viernes, 22 de abril de 2016

EN EL IV CENTENARIO DE CERVANTES

                            COMENTARIO AL CAPÍTULO XII DEL QUIJOTE
                                                                 Segunda parte


     
       Tan sólo en ocasiones muy contadas el autor de El Quijote hace mención al tiempo y al espacio a lo largo de su obra de manera precisa. En el texto que ahora nos ocupa sí que nos ha dado a conocer con exactitud el día en que ocurrieron los hechos que en el capítulo se refieren, o por mejor decir, la noche en la que en pleno bosque surgió como un aparecido junto a los dos personajes centrales de la obra el Caballero de los Espejos.
            Había confundido nuestro buen hidalgo a los comediantes de la "Corte de la Muerte" con una serie de figuras maléficas de las que a menudo bullían por los llanos sin límite de su imagina­ción. No eran en realidad aquellas pobres gentes sino eso, comediantes, hombres y mujeres de bien que en la tarde de la Octava del Corpus viajaban en carreta de un pueblo a otro por los inmensos campos de la Mancha ejerciendo su oficio, representan­do en las plazas públicas de cada villa o lugar su auto sacramental según costum­bre. Sería, por tanto, una noche cualquie­ra del mes de junio.
            Esas noches de principio de verano son, sobre todas las demás, las noches de la Mancha. Debe haber pocos gozos con los que regalar al cuerpo y al espíritu, como el de pasar una noche de junio al amparo de nadie en la inmensa llanura manchega. Uno recuerda haber vivido esa experiencia alguna vez no lejos de allí. Al momento de recordar aquellas horas, las imágenes acuden a la memoria como en tropel, limpias y diáfanas como el cristal de la noche en que parece que revientan las estrellas en el silencio, roto también, por el cantar monótono e impertinente de los grillos en su escondrijo de alguna linde; por el cu-cú del búho solitario en el oscuro palacio de las copas de las encinas; por el sonar de una hora perdida en el reloj de la torre lejana. Y al lado, las viñas en agrazón, las mieses a punto de hoz movidas apenas por la brisa de la media noche que a esas alturas hace revivir los campos de la Mancha. Los segadores y los cabreros, los hombres de bien y los que no lo son tanto, los locos y los cuerdos, gustan andar en noche clara por los campos de la Mancha mientras que la sombra, la figura etérea del más cuerdo de todos los locos del mundo, viaja por los cielos a la grupa de un Rocinante incorpóreo y retozón, en busca del primer entuerto a desfacer, muy conscien­te de que lleva sobre su osamenta de viento y fantasía al más bravo y al más infeliz de los mortales.

            Don Quijote habla en el silencio de la noche, y Sancho le escucha con atención y con misericordia. Hay veces en las que el fiel escudero saca provecho del docto consejo de su amo; pero, más que para ponerlo en práctica, se vale de él para rectificar­lo, para ponerlo en razón, para despojarlo de la peladura engañosa que lo envuelve como consecuencia del manifiesto desequili­brio de su amo, y traerlo a la sencilla realidad del dos y dos son cuatro.
            Es un cariño desmedido y a su manera el que Sancho siente por don Quijote. Cuando habla el caballero, el escudero escucha, lo que no deja de ser una prueba evidente de respeto y de admiración. El escudero leal de nuestra historia, procura triturar en la pesada rueda de molino de su cerebro las razones que salen de la boca de su amo, y que tantas veces acaban convertidas en buñuelo y otras en la mejor harina de noventa.
           
            En la sustanciosa conversación de don Quijote y Sancho, acaecida a la luz de las estrellas debajo de unos altos y sombrosos árboles, hay un poco de todo. Sancho hace sólo unas horas que acaba de librar con sus consejos al caballero de una paliza a mano de los comediantes, con los que seguramente al caer la tarde habría tropezado en la carreta de "Las Cortes de la Muerte". Luego, en la soledad de la noche, el ilustre hidalgo le intentará explicar cómo en este mundo cada cual representa su papel, más o menos digno, en la comedia de la vida: que unos hacen de emperadores, otros de pontífices, y los más de tantas y cuantas figuras tienen cabida en una comedia; pero que al fin, la muerte arranca de cada uno el ropaje que los diferenciaba, y los hace iguales en la sepultura. Sancho lo ha entendido, incluso con riqueza de matices, y arroja sobre el tapete su cuarto en una nueva imagen que converge con la de su señor, pero tan ilustrati­va o más que lo fue aquella:
            - ¡Brava comparación! -dijo Sancho-, pero no tan nueva que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que, mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.
            Y a renglón seguido, las bendiciones y reconocimientos de don Quijote, que, con la luna y la noche por testigos, debió de resonar como un abrazo en el alma de su escudero.
            - Cada día, Sancho -dijo don Quijote-, te vas haciendo menos simple y más discreto.
            Surge en la soledad, envuelto entre las sombras, el Caballero del Bosque, o de los Espejos, retando a don Quijote con un soneto cantado en alta voz, y un lamento en el mismo tono a honor y memoria de su amada Casilda de Vandalia, a la que, según él, había hecho que la confesasen como la más hermosa del mundo todos los caballeros de Navarra, todos los leoneses y tartesios, todos los castellanos y todos los caballeros de la Mancha; lo cuál soliviantó los sentimientos de don Quijote hacia Dulcinea que, seguro es, acudieron a su memoria revueltos y bullidores con un vehemente aire de protesta.

            La razón y el diálogo recoge a los dos caballeros al fin en una conversación larga y desacorde. Sus damas y sus amores son el tema de la plática que los entretiene; asunto interminable que en principio andaba muy lejos de tomar el raíl por el que el Caballero del Bosque, como se verá en los siguientes capítulos, quiso conducir al bueno de don Alonso Quijano. Los escuderos, muy al márgen del interés común de sus señores, procuraron entenderse en un lugar aparte.
            Allá por el año 1905, coincidiendo con el tercer centenario de haberse publicado la primera parte de El Quijote, don Miguel de Unamuno sacó a la luz uno de los más hermosos volúmenes de sus obras completas. "Vida de don Quijote y Sancho" es el título. En este librito, no demasiado extenso, el ilustre rector de la universidad salmantina va recorriendo uno por uno todos los capítulos de la obra de Cervantes. Es un entrar con profundidad en todos los capítulos de El Quijote, un intento de poner al descubierto la intención del autor al escribirlo, y más todavía, de dar forma a lo mucho que en la obra queda oculto, dejando asomar a la superficie el extremo sutil de un hilo del que es preciso tirar para comprenderlo. Digamos que es poner ante los ojos de quien leyere lo que en El Quijote no está al alcance de todos.
            Con tu permiso, amigo lector, y a sabiendas de que te gustaría conocer el texto al que me refiero, paso a transcribir lo que don Miguel de Unamuno dejó escrito por cuanto al capítulo que nos ocupa. Es lo siguiente:
            «Conversando sobre lo que es la comedia del mundo se quedaron amo y escudero bajo unos altos y sombríos árboles, cuando les rompió el sueño la llegada del Caballero de los Espejos. Y allí fue la plática de los escuderos de un lado y de los caballeros por el otro, y el declarar Sancho que a su amo un niño le hacía entender que era de noche en la mitad del día, sencillez por la que le quería como a las telas de su corazón y no se amañaba a dejarle por más disparates que hiciera. Aquí se nos declara la razón del amor que Sancho profesaba a su amo, mas no la de la admiración.
            Pues ¿Qué creías, Sancho? El héroe es siempre por dentro un niño; su corazón es infantil siempre; el héroe no es más que un niño grande. Tu don Quijote no fue sino un niño durante los doce largos años en que no logró romper la vergüenza que le ataba, un niño al engolfarse en los libros de caballería, un niño al lanzarse en busca de aventuras. ¡Y Dios nos conserve siempre niños, Sancho amigo!»

            La aventura con el Caballero de los Espejos continúa en los dos capítulos siguientes. Sin duda, uno de los episodios más memorables de la obra cervantina y con un mayor contenido, tanto humano como literario; pues ahí están la gloria y la grandeza de El Quijote. (J.S.B. del libro “El Quijote entre todos. Ilustraciones de Rodrigo García Huetos)