Esa
es la fecha en la que el insigne académico y Premio Nacional de Literatura, don
Alonso Zamora Vicente, firmó un trabajo magnífico, resultado de un viaje fugaz
por la comarca divisoria entre la
Alcarria de Madrid y la de Guadalajara, y que tuvo a bien incluir
en una de sus obras que titula “Libros,
hombres, paisajes”, siendo en el último de esos apartados, en el de
paisajes, en el que el lingüista madrileño, fallecido en el año 2006, incluyó
el trabajo antes referido, y del que pretendo dar aquí noticia completa si es
que el espacio del que dispongo nos da para ello; supongo que sí. Tener tal
texto delante de los ojos supuso para mí en su día grata novedad, sobre todo
por la personalidad del autor que, como otros muchos, se fijó en la Villa Ducal para rellenar
de impresiones algunas cuartillas.
Como
en tantos buenos autores, su prosa es reposada, precisa, magistral, pura
escuela del bien hacer en el uso del lenguaje, como corresponde a un erudito de
esa media docena, pocos más, de hombres doctos sobre los que suelen descansar
los pilares de la
Academia Española , palacio y meca de nuestro idioma.
Loeches
y Nuevo Baztán, en tierras de Madrid, ocupan la primera parte del hermoso
trabajo del maestro Zamora Vicente. Luego se hace referencia, sólo se nombran, La Olmeda , Fuentenovilla,
Escairiche, Hontova, Escopete…«Pueblos
diminutos, árboles que abren con pasmo sus yemas, frutales en flor. Los
labriegos queman los pastizales viejos para obtener el renuevo y llega hasta el
coche el perfume de la retama ardiendo y el crepitar de las varas. Entre
mimbreras agudas corre, despacio, el Tajuña. Los caseríos se escalonan por las
lomas, trepando de espaldas, y la gente se asoma a los portales, gritando a los
chicos palabras inexpresivas.» Una descripción general del terreno, y de
todo lo que se ve y se mueve en el terreno, y luego… la Villa de los Duques.
Pastrana, 1961
Pastrana, punto de mira para escritores y estudiosos de todos los tiempos desde que Teresa de Ávila anduvo por allí, podría ser un excelente punto de destino en un día de vacación académica (aniversario de la muerte de Cervantes), para un profesor universitario, residente en Madrid por aquellas fechas, y amante de los escenarios en donde se fraguó
«Pastrana trepa por la loma desde el borde de
un arroyo, zigzagueando los callejones estrechos y empinados, asomándose a
respirar hacia el valle por los pretiles de piedra. El viejo palacio ducal,
residencia de la princesa de Éboli, está medio arruinado. La fachada noble,
italianizante, se abre frente al valle, donde unos pinos adolescentes tienden
su pompa al sol derretido del atardecer. Ruido de carros, alguna moto
impaciente que sube por la angosta travesía. Grupos de labriegos conversan
plácidamente, severo el gesto y acordada la voz, por los ángulos de la plaza».
Pastrana se rejuvenece en las tardes de
abril. Se doran las torres del palacio y las espadañas de los conventos. La
villa se envuelve en los tules de vieja señora de la Alcarria , y rocía su piel
con la brisa de la media tarde y con los aromas de las huertas que riega el
Arlés. Las primeras sombras comienzan a extenderse por las plazas y por los
caminos; el sol va dejando, poco a poco, su última luz fogosa sobre el cerro
del Calvario; el campo se transparenta; la imagen del Sagrado Corazón recibe de
frente los rayos de la tarde, los rayos amarillo limón de las seis en una
primavera recién estrenada. Pastrana vive:
«Las mujeres, enlutadas, sentadas junto a los
portales en sillas bajas de enea, charlan, tejen, suspiran, llaman a grandes
gritos a los niños que juegan por las esquinas mientras devoran enormes trozos
de pan empapados en vino con azúcar. Campanas. Por los cobertizos el sol se
corta, rígido, y llena de negra intimidad el interior, con sus altares pequeños
de la Virgen
de la Soledad
o del Cristo de los Azotes. La fuente suena entre las paredes blanqueadas de la
plazuela, llenándolo todo con su voz fresca y repetida.»
La vida de los pueblos en toda Castilla, y su
imagen, y los modos de ser y de desenvolverse de quienes viven en ellos, han
cambiado mucho, en algunas cosas para binen y en otras no tanto. Pastrana,
pongámosla de ejemplo por tratarse de la villa que hoy nos ocupa, quizás no
llegue a la mitad de habitantes de los que tuvo hace cincuenta años, más o
menos, cuando el profesor Zamora Vicente anduvo por allí. A pesar de todo en el
pueblo se vive bien, estrenaron colegio, pavimentaron calles, han restaurado el
palacio ducal, cuentan con un instituto de Enseñanza Secundaria que antes no
tenían, con una feria apícola de alcance nacional y con algunos bares,
restaurantes y hospederías, donde atender a los turistas como es debido. Ha
perdido, en cambio, durante ese tiempo, un millar largo de habitantes, el
encanto casi total de sus huertas en la vega, y el convento de Padres
Franciscanos que se hubo de clausurar por falta de vocaciones. Váyase lo uno
por lo otro. Queda, esperemos que sea por mucho tiempo, la esencia, lo
inamovible, aquello que ni los años ni las modas le podrán quitar: el alma de
Pastrana:
«La
Colegial , donde
está enterrada la princesa, surge limpia, recién restaurada, y ofrece al
visitante el prodigio de su museo, en el que sobresalen los espléndidos tapices
del siglo XV, que representan la conquista de Arcila. Un seminarista joven,
sonriente y locuaz, acompaña a los visitantes, haciendo comentarios acertados
ante cada objeto del museo. Asombra esta riqueza oculta en el campo de la Alcarria , paños,
orfebrería, escultura, pintura, documentos, recuerdos de Santa Teresa y de la
princesa de Éboli, cuyas vidas coincidieron fugazmente en este lugar. Prodigio
del lugarón castellano, de enrevesado callejero, donde un escudo en un chaflán
o encima de una puerta pregona la pasada grandeza. Pueblo del color de la
tierra que trepa montaña arriba, cotidiana lección de empeño de vivir.»
Hasta
aquí queda transcrito en letra cursiva y dividido en fragmentos, la totalidad
del trabajo que tan reconocido autor dedicó a Pastrana. El artículo, largo
fruto de un día intenso de andar y ver por tierras de la Alcarria , lleva como
título “Naciente primavera”. Lo encontré hurgando a la casualidad por los
modernos medios. Lo ignoraba, no sabía de él, de ahí que sea doble la
satisfacción que siento al poder transmitirlo a los lectores, tanto a los
pastraneros como a los que no lo son, y que viene a reforzar esa idea que mantengo
desde antiguo al considerar que Guadalajara, sus pueblos y sus comarcas, son
punto de especial interés para eruditos, artistas, y en general para gentes que
saben distinguir lo válido de lo mediocre, lo real de lo aparente. El que
tantos hombres del arte y de las letras se lleguen hasta nosotros, incluso a
fijar su residencia en esta tierra, también lo demuestra. Lástima que muchos de
los que aquí somos no estemos en condiciones de apreciarlo, quizás por aquello
de que los árboles no nos dejan ver el bosque.
En cualquier caso, y por estas fechas que son de asentada
primavera, valgan las palabras del docto
escritor fallecido, como aliciente para tirarse al camino, para acercarse a
Pastrana y a tantos lugares más: pueblos, campos, paisajes, monumentos, villas
históricas de la provincia, fiestas populares y acontecimientos diversos, que
son o que tienen lugar en esta Guadalajara tan diferente de lo que antes fue,
pero que conserva en el medio rural y en sus históricas villas la esencia del
pasado. Esta Guadalajara a la que la gente suele acudir como lugar de reposo
durante los meses de verano, y que tal vez sea más considerada por los extraños
que por los que vivimos aquí. Os dejo en camino.
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