sin pausa por todas las villas y pueblos de Guadalajara en su dilatado conjunto, añora la calma y la esplendidez, el sosiego y la magnificencia de los campos de Mochales, de Villel y de Algar de Mesa. Hace unos días el viajero impenitente se tiró de nuevas al camino y se plantó, allá al cerrar la mañana, en busca de la novedad que en los ambientes a campo abierto suele regalar la lejanía. No olvidemos que estos pueblos, aunque no los más apartados, si que entran en esa media docena de lugares más lejanos de la capital. Primera impresión: Mochales en el fondo de una vega.

Mochales
            El pueblo se ve como acurrucado a la solana de un cerro que le sirve de guardián y de parapeto contra los vientos del norte y del poniente. Mochales, aparte de su primaveral estampa, de sus magníficos chalés en las afueras, de sus casonas antiguas con tinte señorial a las que sus dueños gustan tener de continuo en riguroso estado de revista, sigue contando para el visitan­te en cada viaje con tres nombres significativos, con tres nombres acerca de los cuales la buena gente del lugar habla y hablará -si es que los que tenemos el deber de dejarlo como testimonio en documento escrito, cumplimos con nuestra obligación- mientras que el pueblo exista, cada uno por diferentes motivos. Mochales expone a los saberes del mundo el nombre de su alcalde Antonio Alba, el de la mártir carmelita Beata Teresa del Niño Jesús, y el del médico Tararí cuya vida fue todo un misterio, un enigma del que se cuentan cosas admira­bles, pero del que muy poco o casi nada se sabe.


            La Plaza Mayor de Mochales vio perder para siempre su olmo centenario. En su lugar crece un árbol joven de especie distinta, tierno y solitario, al que la plaza arrulla con maternal esperan­za. En la Plaza Mayor que lleva su nombre, uno se siente estreme­cer recordando la gesta heroica del alcalde Antonio Alba, aquel que murió ahorcado por los soldados fran­ceses (siempre los franceses, como enemigo natural) en mitad de una calle de su propio pueblo, acusado de acudir en auxilio de las tropas españolas de la Junta de Defensa de Molina en plena guerra de la Independencia.
            La hermana Teresa del Niño Jesús es una de las tres Mártires Carmelitas de Guadalajara. Nació en Mochales en el mes de marzo de 1909, y murió en la capital de provincia el 24 de julio de 1936, víctima de su fidelidad a la fe y del odio de aquellos que asesinando inocentes pensaban solucionar los graves problemas de España. Ahora es venerada en el lugar donde nació y en el que fue niña, después de su beatificación canónica en 1987 junto a las otras dos religiosas compañeras de martirio.
            A don Eugenio Díaz Torreblanca nadie en el pueblo lo reconocería por su propio nombre, sino por el apelativo de Tararí. Una vida oscura, relacionada al parecer con la Alema­nia de Hitler en la que vivió, y que vino a dar con sus huesos como profesional de la Medicina a este apacible lugar del Valle del Mesa. Vivió en una cueva que hay a media altura del cerro que resguarda al pueblo, donde dicen que le protegía una enorme serpiente. Recuerdan en Mochales cómo cuando nuestro hombre tenía el aviso de algún enfermo al que atender, se comunicaba con el alguacil a toque de trompeta. Buen profesional, fue a morir, anciano y solo, al pueblo de Argecilla, en plena Alcarria del Badiel, donde está enterrado y donde existe una placa en su memoria que lo recuerda en la Plaza Mayor. Una historia real que bien podría tener su espacio en la novela.
 
Villel de Mesa
            Aguas abajo el camino continúa hasta Villel. Las fértiles vegas que hay junto al río las aprovechan los agricultores para el cultivo del cereal, las hortalizas y los árboles frutales. Las choperas y algunos sauces llorones suelen ser a lo largo del río los compañeros de viaje de la corriente. A trechos, las nogueras clavan su raíz en los ribazos que hay por debajo de los riscos entre los que se encaja el valle. El pueblo de Villel se distingue al instante por las ruinas enhiestas del castillo de los Fúnez, aquel que destrozó el rayo en la plaza del pueblo el día de la fiesta mayor de San Bartolomé.
            Villel de Mesa es un pueblo historiado, de antigua y noble estampa, un pueblo de remotas hidalguías presentes aún en las piedras de sus palacetes dieciochescos, como el de los Semper Ribas, o el de los señores Marqueses de Villel, justo al pie del tremendo peñón que sostiene las ruinas del casti­llo.


            Confortable y bella en extremo es la plaza de esta villa. Al lado de la fuente se alza bajo los sauces, el busto en mármol del profesor don Pedro Gómez Fernández, que el pueblo le dedicó en su día como permanente testimonio de gratitud. Sobre lo más alto, como término en el mirar de unas cuantas calles estrechas, se distingue el airoso campanario de la iglesia de la Asunción, que adornan y engalanan dos o tres ventanales gótico-renacentistas y un reloj de esfera blanca. Villel lo fue y sigue siendo el corazón latente de todo el Valle del Mesa. Desde la plaza del pueblo el camino se hace más vivo siguiendo de cerca las aguas del río hasta el vecino Algar, el último pueblo de Guadalajara por estas lati­tudes antes de entrar en tierras de Zaragoza. Por el camino, ya en los aledaños de Algar, mandan los tremendos roquedales, calados por cuevas profundas que la Naturaleza ha ido excavando a fuerza de tesón y de paciencia sobre las caras de las peñas. Algar, en su concepción árabe, significa cueva.

Algar de Mesa
            Se pueden ver algunos campesinos trabajando con buen oficio los pequeños tablares de los huertos. Por todo Algar resuena el continuo rumor de las chorreras que a tal altura caracterizan y embellecen el paso del río. Cuando les está permitido, y cuentan con tiempo y con fuerzas suficientes para ello, los hombres bajan a pescar truchas a la "chorrera".


            Algar de Mesa es un pueblo en cuesta, de extraño asenta­mien­to sobre la margen izquierda del río. Un pueblo escalona­do, bellísi­mo, al que las autoridades y los vecinos han ido convir­tiendo en un auténtico vergel, en un ejemplo a imitar de limpieza y de comodidad, siempre en inteligente consonancia con el paisaje.
            Para conocer mejor el rosario de pueblos que asientan en el Valle del Mesa es preciso viajar ex profeso hasta él; vale la pena. Las buenas gentes que todavía quedan en cualquiera de ellos son amables y acogedoras, guardan relación con la vida y costumbres de sus vecinos zaragozanos y se expresan en un velado acento aragonés.
            Aquel simpático valle del noreste aporta al conjunto de las tierras de Guadalajara el encanto de su variedad y de sus contrastes violentos. A la extrema placidez de la vega se oponen los volúmenes en corte de las rocas; al aislamiento natural de sus situación geográfica entre dos reinos, compensa con gracia la hermosura de su paisaje, árido y al mismo tiempo saludable, abierto y provoca­dor.