miércoles, 2 de mayo de 2012

PRIMAVERA EN EL VALLE DEL MESA

            Pienso que a partir de estas fechas son muchos los caminos que se abren para viajar, para alejarse en la distancia con el noble deseo de descubrir cosas nuevas, que si, además, las buscamos en la propia tierra, mucho mejor.
            La zona norte del Señorío de Molina es quizá una de las que más se echan en falta cuando hace tiempo que uno no anda por allí. Se puede ir, bien desde la propia Molina por Rueda de la Sierra, Torrubia y Labros; o bien desde Anquela del Ducado por Turmiel, Anchuela y Labros. Este último itinerario acorta mucho las distancias, aunque la carretera es bastante más deficiente. Labros, por cualquiera de ambas rutas, y Amayas después, son la puerta de entrada al Valle del Mesa.  
            Pocos rincones de nuestra geografía provincial se mues­tran tan apacibles, pensando en unas cuantas horas de expan­sión, o de antídoto contra el estrés las demás presiones del siglo, como aquellas vegas de los rayanos donde por riguroso orden, siguiendo muy a la par las aguas del río, se alinean tres pueblos, tres, que aportan al paisaje, dentro de su variedad singularísima, todos los requisi­tos de un imaginario paraíso.
            Uno, que ha tenido a bien peregrinar sin pausa por todas las villas y pueblos de Guadalajara en su dilatado conjunto, añora la calma y la esplendidez, el sosiego y la magnificencia de los campos de Mochales, de Villel y de Algar de Mesa. Hace unos días el viajero impenitente se tiró de nuevas al camino y se plantó, allá al cerrar la mañana, en busca de la novedad que en los ambientes a campo abierto suele regalar la lejanía. No olvidemos que estos pueblos, aunque no los más apartados, si que entran en esa media docena de lugares más lejanos de la capital. Primera impresión: Mochales en el fondo de una vega.

Mochales
            El pueblo se ve como acurrucado a la solana de un cerro que le sirve de guardián y de parapeto contra los vientos del norte y del poniente. Mochales, aparte de su primaveral estampa, de sus magníficos chalés en las afueras, de sus casonas antiguas con tinte señorial a las que sus dueños gustan tener de continuo en riguroso estado de revista, sigue contando para el visitan­te en cada viaje con tres nombres significativos, con tres nombres acerca de los cuales la buena gente del lugar habla y hablará -si es que los que tenemos el deber de dejarlo como testimonio en documento escrito, cumplimos con nuestra obligación- mientras que el pueblo exista, cada uno por diferentes motivos. Mochales expone a los saberes del mundo el nombre de su alcalde Antonio Alba, el de la mártir carmelita Beata Teresa del Niño Jesús, y el del médico Tararí cuya vida fue todo un misterio, un enigma del que se cuentan cosas admira­bles, pero del que muy poco o casi nada se sabe.


            La Plaza Mayor de Mochales vio perder para siempre su olmo centenario. En su lugar crece un árbol joven de especie distinta, tierno y solitario, al que la plaza arrulla con maternal esperan­za. En la Plaza Mayor que lleva su nombre, uno se siente estreme­cer recordando la gesta heroica del alcalde Antonio Alba, aquel que murió ahorcado por los soldados fran­ceses (siempre los franceses, como enemigo natural) en mitad de una calle de su propio pueblo, acusado de acudir en auxilio de las tropas españolas de la Junta de Defensa de Molina en plena guerra de la Independencia.
            La hermana Teresa del Niño Jesús es una de las tres Mártires Carmelitas de Guadalajara. Nació en Mochales en el mes de marzo de 1909, y murió en la capital de provincia el 24 de julio de 1936, víctima de su fidelidad a la fe y del odio de aquellos que asesinando inocentes pensaban solucionar los graves problemas de España. Ahora es venerada en el lugar donde nació y en el que fue niña, después de su beatificación canónica en 1987 junto a las otras dos religiosas compañeras de martirio.
            A don Eugenio Díaz Torreblanca nadie en el pueblo lo reconocería por su propio nombre, sino por el apelativo de Tararí. Una vida oscura, relacionada al parecer con la Alema­nia de Hitler en la que vivió, y que vino a dar con sus huesos como profesional de la Medicina a este apacible lugar del Valle del Mesa. Vivió en una cueva que hay a media altura del cerro que resguarda al pueblo, donde dicen que le protegía una enorme serpiente. Recuerdan en Mochales cómo cuando nuestro hombre tenía el aviso de algún enfermo al que atender, se comunicaba con el alguacil a toque de trompeta. Buen profesional, fue a morir, anciano y solo, al pueblo de Argecilla, en plena Alcarria del Badiel, donde está enterrado y donde existe una placa en su memoria que lo recuerda en la Plaza Mayor. Una historia real que bien podría tener su espacio en la novela.
 
Villel de Mesa
            Aguas abajo el camino continúa hasta Villel. Las fértiles vegas que hay junto al río las aprovechan los agricultores para el cultivo del cereal, las hortalizas y los árboles frutales. Las choperas y algunos sauces llorones suelen ser a lo largo del río los compañeros de viaje de la corriente. A trechos, las nogueras clavan su raíz en los ribazos que hay por debajo de los riscos entre los que se encaja el valle. El pueblo de Villel se distingue al instante por las ruinas enhiestas del castillo de los Fúnez, aquel que destrozó el rayo en la plaza del pueblo el día de la fiesta mayor de San Bartolomé.
            Villel de Mesa es un pueblo historiado, de antigua y noble estampa, un pueblo de remotas hidalguías presentes aún en las piedras de sus palacetes dieciochescos, como el de los Semper Ribas, o el de los señores Marqueses de Villel, justo al pie del tremendo peñón que sostiene las ruinas del casti­llo.


            Confortable y bella en extremo es la plaza de esta villa. Al lado de la fuente se alza bajo los sauces, el busto en mármol del profesor don Pedro Gómez Fernández, que el pueblo le dedicó en su día como permanente testimonio de gratitud. Sobre lo más alto, como término en el mirar de unas cuantas calles estrechas, se distingue el airoso campanario de la iglesia de la Asunción, que adornan y engalanan dos o tres ventanales gótico-renacentistas y un reloj de esfera blanca. Villel lo fue y sigue siendo el corazón latente de todo el Valle del Mesa. Desde la plaza del pueblo el camino se hace más vivo siguiendo de cerca las aguas del río hasta el vecino Algar, el último pueblo de Guadalajara por estas lati­tudes antes de entrar en tierras de Zaragoza. Por el camino, ya en los aledaños de Algar, mandan los tremendos roquedales, calados por cuevas profundas que la Naturaleza ha ido excavando a fuerza de tesón y de paciencia sobre las caras de las peñas. Algar, en su concepción árabe, significa cueva.

Algar de Mesa
            Se pueden ver algunos campesinos trabajando con buen oficio los pequeños tablares de los huertos. Por todo Algar resuena el continuo rumor de las chorreras que a tal altura caracterizan y embellecen el paso del río. Cuando les está permitido, y cuentan con tiempo y con fuerzas suficientes para ello, los hombres bajan a pescar truchas a la "chorrera".


            Algar de Mesa es un pueblo en cuesta, de extraño asenta­mien­to sobre la margen izquierda del río. Un pueblo escalona­do, bellísi­mo, al que las autoridades y los vecinos han ido convir­tiendo en un auténtico vergel, en un ejemplo a imitar de limpieza y de comodidad, siempre en inteligente consonancia con el paisaje.
            Para conocer mejor el rosario de pueblos que asientan en el Valle del Mesa es preciso viajar ex profeso hasta él; vale la pena. Las buenas gentes que todavía quedan en cualquiera de ellos son amables y acogedoras, guardan relación con la vida y costumbres de sus vecinos zaragozanos y se expresan en un velado acento aragonés.
            Aquel simpático valle del noreste aporta al conjunto de las tierras de Guadalajara el encanto de su variedad y de sus contrastes violentos. A la extrema placidez de la vega se oponen los volúmenes en corte de las rocas; al aislamiento natural de sus situación geográfica entre dos reinos, compensa con gracia la hermosura de su paisaje, árido y al mismo tiempo saludable, abierto y provoca­dor.

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